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A pesar de que intento acercarme a él, de que trato de entenderle, a menudo lo veo y no puedo evitar sentir repulsión. Es un hombre mayor, pero perfectamente capaz de trabajar. Se ha presentado aquí, en nuestra casa, envuelto en su obstinado hermetismo y ha conseguido lo que los pordioseros, los que, si la tuvieron, abandonaron toda dignidad: ser alimentados por otra mano. Y esa mano es la mía y yo la miro y no termino de entender cómo ha sido posible que suceda. Que yo, hasta ahora firme, esté siendo quien le pone cada día delante un plato de buena comida. La misma que se entretiene en tejer su historia por la noche. Que sea yo quien, no solo le alimenta, sino que le protege. Yo, que siempre he creído en la idea de que no debe haber espacio entre nosotros para los holgazanes, los pusilánimes y los cobardes. Si hemos alcanzado un lugar hegemónico en la historia ha sido porque hemos sabido expulsar a los débiles. Una bandera tan grande como para albergar a los pueblos del mundo. Un solo Dios verdadero. Un solo rey.
Y siento esto a pesar de saber lo que ya sé, o creo saber, acerca de este hombre y de este pueblo. ¿Dónde está mi caridad, aquella que abracé siendo joven? ¿Se puede hacer compatible lo que la patria quiere de nosotros y lo que nuestra religión nos enseña? ¿No nos dice acaso el Evangelio que nos amemos los unos a los otros? ¿No le lavó el Señor los pies a una ramera? Quizá sea eso lo que estoy haciendo con mis cuidados. Seguir la Palabra. Y si es cierto que ése es mi motivo, ¿de qué manera debo actuar para no contravenir la ley? Me pongo en peligro y no sé por qué, como quien se siente atraída por un abismo y juega a traspasar la línea que separa la vida de la muerte. Y esto, estar y no estar, callar, acoger, ocultar, no solo me produce desasosiego, sino que me desespera.
Si pienso en él trabajando esta tierra, imagino a un hombre recio y frugal, apegado a los suyos y temeroso de su Dios, que acaso es el mío. Le atribuyo los rasgos, lo sé, de un modelo: nobleza, sensatez, bondad, abnegación, capacidad de sacrificio, patriotismo incluso. Veo en él, en definitiva, a uno de nuestros campesinos. Uno de esos hombres que, con su trabajo, nos alimentan y a los que hemos buscado un lugar adecuado. Mezclado solo con los de su clase, por supuesto, pero protegidas sus cosechas por nuestras leyes. Ensalzado en las gacetas de provincias, merecedor de galardones en las ferias agrícolas, premiados sus mejores bueyes con cintas de raso tricolor, propietario de sus tierras, de donde no debe salir, para su bien y el del Imperio.
Sin embargo, está ahí, tirado igual que un perro, como si hubiera renunciado a la dignidad que por ser hombre también le habrá sido otorgada, incluso aquí, en este lugar remoto. Llegó, aunque destallado, bien vestido, pero no debió de tardar demasiado en echarse al suelo, manchándose con el polvo, dejando que su pelo se enmarañara y se llenara de paja. ¿No es acaso ésa la estampa de la decadencia? El que cede a las fuerzas de la naturaleza y no se opone, sino que se deja llevar por los impulsos y la carne. Un verdadero hombre es el que sabe renunciar.