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El jardinero no quiere hablar. Me dice que no sabe nada y yo apelo a los años de servicio y al respeto con el que siempre le he tratado. Le recuerdo que en una ocasión le adelanté su salario para que pudiera comprarle a su hija una medicina. El doctor Sneint, por mediación mía, telegrafió a un viejo amigo, un capitán de farmacia, para que le hiciera llegar desde Barcelona las cajas que había disponibles de aquel medicamento.

Me pide permiso para servirse vino. Llena tanto el vaso que tiene que agacharse sobre él para sorber un poco del líquido antes de levantarlo. Se remonta a muchos años atrás. «Al principio de la guerra», dice, y a mí me sorprende que llame guerra a nuestra invasión. Es cierto que la anexión de España aparece en nuestros libros de historia casi como un hermanamiento, más que como el fruto de una campaña militar. Nuestros muchachos, en la patria, tienen una idea de este lugar aún más dulce que la que teníamos nosotros antes de la ocupación. Para ellos, España es un jardín diverso, rico y bien gobernado. Ven en los boletines los grabados de los palacios en Salamanca o en Madrid. Las recoletas calas de la Costa Brava, los castillos y las catedrales. Los campos de cereal en Castilla, el tabaco en los amables valles cacereños, los viñedos riojanos, las escarpaduras de los Picos de Europa que nada tienen que envidiar a los paisajes con los que muchos están familiarizados.

Está claro que ellos también han construido su propia mitología. Llamar «guerra» a nuestra fulgurante invasión implica resistencia y orgullo, pero lo cierto es que no les dimos tiempo para lo primero, y lo segundo, a la luz está, hemos sabido amputarlo convenientemente.

Le pido que me hable de esos primeros momentos de la guerra y él me cuenta que los militares tomaron todos los pueblos de la zona al mismo tiempo. «En no más de dos días», dice. En su pueblo y en el de su mujer, que son los que mejor conoce, sucedió lo mismo. Reunieron a la gente en las iglesias y los retuvieron hasta ser informados de las nuevas condiciones de vida. De allí salieron muchos hacia destinos desconocidos en aquel entonces. Le pregunto por este pueblo y resopla. Se pasa la mano por el cogote, medita. Kaiser aparece por la portezuela de la escollera. Lento, como siempre, va en busca de la sombra de la encina, un hábito que ha aprendido del hombre del huerto. Temo verle aparecer por el mismo sitio, ajeno a nosotros, sin importarle la presencia del jardinero, extraño para él o, mucho peor, conocido.

Por lo que me cuenta, imagino que precisamente allí está él, sobre la escollera, cuando oye los primeros disparos procedentes del pueblo. Puedo oír las detonaciones secas propagándose valle arriba, entre los almendros y las pizarras. Cuando se levanta la veda de la perdiz, los viejos militares salen a cazar con sus perros y sus reclamos. De octubre a enero los contornos retumban desde bien temprano. Si las partidas baten cerca, tras las primeras detonaciones las perdices rojas sobrevuelan la casa, desquiciadas. «Pum —dice Iosif cuando las ve pasar. La cabeza ladeada hacia el cielo y baba en los labios—. Pum, pum», repite, y le brillan los ojos.

Una docena de soldados avanza peinando los campos, revisando encinas y olivos, pinchando las zarzas con los cañones de sus fusiles y abriendo a machetazos sus varas tejidas. Suben en línea recta, sin atender ni a lindes ni a cercas, como si hubieran sido puestos sobre un raíl, allí abajo, en la boca del valle, concentrando sus trayectorias a medida que ascienden y las laderas se cierran. Dominan en las pendientes las zonas oscuras. Al fondo, imponente, se levanta la recia silueta del castillo recibiendo por detrás la luz del amanecer.

Si el hombre que ahora holgazanea en mi huerto hubiera tenido algo que temer habría escapado al oír el primer tiro, con los soldados todavía distantes. Se habría agachado y así, moviéndose a cuatro patas, habría llegado a la parte alta de la propiedad para ascender por el muro que contiene el talud superior. Desde allí habría seguido, saltando de finca en finca, dejando a un lado el lazareto abandonado, evitando el camino hasta alcanzar el collado desde el que la ladera de la sierra se inclina hacia La Parra y Salvatierra. Allí, las torrenteras se multiplican, algunas encajándose entre las rocas. Forman recovecos y hasta galerías. Hubiera hecho falta un ejército para dar con él.

Pero no huye. Al contrario, medio embobado, los ve aproximarse saltando cercas, pisoteando los cultivos, reventando melones a su paso. Ni furiosos, ni cansados. Decididos en su avance, seres mecánicos.

Se gira. Tras de sí, en la terraza superior, todo está tranquilo. La vieja caseta encalada para los aperos; tejas oscuras y cruces de forja en los ventanucos. Algunas higueras, el gallinero y, en el centro, la gran encina bajo cuya sombra azul pace el burro. Zumban las abejas en las colmenas de corcho alineadas en la parte alta de la propiedad, excitadas por el día que comienza, por la promesa de las flores de los calabacines abriéndose al ritmo cadencioso de la luz de la mañana. Se vuelve. Un hilo de brisa le trae los aromas que envía la cooperativa de vino allá abajo, en las afueras del pueblo. La repisa de la huerta, delante de él, flanqueada por el arroyo y, llegando, los hombres. Son soldados. Aprieta la mano que contiene la tierra que estaba oliendo y se la lleva al bolsillo para comprobar que su navaja sigue allí. Al palpar el arma, derrama la tierra sobre ella y así malogra sus escasas posibilidades de defensa.

Los contempla paralizado. El modo en que ascienden violentando la quietud de los campos, derribando cercas de piedra cuya construcción él no ha conocido. Su briosa insolencia al transformar un territorio incuestionable. Lo que siempre estuvo allí. La propia naturaleza del tiempo.

Y entonces, con la partida a punto ya de subir a la última terraza, distingue por vez primera las caras de los hombres. En ese momento dos soldados forcejean con la puerta de la parcela. Una hoja de tablas mal clavadas, enlazada con un alambre a una estaca recibida al muro. Basta echar un vistazo al rudimentario cierre para entender su mecánica. Tan solo es preciso levantar el lazo ensartado y dejar que la puerta, vencida por su propio descuadre, se abra sola. Sin embargo, los soldados, quizá asfixiado su entendimiento por los ajustados barboquejos, la zarandean de manera obstinada. Y como no consiguen abrirla, resuelven trepar al murete haciendo que algunas piedras se desprendan y rueden hacia el arroyo. Se vuelve hacia la terraza superior. Los intrusos ya le esperan fusil en mano, apuntándole con sus bayonetas caladas.

«¿Qué quieren?», pregunta, pero no le responden. Son dos esculturas pardas y fornidas. Leva no reconoce la forma de sus cascos, ni sus emblemas, ni los atalajes. No son, desde luego, soldados españoles. «Yo no he hecho nada», dice, sin saber que esas palabras son casi las últimas que saldrán de su boca durante muchos años.

Los militares dicen algo que no comprende, pero cuyo tono es imperativo. Lo primero que escucha en la lengua de los soldados es una orden. Sabe que esperan algo de él, y está dispuesto a hacerlo, porque la violencia con la que han ascendido hasta su huerto así se lo aconseja. Pero qué. ¿Qué debe hacer? El miedo es un tornillo sin fin que, alimentado por un viento incesante, ha extraído de él las ideas, los sentidos y hasta las percepciones. Y ahora, hueco, no sabe si levantar los brazos, si arrodillarse, si ofrecer tabaco a los soldados. Lo único que el miedo le ha dejado es, precisamente, miedo. Así que grita mientras dirige su mirada alucinada a los hombres. Grita mostrándoles las palmas de las manos y los dientes desiguales.

La cabeza de un caballo aparece tras el muro que separa la propiedad del camino, por el mismo lugar por el que han saltado los soldados. Está aparejado con correajes negros y una chapa metálica en la frente. Montando al animal, un oficial tocado con gorra de plato. Trata de darse aire abanicándose con la mano, mientras curiosea entre las copas bajas de los almendros de la parcela vecina, como si en las drupas verdes y aterciopeladas hubiera algo más urgente que los gritos desesperados del lugareño.

El resto de los soldados ya ha alcanzado el huerto y comienzan a ascender al nivel en el que el hombre continúa voceando. Con los militares formando un amplio círculo en torno a él, su voz empieza a decaer. Sin darse cuenta ha dejado marchar por su boca gran parte de la fuerza que necesitará para luchar si es agredido. Pero tener frente a la cara una recia bayoneta, su acanaladura letal y la imponente solidez de su hoja no favorece el cálculo ni la medida. La sostiene un hombre joven, incluso más que él. La pequeña visera de su casco sombrea sus ojos azules.

Pistolas en cartucheras de cuero negro, atalajes completos, cinchas. Se murmuran cosas los unos a los otros. Conspiran contra el hombre solo que anuncia el tiempo nuevo: el del ser arrastrado y despojado. Su carne irá quedando prendida en los mil alambres que le aguardan y nada podrá hacer él, al que todos llaman Leva, para evitarlo.