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Ha tenido que pasar todo el invierno para decidirme a viajar al Huerto de las Guindas. Digo viajar, y sé lo que digo, aunque el lugar solo esté a menos de una hora a pie desde aquí.

He salido al amanecer, guiada por Kaiser, que me ha llevado por caminos y montes como si supiera a dónde necesitaba ir. Si hubiera seguido las indicaciones que el jardinero me dio en su día, habría tenido que pasar por el pueblo, así que, con la ayuda del perro, he dado un buen rodeo, subiendo primero a la mina y, desde allí, bajando a la carretera de Burguillos.

Me ha costado encontrar la vieja vereda que desemboca en las pilas porque el predio está comido por las jaras. Entre ellas me he abierto paso lo mejor que he podido hasta encontrar el antiguo lavadero.

Sobreviven las tablas de piedra alrededor del pequeño estanque. El agua es un cristal oscuro tan solo perturbado por el chorrillo que aún vierte allí. En el caz por el que la pila desagua, la corriente peina mechones de algas. Zumban los abejorros a mi alrededor. Nunca pensé que sentiría paz en este lugar. No voy a escarbar la tierra. No tengo edad para ello y de nada me serviría. Solo necesito saber que estáis aquí debajo y que hay una hermandad entre vuestros cuerpos. Toda la vida huyéndonos. Toda la vida tapando la piel de las mujeres, hurtándoles a los niños las caricias. Y ahora, apagados los alientos, irónicamente mezclados. ¡Qué hermosa hubiera sido esta cercanía en otro tiempo! Hombres, mujeres, ancianos, niños, familiares, amigos, desconocidos, reunidos. Juntos los cuerpos en una aleación indestructible. Quizá, como dicen, en algún momento fuimos uno. No un solo cuerpo, sino un solo ser. Nosotros, los árboles, las rocas, el aire, el agua, los utensilios. La tierra.