Capítulo 3

Había una viejecita

que bajo el monte vivía

y sí aún no se ha marchado

allá vive todavía.

Aconteció, durante un alegre verano de fines del siglo pasado, que John Bebeagua, en el curso de una gira a pie por Inglaterra, con el ostensible propósito de estudiar la arquitectura dé las casas de campo, llegó cierto día, hacia el anochecer, a la puerta de una vicaría de ladrillo rojo, en el Cheshire. Había perdido el rumbo atolondradamente, y dejado caer en el canal del molino a cuya vera se había sentado a merendar, horas atrás, su guía de caminos; tenía hambre y, por muy segura y apacible que fuese la campiña inglesa, no pudo impedir que lo invadiera una cierta desazón.

Interiores extraños

En el jardín de la vicaría, un jardín desgreñado y tumultuoso, centelleaban en medio de una densa cascada de rosales las mariposas nocturnas, y en el ramaje retorcido de un manzano avasallante revoloteaban y cuchicheaban los pajaritos. Allí, en el horcón del árbol, había alguien sentado, alguien que, cuando él miró, encendió una bujía. ¿Una bujía? Era una chica muy joven, vestida de blanco, y para proteger la llama ahuecó la mano; la luz brilló y palideció, y volvió a brillar. La muchacha habló, mas no a él.

—¿Qué pasa? —La llama de la vela se había apagado, y él preguntó—: ¿Decía usted algo? —Ella empezó a bajar del árbol, rápida y ágil, y él se apartó del portillo para no parecer, cuando ella se acercara a la habitación a hablarle, importuno e indiscreto. Pero ella no se acercó. Desde algún lugar del jardín o desde todos, un ruiseñor empezó, cesó, volvió a empezar.

No hacía mucho, John Bebeagua había llegado a una encrucijada (no a una encrucijada literal, pese a que también ante muchas de éstas, durante su mes de peregrinaje, había tenido que elegir si tomar río abajo o cuesta arriba, y comprobado que como práctica, de poco le valían en su vida tales encrucijadas). Había pasado un año abominable proyectando un enorme Rascacielos que debía parecerse, tan exactamente como lo permitiesen su inmensidad y su destino, a una catedral del siglo XIII. Cuando le mostró a su cliente los bocetos, había sido en son de broma, como una fantasía estrafalaria, un bulo incluso que sólo podía ir a parar a la papelera; pero su cliente no lo había entendido de ese modo; así, tal cual, quería él que fuese su Rascacielos, precisamente lo que a su debido tiempo tendría que ser, una Catedral del Comercio, y nada de cuanto John Bebeagua pudiera pensar, el buzón de bronce que parecía una pila bautismal, los grotescos bajorrelieves de estilo clúnico con enanos hablando por teléfono o descifrando cintas de teletipo de piedra, gárgolas que se proyectaban a una altura tal del edificio que nadie alcanzaría ni siquiera a divisarlas y que tenían (aunque hasta eso el hombre se había negado a reconocer) los mismos ojos saltones, la misma narizota porosa del cliente… nada era demasiado para él, y ahora habría que ejecutarla tal y como él la había concebido.

Mientras ese proyecto se prolongaba hasta el hastío, un cambio amagaba producirse en él. Amagaba, porque John Bebeagua se le resistía; parecía ser una cosa ajena a él, un fenómeno al que podía casi darle un nombre, pero sólo casi. Al principio lo percibía como algo que trataba de insinuarse en su densa y a la vez ordenada jornada de extrañas ensoñaciones: palabras meramente abstractas que resonaban de pronto dentro de él como si una voz las pronunciara. Multiplicidad era una. Otra, otro día (cuando sentado ante los altos ventanales del Club Universitario miraba caer la lluvia fuliginosa), había sido combinatoria. La noción, una vez manifestada, había encontrado la forma de adueñarse de su mente, de ocupar en ella la sede de la actividad pensante y la de la actividad contante, hasta dejarlo paralizado, incapaz de dar el paso siguiente, largamente preparado y meditado, de una carrera que todo el mundo describía como «meteórica».

Tenía la sensación de que estaba sumiéndose en un largo sueño, o de que quizá estaba despertando. Fuese lo que fuese, él no quería que ocurriera. A modo de específico para contrarrestarlo (eso pensaba él) empezó a interesarse en la teología. Leía a Swedenborg y a san Agustín; el que más lo serenaba era Tomás de Aquino, podía sentir al Doctor Angélico levantando, piedra sobre piedra, la grandiosa catedral de su Summa. Supo entonces que hacia el final de su vida Aquino consideraba todo cuanto había escrito como «un montón de paja».

Un montón de paja. Bebeagua se pasaba las horas sentado delante de su gran tablero, bajo la claraboya, en las largas oficinas de Ratón, Bebeagua y Piedra, y contemplaba ensimismado las fotografías en sepia de las torres y los parques y las villas que había construido, y pensaba: un montón de paja. Como la primera y la más efímera de las casas que edificaran los Tres Cerditos del cuento. Tenía que existir una morada más sólida, un lugar en el que pudiera ocultarse a los ojos de lo que fuese ese Lobo Feroz que lo perseguía. Tenía treinta y nueve años.

Su socio Ratón descubrió que, al cabo de meses de permanecer sentado ante su tablero de dibujo, no había avanzado absolutamente nada con los planos definitivos de la Catedral del Comercio, y que había pasado en cambio hora tras hora dibujando, abstraído, casitas diminutas con interiores extraños; y lo mandaron al extranjero por una temporada, para que descansara.

Interiores extraños… Junto al sendero que subía desde el portillo hasta la puerta de la vicaría coronada por una ventanita en abanico, vio un artefacto, tal vez un ornamento del jardín, un globo blanco montado sobre un pedestal y rodeado de oxidadas anillas de hierro. Algunas anillas se habían soltado y estaban allí, tiradas en el sendero, casi invisibles entre las hierbas. Empujó el portillo y éste se abrió, canturreando brevemente sobre sus goznes. Dentro de la casa se movía una luz, y, cuando empezaba a subir por el sendero, una voz lo increpó desde la puerta.

—No eres bienvenido —dijo el doctor Zarzales (porque era él)—. Ninguno de vosotros, ya no, nunca más. ¿Eres tú, Fred? Haré poner un candado en el portón si la gente no aprende a tener mejores modales.

—No soy Fred.

Su acento hizo titubear al doctor. Levantó la lámpara.

—¿Quién es usted, entonces?

—Sólo un viajero. Temo haberme extraviado. ¿No tendrá usted un teléfono?

—Desde luego que no.

—No quisiera molestar.

—Tenga cuidado con la vieja orrería. Está desparramada por todas partes ahí y es un cepo peligroso. ¿Americano?

—Sí.

—Vaya, vaya, pase usted.

La chica había desaparecido.

Sendas oscuras

Dos años más tarde, John Bebeagua se hallaba sentado, soñóliento, en el caldeado salón de actos espiritualmente iluminado de la Sociedad Teosófica de la Ciudad (jamás había sospechado que, de los caminos que sus encrucijadas le señalaran, alguno habría de conducirlo allí, pero así era). Se estaban recabando suscriptores para un curso de conferencias a cargo de personas diversámente iluminadas, y entre los médiums y gimnosofistas que aguardaban la decisión de la Sociedad, Bebeagua encontró el nombre del doctor Theodore Burne Zarzales para disertar sobre los Mundos más Pequeños contenidos dentro del Grande. Apenas hubo leído el nombre se le apareció, instantánea y espontáneamente, la muchacha en el horcón del manzano, la luz que palidecía en el hueco de sus manos. ¿Qué pasa? La volvió a ver en el lóbrego comedor cuando entró, sin ser presentada, pues el vicario, incapaz de decidirse a interrumpir su parrafada el tiempo suficiente para decir su nombre, se había limitado a asentir y a empujar a un lado una pila de libros mohosos y varios rollos de papeles atados con una cinta azul, a fin de hacer sitio para que ella pudiese depositar (sin levantar la vista) el deslucido servicio de té y el resquebrajado plato de arenques ahumados. Podía ser hija o pupila o sirvienta o prisionera —o celadora incluso—, porque las ideas del doctor Zarzales, aunque expresadas con mansedumbre, eran bastante extrañas y obsesivas.

—Paracelso es de opinión, vea usted —dijo, e hizo una pausa para encender su pipa.

Bebeagua alcanzó a decir:

—¿La señorita es la hija de usted?

Zarzales echó una mirada rápida a sus espaldas, como si Bebeagua hubiese visto a algún miembro de la familia Zarzales cuya existencia él ignoraba; dijo que sí, con un gesto, y prosiguió:

—Paracelso, vea usted…

Ella sirvió, motu propio, oporto blanco y rosado, y cuando éste hubo desaparecido el doctor Zarzales estaba lo bastante exaltado como para hablar de algunas de sus tribulaciones personales, que por decir la verdad, la verdad que le fuera revelada, lo habían despojado de su pulpito, y que ahora venían a atormentarlo, y ataban latas a la cola de su perro, ¡pobre bestia muda! Ella sirvió whisky y brandy, y él se atrevió, al fin, y le preguntó cómo se llamaba, y ella dijo que Violet, siempre sin mirarlo. Cuando el doctor se decidió por fin a acompañarlo hasta una cama, fue simplemente porque de lo contrario Bebeagua habría quedado fuera del alcance de su voz, aunque éste había cesado, en verdad, de comprender lo que el doctor le decía. «Casas hechas de casas dentro de casas hechas de tiempo» se oyó decir cuando se despertó, poco antes del alba, de un sueño con la cara afable del doctor Zarzales, y con un fuego abrasador en la garganta. Cuando inclinó la jarra que encontró en la mesilla de noche al lado de la cama, sólo una araña salió de ella, trepando enfurruñada. Sin alivio, se quedó entonces allí, de pie junto a la ventana, con la porcelana fría apretada contra la mejilla. Durante un rato contempló los islotes de niebla que flotaban, a las órdenes del viento, entre los árboles recortados como un encaje, y vio apagarse las últimas luciérnagas. La vio a ella que volvía del establo, descalza y con su vestido claro, un cubo de leche en cada mano, que derramaban gotas a cada uno de sus pasos, por más cuidado que pusiera al andar; y comprendió, en un momento de lucidez tajante, cómo empezaría a construir una especie de casa, una casa que un año y pocos meses después se convertiría en la casa llamada Bosquedelinde.

Y aquí ahora, en Nueva York, tenía ante sus ojos el nombre de ella, ella a quien pensaba que no volvería a ver nunca más. Firmó la suscripción.

Supo que ella acompañaría a su padre, lo supo en el instante mismo en que leyó su nombre. Supo, comoquiera, que estaría aún más hermosa, que sus cabellos, jamás cortados, serían ahora dos años más largos. No supo que llegaría preñada de tres meses por Fred Reynard u Oliver Halcopéndola o algún otro no bienvenido en la casa parroquial (nunca preguntó el nombre); no se le ocurrió que ella, lo mismo que él, tendría ahora dos años más, y habría encontrado encrucijadas escabrosas en sus propios caminos, y habría transitado por sendas extrañas y obscuras.

Numerosos caminos

—Paracelso es de opinión —decíales a los teósofos el doctor Zarzales— que el universo está lleno a rebosar de fuerzas, de espíritus que no son totalmente inmateriales (cualquier cosa que ello signifique o haya significado), hechos quizá de una sustancia más sutil, menos tangible que el mundo ordinario. Llenan el aire y el agua y todo lo demás; nos rodean por todas partes, razón por la cual en cada uno de nuestros movimientos —movió suavemente en el aire la mano de largos dedos, provocando torbellinos en el humo de su pipa— desplazamos miles.

Ella estaba sentada cerca de la puerta, a la luz de una lámpara con pantalla roja, aburrida o nerviosa, o ambas cosas quizá; apoyaba la mejilla en la palma, y la lámpara le iluminaba la pelusilla obscura de los brazos, aclarándola.

Sus ojos eran profundos y huraños, y tenía una sola ceja —es decir, una ceja que se extendía sin interrupción—, tupida y sin depilar, por encima de su nariz. No lo miraba a él, o cuando lo miraba no lo veía.

—Nereidas, dríades, silfos y salamandras, así es como los divide Paracelso —dijo el doctor Zarzales—. O sea (como diríamos nosotros) sirenas, elfos, hadas y diablillos o trasgos. Una especie para cada uno de los cuatro elementos: sirenas para el agua, elfos para la tierra, hadas para el aire, diablillos para el fuego. De ahí derivamos nosotros el nombre genérico de todos estos seres: «espíritus elementales». Muy preciso y ordenado. Paracelso tenía una mente ordenada. Sin embargo, las cosas no son así, partiendo como parte él del error común, el viejo y craso error en que se sustenta toda la historia de nuestra ciencia: que existen esos cuatro elementos, tierra, aire, fuego, agua, de los que está hecho nuestro mundo. Ahora sabemos, desde luego, que existen unos noventa elementos, y que los cuatro antiguos no se cuentan entre ellos.

Hubo, al oír esto, algunos murmullos de inquietud entre el ala más radical o Rosacruz de la asamblea, que aún asignaba importancia suprema a los Cuatro, y el doctor Zarzales, que necesitaba desesperadamente que su disertación fuese un éxito, tragó de golpe un sorbo de agua de la copa que tenía a su lado, se aclaró la voz, e intentó pasar a la parte o la revelación más sensacional de su conferencia.

—La cuestión es, en realidad —dijo—, por qué si los espíritus elementales no son varias especies de seres sino sólo una, que es lo que yo creo, por qué se manifiestan de formas tan diversas. Porque de que se manifiestan, damas y caballeros, no cabe ya duda alguna. —Miró significativamente a su hija, y muchos de los presentes también la miraron; al fin y al cabo, eran sus experiencias, las de ella, las que conferían a las nociones del doctor el peso que tenían. Ella sonrió apenas, y pareció contraerse bajo todas aquellas miradas—. Ahora bien —dijo el doctor—, cotejando las distintas experiencias, tanto las que encontramos narradas en el mito y la fábula, y las más recientes, verificables por medio de la investigación, descubrimos que estos espíritus elementales, aunque separables en dos caracteres básicos, pueden presentar los aspectos y (por así decirlo) las densidades más variadas.

»Los dos distintos caracteres, el carácter etéreo, bello y elevado por una parte, y el carácter maligno, terrenal, gnómico por la otra, no son en realidad nada más que una diferencia sexual. Los sexos entre estas criaturas están mucho más diferenciados que entre los hombres.

»Las diferencias observadas en cuanto a aspecto y tamaño constituyen una cuestión aparte. ¿Cuáles son esas diferencias? El tamaño de aquellos que se manifiestan en forma de silfos o de los gnomos llamados “pixies” no es de ordinario mayor que el de un insecto grande o un picaflor; se dice que habitan los bosques y que están estrechamente relacionados con las flores. Circulan historias extrañas a propósito de sus lanzas de espina de acacia blanca y sus carruajes construidos con cascaras de nuez y tirados por libélulas, y otras por el estilo. En otros casos se trata de hombres y mujeres pequeños, de entre treinta y noventa centímetros de estatura, perfectamente conformados, sin alas, y de hábitos más humanos. Y hay hadas jóvenes bellísimas que cautivan los corazones de los hombres y pueden, al parecer, copular con ellos y tienen la talla de mujeres jóvenes. Y hay hadas-guerreras que montan corceles, y pookahs y ogros enormes, mucho más grandes que los hombres.

»¿Cuál es la explicación de todo esto?

»La explicación consiste en que el mundo habitado por estos seres no es el mundo que nosotros habitamos. Es un mundo totalmente distinto, y está contenido dentro de éste; es en un sentido una imagen universal de éste reflejada detrás del espejo, con una geografía peculiar que sólo puedo describir como infundibular. —Hizo una pausa, como para reforzar el efecto de sus palabras—. Con ello quiero decir que el otro mundo está compuesto por una serie de anillos concéntricos, anillos que, a medida que se penetra más profundamente en ese otro mundo, se van ensanchando. Cuanto más nos internamos, más grande es. Cada perímetro de esta sucesión de círculos concéntricos contiene dentro de él un mundo más vasto, hasta que, en el punto céntrico, es infinito. O al menos muy grande. —Bebió agua otra vez. Como siempre que intentaba explicarla, la idea misma empezaba a rehuirlo, a mermar gota a gota; la claridad perfecta, la perfecta y casi inasible paradoja que a veces resonaba como una campana dentro de él, era tan difícil… tal vez, oh Señor, imposible de expresar. Frente a él las caras esperaban, impávidas—. Nosotros los hombres, vean ustedes, habitamos en lo que es en realidad el círculo más vasto y más exterior del infundíbulo invertido que llamamos el otro mundo. Paracelso tiene tazón; cada uno de nuestros movimientos es acompañado por estos seres, pero nosotros no alcanzamos a percibirlos no porque ellos sean intangibles sino porque aquí, fuera, ¡son demasiado pequeños para que se los pueda ver!

«Alrededor del perímetro interno de este círculo que es nuestro mundo hay numerosos, numerosísimos caminos —los llamaremos puertas— por los que podemos entrar en el círculo siguiente más pequeño, que es el más grande del mundo de ellos. Allí los habitantes pueden tener la apariencia de pájaros-fantasmas o de llamas de vela errantes. Ésta es una de las experiencias más comunes que tenemos de ello, ya que sólo es este primer perímetro el que la mayoría de la gente traspone, si lo traspone. El perímetro siguiente más interior es más pequeño y tiene por lógica menos puertas; por lo tanto es menos probable que alguien pueda trasponerlo por pura casualidad. Allí los habitantes tendrán la apariencia de hadas-niños o Gente Diminuta, una manifestación, por ende, menos frecuentemente observable. Y así sucesivamente, a medida que nos internamos: los vastos círculos interiores en los que ellos alcanzan su verdadera talla son tan diminutos que, literalmente, los estamos pisando siempre, en nuestra vida diaria, sin saberlo, y jamás penetramos en ellos, aunque es posible que en la antigua edad heroica el acceso fuera más fácil, y a este hecho debemos los numerosos relatos de sucesos acontecidos en él. Y para terminar, el círculo más vasto, la infinidad, el punto céntrico: Faery, damas y caballeros, el País de las Hadas, donde los héroes cabalgan a través de paisajes inconmensurables y surcan mar tras mar y donde lo posible es lo infinito… Y bien, ese círculo es tan infinitamente pequeño que no tiene ninguna, absolutamente ninguna puerta.

Se sentó, extenuado.

—Ahora —se puso entre los dientes la pipa apagada—, antes de pasar a exponer ciertas evidencias, ciertas demostraciones, matemáticas y topográficas —palmeó una desordenada pila de papeles y de libros con señaladores entre las páginas—, deben saber ustedes que hay individuos a quienes les está dado el poder penetrar a voluntad, o casi, en los mundos diminutos a que me he referido. Si requieren ustedes testimonios de primera mano de las ponencias generales que acabo de esbozar, mi hija, la señorita Violet Zarzales…

La asamblea se volvió, con un murmullo (para eso habían venido, al fin y al cabo), hacia donde estaba sentada Violet, a la luz de la lámpara con pantalla roja.

La muchacha había desaparecido.

Posibilidades infinitas

Fue Bebeagua quien la encontró, acurrucada en el rellano de la escalera que subía de los salones de la Sociedad al despacho de un abogado en el piso superior. Ella no se movió cuando lo oyó acercarse, sólo sus ojos se movieron, escrutándolo. Cuando él se disponía a encender la luz de gas por encima de ella, ella le rozó el tobillo:

—Por favor, no.

—¿Está usted enferma?

—No.

—¿Asustada?

Ella no respondió. Él se sentó a su lado y le cogió la mano.

—Veamos, hija mía —dijo, paternalmente, pero un estremecimiento lo recorrió como si de la mano de ella a la suya hubiese pasado una corriente eléctrica—. Ellos no quieren hacerle daño, usted lo sabe, ellos no la van a molestar…

—No soy —dijo ella lentamente— una atracción de circo.

—No. —Cuántos años podía tener, y que tuviera que vivir de esa manera…, ¿quince, dieciséis? Ahora, más de cerca, pudo ver que lloraba en silencio; las lágrimas se le cuajaban, grandes, en las cuencas sombrías de los ojos, le temblaban en las tupidas pestañas, le resbalaban, una a una, por las mejillas.

—Lo siento tanto por él. Él aborrece hacerme esto a mí, pero lo hace. Es porque estamos desesperados. —Lo dijo con naturalidad, como si hubiera dicho «Es porque somos ingleses». Su mano seguía en la de él; tal vez ni siquiera se había percatado de ello.

—Permita usted que la ayude. —El ofrecimiento había brotado de sus labios, pero sintió que cualquier elección de ella estaba de todos modos más allá de sus posibilidades; los dos años de luchas vanas, transcurridos entre el anochecer en que la viera en el manzano y el ahora, parecían haberse reducido a una mota de polvo que ya el viento disipaba. Él tenía que protegerla; él la llevaría lejos de allí, a algún lugar tranquilo, a algún lugar… Ella no quiso decir nada más, y él no pudo; supo que su vida, esa existencia edificada, apuntalada y sustentada a lo largo de cuarenta prudentes años, no había capeado los vientos de su insatisfacción: la sentía desmenuzarse, hundirse en sus cimientos, llenarse, el edificio todo, de profundas grietas y desmoronarse con un largo rumor que él casi podía oír. Le estaba besando en las mejillas las lágrimas tibias y salobres.

Una vuelta por la casa

—Tal vez —le dijo John Bebeagua a Violet cuando todas sus cajas y baúles estuvieron apilados en el portal para que la doncella fuera a recogerlos, y el doctor Zarzales confortablemente instalado en un mullido sillón, en el espacioso porche marmolado—, les gustaría a ustedes dar una vuelta por la casa.

La glicina trepaba sobre guías por las columnas ahusadas del porche, y sus hojas de un verde cristalino encortinaban ya, pese a que el verano era aún joven, los paisajes que él les ofrecía con un gesto de la mano, el amplio parque de césped y las plántulas jóvenes, la perspectiva de un pabellón, la lámina de agua a la distancia bajo el arco de un puente de una perfección clásica.

El doctor Zarzales declinó la invitación, sacando ya de su bolsillo un volumen en octavo. Violet asintió con un murmullo (qué apabullada se sentía ahora, en esa gran mansión, ella que había imaginado cabañas de troncos e indios pieles rojas; en verdad, sabía muy poco). Tomó el brazo que él le ofrecía —el brazo fuerte de un constructor, pensó— y juntos echaron a andar a través del césped nuevo, por un sendero de grava que corría entre esfinges de piedras colocadas a intervalos para que custodiaran el camino. (Las esfinges eran obra de los picapedreros italianos amigos de Bebeagua, los mismos que tallaban entonces guirnaldas de hojas de vid y caras extrañas en las fachadas de los edificios urbanos de su socio Ratón; se las tallaba con rapidez en la piedra blanca, con la que los años no serían benévolos, pero eso era cosa del futuro.)

—Ahora debe usted quedarse aquí todo el tiempo que quiera —dijo Bebeagua. Lo había dicho en el restaurante Sherry, adonde los llevó después de que concluyera, sin conclusiones, la conferencia, cuando al principio tímida pero insistentemente los había invitado. Lo había dicho de nuevo en el mísero y maloliente vestíbulo del hotel cuando fue a recogerlos, y en la Grand Central Station bajo el inmenso y titilante zodíaco que (el doctor Zarzales no pudo por menos que notar) se extendía al revés por aquel techo azul noche. Y una vez más en el tren mientras ella cabeceaba dormitando bajo el capullo de rosa de seda que cabeceaba, también él, en su florero de ferrocarril.

Pero ¿cuánto querría ella?

—Es muy amable de su parte —dijo Violet.

Vivirás en muchas casas, le había dicho la señora Sotomonte. Caminarás errante, y vivirás en muchas casas. Ella había llorado al oír esto, o mejor dicho después, cada vez que, en los trenes y barcos y salas de espera pensaba en esa profecía sin saber cuántas casas eran muchas casas ni cuánto tiempo requería el vivir en una. Con toda seguridad, una inmensidad de tiempo, porque desde que abandonaran, seis meses atrás, la vicaría en el Cheshire habían vivido sólo en hoteles y albergues y era probable que continuaran viviendo de ese modo. ¿Cuánto tiempo?

Como soldados en un ejercicio militar, marcharon por un pulido sendero de piedra, giraron a la derecha, marcharon por otro. Bebeagua hizo un ruido introductorio para anunciar que iba a romper el silencio en que habían caído.

—Me interesan tanto esas, bueno, esas experiencias suyas —dijo. Alzó la palma en un gesto de sinceridad—. No quiero ser indiscreto ni perturbarla a usted si le resulta penoso hablar de ellas. Es que me interesan tanto…

Ella no dijo nada. De cualquier modo, lo único que hubiera podido decirle era que todo eso había pasado. Por un momento, el corazón le creció, grande y hueco, cosa que él pareció adivinar, porque sintió que le oprimía el brazo suavemente.

—Otros mundos —dijo él, soñador—. Mundos de mundos. —La llevó hasta uno de los bancos pequeños adosados al muro recortado en ondas de un seto de boj. La compleja fachada de la casa, de color piel de ante, y bien visible a la distancia al sol del atardecer, le pareció a Violet severa y a la vez sonriente, como la cara de Erasmo en la carátula de un libro que había visto una vez por encima del hombro de su padre.

—Bueno —dijo—. Esas ideas, eso de los mundos dentro de mundos y todo lo demás, ésas son las ideas de Padre. Yo no sé.

—Pero usted ha estado allí.

—Padre dice que he estado. —Cruzó las piernas y cubrió con los dedos entrelazados una mancha obscura, indeleble, en su vestido de muselina—. Yo nunca me imaginé esto, ¿sabe usted? Yo sólo le hablé a él de… de todo eso, de lo que me había sucedido… porque esperaba levantarle el ánimo. Decírselo estaba bien, que todas las dificultades eran parte del Cuento.

—¿El cuento?

Ella se había puesto circunspecta.

—Quiero decir que nunca me imaginé esto. Que tendríamos que marcharnos. Que abandonar… —Que abandonarlos, había estado a punto de decir, pero desde aquella velada en la Sociedad Teosófica… ¡el colmo de los colmos!… había resuelto no hablar de ellos nunca más. Ya bastante penoso era el haberlos perdido.

—Señorita Zarzales —dijo él—. Se lo ruego. Le aseguro que no es mi intención perseguirla… perseguir su cuento. —Ésa no era la verdad. Se desvivía por escucharlo. Necesitaba conocerla: conocer su corazón—. Aquí nadie la molestará. Podrá descansar. —Hizo un gesto hacia los cedros del Líbano que había plantado en aquel cuidado parque. El viento hablaba en ellos con una chachara infantil, vago presagio de la voz grave y potente con que hablarían cuando fuesen mayores—. Aquí hay tranquilidad. La construí para eso.

Y ella sentía en verdad, pese a las profundas compulsiones de formalidad que aquí parecían ejercerse sobre ella, una especie de serenidad. Si había sido un error terrible hablarle de ellos a Padre, si con ello había enardecido y no serenado su espíritu, y los había lanzado a los dos por los caminos como un par de predicadores trashumantes, o más bien como un gitano y su oso bailarín, para ganarse el sustento entreteniendo a los locos y los obsesos en lóbregos salones de conferencias y salas de reunión (y contar luego el producto, ¡santo Dios!), el reposo, entonces, y el olvido eran el mejor final que se podía espera. Sólo que…

Se levantó azorada, indecisa y echó a andar por un sendero que se abría hacia un ala del edificio, una especie de escenario que emergía en arcadas de un ángulo de la casa.

—En realidad —le oyó decir—, en realidad la construí para usted. En cierto modo.

Ella había pasado entre las arcadas y dado vuelta la esquina de la casa, y de pronto, del liso sobre encolumnado del ala se desplegó, ofreciéndosele, una florida misiva de San Valentín, encalada y muy americana, tachonada de parterres de flores y de arbustos recortados como una puntilla en zigzag. Era un lugar absolutamente distinto; era como si el rostro severo de Erasmo hubiera estado disimulando la risa por detrás de la mano. Soltó una carcajada, la primera vez que se reía desde que cerrara para siempre el portillo de su jardín inglés.

Él acudió casi a la carrera, sonriendo al ver la sorpresa de ella. Se inclinó hacia atrás el sombrero de paja y empezó a hablar con animación, de la casa, de él mismo; las emociones iban y venían en gestos vivaces por su ancha cara.

—De común no, nada —rió—, nada en ella es común. Aquí, por ejemplo: esto tenía que ser el huerto, donde todo el mundo pone un huerto, pero yo lo he llenado de flores. La cocinera no entiende de huertos, y el jardinero es prodigioso con las flores, pero asegura que es incapaz de conservar con vida una tomatera… —Señaló con su bastón de bambú una graciosa caseta de piedra tallada—. Idéntica —dijo— a la que tenían mis padres en el jardín de su casa, y útil, además —y acto seguido las arcadas en ojiva por las que habían empezado a trepar las enredaderas—. La malva-loca —dijo mientras la llevaba a admirar una planta alrededor de la cual revoloteaba toda una pléyade de afanosos abejorros—. Hay quienes piensan que la malvaloca es una mala hierba, yo no.

—¡Cuidado con las cabezas! —gritó desde arriba una voz con un marcado acento irlandés. Una doncella en el piso alto había abierto de par en par una ventana y estaba sacudiendo un cepillo al sol.

—Es una muchacha estupenda —dijo Bebeagua señalándola con el pulgar—. Una muchacha estupenda… —Miró a Violet, otra vez soñadora, y ella lo miró a él, mientras las motas de polvo descendían al sol como la lluvia de oro de Danae—. Supongo —dijo él en tono grave, en tanto el bastón de bambú se balanceaba a su espalda como un péndulo—, supongo que usted pensará que soy un hombre viejo.

—Quiere decir que usted piensa que lo es.

—No lo soy. No soy viejo.

—Pero usted supone, espera…

—Quiero decir que creo…

—Usted tendría que decir «supongo» —dijo ella pateando el suelo con su piececito y despertando a una mariposa que dormía posada en un clavel de poeta—. Los americanos siempre dicen «supongo», ¿no? —Adoptó el tono de voz áspera de un campesino—: Supongo que es la hora de entrar el ganado. Supongo que no habrá tasación sin representación… Oh, usted me entiende. —Se agachó para oler las flores y él se agachó junto a ella. El sol le abrasaba los brazos desnudos y hacía zumbar y zurrir, como si los atormentase, a los insectos que revoloteaban por el jardín.

—Bueno —dijo él, y ella percibió un nuevo matiz de osadía en su voz—. Supongo, entonces. Supongo que la amo a usted, Violet. Supongo que quiero que se quede usted aquí para siempre. Supongo…

Ella echó a correr huyendo de él por el sendero de lajas del jardín, sabiendo que ahora querría cogerla en sus brazos. Corrió, y dobló la otra esquina de la casa. Él la dejó ir. No me dejes ir, pensó ella.

¿Qué había pasado? Acortó el paso, al encontrarse en un obscuro valle. Estaba del otro lado, a la sombra de la casa. Un prado se extendía en declive hasta un arroyo silencioso, y allá en la otra margen del arroyo, en la orilla misma, se elevaba, brusca y casi vertical, una colina erizada de pinos, como un carcaj de flechas. Allí se detuvo, entre los tejos. No sabía para qué lado tomar. La casa era ahora tan gris como los tejos, y tan tétrica. Rechonchas columnas de piedra, opresivas en su fuerza, sostenían unos saledizos pétreos que parecían inútiles, inexplicables. ¿Qué podía hacer, ahora?

Miró a Bebeagua por el rabillo del ojo, el traje blanco de él como una sombra pálida remoloneando allí, en el claustro de piedra; oyó sus botas sobre el embaldosado. En un cambio súbito, el viento apuntó en dirección a él las ramas de los tejos, pero ella no quería mirar para ese lado, y él, abochornado, no decía nada; pero se aproximaba.

—Usted no debe decir esas cosas —dijo ella hablándole a la Colina obscura, no a él—. Usted no me conoce, no sabe…

—Nada de lo que yo no sé importa —dijo él.

—Oh —dijo ella—, oh… —Temblaba, y era el calor de él lo que la hacía temblar; él se había acercado por detrás, y ahora la cubría con sus brazos, y ella se apoyaba en él y en su fuerza. Descendieron así, juntos los dos, hasta donde el arroyo se precipitaba en espumas, torrentoso, en la boca de una gruta al pie de la Colina, y desaparecía. Podían sentir el aliento húmedo y rocoso de la gruta; él la rodeó más estrechamente, protegiéndola de lo que parecía ser el frío contagio de ese aliento que la hacía temblar. Y entonces, allí mismo, en el círculo de sus brazos, ella le contó, sin lágrimas, todos sus secretos.

—¿Lo ama usted, entonces? —dijo Bebeagua cuando ella hubo terminado—. ¿Al que le hizo esto? —Eran los ojos de él los que ahora brillaban cuajados de lágrimas.

—No. No, jamás. —Nunca hasta ese momento había tenido importancia. Ahora se preguntaba qué lo heriría más a él, que ella amara al que le había hecho eso o que no (ni siquiera estaba absolutamente segura de cuál de ellos era, pero eso, él nunca, nunca lo sabría).

El pecado la apuraba. Él la sostenía como el perdón.

—Pobre niña —dijo—. Perdida. Pero ya no. Escúchame, ahora. Si… —La sostuvo a una brazada de distancia para poder mirarla de lleno a la cara; la ceja única y las tupidas pestañas parecían querer ocultarla, como una celosía—. Si tú pudieras aceptarme… Mira, ninguna mancha puede hacerme pensar menos de ti; yo siempre seré indigno. Pero si tú pudieras, juro que el niño será criado aquí, uno de los míos. —Su rostro serio, concentrado en su resolución, se dulcificó. Sonrió, casi—. Uno de los nuestros, Violet. Uno de muchos.

Ahora por fin acudieron las lágrimas a los ojos de Violet, lágrimas de asombro ante tanta bondad. Hasta ese momento no se le había ocurrido pensar que se encontraba en un terrible trance; ahora, él le ofrecía salvarla. ¡Cuánta bondad! Padre ni siquiera se había percatado.

Perdida, no obstante, sí; ella sabía que lo estaba. ¿Y podría reencontrarse, aquí? Se separó de él otra vez, y dobló una nueva esquina de la casa, bajo arcadas profundas grotescamente talladas y compactos almenares. Las cintas blancas de su sombrero, que ahora llevaba en la mano, se arrastraban por la húmeda hierba esmeralda. Lo sintió a él, siguiéndola a una distancia respetuosa.

—Curioso —dijo en voz alta cuando hubo dado vuelta la esquina—. ¡Qué cosa tan curiosa!

La tétrica mampostería gris acababa de trocarse en un alegre enladrillado con llamativas tonalidades de rojo y ocre, con bonitos azulejos ornamentales incrustados aquí y allá, y maderaje blanco. Toda la pesadez del gótico, tensada, alargada y aguzada, estallaba en anchos y profundos aleros ondulados y en cómicos sombreretes de chimenea, y rechonchas torrecillas inútiles, y exageradas curvas de ladrillos apilados y esquinados. Era como si —y aquí, por añadidura, el sol brillaba otra vez, iluminando de lleno el enladrillado y haciéndole a Violet guiñadas maliciosas—, era como si el porche obscuro y el arroyo silencioso y los ensimismados tejos no hubieran sido nada más que una broma.

—¿Qué es? —dijo Violet cuando John, las manos cruzadas a la espalda, llegó hasta ella—; es muchas casas, ¿no?

—Muchas casas —dijo él, sonriendo—. Todas para ti.

A través de la absurda arcada de una especie de claustro, ella alcanzó a ver una parte de la espalda de Padre. Seguía aún repantigado en su sillón de mimbre mirando siempre a lo lejos a través del dosel de la glicina, y viendo aún presumiblemente la avenida de las esfinges y los cedros del Líbano. Pero desde allí, su cabeza calva podía ser la de un monje absorto en sus ensoñaciones en el jardín de un monasterio. Se echó a reír. Caminarás errante y vivirás en muchas casas.

—¡Muchas casas! —Cogió la mano de John Bebeagua; a punto estuvo de besársela; riendo, lo miró a la cara, que en ese instante parecía rebosar de sorpresas agradables.

—¡Es una broma maravillosa! —dijo—. ¡Muchas bromas! ¿Y allá dentro hay tantas casas como aquí?

—En un sentido —dijo él.

—Oh, llévame allí. —Lo empujó hacia la casa; los herrajes de la blanca puerta abovedada eran perfectas eses góticas de bronce. En la obscuridad repentina del escueto vestíbulo, en un acceso de gratitud, levantó hasta sus labios la ancha mano de él.

Al otro lado del vestíbulo se abría una perspectiva de vanos, largas filas de arcadas y dinteles a través de los cuales se filtraban franjas de luz pintadas por ventanas invisibles.

—¿Cómo haces para saber por dónde ir? —preguntó Violet, ya en los umbrales de todo ese mundo.

—A veces, en verdad, no lo sé —respondió él—. He comprobado que cada aposento necesitaba más de dos puertas, pero nunca he podido comprobar que ninguno de ellos pudiera arreglarse con sólo tres. —Esperó, no queriendo apremiarla.

—Tal vez —dijo ella— algún día te pondrás a meditar en esas cosas y ya no podrás salir de aquí nunca más.

Palpando las paredes, avanzando lentamente como si estuviera ciega (aunque sólo estaba en verdad maravillada), Violet Zarzales entró en la calabaza que John Bebeagua había preparado para guardarla en ella y que, para deleitarla, había previamente transformado en una carroza de oro.

Cuenteme el Cuento

Esa noche, cuando salió la luna, Violet se despertó en una alcoba espaciosa y extraña, bajo la presión de la luz fría y el sonido de una voz que llamaba su nombre. Durante un rato permaneció tendida en la alta cama, inmóvil, conteniendo la respiración en espera de que el llamado se repitiese; mas no se repitió. Arrojó la colcha de un tirón, bajó de un salto del alto lecho y cruzó la estancia. Cuando abrió la ventana le pareció oír de nuevo su nombre.

¿Violet?

Las fragancias del estío invadieron la alcoba, y una multitud de rumores en medio de los cuales le fue imposible distinguir la voz, si era una voz, que la llamara, si la había llamado. Sacó su capa del baúl que había subido a su aposento, y a prisa, en silencio, salió en puntillas de la habitación. Su camisón blanco se hinchó como una vela en el aire viciado que se precipitaba escaleras arriba hacia la ventana que ella dejara abierta.

—¿Violet?

Pero ahora era la voz de su padre, tal vez dormido, cuando pasó por su cuarto, y ella no contestó.

Le llevó algún tiempo de cautela y sigilo (los pies se le enfriaron en las escaleras y los corredores no alfombrados) dar con la forma de llegar abajo y salir. Y cuando encontró al fin una puerta flanqueada por ventanas que miraban hacia la noche, descubrió que no tenía ni la más vaga idea de hacia dónde se encaminaba. ¿Importaba, acaso?

Era el jardín inmenso, silencioso. Las esfinges la miraban pasar, sus rostros idénticos móviles a la luz acuosa de la luna. Una rana dijo algo desde el estanque de los peces, pero no era su nombre. Cruzó el puente espectral, atravesó una pantalla de álamos erizados como cabezas muertas de miedo. Del otro lado se extendía un campo dividido por una especie de seto, no un seto propiamente dicho, sólo una línea de arbustos y arbolitos susurrantes, y un muro rústico de piedras apiladas. Siguió por ella, sin saber adonde iba, sintiendo (como lo sentiría Fumo Barnable años después) que tal vez ni siquiera había salido de Bosquedelinde, que acaso sólo se había internado por otro corredor ilusorio, allá, puertas afuera de la casa.

Anduvo lo que le pareció un largo trecho. Los animales de los setos, conejos y comadrejas y erizos (¿existían aquí tales criaturas?), no hablaban, pero es que ellos no tienen voz, o no la usan, Violet no estaba segura. Al principio, los pies desnudos se le enfriaron en el rocío, luego se le entumecieron; se levantó la capa hasta la nariz, pese a que la noche era templada, porque la luz de la luna pareció hacerla tiritar.

De pronto, sin saber qué pie había dado el paso ni cuándo, tuvo la sensación de que empezaba a pisar terreno familiar. Miró la cara de la luna y supo por su sonrisa que se hallaba en un paraje en el que nunca había estado pero que conocía, de otra parte, de algún otro lugar. Un poco más lejos, un prado de juncias tupido de follaje y cuajado de flores subía formando un alcor, y en él un roble y un espino crecían juntos, en intrincado abrazo, inseparables. Supo —y sus pies se apresuraron, y su corazón también— que alrededor del alcor habría un sendero, un sendero que conduciría a una casita, allá, bajo la colina.

—¿Violet?

La luz de una lámpara brillaba en la ventana redonda, y en la redonda puerta una cara de bronce sostenía entre los dientes un llamador. Pero cuando ella se acercaba la puerta se abrió: no tuvo que llamar.

—Señora Sotomonte —dijo, entre contenta y enfadada—, ¿por qué no me dijo usted que las cosas iban a ser así?

—Entra, criatura, y a mí no me preguntes; si yo hubiera sabido más de lo que dije, lo habría dicho.

—Yo pensaba… —dijo Violet, y por un momento no pudo hablar, no pudo decir que había pensado que no la volvería a ver, que nunca más volvería a ver a ninguno de ellos, nunca más encontraría una personita titilando en la obscuridad del jardín, nunca más habría una cara diminuta chupando a escondidas el néctar de la madreselva. Las raíces del roble y el espino que formaban la casa de la señora Sotomonte eran visibles a la lumbre de la pequeña lámpara; y cuando Violet alzó los ojos hacia ellos y, para contener el llanto, exhaló un suspiro largo y trémulo, pudo sentir el olor de su crecimiento.

La minúscula y encorvada señora Sotomonte, que era poco más que una cabeza en un pañolón y un par de grandes pies empantuflados, levantó un dedo admonitorio casi tan largo como las agujas que usaba para tejer.

—No me preguntes cómo —dijo—. Pero es así.

Violet se sentó a sus pies; ahora todas las preguntas estaban contestadas o al menos ya no eran importantes. Sólo que…

—Usted hubiera tenido que decirme —dijo, los ojos cuajados de lágrimas de felicidad— que todas las casas en las que voy a vivir son una sola casa.

—Lo son —dijo la señora Sotomonte. Tejía y se hamacaba. La bufanda multicolor crecía rápidamente entre sus agujas—. Tiempo pasado, tiempo por venir —dijo con tranquilidad—. Comoquiera, el Cuento se va contando.

—Cuénteme usted el Cuento —rogó Violet.

—Ah, si pudiera lo contaría.

—¿Es demasiado largo?

—Más largo que ninguno. Mira, hija, yacerás mucho tiempo bajo tierra, tú, y tus hijos, y los hijos de tus hijos, antes de que se haya contado todo este Cuento. —Meneó la cabeza—. Eso es cosa que todo el mundo sabe.

—¿Tiene —preguntó Violet— un final feliz? —Había preguntado antes todo eso; aquéllas no eran preguntas, era un mero canje, como si ella y la señora Sotomonte intercambiaran con cortesía siempre el mismo regalo: expresando cada vez sorpresa y gratitud.

—Bueno, quién puede saberlo —dijo la señora Sotomonte. Hilera por hilera, la bufanda crecía, cada vez más larga—. Es un cuento, nada más. Sólo que hay cuentos cortos y cuentos largos. El tuyo es el más largo que yo conozco. —Algo, no un gato, empezó a desenroscar el gordo ovillo de lana de la señora Sotomonte—. ¡Basta ya, insolente! —dijo ella, y golpeó a la criatura con una aguja de tejer que se sacó de detrás de la oreja. Miró a Violet y meneó la cabeza—. Ni un solo momento de paz en siglos y siglos.

Violet se levantó y ahuecó las manos contra la oreja de la señora Sotomonte. La señora Sotomonte se le acercó, sonriendo, dispuesta a oír secretos.

—¿Estarán escuchando ellos? —musitó Violet.

La señora Sotomonte se llevó los dedos a los labios.

—Creo que no —dijo.

—Entonces, dígame usted una cosa, la verdad —dijo Violet—. ¿Cómo es que está usted aquí?

La señora Sotomonte se irguió, sorprendida.

—¿Yo? —dijo—. ¿Qué quieres decir, criatura? Yo he estado aquí todo el tiempo. Eres tú la que ha estado de aquí para allá. —Recogió sus agujas cuchicheantes—. Usa tu cabeza. —Se reclinó otra vez, y algo que quedó atrapado bajo el pie de la mecedora soltó un chillido; la señora Sotomonte sonrió con malicia—. Ni un solo momento de paz —dijo— en siglos y siglos.

Todas las respuestas

Después de su matrimonio, John Bebeagua empezó a retirarse, o a retraerse, cada vez más de una vida activa en el campo de la arquitectura. Los edificios que le habrían propuesto para construir le parecían a la vez pesados, obtusos y sin vida, y al mismo tiempo efímeros. Sin embargo, seguía en la empresa; lo consultaban sin cesar, y sus ideas y sus exquisitos bocetos iniciales (una vez reducidos a la vulgaridad por sus socios y los equipos de ingenieros de la empresa) continuaban alterando las ciudades del este, pero no constituían ya la obra de su vida.

Otros proyectos lo ocupaban. Diseñó una cama plegadiza asombrosamente ingeniosa, todo un dormitorio, en realidad, disimulado o contenido en una especie de guardarropa o armario, que en un instante —un rápido accionar de abrazaderas y palancas de bronce, un subir y bajar de poleas y contrapesos— se convertía en la cama que hacía del aposento un dormitorio. La idea lo fascinaba: un dormitorio dentro de un dormitorio. Hasta la patentó; pero el único comprador que jamás consiguió fue su socio Ratón, quien (más como un favor) instaló unos cuantos en sus apartamentos urbanos. Y luego fue el Cosmo-Opticón: pasó un año feliz trabajando en él con su amigo el inventor Henry Nube, el único hombre que John Bebeagua conoció capaz de percibir el movimiento de rotación de la tierra sobre su eje y el de traslación alrededor del sol. El Cosmo-Opticón era una representación, en vidrios de colores y hierro forjado, enorme y espantosamente cara, del cielo zodiacal y de su movimiento, así como del movimiento de los planetas. Y se movía: su propietario podía sentarse dentro de él en una butaca de felpa, y cuando las grandes pesas caían y el mecanismo de relojería empezaba a funcionar, la cúpula de cristales multicolores se desplazaba exactamente igual que la bóveda celeste en su movimiento aparente. Una medida de la abstracción de Bebeagua era el que pensara que encontraría entre la gente adinerada un mercado a punto para su extraño juguete.

Y, sin embargo —cosa extraña—, por mucho que se aislara del mundo, por más que derrochara en proyectos semejantes el buen dinero ganado en toda su vida de trabajo, John Bebeagua prosperaba, sus inversiones le rendían rápidos y pingües beneficios, su fortuna no hacía más que acrecentarse.

Protegidos, decía Violet. Tomando el té en la mesa de piedra que había puesto allí para que desde ella pudiera llegarse a ver todo el Parque, John Bebeagua observaba el cielo. John Bebeagua había tratado de sentirse protegido; había tratado de entregarse confiado a esa protección de la que ella parecía tan segura, y de reírse, a su abrigo, de los avatares del mundo. Pero en el fondo de su corazón se sentía desamparado, desnudo a la intemperie, en tierra extraña.

Y en verdad, a medida que envejecía, el tiempo parecía preocuparlo más y más. Coleccionaba almanaques, científicos o no, y estudiaba en el periódico el pronóstico diario del tiempo aunque fuera la adivinación de prestes en los que él no confiaba del todo; sólo esperaba, sin tener una razón para ello, que acertaran cuando interpretaban los augurios como Bueno y se equivocaran cuando dictaminaban Malo. Observaba sobre todo el cielo del verano, podía sentir como un peso sobre la espalda cualquier nube lejana que pudiera velar el sol, o traer otras tras de sí. Cuando unos cúmulos algodonosos e inocentes paseaban por el cielo como corderos blancos, John estaba tranquilo, pero vigilante, las nubes podían de improviso transformarse en tormenta, podían obligarlo a recluirse puertas adentro para escuchar el monótono repique de la lluvia contra los tejados.

(Como parecían estar haciéndolo en ese momento, allá en el oeste, y él no podía detenerlos. Atraían sus ojos, y cada vez que los miraba los veía apilarse más y más arriba. El aire era espeso, palpable. Había pocas esperanzas de que la lluvia y la tormenta no estallasen de un momento a otro. Él no se resignaba.)

En invierno, lloraba con frecuencia; en primavera, se impacientaba hasta la desesperación, hasta la furia cuando encontraba montones de invierno todavía apilados en los rincones de abril. Cuando Violet decía «primavera», aludía a una época de flores, de animalitos recién nacidos: una imagen. Un solo día luminoso en abril, ésa era la idea que ella se hacía, suponía él. O en mayo, más bien, porque había notado que la noción que ella tenía de las cualidades de los meses difería de la suya; los de Violet eran meses ingleses, febreros en los que la nieve se derrite, abriles en los que las flores hacen eclosión, no los meses de esta más rigurosa tierra de exilio. Mayo allá era como junio aquí. Y ninguna experiencia de estos meses americanos podía hacerle cambiar de idea, o inmutarla siquiera, pensaba él algunas veces.

Tal vez esa conspiración de nubes en el horizonte fuera estacionaria, sólo una especie de decorado, como las nubes altas amontonadas en el fondo de los paisajes campestres en los libros de imágenes de su niñez, Pero el aire en torno desmentía esa esperanza: cargado y chispeante por el cambio.

Violet pensaba (¿lo pensaría, realmente? —John pasaba horas desembrollando, con las elaboradas explicaciones del doctor Zarzales como guía, los comentarios crípticos de su esposa, y aun así no estaba seguro—) que allá siempre era primavera. Pero la primavera no es más que una mutación. Todas las estaciones, enhebradas en un collar de días que se sucedían rápidos como cambios de humor. ¿Era eso lo que ella quería decir? ¿O se refería acaso a la primavera ideal, a los pastos tiernos y las hojas jóvenes, al único, inmutable día equinoccial? No hay primavera. A lo mejor no era más que una broma. Habría precedente para ello. A veces tenía la sensación de que todas sus respuestas a las preguntas con que él la acuciaba eran parte de una broma. Primavera es todas las estaciones y ninguna estación. Siempre es primavera Allá. No hay un Allá. Una húmeda ola de desesperación lo poseía: un malhumor borrascoso, él lo sabía, y sin embargo…

No era que la amase menos a medida que envejecía (o más bien a medida que él envejecía y ella crecía), sólo que había perdido aquella primera y loca certeza de que ella lo conduciría a algún lugar, una certeza que tenía porque era indudable que ella, ella sí había estado allá. Él no podía, era evidente, no podía seguirla. Al cabo de un año de amargura, John supo eso. Siguieron años mejores. Él sería el Purchas de sus peregrinaciones: él narraría al mundo los viajes de Violet, esos cuentos inverosímiles, fabulosos, de maravillas que él nunca llegaría a ver. Ella le había insinuado (o él había creído entender) que sin la casa que él había construido el Cuento no podría contarse en su totalidad, como la casa que Jack construyó, primer eslabón de una cadena. Él no comprendía, pero lo aceptaba.

Y ni una sola vez (aun después de años, después de tres hijos, después de quién sabe cuánta agua bajo qué ya ruinosos puentes) dejó de henchírsele de gozo el corazón cuando ella se acercaba de pronto, y poniéndole sobre los hombros las manos menudas le susurraba al oído Vete a la cama, viejo Buco —Buco lo llamaba ella por su impúdica, inagotable virilidad— y él entonces subía las escaleras y la esperaba.

Y ahora, mira por dónde, enmarcadas por la altura vertiginosa de los cúmulos, todas sus posesiones.

Ahí estaban sus hijas Timothea Wilhelmina y Nora Angélica, que volvían de nadar en el lago. Y su hijo (el hijo de ella, el de él) Auberon cruzando el parque con paso cauteloso cámara en mano, como si buscara algo que estampar con ella. Y August, el pequeño que nunca había visto el mar, con un traje marinero. John le había puesto ese nombre por el mes en que el año se sosiega y un día azul sigue a otro día azul, ese mes en el que él cesaba por un tiempo de observar el cielo. Ahora observaba el cielo. Orladas de gris sombra, las nubes blancas se distendían como los párpados tristes de los viejos. Sacudió su periódico, descruzó las piernas y las volvió a cruzar en la otra dirección. Disfruta, disfruta.

Entre otras y más extrañas creencias, su suegro aseguraba que un hombre no puede pensar ni sentir claramente si ve su propia sombra. (Creía también que el mirarse en el espejo inmediatamente antes de acostarse trae sueños malos, o al menos inquietantes.) Siempre se sentaba a la sombra o de cara al sol, como estaba sentado ahora, en el confidente de hierro forjado junto a «La Syringa», con un bastón entre las rodillas para apoyar las manos velludas, y una cadena de oro que le cruzaba el vientre y rutilaba a la luz del sol. August estaba sentado a sus pies escuchando o acaso sólo simulando escuchar con cortesía al anciano, cuya voz le llegaba a Bebeagua como un murmullo, un murmullo entre muchos, las cigarras, la cortadora de césped que Ottolo empujaba describiendo círculos cada vez más amplios, el piano en la sala de música donde Nora hacía escalas, y sus arpegios se desgranaban como lágrimas por una mejilla.

Dijo ella: Ha desaparecido

Lo que más le gustaba a Nora era sentir las teclas bajo los dedos, le gustaba la idea de que fuesen de marfil y de ébano macizos.

—¿De qué están hechas?

—De marfil, de marfil macizo. —Las pulsaba en acordes de seis y de ocho a la vez, ya no ejercitándose en realidad, sólo catando las vibraciones en tanto las yemas de los dedos palpaban la tersura. Su madre ni siquiera notaría que ya no era Delius lo que ella tocaba o intentaba tocar, su madre no tenía oído, ella misma lo decía, aunque Nora alcanzaba a ver ahora la oreja bien formada de Violet, que, sentada allá, frente a la mesa de juego, extendía sus cartas, o las observaba en todo caso. Por un momento sus largos pendientes quedaron inmóviles, hasta que alzó la cabeza para coger otra carta del mazo, y todo se puso en movimiento, los pendientes se sacudieron, se balancearon los collares. Nora bajó deslizándose del pulido taburete y fue a mirar lo que hacía su madre.

—Deberías estar fuera —le dijo Violet sin levantar la vista—. Tú y Timmie Willie tendríais que ir al lago. Hace tanto calor…

Nora no dijo que acababan de volver de allí, porque ya le había dicho eso a su madre, y si antes no lo había entendido, no valía la pena insistir. Se limitó a mirar las cartas que su madre había extendido.

—¿Puedes hacer una casita de naipes? —preguntó.

—Sí —respondió Violet, y siguió mirando. Esa forma que Violet tenía de captar en primer término no el sentido más obvio de lo que se le decía sino otro, un eco interior o el envés de la cosa, era algo que confundía y frustraba a Bebeagua, quien no cesaba de buscar una verdad en las sibilinas respuestas de su esposa a las preguntas más ordinarias: una verdad que, él estaba seguro, Violet conocía, pero no sabía muy bien cómo enunciar.

Con la ayuda de su suegro, Bebeagua había llenado volúmenes y volúmenes de tales indagaciones. Sus hijos, en cambio, casi ni lo advertían. Nora se quedó todavía un momento, trasladando de uno a otro pie el peso de su cuerpo, en espera de la estructura prometida, y como ésta no apareció, la dio por olvidada. En la repisa de la chimenea, el reloj de carillón dio la hora.

—Oh. —Violet alzó los ojos—. Ya han de haber tomado el té. —Se restregó las mejillas como si acabara de despertarse—. ¿Por qué tú no has dicho nada? Vamos a ver qué es lo que ha quedado.

Tomó a Nora de la mano y fueron juntas hasta la puerta-ventana que daba a los terrenos del jardín. Al pasar por la mesa Violet cogió un sombrero de ala ancha, pero al ponérselo se detuvo, y se quedó mirando la bruma, allá en el jardín.

—¿Qué es eso que hay en el aire? —preguntó.

—Electricidad —dijo Nora, ya cruzando el patio—. Eso es lo que Auberon dice. —Entornó los ojos—. Puedo verla cuando hago esto, onditas rojas y azules. Significa tormenta.

Violet asintió, y lentamente, como si se desplazara a través de un elemento extraño, desconocido para ella, se encaminó, cruzando el parque, hacia la mesa de piedra desde donde su marido la llamaba con la mano. Auberon acababa de tomar una foto del Abuelo y el pequeño, y ahora apuntaba el aparato hacia la mesa, intentando enfocar a su madre. Auberon practicaba la fotografía con solemnidad, como una obligación, no como un placer. Violet sintió de pronto cuánto lo compadecía. ¡Este aire!

Se sentó y John le sirvió el té. Auberon instaló su cámara delante de ellos. La nube grande había derrotado al sol, y John levantó la cabeza y la miró, resentido.

—¡Oh! ¡Mirad! —dijo Nora.

—¡Mirad! —dijo Violet.

Auberon abrió el ojo de su cámara y lo volvió a cerrar.

—Ha desaparecido —dijo Nora.

—Ha desaparecido —dijo Violet.

La vanguardia del frente ocluido se lanzó en invisible algarada a través del parque, y alborotó cabelleras y sacudió hojas y solapas mostrando de las cosas el pálido envés. Y penetró en la casa y cogió al vuelo un naipe de la mesa de juego y pasó, vertiginosas en el atril del piano, las páginas de los ejercicios para los cincos dedos.

Y zarandeó las borlas de los tapetes colgados en los sofás y golpeó contra los ventanales los galones de los cortinados. Y la cuña fría que venía detrás subió y se abrió paso por el primer piso y el segundo y de allí se elevó a miles de metros a través del aire, hasta donde el hacedor de la lluvia modelaba ya los primeros goterones para arrojarlos sobre ellos.

—Ha desaparecido —dijo August.