CAFÉ DE
WHISTLE STOP

WHISTLE STOP (ALABAMA)

1 DE DICIEMBRE DE 1938

Acababa de salir el sol por detrás del café e Idgie lo despertó gritándole: «¡Levanta, Muñón! ¡Levanta! ¡Mira!», y tiró de él hacia la ventana para que lo viese.

Todo el campo estaba cubierto de blanco.

—¿Qué es eso? —dijo él, boquiabierto.

—Es nieve —dijo Idgie riendo.

—¿De verdad?

—Sí.

Estaba en Básica y era la primera vez en su vida que veía nieve de verdad.

Ruth apareció por detrás en camisón y miró hacia el exterior, casi tan sorprendida como él.

Los tres se vistieron a toda prisa, y a los cinco minutos salieron fuera, al patio. No habían caído más que cinco centímetros, pero ya estuvieron deslizándose por la fina capa de hielo y haciendo pelotas de nieve.

Se oían abrir las puertas de las casas de toda la ciudad y a los niños gritar entusiasmados. Sobre las siete de aquella mañana, Idgie y Muñón habían modelado ya un pequeño muñeco de nieve, y Ruth les hizo helado con aquella nieve, leche y azúcar.

Idgie pensó que era mejor acompañar a Muñón al colegio y, mientras iban caminando junto a las vías, todo el derredor estaba completamente blanco, hasta donde les alcanzaba la vista. Muñón seguía tan entusiasmado que no paraba de saltar y cayó dos veces al suelo. Así que Idgie pensó contarle algo para entretenerlo y calmarlo.

—¿Te he contado alguna vez lo que pasó un día que Smokey y yo jugábamos al póquer con Pig Iron Sam?

—No. ¿Quién es Pig Iron Sam?

—¿No irás a decirme que no has oído nunca hablar de Pig Iron, el jugador de póquer más tramposo de toda Alabama?

—No.

—Bueno, pues yo y Smokey nos metimos en una timba de póquer, en Gate City, que duraba toda la noche, y empezamos a ganar. Creo que estuve llevándomelo todo durante una hora por lo menos, y Pig Iron se iba poniendo furioso. Pero ¿qué iba a hacer yo? No iba a retirarme, con tanto como estaba ganando… No, no es correcto. Y cuanto más ganaba, más furioso se ponía él, hasta que terminó sacando el revólver, lo puso encima de la mesa y dijo que liquidaría al próximo que le diese malas cartas.

Muñón estaba ya totalmente absorto con la historia.

—¿Y a quién le tocaba dar? —dijo.

—Bueno, pues ahí estuvo la cosa. Porque no pensó que le tocaba dar a él, y, mira tú por dónde, va y se da una pareja de doses. Así que cogió el revólver y se pegó un tiro, allí mismo… Fue un hombre de palabra hasta el final.

—¡Aaaanda! ¿Y tú lo viste?

—Claro. Era una pareja de doses como una casa.

Muñón estaba dándole vueltas al asunto cuando, de pronto, vio algo que sobresalía de la nieve junto a la vía. Corrió y lo cogió.

—Mira, tía Idgie, es una lata de chucrut de ciervo, ¡sin abrir!

Cayó en la cuenta nada más decirlo. Sostuvo la lata en alto con expresión recelosa.

—Tía Idgie —susurró—, seguro que es una de las latas que Bill el del Ferrocarril tira desde el tren. ¿A que sí?

Idgie examinó la lata.

—Podría ser, hijo. Ya lo creo que podría ser. Vuelve a ponerla donde estaba, para que la encuentren aquéllos a quienes va dirigida.

Muñón dejó la lata exactamente en el mismo sitio donde la había encontrado, como si fuese algo sagrado.

—¡Aaaanda!

¡La primera vez que veía nevar, y ahora una lata de conservas que podía ser de las de Bill el del Ferrocarril! ¡Demasiado!

Siguieron caminando y, al cabo de cinco minutos, Muñón miró a Idgie.

—Bill el del Ferrocarril debe de ser uno de los hombres más valientes que haya existido, ¿verdad, tía Idgie?

—Desde luego, valiente sí que es.

—¿No crees que es el hombre más valiente que hayamos conocido en nuestras vidas?

Idgie reflexionó un instante.

—Bueno, pues la persona más valiente que conozco… no —dijo—. Me parece que no. Uno de los más valientes, pero no el más valiente.

—¿Y quién puede haber más valiente que Bill el del Ferrocarril? —dijo Muñón muy sorprendido.

—Big George.

—¿Nuestro Big George?

—Sí.

—¿Y qué ha hecho?

—Pues, por de pronto, yo no estaría aquí de no haber sido por él.

—¿Quieres decir aquí hoy?

—No. Quiero decir que no estaría aquí, en este mundo. Se me habrían comido los cerdos.

—¿De verdad?

—Sí señor. Cuando yo tenía dos o tres años, me parece. Yo, Buddy y Julián andábamos jugando por las pocilgas, y yo me encaramé a una cerca y caí de cabeza entre los cerdos.

—¿De cabeza?

—De cabeza. Y todos los cerdos corrieron hacia mí… porque ya sabes que los cerdos comen lo que sea… a muchos niños pequeños se los han comido los cerdos.

—¿De verdad?

—Ya lo creo. Bueno, el caso es que me levanté y eché a correr, pero caí, y ya casi se me habían echado encima cuando Big George me vio y saltó al interior de la pocilga, allá en medio de todos los cerdos, y empezó a azuzarlos para que se alejasen. Y no creas que eran cerditos, sino cerdos de ciento cincuenta quilos. Cada vez que uno se me acercaba, lo levantaba por los aires y lo lanzaba al fondo de la pocilga como si fuese un saco de patatas. Los entretuvo lo bastante para que Buddy se arrastrase por debajo de la cerca y me sacase.

—¿De verdad?

—De verdad. ¿No has visto nunca las cicatrices que tiene Big George en los brazos?

—Sí.

—Pues son de las mordeduras de los cerdos. Pero Big George nunca se lo dijo a papá, porque sabía que papá mataría a Buddy por haberme llevado allí.

—Nunca me lo habían contado.

—Ya lo sé.

—Anda… ¿Y sabes de otros igual de valientes? ¿Y el tío Julián, que le acertó a aquel enorme ciervo la semana pasada? Fue muy valiente, ¿no?

—Pues, no sé qué quieres que te diga…; hay valientes y valientes —dijo Idgie—. No hace falta ser muy valiente para dispararle a un pobre e inocente animal con un rifle de repetición.

—¿Y a quién más conoces que sea valiente, aparte de Big George?

—Pues, vamos a ver —dijo ella como barruntándolo—. Aparte de Big George, yo diría que tu madre es una de las personas más valientes que he conocido nunca.

—¿Mamá?

—Mamá, sí.

—Bah, ¡qué mentira! Pero si se asusta de todo, incluso de una cucaracha pequeña. ¿Qué hizo?

—Una cosa. Una vez hizo una cosa.

—¿Qué?

—Eso no te lo digo. Sólo te contesto a lo que me has preguntado. Tu madre y Big George son las dos personas más valientes que conozco.

¿De verdad?

—Te lo prometo.

Muñón no salía de su asombro.

—Pues, yo también s…

—Claro que sí. Y hay algo más que quiero que recuerdes siempre. Hay personas estupendas en este mundo, hijo, muchos que pasan por tu lado y que saben comportarse como seres humanos. No quiero que lo olvides nunca. ¿Entendido?

—No, tía, no lo olvidaré —dijo Muñón sentidamente y mirándola.

Mientras seguían caminando junto a las vías, un cardenal de brillante y rojo plumaje remontó el vuelo desde un árbol cubierto por la nieve y emprendió un viaje navideño hacia el blanco horizonte.

Tomates verdes fritos en el Café de Whistle Stop.
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