75

Cuando entra de nuevo en la sala me encuentra de pie. Cruza la habitación hasta la ventana y desde allí, de espaldas a mí, me informa de que mi hombre ha sido visto cerca de los antiguos lavaderos y de que va a enviar una patrulla en su busca. «Ahora ya es un asunto de orden público y seguirá el cauce oficial». Mira al exterior, a algún punto vago entre las encinas que cubren los montes cercanos. La luz cansada de principios de otoño aplana sus facciones, les resta matices. «Es extraño —dice finalmente—. Ha contado usted con multitud de vías de escape y, sin embargo, ha rehusado tomar siquiera una de ellas. Y me pregunto por qué. Por qué alguien como usted, con su posición, ha llegado a este punto. Me ha obligado a citarla de manera oficial y, una vez aquí, donde lo he dispuesto todo en su favor, ha confesado su descabellada relación con ese hombre, que la incrimina y que pone en riesgo su reputación, la de su marido e incluso sus propiedades».

Yo no hubiera expresado mejor mi actitud, porque ni yo misma me comprendo. Hago memoria y me veo tumbada en la cama, tantos días, pensando en el hombre del huerto. Asustada unas veces, desesperada otras, pero incapaz de llamar a la guardia.

—No sé cómo responder a esa pregunta. Créame, no lo sé.

No ha dicho que haya soltado ya a sus perros de presa sino que lo hará, que enviará una patrulla al Huerto de las Guindas.

—Lo que yo no sé es qué hace usted aquí tratando de encubrir a alguien que está fuera de la ley. Si tan amiga es usted de él, de ellos, váyase a La Albuera o a Santa Marta y viva igual que ellos. Renuncie a sus privilegios, a su propiedad y a la protección de esta administración. Siegue usted el trigo hasta que se le rompan las manos y yo no volveré a molestarla nunca más.

He querido morir tantas veces en este tiempo. A medida que he ido sabiendo, he sentido la necesidad de desaparecer. De dejar así de mancillar la vida con mi presencia. Estoy atrapada en un lugar del que no me va a sacar el cónsul con sus ofertas, sus atajos y sus mentiras. En las semanas que he convivido con el hombre del huerto me he visto obligada a medirme día tras día. Y mientras él parecía aligerarse, era yo la que iba cargando con su lastre. He podido ver cómo con cada gesto se desvestía, despojándose de cuanto le retenía hasta desvanecerse, mezclado con la tierra, con su tierra. Y yo a su lado, un día tras otro, creyendo al principio que estaba cautiva por su silencio, cuando no era eso. El misterio que creía ver en él, con el que trataba de justificar ante mí mi propio comportamiento, era otro engaño. No había más misterio que la culpa: la de saber que había levantado mi casa sobre la sangre de los suyos. La de haberme envuelto en la bandera de la tradición, el Imperio y la religión para participar de este expolio. El único fantasma que yo puedo ver aquí es el de Kaiser, indolente y agradecido. No hay para mí en el zumbido de las abejas otra cosa que una grata reverberación veraniega. Lo mismo que en el arroyo que desciende limpiando las rocas del cauce. Cargo con la culpa de haberme dejado embaucar para erigir mi vida sobre una ciénaga. Y, sin embargo, aunque yo nunca podré hacer lo que él ha hecho, regresar al único origen verdadero, elijo este lugar como mi lugar y reclamo para mí el derecho al polvo y a las lombrices y a cuanto haya de pudrirme.

Frente al cónsul, lloro.