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Sentada frente al hombre, me dispongo a leer en voz alta lo que he escrito durante las últimas noches y no sé si busco asentimiento o, simplemente, la lejanía de Iosif. La escritura es limpia; no hay enmiendas ni borrones. Extiendo las páginas, trago saliva, y voy a comenzar, pero mis labios no se mueven, no articulan mi voz. Bajo los papeles y lo miro. Sé que me oye, pero no sé si me escucha. En el caso de que entienda bien lo que le cuento, ¿qué pensará de mí un hombre como él? Con mis papeles frente a mí, siento ahora más que nunca que estas hojas que pretendían ser un puente también nos separan. Que mis palabras no se clavan ni producen heridas. La inconsistente sombra en la caverna contra la carne viva de los que gesticulan al otro lado del fuego. ¿Qué siente él cuando afirmo que al principio lleva la cuenta de los días de su nueva existencia? Es sencillo, continúo. Cinco, seis, nueve. Cada una de sus jornadas está tan cargada de novedades que no necesita dibujar rayas en una pared y luego tacharlas. Bajó de un camión cargado de cadáveres, tras un viaje interminable, y una luz purísima le cegó. Ése fue su primer día. El segundo, el de la hoguera de cuerpos. El siguiente, el de la primera visión del bosque, cuyo aliento húmedo y oscuro dejó en él una impresión de cementerio viejo.
Luego los días se fueron sucediendo unos detrás de otros, fusionándose entre sí como gasas húmedas hasta hacerse indistinguibles. Y eso a pesar de que, en adelante, ya no habría para Leva una sola jornada apacible o inocua. No conocería más la tranquilidad ni el descanso. Tampoco la saciedad, ni tan siquiera la posibilidad de abrigar su cuerpo cuando le fuera necesario.
Ahora mide su cautiverio viendo pasar las estaciones, del mismo modo que había pautado su vida cuando era libre. La diferencia es que en ese lugar no tiene que estar atento a las siembras, las lunas y las maduraciones. Allí, simplemente, tiene que protegerse. Sabe que hay un Rubicón en cada equinoccio. Superarlo significa haber sobrevivido un invierno más y también disponerse a descender una pendiente en la que la vida, durante unos meses, no será absolutamente insoportable. El buen tiempo significa, por ejemplo, no tener que prestar una atención constante al calzado: hacer que esté siempre seco, tratar de cerrar lo mejor posible los agujeros o las suelas descolgadas, reparar los cordones cuando se rompen.
Ha aprendido que cuando llega el frío todos miran a los pies de los demás. Antes de morir, los cautivos se tambalean. Tropiezan por la debilidad o se desorientan cuando, en medio del trabajo, se apartan para orinar entre los árboles. Las caídas en el camino, en el cercado o en el tajo anuncian un legado. Si el moribundo ha sido hecho preso junto a un familiar, entonces éste tendrá preferencia a la hora de quedarse con sus botas o con su pelliza. Podrá sustituir las suyas o, si lo necesita, comerciar con ellas para conseguir tabaco o comida. Vigilará, de hecho, para que al moribundo no le sean robadas en vida, en esos últimos días en tierra de nadie, cuando los demás ven el color de la muerte posarse en la piel del elegido.
Hay quienes calzan durante semanas zapatos que les quedan pequeños. Caminan con los puentes arqueados y los dedos contraídos como muchachas subidas a sus primeros tacones. Sus movimientos son grotescos y siempre hay alguien dispuesto a lanzar un piropo. Cualquier cosa es preferible a ver ennegrecer las puntas de los dedos y las uñas amarillear y desprenderse porque, una vez que los tejidos se malogran, ya no hay otra cosa que un dolor continuo que hace imposibles los movimientos y el trabajo. Todos saben que un dedo congelado en un pie es un atajo hacia la muerte. En esa antesala, algunos creen ver una atmósfera negra en torno al cuerpo o se guían por los olores que emana un ser que está a punto de caer. Los sentidos se afinan y se adecúan. Se disponen en una nueva dirección. Quien supo distinguir en el verdor de unas aceitunas el momento preciso para su cosecha o el que, pulsando las teclas de un piano, fue capaz de percibir la sutilísima distensión en una cuerda puede ahora, con solo un vistazo, calcular los días que le restan a un cautivo.
Me interrumpe para preguntarme por Iosif. Lo hace señalando al porche y diciendo «el hombre». Le hablo de él y, cuando termino, me doy cuenta del odio que siento, de la bilis que me envenena, y me digo, una vez más, que tengo que alejarme definitivamente de mi esposo.