EN
EL 1520 DE
WILLINA LANE
ATLANTA (GEORGIA)
27 DE NOVIEMBRE DE 1986
Muñón Threadgoode que, pese a sus cincuenta y siete años, era todavía un hombre bien parecido, había ido a casa de su hija Norma para la cena del Día de Acción de Gracias. Acababa de ver el partido de rugby Alabama-Tennessee y estaba sentado a la mesa con el marido de Norma, Macky, su hija Linda, y su novio, un joven enclenque con gafas que estudiaba para masajista. Estaban ya con el café y la tarta.
—Yo tenía un tío, que se llamaba Cleo —dijo Muñón dirigiéndose al novio— y que era masajista. Claro que nunca ganó un centavo…, porque atendía a toda la ciudad gratis. Pero eso fue durante la Gran Depresión. Nadie tenía dinero.
»Mi madre y la tía Idgie tenían un café. No era más que un negocio familiar de lo más modesto, pero fíjate bien: nunca nos faltó un trozo de pan, ni a nadie que fuese allí pidiendo comida…; blancos y negros por igual. Nunca vi a la tía Idgie cerrarle la puerta a nadie, y todo el mundo sabía que tampoco negaba una copa a quien la necesitaba…
»Siempre llevaba una petaca en el bolsillo del delantal. “No haces más que fomentar las malas costumbres de la gente”, le decía a menudo mamá. Pero la tía Idgie, a quien también le gustaba darle, le contestaba: “Mira, Ruth, no sólo de pan vive el hombre”.
»No menos de diez o quince temporeros sin trabajo paraban por allí todos los días. Pero ¡ojo!, que ésos no tenían miedo de herniarse por trabajar un poco a cambio. Que no eran como los de hoy en día. Cortaban el césped, o barrían la acera. La tía Idgie siempre les dejaba que hiciesen algo para no herir su orgullo. A veces, incluso les dejaba entrar a la vivienda de la parte de atrás a vigilarme un rato, para que tuviesen la sensación de estar trabajando. Casi todos eran buena gente; tipos que no habían tenido suerte, sin más. El mejor amigo de la tía Idgie era precisamente uno de aquellos antiguos temporeros sin trabajo. Se llamaba Smokey Lonesome. Habrías podido confiarle hasta tu propia vida. Jamás tocó nada que no le perteneciese.
»Aquella gente tenía su código de honor. Me contó Smokey que había oído que, una vez, unos sorprendieron a otro que había robado piezas de la vajilla de plata de una casa, y lo mataron allí mismo y fueron a devolver lo robado… Si es que entonces ni siquiera teníamos que cerrar nada con llave. Esos que te encuentras ahora por las carreteras y rebuscando por los contenedores son de otra raza. Vulgares vagabundos y drogadictos que te limpian a la que te descuidas.
»A la tía Idgie, por lo menos, nunca le robaron nada —añadió riendo—, aunque, claro, bien pudiera ser por la escopeta que tenía junto a su cama… que Idgie era de armas tomar, ¿eh, Peggy?
—¡Menuda! —confirmó Peggy desde la cocina.
—Aunque no vayas a creer, que se le iba mucho el aire por la boca. Pero, ojo con que no le cayeses bien. Siempre se llevaron como el perro y el gato con aquel viejo predicador de la Iglesia Baptista donde mamá enseñaba catequesis, y le hacía perder los estribos. El predicador era abstemio y, un domingo, dedicó el sermón a atacar a Eva Bates. Aquello le sentó tan mal a la tía Idgie que nunca se lo perdonó. Siempre que un forastero llegaba a la ciudad tratando de comprar whiskey, ella salía con él hasta la acera del café, señalaba hacia la vieja casa del reverendo Scroggins y decía: «¿Ve esa casa verde de allí? No tiene más que ir y llamar. No lo hay mejor en toda Alabama». Y también se los enviaba a su casa cuando alguien iba en busca de otra cosa.
Peggy salió entonces de la cocina y se sentó.
—No tendrías que contarles esas cosas, Muñón —dijo.
—Es la pura verdad —dijo él, riendo—. Siempre le hacía alguna barrabasada a aquel hombre. Aunque, como te he dicho, se le iba mucho el aire por la boca, para que los demás creyesen que era dura… pero en el fondo era una malva. Tanto es así que el propio hijo del predicador, Bobby Lee, a quien arrestaron una vez, pidió que la llamasen a ella para sacarlo.
»Bobby Lee había ido a Birmingham con dos o tres muchachos amigos suyos, agarraron una tajada de aupa y él empezó a correr por los pasillos en calzoncillos y a tirar jarras de agua desde un séptimo piso. Las jarras eran de agua, sí, pero Bobby Lee llenó una de tinta que puso perdida a la esposa de un notorio concejal, y armaron una zapatiesta de mil demonios en la habitación del hotel.
»A la tía Idgie le costó doscientos dólares sacarlo de la celda, y otros doscientos dólares que no lo fichasen, para que no tuviese antecedentes y su padre no llegase a enterarse… Yo fui con ella a buscarlo y, de regreso a casa, ella le dijo que si le decía a alguien que ella había intervenido, le arrancaría ya sabes qué. No soportaba que se supiese cuándo hacía una buena acción; y menos aún, tratándose del hijo del predicador.
»Toda aquella pandilla de la Peña del Hinojo era igual. Hacían muchas buenas obras sin que nadie lo supiese. Lo más gracioso del caso es que Bobby Lee llegó a ser un gran abogado, y acabó siendo nombrado Fiscal General del gobernador Folsom.
Su hija Norma salió entonces a retirar los platos que quedaban en la mesa.
—¿Por qué no les cuentas lo de Bill el del Ferrocarril, papá?
Linda le dirigió a su madre una mirada de exasperación.
—¿Bill el del Ferrocarril? —dijo Muñón—. Dios… ¿De verdad queréis oír lo de Bill el del Ferrocarril?
—Me encantaría oírlo —dijo el novio, aunque, en realidad lo que quería era salir, cuanto antes, y llevar a Linda con el coche a algún rincón.
Macky le sonrió a su mujer. Habían oído la historia cientos de veces, pero sabían que a Muñón le encantaba contarla.
—Bueno, pues fue durante la Gran Depresión, y lo que hacía el tal Bill el del Ferrocarril era saquear los trenes de suministros del Gobierno y lanzarlo todo junto a las vías, para que la gente de color lo recogiese. Y luego saltaba del tren antes de que lo atrapasen. La cosa duró años, pero ya al poco tiempo los negros empezaron a propagar toda clase de historias acerca de él. Aseguraban que alguien lo había visto convertirse en zorro y correr más de treinta quilómetros sobre una alambrada de espino. Quienes llegaron a verlo, decían que llevaba siempre un abrigo negro y un gorro de punto negro también. Incluso le sacaron una canción… Y decía Sipsey que todos los domingos, en la iglesia, rezaban para que a Bill el del Ferrocarril no le pasase nada.
»La empresa del ferrocarril ofreció una fuerte recompensa; pero en Whistle Stop, aunque hubiesen sabido de quién se trataba, no lo hubiesen entregado. Todo eran cábalas y conjeturas.
»Yo me sospechaba que Bill el del Ferrocarril era Artis Peavey, el hijo de nuestro cocinero. Era de la estatura que decían y rápido como el rayo. Incluso estuve siguiéndolo una temporada noche y día, pero nunca lo sorprendí. Yo debía de tener por entonces nueve o diez años, y habría dado cualquier cosa por verlo en acción, porque me comía la curiosidad.
»Y, una mañana, al amanecer, tuve que levantarme para ir al lavabo. Iba medio dormido y, al llegar al cuarto de baño, allí estaban mamá y la tía Idgie, con el grifo del lavabo abierto. Mamá me miró sorprendida y dijo: “Un momento, cariño”, y me cerró la puerta.
»“¡Date prisa, mamá, que no me puedo aguantar!”, dije yo. Cosas de niños, ya sabéis. Oí que hablaban y, al poco, salieron, la tía Idgie secándose las manos y la cara. Y al entrar en el lavabo, vi que quedaban aún restos de hollín. Y, en el suelo, detrás de la puerta, había un gorro negro de punto.
»Entonces caí en la cuenta de por qué la veía a ella y a Grady Kilgore, que además de sheriff era inspector vigilante del ferrocarril, siempre de secreto. Y resultó que era él quien le informaba del cargamento y horario de los trenes; y la tía Idgie quien subía a saquearlos.
—¿Pero estás seguro de que eso es verdad, abuelo? —dijo Linda.
—Y tan verdad. Tu tía Idgie hacía verdaderas locuras —dijo Muñón, dirigiéndose luego a Macky—. ¿Te he contado alguna vez lo que hizo cuando Dot y Wilbur Weems se casaron, y fueron a pasar la luna de miel a un gran hotel de Birmingham?
—No, me parece que no.
—Anda, Muñón —dijo Peggy—, no cuentes esas cosas delante de las niñas.
—Deja, mujer, que no pasa nada. Veréis: Wilbur era de la Peña del Hinojo e, inmediatamente después de la boda, la tía Idgie y una pandilla cogieron el coche y fueron a Birmingham a toda velocidad y sobornaron al recepcionista del hotel, para que los dejase entrar en la suite de los recién casados, y yo qué sé qué cantidad de cosas les metieron en la cama… Vaya Dios a saber…
—Muñón… —le advirtió Peggy.
—Coño —dijo él, riendo—, si no sé lo que era. El caso es que volvieron a casa con el coche y, al regresar Wilbur y Dot, le preguntaron a Wilbur si les había gustado la suite de los recién casados del hotel Redmont. Y se llevaron un buen chasco, porque se habían equivocado de hotel. Así que fue otra pobre pareja de recién casados la que cargó con el muerto.
—Desde luego… —dijo Peggy meneando la cabeza.
—Papá —dijo Norma, asomando la cabeza por debajo del carrito de servir—, cuéntales lo de los bagres que pescabais en el río Warrior.
A Muñón se le iluminó la cara.
—Ah, sí. No podéis imaginar lo grandes que eran aquellos bagres. Recuerdo que un día estaba lloviendo y picó uno con tal fuerza que me arrastró por la orilla y me las vi y me las deseé para no caer al agua. Caían rayos y me estaba jugando la vida, pero después de cuatro horas saqué a aquel grandullón fuera del agua, y os aseguro que debía de pesar por lo menos diez quilos, y era así de largo…
Muñón extendió su único brazo, como hacía de pequeño, y aquel canijo aspirante a masajista lo miró con cara de idiota tratando de imaginar la longitud del bagre.
—¡Pero, abuelo! —exclamó Linda exasperada, llevándose la mano a la cadera.
A Norma se la oyó reír en la cocina.