82

Primero abrís una vía entre los piornos para comunicar la nueva fosa con la primera. Solo hay un par de hachas disponibles, así que utilizáis también los azadones. Los levantáis sollozantes muy por encima de vuestras cabezas y los lanzáis con fuerza contra las bases de los grandes arbustos, como si quisierais meterlos por debajo de las suelas de vuestras botas. Los filos se traban en la madera húmeda y fibrosa y es preciso sacarlos de allí a patadas o a golpes de pico. Hubieran hecho falta yuntas de bueyes para desarraigar por completo aquellos arbustos de gruesas raíces, agarrados al suelo con la obstinación de los hambrientos.

Vais trasladando los cuerpos por entre los tocones astillados. La mayor parte de ellos tienen los ojos cubiertos. Algunos con pañuelos y otros con sus propias ropas. En la superficie de la montaña solo hay hombres, los últimos en morir, por haber sido los encargados de llenar la fosa que ellos mismos habían tenido que abrir previamente. Luego, mezclados, llegan las mujeres, los ancianos y los niños.

Es vergonzoso trajinar con los cadáveres semidesnudos de aquellos que han sido vuestros vecinos. Llevar al panadero agarrado por las perneras, con el compañero de faena enfrente, que camina de espaldas y llora. Ver el rostro de aquel hombre, en su mitad desaparecido, e, inconscientemente, recomponer sus facciones con lo cotidiano. En su horno se cuece el pan y se asan los corderos en los días festivos. Las familias se los llevan y él les unta la piel con sebo. No estáis preparados para la visión del interior, de las sustancias que rellenan los cuerpos y los animan. Cuerpos ahora exánimes. Extraordinariamente pesados y escurridizos. Agarrarlos de los tobillos y de las axilas y llevarlos hasta los bordes de la fosa. Disponerlos de manera que el nuevo agujero pueda acogerlos a todos. Eso es lo que se espera de vosotros.

A mediodía, uno de los hombres, un trabajador de la bodega, reconoce el rostro de su padre. El grito escalofriado del hijo se eleva por encima de las copas de las encinas. Arrodillado, se abraza al cuerpo inerte. Une su pecho al de su padre, que sumerge sus manos en ese mar desnudo. El hijo con la boca entreabierta y la respiración atascada. Algunos hombres le rodean e inmediatamente reconocen al muerto. Uno de los cautivos pone su mano sobre el hombro del hijo, primero como forma de consuelo, pero al poco, para intentar que suelte el cuerpo. El hombre se resiste y tienen que ser los otros quienes le arranquen al padre de los brazos.