74

Los últimos en marcharse son los oficiales y los soldados de la policía militar. Desde el salón en el que trabaja, Leva los ve alejarse por la carretera de entrada al valle. Durante días seguirá limpiando las chimeneas y avivando los fuegos.

Algunas tardes vaga por el campo. El aserradero y la planta han sido cerrados a cal y canto, a la espera, quizá, de que envíen a alguien para desmantelar la maquinaria. También el cercado tiene los portones cerrados. Dentro, tres hombres pululan desorientados y lentos. Hay uno tumbado al sol sobre el tejado de uno de los barracones, junto al lugar en el que Leva pasó su primera noche. Otro, a cuatro patas, escarba en la tierra con la cabeza a ras de suelo. Rebusca entre la grava y, cuando encuentra algo, se lleva los dedos a la boca y mastica. El resto yace en los barracones, sin mortaja ni óbolos.

Ese invierno se alimenta de bayas y de lo que consigue cazar; como mucho, ratones árticos y cangrejos de río. Se ha instalado en el chamizo de las herramientas, a donde ha llevado la estufa de uno de los cuartos.

Cada cierto tiempo entra en la casa de gobierno por la puerta de la cocina, de la que conserva la llave. Recorre las estancias, abre los postigos, barre la arenilla que la humedad ha desprendido de los muros. Uno de esos días se detiene en el taller de los sastres. No hay rastro de sus cantos, nada recuerda de ellos. Sobre la mesa de corte hay una pieza de tela con patrones de papel cogidos con alfileres. Cintas métricas, bobinas de hilo, tijeras. En las perchas hay varias camisas y chaquetas con etiquetas de cartón colgando de los botones.

En primavera, cuando la nieve se retira del camino, sale de la casa, cierra la puerta tras de sí y comienza a caminar por la carretera con las abundantes aguas del deshielo descendiendo junto a él. Tardará dos días en arrancar el cartón de la chaqueta que ha elegido para su regreso.