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Me he quedado cerca de él hasta mucho tiempo después de que pronunciara su última palabra y luego, obligada por los gritos de Iosif, he regresado a la casa para servirle la cena. En el porche me he girado y lo he visto subir desde el huerto y agacharse sobre la escollera. Palpaba las piedras como valorando la calidad de la obra y yo me he preguntado si habrán sido sus manos las que han levantado también ese muro.
Cuando entro al dormitorio, encuentro a Iosif en el suelo. Me insulta por no acudir antes a sus llamadas y luego me felicita por haber disparado al intruso. «Esos hijos de puta», dice sin terminar la frase. Siento asco y pena, y en lugar de tenderlo sobre la cama, como habría hecho en otro momento, lo dejo en el suelo. Lleva las botas puestas, con ellas debería caminar hacia la muerte, cosa que ansío que suceda esta misma noche.