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El teniente Boom es el único que hace algo por intentar salvarle de la muerte segura que le espera. Es él quien le explica al capitán que Leva es un trabajador leal. Que nunca se ha metido en peleas, ni ha intentado fugarse. «Ha servido bien a su majestad», concluye.

Dice esto con un tono que pretende ser definitivo, recalcando bien la palabra servir. Sabiendo que el término lleva implícito una voluntad que allí no se da. El capitán, que anda rebuscando algo entre los papeles apilados sobre su mesa, hace una pausa, le dirige al topógrafo una mirada breve y luego continúa. Está decidido a deshacerse de un trabajador que, en su opinión, ha llegado al final de su rendimiento y que sufre demencia pero, sobre todo, no está dispuesto a que un oficial de rango inferior que ha subido precipitadamente desde la casa de gobierno le diga lo que tiene que hacer con sus trabajadores.

—Mire cómo tiene la cara.

Señala a través de los cristales de la ventana al lugar en el que Leva aguarda esposado en el suelo. Un soldado está junto a él, de pie, con el fusil apuntando hacia el pasto.

—¿Sabe que cuando lo han encontrado estaba a punto de amputarse un pie con el hacha?

El teniente Boom niega con la cabeza.

—¿Me va a asegurar usted que mañana no va a matar o a mutilar a otro trabajador o, incluso, a uno de mis hombres?

Vuelve a negar con la cabeza. La imagen de aquel hombre ensimismado al otro lado del cristal no facilita su defensa.

—No le entiendo, Boom. No entiendo por qué ha subido a toda prisa hasta aquí, ni qué hace protegiendo a ese loco.

El topógrafo guarda silencio porque no sabe qué responder a las preguntas del capitán. La noticia de la detención de Leva le ha llegado esa misma mañana. Ha escuchado hablar a unos soldados en el comedor, donde los oficiales están separados de la tropa por unos ligeros biombos de madera.

Ha dejado su desayuno a medias y ha salido para ver al comandante y, con una excusa, le ha pedido permiso para subir al campamento. Ha hecho el camino a caballo, pensando en la suerte de aquel hombre callado que tiempo atrás había servido a sus órdenes. No hay, en apariencia, nada que lo haga diferente de los otros, a los que ve morir cada día, en cuya explotación sin límites él también participa.

—Lleva muchos años aquí. De su reemplazo, solo queda él.

—¿Y?

—Que usted sabe tan bien como yo que a este campo le queda poco. La madera se acaba y pronto nos iremos.

—Razón de más para no tener que cargar con él.

—En cierto modo se lo ha ganado.

El capitán mira furioso al topógrafo y éste se calla.

—Ese hombre no se ha ganado nada y, a no ser que el jefe de campo se haga responsable por escrito, ya sabe cuál es su destino. Al amanecer mis hombres lo ejecutarán. Si tanto le interesa, puede recuperarlo a media mañana y hacer lo que le plazca con su cuerpo.

Boom regresa esa misma noche con una orden firmada por el comandante en la que se urge al capitán a que le entregue a Leva. Para conseguirla, ha tenido que hacer valer su relación personal con él, excelente desde que la carretera fuera concluida con gran rapidez y eficacia. «Necesito un hombre que me ayude ahora que hay que empezar a desmantelar la explotación», le ha dicho.

Dos días después, es llevado al campo para ser reasignado. Le conducen al edificio de gobierno donde le espera el topógrafo. El escolta llama a la puerta y la abre en cuanto escucha el «pase». El teniente está anotando algo en un papel. En una mesa contigua, más pequeña, un soldado escribe a máquina. Cuando la puerta se abre, ambos levantan la vista y miran a Leva. «Acércate —le dice el topógrafo—. Desde hoy vas a trabajar para mí. Harás cuanto te pida, de manera rápida y eficaz. Sé perfectamente que puedes hacerlo. Te han reasignado a mí por mi expreso deseo. Asumo mucha responsabilidad teniéndote aquí. No me defraudes o, si no, ya sabes lo que te espera». Leva está de pie con las manos esposadas por delante y la mirada perdida en algún lugar entre el techo y la pared que hay tras el topógrafo. No da señales de haber entendido lo que se le dice, ni tan siquiera de haberlo oído. El secretario contempla la escena con actitud tensa. Aunque es la primera vez que ve a Leva, deduce por su aspecto que procede del campamento de los leñadores.

—¿Entiendes lo que te he dicho?

El secretario aguarda expectante con los dedos suspendidos sobre las teclas.

—¿Lo entiendes?

El tono del topógrafo es ya impaciente ante la inmovilidad del prisionero. Nunca le ha oído decir una sola palabra y no espera que lo haga ahora. Simplemente necesita algún gesto afirmativo que le permita continuar con su trabajo.

—¡Joder! Llevas media puta vida aquí. Deberías haber aprendido algo de nuestra lengua.

Leva sigue quieto. Tan solo sus pupilas se agitan nerviosas. El topógrafo empieza a arrepentirse de su intervención.

Está de pie, apoyado sobre la mesa con los nudillos. Los hombros y las piernas en tensión, como si de un momento a otro fuera a saltar sobre el escritorio y abalanzarse sobre Leva.

—Sí, señor.

El oficial respira y relaja los hombros. Aliviado pero también sorprendido al escuchar, por primera vez, la voz del que fue su asistente y por el que ha estado a punto de jugarse el puesto. El secretario sigue quieto, deseando que suceda algo más. Algo que poder contar en el comedor a los pocos camaradas que quedan allí.