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A mediados de verano, una vez concluida la carretera, se instalan en el campamento avanzado. Leva y los demás son reintegrados a sus antiguas cuadrillas. Con el fondo del valle casi completamente arrasado, los grupos empiezan a trabajar en las laderas. Los desrames se hacen más difíciles porque, en pendiente, los troncos se vuelven imprevisibles. Algunos se deslizan a gran velocidad y los gritos de los que están arriba no siempre son oídos por los hombres que trajinan en las partes bajas. Mandan traer a lugareños, que instruyen a los prisioneros en la manera de trabajar en aquellas condiciones. Pican los troncos por los lados, meten las cuñas y, una vez derribados, las mismas ramas impiden que el tronco pueda rodar. Para bajarlos, los taladran por los extremos con grandes berbiquíes, como hicieran en la almadía, y forman trenes de tres o cuatro piezas unidas con cadenas. Enormes mulas tiran para llevar los árboles a las resbaladeras por las que, como sumideros de barro, las alturas van siendo vaciadas.
Las condiciones de la vida en el campamento son similares a las del campo con la diferencia de que, durante las primeras semanas, las tablas de los barracones huelen a resina porque todavía no han absorbido la pestilencia de los hombres hasta saturarse y rezumar hedor.
Para entonces, Leva apenas atiende ya a las estaciones, pues no tiene sentido medir aquello que ya sabe interminable. El paso del tiempo queda registrado en los cuerpos de los hombres, transformados por un imperativo biológico según el cual los tejidos se deshidratan, las neuronas dejan de multiplicarse y la sangre se va cargando con los lodos de la senectud. Los que han aguantado desde el principio, los que han sido castigados invierno tras invierno y cuyas naturalezas no han sido doblegadas, muestran una compresión particular: músculos absorbidos, contracturas, achatamientos, deformidades. Venas hinchadas sobre los antebrazos y las sienes, se diría que depositadas sobre la piel.
Al principio fue la violencia la que empujó sus particularidades hacia alguna zona sombreada, en la trastienda del espíritu. Rincones que la mayoría de los hombres no visitan en toda su vida. Pero luego fue el propio paso del tiempo el que acabó extinguiendo la luz de los candiles. Quien a esas alturas conservara algún calor de fondo, algún signo, por tibio que fuera, de la llama del ser, ya no lo cuidaba. Los que llegaron con alguna fe pudieron soportar algo mejor los primeros años. Había un lugar en ellos donde sabían que nadie podía penetrar. Leva vio cosas que, en aquel momento, tanto tiempo después, eran impensables. Judíos que se negaron a trabajar en sabbat. Ortodoxos y católicos que soportaron castigos inimaginables por reclamar para otro un enterramiento digno o la inscripción de una cruz en un tronco donde falleció un amigo. Sus peticiones fueron repelidas según el estilo de la tropa: a culatazos y a la vista de los demás. La mayoría se replegó y los que siguieron viviendo en sus templos rocosos hubieron de ser como los judíos conversos de Toledo. Aun así, muchos murieron con los muros derribados, ya que llegó un momento en el que el hambre, el trabajo interminable o la desesperanza acabaron por erosionarlos.
Dios también vio a su hijo desangrarse en un madero y asistió a su tortura como ningún padre lo hubiera hecho. «Tendrás un lugar junto a mí en el Cielo», le susurró con las garras de pontífices y escribas ya enganchadas en sus talones. Pero, entre el prendimiento y el Calvario, el Hijo tuvo tiempo de ver malograrse la esperanza. El Padre no estaba allí, en la estancia en la que clavaban sobre su espalda vergajos con las puntas de plomo. «Me estará esperando tras los muros del palacio de Pilatos. Saldrá a mi encuentro desde algún callejón de la Vía Dolorosa. Con un cacillo verterá agua sobre mi cabeza y yo veré la sangre que las espinas me producirán caer hasta las piedras del suelo. Su mano amada me guiará, su nombre será mi nombre, su carne la mía. Su poder convertirá el madero que acarreo en una nube de polvo y con sola su mirada fulminará a estos que ahora me hostigan. Mi Padre liberará a los cautivos, les hablará a los niños perdidos, hará brotar el pan junto a las cloacas en las que su pueblo habita. Mi Padre me salvará de la muerte que ahora me aguarda sobre el Gólgota».
La fe es un diamante engarzado en carne. Y la carne se aja y enferma. La piel se descuelga y los tendones se vuelven quebradizos y entonces el diamante cae, o se eleva, y se desvanece en la negrura del espacio cuyo final no es conocido, ni tan siquiera imaginado.
Los muros de Leva nunca fueron gruesos y, sin embargo, han sido muchos los momentos en los que ha rezado. O, más bien, implorado. Una jauría de perros sarnosos le empuja hacia un acantilado. Al llegar al límite, cuando sus opciones se reducen a ser devorado o caer al vacío, salta el último resorte y entonces implora a las Alturas del mismo modo que sus esfínteres se vuelven laxos. ¿Cuántas veces se ha visto al borde de ese acantilado? Y así, a fuerza de encontrarse con la muerte, se ha envuelto en su capote de silencio, ahuyentando por igual a la luz y a la oscuridad.