Capítulo 3
Desdeñado, por amor a ti, la Ciudad, vuelvo pues mis pasos: existe un mundo en otra parte.
Coriolano
El potente Vulpes de Halcopéndola la trasladó de regreso a la Ciudad en un tiempo casi récord, y sin embargo (así se lo decía su reloj) tal vez no a tiempo. Pese a que ahora estaba en posesión de todos los elementos que necesitaba para dilucidar el problema de Russell Eigenblick, el conseguirlos le había requerido un tiempo más largo que el que ella había previsto.
No demasiado pronto
Mientras se deslizaba por la carretera rumbo al norte, había pensado cuál sería la mejor forma de presentarse a los herederos de Violet Bebeagua —anticuaria, coleccionista, cultora del arte— para conseguir que le mostraran las cartas. Aunque con toda certeza, si ella misma, Halcopéndola, no hubiese estado en ellas (Sophie la conoció en el acto, o al menos la reconoció muy rápidamente), jamás le habrían hecho esa concesión. Que ella resultara ser, por añadidura, una prima más o menos vaga de los descendientes de Violet Zarzales había, sin duda, facilitado las cosas, una coincidencia que sorprendió y deleitó a esa extraña familia tanto como interesó a Halcopéndola. De todos modos, había pasado días sentada con Sophie estudiando las cartas, y más días aún había dedicado a la última edición de La arquitectura de las casas quintas, cuyos peculiares contenidos no le parecían muy familiares, y aunque ella estudiaba larga y detenidamente, el conjunto de la historia —o lo que hasta entonces había ocurrido— se le fue aclarando poco a poco a medida que aplicaba su escrutadora mirada de loro, y mientras tanto el Puente Ruidoso y el Club de Armas se adelantaban a encontrarse fatalmente con Russell Eigenblick, y la lealtad de Halcopéndola seguía siendo incierta, y su senda obscura.
Ya no estaba a obscuras. Los hijos de los hijos del Tiempo: ¿quién lo hubiera pensado? Un Loco, y un Primo; un Viaje, y un Huésped. ¡Los Arcanos Menores! Sonreía torvamente mientras daba la vuelta alrededor del mamútico edificio del Empire Hotel en el que Eigenblick había sentado sus reales, y se decidía por un hechizo, algo a lo que raras veces recurría.
Insertó el Vulpes en el cavernoso garaje-aparcamiento en los bajos del hotel. Guardias armados y asistentes patrullaban las puertas y los ascensores. Se encontró en una fila de vehículos que eran minuciosamente registrados y examinados. Silenció los gruñidos del coche y sacó de la guantera un sobre de cuero marroquí, y de éste un diminuto fragmento de hueso blanco. Era un hueso extraído de un gato negro puro que había sido cocinado vivo en la cocina del apartamento de La Negra, una espiritista a la que Halcopéndola le hiciera cierta vez un gran favor. Podía ser un huesecillo de un dedo del pie, o parte del complejo maxilar, La Negra no lo sabía con exactitud; había dado con él sólo al cabo de todo un día de experimentar delante de un espejo, separando los huesos con cuidado del hediondo esqueleto, e introduciéndose cada uno por turno en la boca, buscando aquel que hiciera desaparecer su imagen del espejo. Era éste. Halcopéndola encontraba vulgares los procedimientos de la brujería, y la crueldad de ése en particular, repelente; ella misma no estaba convencida de que entre los miles de huesos de un gato negro puro hubiese alguno capaz de volverlo a uno invisible, pero La Negra le había asegurado que, creyese ella o no en el hechizo, el hueso actuaría, y ahora se alegraba de tenerlo. Miró en derredor; los asistentes no habían reparado aún en su automóvil; dejó las llaves en el encendido, pensativamente, con una mueca de repugnancia se metió el huesecito en la boca, y desapareció.
Salir del automóvil sin despertar sospechas le costó algún esfuerzo, pero los asistentes y guardias no prestaron atención al hecho de que las puertas del ascensor se abrieran y cerraran para nada (quién podía predecir las extravagancias de un ascensor vacío), y Halcopéndola salió al foyer, caminando entre los grupos de los visibles con cautela para no rozarse con ellos. Los habituales hombres circunspectos de impermeable estaban apostados a intervalos a lo largo de las paredes o apoltronados en los sillones del foyer detrás de falsos periódicos, sin engañar a nadie, por nadie engañados excepto por ella. Justo en ese momento, en respuesta a una señal invisible, empezaron a cambiar sus estaciones, como piezas sobre un damero. Un grupo numeroso estaba entrando por las vertiginosas hojas giratorias de las puertas, precedidos por subalternos. Ni un segundo demasiado pronto, pensó Halcopéndola, porque era el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro el que hacía su entrada en el foyer. No lanzaron miradas inquisitivas en torno, como lo harían hombres ordinarios al penetrar en un recinto como aquél, sino que, abriendo filas, como para tomar más plena posesión del lugar, avanzaban con la vista al frente, viendo el futuro y no las formas transitorias del presente. Bajo cada brazo podía verse el portafolios de cuero flexible, en cada testa el potente sombrero hongo, ridículo desde hacía tiempo en cualquier cabeza excepto en las de hombres como ellos.
Se repartieron en dos ascensores, los de más elevada posición sosteniendo las puertas para los otros, como lo prescribe el antiguo ritual masculino; Halcopéndola se deslizó en el menos abarrotado de los dos.
—¿El decimotercero?
—El decimotercero.
Alguien pulsó con un índice enérgico el botón del piso decimotercero. Otro consultó un simple reloj de pulsera. Ascendieron serenamente. Nada tenían que decirse unos a otros: sus planes estaban trazados, y las paredes, bien lo sabían ellos, tenían oídos. Halcopéndola se mantuvo apretujada contra la puerta, de frente a sus rostros en blanco. Las puertas se abrieron, y ella salió deslizándose con destreza hacia un costado; y justo a tiempo, por lo demás, pues había manos que se adelantaban para estrechar las de los miembros del club.
—El Orador estará en seguida con ustedes.
—Si tienen ustedes la amabilidad de esperar en esta sala.
—Podemos ordenar que suban cualquier cosa para ustedes. El Orador ha pedido café.
Hombres trajeados de mirada alerta los guiaron hacia la izquierda.
Uno o dos jóvenes, con blusones de colores, las manos enlazadas a la espalda en una actitud de intranquila tranquilidad, montaban guardia en cada una de las puertas. Al menos, pensó Halcopéndola, él es precavido. De otro ascensor emergió un camarero de librea roja portando una gran bandeja con una solitaria y diminuta taza de café. Enfiló hacia la derecha, y Halcopéndola lo siguió. Admitido —y Halcopéndola a sus talones— por los guardias de un doble juego de puertas, se dirigió a una tercera, sin ninguna inscripción, llamó, la abrió y entró. En el momento en que la cerraba, Halcopéndola plantó un pie invisible en el quicio, y acto seguido se deslizó en el interior.
Una aguja en el pajar
Era una habitación amueblada con un gusto impersonal, con ventanales que daban a la espigada Ciudad. El camarero, murmurando para sus adentros, pasó junto a Halcopéndola y se retiró. Halcopéndola se sacó de la boca el fragmento de hueso y lo estaba guardando con cuidado cuando la puerta del fondo de la habitación se abrió y Russell Eigenblick apareció en ella, bostezando, con una bata de seda negruzca con dragones bordados y, cabalgando sobre la nariz, un diminuto par de medias lentes que Halcopéndola no le había visto antes.
Se sobresaltó al verla, pues esperaba encontrar la estancia vacía.
—¿Usted? —dijo.
Sin mucha gracia (no recordaba haber hecho en su vida nada parecido), Halcopéndola se prosternó sobre una rodilla, se inclinó en una profunda reverencia, y dijo:
—Y una humilde servidora de Vuestra Majestad.
—Levántese —dijo Eigenblick—. ¿Quién la dejó entrar aquí?
—Un gato negro —respondió Halcopéndola levantándose—. No tiene importancia. No tenemos mucho tiempo.
—No hablo con periodistas.
—Lo siento —dijo Halcopéndola—. Eso fue una imposición. No soy periodista.
—¡Me suponía que no! —dijo él, con aire de triunfo. Se arrancó las gafas de la cara como si acabara de recordar que las llevaba puestas. Se dirigió al intercomunicador, sobre el escritorio imitación Luis XIV.
—Espere —dijo Halcopéndola—. Dígame una cosa. ¿Quiere usted, después de haber dormido ochocientos años, fracasar en su empresa?
Lentamente él dio media vuelta para observarla.
—Sin duda usted ha de recordar —prosiguió Halcopéndola— cómo fue en una ocasión humillado en presencia de cierto papa, cómo lo obligaron a sostener su estribo y a correr a la par de su caballo.
Una oleada de sangre afluyó al rostro de Eigenblick, tiñéndola de un color rojo claro, distinto del rojo de su barba. Escopetazos de furia dispararon sus ojos sobre Halcopéndola.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—En este momento —dijo Halcopéndola, indicando con un gesto el otro lado de la suite— lo esperan a usted unos hombres que se proponen humillarlo hasta ese mismo grado. Sólo que más astutamente. De manera tal que usted no se percate jamás de que ha caído en sus redes. Me refiero al Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. ¿O se han presentado a usted bajo otro nombre?
—Tonterías —dijo Eigenblick—. Nunca he oído hablar de ese supuesto club. —Pero su mirada se había enturbiado: tal vez en algún lugar, en algún tiempo, lo habían puesto en guardia…— ¿Y qué podría usted decir del papa? Un caballero encantador a quien nunca conocí. —Sus ojos esquivaban los de ella, levantó su diminuto café y lo apuró de un sorbo.
Pero ahora ella lo tenía en su poder: estaba segura de ello. Si no llamaba a los guardias para que la echasen, la escucharía.
—¿Le han prometido a usted un alto cargo? —preguntó.
—El más alto —dijo él tras una larga pausa, mirando por la ventana.
—Tal vez le interese saber que desde hace varios años esos caballeros me han encomendado varias gestiones. Creo conocerlos. ¿La presidencia, acaso?
Él no respondió. Era eso.
—La presidencia —dijo Halcopéndola— ya no es un cargo, es un despacho. Agradable, sin duda, pero sólo un despacho. Usted debe rehusarlo. Cortésmente. Y cualquier otro halago que puedan ofrecerle. Más tarde le explicaré cuáles deben ser sus próximos pasos.
El se volvió bruscamente.
—¿Cómo es que sabe usted todas estas cosas? ¿Cómo sabe quién soy?
Al fuego graneado de su mirada, ella le respondió con otro de su propia cosecha. Y dijo, con su tono de voz más hechiceresco:
—Hay muchas cosas que yo sé.
El intercomunicador zumbó. Eigenblick fue hacia él; pensativo, con un dedo en los labios, observó la serie de botones, y pulsó uno de ellos. Nada pasó. Pulsó otro, y una voz mezclada con estática respondió:
—Todo listo, señor.
—Ja —dijo Eigenblick—. Momento. —Soltó el botón, se dio cuenta de que no lo habían oído, pulsó otro, y se repitió. Se volvió hacia Halcopéndola—. Comoquiera que sea que haya usted descubierto estas cosas —dijo—, es evidente que no lo ha descubierto todo. Porque, ¿sabe usted? —prosiguió, con una ancha sonrisa, con el aire de quien se siente seguro de su elección—, yo estoy en las cartas. Nada de cuanto pueda sucederme podrá cambiar el curso de un destino marcado en otros ámbitos hace un tiempo casi inmemorial. Protegido. Todo esto tenía que acontecer.
—Vuestra Majestad —dijo Halcopéndola—, tal vez no he sabido hacerme entender…
—¡Deje de llamarme de ese modo! —dijo él, furioso.
—Perdón. Tal vez no he sabido hacerme entender. Sé muy bien que usted está en las cartas, un mazo de cartas muy bonito, con arcanos destinados al menos ostensiblemente a predecir y favorecer el retorno de su antiguo Imperio, y diagramadas, calcularía yo, en algún momento durante el reinado de Rodolfo II, e impresas en Praga. Entretanto se les ha dado otros usos. Sin que usted, por así decir, haya dejado de estar en ellas ni por un instante.
—¿Dónde están? —dijo él, avanzando súbitamente hacia ella, las manos avariciosas extendidas como garras—. Démelas. Necesito tenerlas.
—Si me permite continuar… —dijo Halcopéndola.
—Son de mi propiedad —dijo Eigenblick.
—De su Imperio —dijo ella—. En tiempos. —Su mirada penetrante lo hizo callar—. Si me permite continuar: Sé que usted está en las cartas. Sé qué poderes lo pusieron en ellas y, un poco, con qué fin. Conozco su destino. Lo que usted debe creer, si es que desea realizarlo, es que yo estoy en él.
—¿Usted?
—He venido a prevenirlo, y a ayudarlo. Tengo poderes. Lo bastante grandes como para haber descubierto todo esto, para haberlo encontrado a usted, una aguja en el pajar del Tiempo. Usted necesita de mí. Ahora. Y en el tiempo por venir.
Él la observó largamente. Ella vio la duda, la esperanza, el alivio, el temor, la resolución aparecer y desaparecer de su gran cara.
—¿Por qué —dijo él— nunca me dijeron nada de usted?
—Tal vez —dijo ella— porque ellos no sabían nada de mí.
—Nada está oculto para ellos.
—Muchas cosas. Haría usted bien en enterarse de eso.
Él se mordió la mejilla un momento, pero la batalla había terminado.
—¿Y qué gana usted en esto? —dijo él. El intercomunicador volvió a zumbar.
—Más tarde discutiremos mi recompensa —dijo ella—. De momento, antes de contestar, será mejor que decida usted qué les va a decir a sus visitantes.
—¿Estará usted conmigo? —dijo él, súbitamente necesitado.
—Ellos no deben verme —dijo Halcopéndola—. Pero sí, estaré con usted. —Una brujería barata, un hueso de gato (reflexionó Halcopéndola en tanto Eigenblick pulsaba el intercomunicador), justo lo que necesitaba para convencer al emperador Federico Barbarroja, si conservaba algún recuerdo de su juventud, que en verdad poseía los poderes que afirmaba tener. Mientras él seguía de espaldas, ella desapareció, y cuando se volvió para mirarla, o para mirar el sitio en que había estado, le oyó decir:
—¿Vamos ya a reunimos con el Club?
Encrucijada
El día era gris cuando Auberon descendió del autobús en la encrucijada, de una grisura pálida y lluviosa. Había tenido un cambio de palabras con el conductor para que lo bajara allí, en ese lugar; primero, había tenido cierta dificultad para describírselo, después para convencerlo de que su autobús pasaba por allí. Cuando Auberon se lo describió, el hombre había meneado negativamente la cabeza:
—No, no —repetía en voz baja, sin mirar a Auberon cara a cara, como quien trata de pensar y recordar; una mentira transparente, adivinó Auberon, lo que el hombre no quería era alterar su rutina en lo más mínimo. En tono frío pero cortés, Auberon le describió nuevamente el paraje, y acto seguido fue a instalarse en el primer asiento, justo detrás del conductor, para escrutar el camino con ojos avizores. Y cuando se estaban acercando al lugar, le palmeó la espalda. Se apeó, triunfante, mientras se formaba en sus labios una frase, que cuántos centenares de veces debía de haber pasado el hombre por aquí, que si era ése el nivel de observación que cabía esperar de alguien en quien el público se ve obligado a confiar, etc., pero la puerta se cerró con un chasquido, los engranajes rechinaron como dientes, y el largo autobús gris se alejó, bamboleándose.
El dedo del letrero indicador señalaba, como siempre lo hiciera, el camino de Bosquedelinde; más cadavérico, con una inclinación más senescente, el nombre más erosionado por el tiempo que como él lo recordaba, o como lo había visto la última vez, pero era el mismo. Echó a andar por el sendero sinuoso, amarronado como chocolate con leche después de la lluvia, pisando con cautela, sorprendido por el ruido de sus pasos. Él no había sabido de cuántas cosas lo habían despojado sus meses en la Ciudad. El Arte de la Memoria podía trazar un plano de su pasado en el que quizá tuviera su sitio cada cosa, pero no podía haberle restituido esta plenitud: estos olores, dulces y húmedos y vivificantes, como si el aire tuviese una textura líquida, transparente; no ese rumor constante e inefable que poblaba el aire, ese murmullo que sonaba estridente a su oído embotado, realzado por el trino de los pájaros; no la sensación misma de volumen, de distancia o cercanía creada por las hileras y los grupos de árboles recién reverdecidos y la rotación y la prodigalidad de la tierra. Él era capaz de sobrevivir relativamente bien lejos de todo eso —el aire era aire al fin y al cabo, aquí o en la Ciudad—, pero una vez zambullido de nuevo en esta atmósfera, se sentiría quizá devuelto a su elemento natural, se distendería en él, su alma abriría sus alas como una mariposa que emerge de la prisión de su capullo. Y en verdad abrió los brazos, respiró hondo y recordó algunos versos de un poema. Pero su alma era una piedra fría.
A medida que avanzaba, se sentía como acompañado por alguien, alguien joven, alguien no vestido con un raído gabán marrón, alguien que no era una resaca, alguien que le tironeaba de la manga, recordándole que aquí solía arrojar su bicicleta por encima del muro para regresar por senderos secretos al Pabellón de Verano, a encontrarse con el emperador Federico Barbarroja; que aquí se había caído de un árbol, y allí se había agachado junto con el doctor a escuchar los cuchicheos de las marmotas cuando deliberaban a puertas cerradas. Todo eso le había sucedido alguna vez a alguien, a ese alguien insistente. No a él… Los pilares de piedra gris coronados por las naranjas también grises seguían allí, donde y cuando siempre estarían. Levantó el brazo para tocar la superficie granulada, pringosa y resbaladiza con la primavera. Allá, al final del sendero de entrada, en el porche, esperaban sus hermanas.
Por amor de Dios. Su regreso al hogar iba a ser no más secreto que su partida, y al pensar en esto, se dio cuenta por primera vez de que él había pretendido que fuera secreto, se había creído capaz de escabullirse dentro de la casa sin que nadie notase que había estado ausente unos dieciocho meses. Demasiado tarde, en todo caso, porque mientras permanecía indeciso junto a los pilares del portalón, Lucy lo había divisado y se levantaba ya de un salto agitando las manos. Arrastró a Lily tras ella para correr a recibirlo. Tacey, más mayestática, permaneció sentada en el pavorreal de mimbre, vestida con una falda larga y una de las viejas chaquetas de tweed de Auberon.
—Hola, hola —dijo, con fingida naturalidad pero súbitamente consciente de la traza que debía de tener, la cara sin afeitar, salpicado de sangre, con su bolsa de papel y la mugre de la Ciudad incrustada debajo de las uñas y en el pelo. Tan limpias y frescas como parecían Lucy y Lily, tan alegres, no sabía si huir o si arrodillarse a sus pies y pedirles perdón; y aunque lo besaron, y le sacaron de la mano su bolsa de papel, hablando las dos a un tiempo, él supo que era transparente para ellas.
—A que no adivinas quién ha estado aquí —dijo Lucy.
—Una vieja —dijo Auberon, contento de poder, una vez en su vida, estar seguro de haber adivinado— con un moño de pelo gris. ¿Cómo está Ma?
—Pero quién es, eso nunca lo adivinarás —dijo Lily.
—¿Os dijo ella que yo venía? Yo no se lo dije.
—No. Pero nosotras lo sabíamos. Pero adivina.
—Es —dijo Lucy— una prima. O algo así. Sophie lo descubrió. Años atrás…
—En Inglaterra —dijo Lily—. Auberon, ¿sabes?, el Auberon por quien te pusieron tu nombre. Bueno, era hijo de Violet Zarzales Bebeagua…
—¡Pero no de John Bebeagua! Un hijo del amor…
—¿Cómo es que lleváis tan bien la cuenta de toda esa gente? —preguntó Auberon.
—Cómo sea. Allá en Inglaterra Violet Zarzales tuvo amores. Antes de casarse con John. Con alguien llamado Oliver Halcopéndola.
—Un amante —dijo Lily.
—Y quedó embarazada, y ése fue Auberon. Y esta señora…
—Hola, Auberon —dijo Tacey—. ¿Qué tal la Ciudad?
—Oh, fabulosa —dijo Auberon sintiendo que un nudo le subía a la garganta y le saltaba agua de los ojos—. Fabulosa.
—¿Has venido andando? —preguntó Tacey.
—No, en autobús. —Hubo un momento de silencio. Qué más remedio—. Bueno, escuchad. ¿Cómo está Mamá? ¿Cómo está Papá?
—Bien. Mamá recibió tu tarjeta.
Un sentimiento de horror lo poseyó al recordar las pocas cartas y postales que había enviado desde la Ciudad, evasivas y fanfarronas, o incomunicativas, u horriblemente chistosas. La última, la del cumpleaños de Mamá, la había encontrado, oh Dios, sin firmar, cuando examinaba el contenido de un cubo de basura, un ramillete de ramplones sentimientos; pero su silencio había sido largo y él estaba borracho y la había mandado. Ahora veía que debió de ser para ella como si la apuñalaran cruelmente con un cuchillo de mantequilla. Se sentó en un escalón del porche, incapaz de momento de dar un paso más.
Un lío infernal
—Bueno, Ma, ¿a ti qué te parece? —dijo Llana Alice, de pie, mientras escrutaba la húmeda penumbra de la vieja heladera.
Mambé estaba examinando las provisiones en las alacenas.
—¿Revoltijo de atún? —dijo, con aire dubitativo.
—Oh, Dios —dijo Alice—. La cara que me pondrá Fumo. ¿Sabes qué cara?
—Oh, claro que sí.
—Bueno. —Bajo su mirada, las escasas vituallas húmedas en los estantes de metal acanalado parecían encogerse como si fueran a desaparecer. Había un goteo constante, como en una caverna. Llana Alice pensó en los viejos tiempos, en el gran refrigerador blanco repleto de hortalizas frescas y recipientes de colores, y acaso un pavo acaramelado o un jamón glaseado, y carnes y viandas cuidadosamente empaquetadas durmiendo en el congelador que respiraba hielo. Y la lamparita alegre que se encendía para exhibirlo todo, como en un escenario. Nostalgia. Puso una mano sobre una botella de leche fría casi tibia y dijo—: ¿Rudy no ha venido hoy?
—No.
—Se está poniendo viejo para esos trotes —dijo Alice—. Cargar y descargar barras de hielo. Y se olvida. —Suspiró, siempre mirando el interior; la senectud de Rudy y la general escasez de las cosas buenas de la vida, y la cena no-tan-tan-suculenta que probablemente los esperaba a todos, todo parecía estar contenido dentro de la heladera forrada de zinc.
—Bueno, no dejes la puerta abierta tanto tiempo, querida —dijo Mambé con dulzura. Alice la estaba cerrando cuando se abrieron, bruscamente, las puertas batientes de la despensa.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Alice—. ¡Oh, Auberon!
Fue de prisa a abrazarlo, corriendo hacia él como si lo viera acosado por profundas tribulaciones y ella tuviera, instantáneamente, que acudir a rescatarlo. Sin embargo la mirada atormentada de Auberon no se debía tanto a las tribulaciones de que era presa como a esa recorrida que acababa de hacer a través de la casa que, inmisericorde, lo había asaltado con recuerdos, olores que había olvidado que conocía, muebles rayados y alfombras raídas y ventanas que le mostraban jardines que desbordaban su mirada, como si hubiera estado ausente no un año y medio sino media vida.
—Hola —dijo él.
Alice lo soltó.
—Deja que te mire —dijo—. ¿Qué es esto?
—¿Qué es qué? —dijo él, intentando una sonrisa, preguntándose qué degradación leería ella en sus facciones. Llana Alice levantó un dedo inquisitivo y recorrió con él la línea de la ceja única que se extendía por encima de la nariz de su hijo—. ¿Desde cuándo tienes esto?
—¿Qué?
Llana Alice se tocó la frente, por encima de la nariz, donde (aunque tenue, porque sus cabellos eran más claros) llevaba la marca de los descendientes de Violet.
—Oh. —Auberon se encogió de hombros. En realidad, no lo había notado, no se miraba mucho a los espejos, últimamente—. Yo qué sé. —Se rió—. ¿Te gusta? —Él mismo se la acarició. Suave y fina como pelo de bebé, con uno o dos pelillos hirsutos sobresaliendo de ella—. Será que me estoy volviendo viejo —dijo.
Ella vio que era eso, que en su ausencia él había cruzado un umbral más allá del cual la vida se consume más rápidamente de lo que se enriquece; podía ver las marcas de ese tránsito en su rostro y en el dorso de las manos de su hijo. Un nudo le obstruyó la garganta y, para no tener que hablar, lo besó de nuevo. Por encima del hombro de su madre, Auberon saludó a su abuela:
—Hola, Mambé; espera, espera, no te levantes, no.
—Vaya, eres un mal hijo, no haberle escrito a tu madre —dijo Mambé—. Al menos para avisarnos que venías. No hay nada para la cena.
—No, eso es lo de menos, lo de menos —dijo Auberon, desprendiéndose de su madre y yendo a besar la mejilla suave, plumosa de Mambé—. ¿Cómo has estado?
—Igualito, igualito. —Lo observaba desde su silla, lo estudiaba con una mirada astuta. Él siempre había tenido la sensación de que su abuela conocía algún secreto suyo, un secreto deshonroso, y que, si lograra separarlo de sus divagaciones habituales, aparecería revelado—. Yo sigo tirando —dijo ella—. Y tú has crecido.
—Bah, no lo creo.
—O tú has crecido o yo he olvidado que eras tan alto.
—Sí, eso es… En fin. —Desde la altura de dos generaciones, las dos mujeres lo observaban, y veían panoramas diferentes. Él se sentía observado. Sabía que debería quitarse el gabán, pero no recordaba exactamente qué llevaba debajo de él. Se sentó en el otro extremo de la mesa y dijo una vez más—: En fin.
—Té —propuso Alice—. ¿Qué te parece una taza de té? Y tú podrás contarnos todas tus aventuras.
—Un té vendría de perlas —dijo él.
—¿Y qué tal anda George? —dijo Mambé—. ¿Y su gente?
—Oh, muy bien. —No había pisado la Alquería del Antiguo Fuero desde hacía meses—. Muy bien, igual que siempre. —Meneó la cabeza divertido, recordando al bicho raro de George—. En su loca Alquería.
—Yo me acuerdo —dijo Mambé— de cuando era una casa tan bonita. Años atrás. La de la esquina, allí era donde entonces vivía la familia Ratón y…
—Todavía viven allí, todavía —dijo Auberon. Miró de reojo a su madre, que se afanaba delante de la cocina grande con la tetera y el agua; subrepticiamente, se secó los ojos con la manga de su camiseta de punto, y al ver que él la había sorprendido, se volvió para enfrentarlo, con la tetera entre las manos.
—… y después que murió Phyllis Burgos —seguía diciendo Mambé—, bueno, ésa fue una enfermedad lenta, su médico creía haber conseguido fijarla en sus riñones, pero ella creía…
—Entonces, ¿cómo fueron las cosas, de verdad? —le dijo Alice a su hijo—. ¿De verdad?
—De verdad, de verdad, no tan geniales —dijo Auberon. Bajó los ojos—. Perdón.
—Oh, oh, vamos —dijo ella.
—Por no haber escrito. No había mucho que contar.
—Está bien. Nosotros temíamos por ti, eso es todo.
Él alzó los ojos. Eso era algo que nunca se le habría ocurrido pensar. Aquí, para ellos, él había sido devorado por la terrible y populosa Ciudad, devorado como por un dragón y casi no habían vuelto a saber de él; claro que habían temido por él. Y como cierta vez antaño, en esta misma cocina, una ventana se abrió dentro de él y vio, a través de ella, su propia realidad. La gente lo quería, sí, y se preocupaba por él: sus méritos personales ni siquiera entraban en cuestión. Abochornado bajó otra vez la vista. Alice se volvió hacia la cocina. Su abuela llenaba el silencio con sus reminiscencias, los pormenores de las enfermedades de los parientes fallecidos, mejora, recaída, declinación y muerte.
—Mm, mm-hm —decía él, asintiendo, estudiando las rayaduras de la superficie de la mesa. Se había sentado, sin darse cuenta, en su sitio de siempre, a la derecha de su padre, a la izquierda de Tacey.
—El té —dijo Alice. Apoyó la redonda tetera sobre un soporte, y le palmeó la panza. Puso una taza delante de Auberon. Y esperó, las manos cruzadas, que él lo sirviera, o algo: él la miró y estaba a punto de intentar decir algo, de contestar a la pregunta que adivinaba en ella, si podía, si pudiera pensar con palabras, cuando la puerta doble de la despensa se abrió de par en par dando paso a Lily, a los mellizos y a Tony Cabras.
—Hola, tío Auberon —los mellizos (Retoño, el niño, y Florita, la niña) gritaron al unísono, como si Auberon no hubiera llegado aún y tuvieran que gritar para que pudiese oírlos desde lejos. Auberon los miraba pasmado: parecían ser dos veces más grandes de como él los recordaba, y sabían hablar: no hablaban cuando él se había marchado, ¿o sí? ¿No los había visto por última vez todavía transportados de aquí para allá por su madre en un carrito de lona? Lily, ante la insistencia de sus hijos, empezó a revisar las alacenas, buscando cosas ricas para comer; la solitaria tetera no había impresionado a los mellizos, y, decididamente, era hora de comer, de comer un bocado.
Tony Cabras estrechó la mano de Auberon y dijo:
—Hey, ¿qué tal la Ciudad?
—Oh, hey, formidable —respondió Auberon en un tono parecido al de Tony, cordial y serio; Tony se volvió a Alice—: Tacey dice que tal vez podríamos comer un par de conejos esta noche.
—Oh, Tony, sería maravilloso —dijo Alice.
Tacey en persona entró en ese momento por la puerta, buscando a Tony.
—¿Te parece bien, Ma? —preguntó.
—Es maravilloso —dijo Alice—. Mejor que revoltijo de atún.
—Matad el ternero cebado —dijo Mambé, la única de todos los allí presentes a quien se le podía ocurrir semejante frase—. Y guisad.
—Fumo va a estar tan feliz… —le dijo Alice a Auberon—. Le encanta el conejo, pero nunca se siente con derecho a sugerirlo.
—Por favor —dijo Auberon—, no hagáis nada extraordinario sólo por… —No pudo, en su autohumillación, decidirse a usar pronombres personales—. Quiero decir, sólo porque…
—Tío Auberon —dijo Retoño—, ¿viste algún sesino? —Arqueó los dedos a modo de garras y los acercó a Auberon—. En la Ciudad.
—¿Hm?
—Sesinos. Que te acogotan. En la Ciudad.
—Bueno, a decir verdad… —Pero Retoño había advertido (ni por un instante había perdido de vista a su hermana) que Florita había conseguido un bizcocho que no le habían ofrecido a él, y tenía que apresurarse a presentar su reclamo.
—Y ahora ¡largaos, largaos! —dijo Lily.
—¿No quieres ir a ver morir los conejos? —le preguntó su hija, tomándola de la mano.
—No, no quiero —dijo Lily, pero Florita, que quería tener a su madre a su lado para el horrible y fascinante acontecimiento, le tironeaba la mano.
—Tarda apenas un segundo —dijo, en tono tranquilizador, arrastrando a su madre tras de ella—. No tengas miedo. —Salieron cruzando la cocina de verano y por la puerta que daba a la huerta, Lily, Retoño y Florita y Tony. Tacey había servido un té para ella y otro para Mambé, y con una taza en cada mano retrocedió y salió por la puerta de la despensa; Mambé la siguió.
Grump-grump-grump, dijeron tras ellas las puertas.
Alice y Auberon quedaron solos en la cocina, la tormenta había pasado tan pronto como se había levantado.
—Bueno —dijo Auberon—. Parece que todo el mundo anda bien por aquí.
—Sí. Bien.
—¿No te importa —dijo él, levantándose lentamente como un hombre viejo, derrotado— si me sirvo un trago?
—No, claro que no —dijo Alice—. Hay un poco de jerez allí, y otras cosas, creo.
Auberon bajó de la alacena una polvorienta botella de whisky.
—No hay hielo —dijo Alice—. Rudy no ha venido hoy.
—¿Todavía corta hielo?
—Oh, sí. Pero últimamente ha estado enfermo. Y Robin, ¿sabes?, su nieto… bueno, tú conoces a Robin; no es una gran ayuda. Pobre viejo.
Absurda, inesperadamente, aquélla fue la gota que colmó el vaso.
—Pobre, pobre Rudy…, pobre viejo…, ¡qué calamidad! —dijo Auberon, trémula la voz—. ¡Qué calamidad! —Se sentó con su copa de whisky, la cosa más triste que había visto en su vida. Veía las cosas a través de una nube, de un centelleo. Alarmada, Alice se levantó lentamente—. Me metí en un lío, Ma, ¡un lío infernal! —Hundió la cara entre las manos, el lío infernal era una cosa áspera, que se henchía en su garganta y en su pecho. Alice, indecisa, se acercó, le rodeó los hombros con un brazo, y Auberon, aunque no lo había hecho en muchos años, nunca, ni siquiera por Sylvie, no, ni una sola vez, supo que iba a echarse a llorar como un niño. El lío infernal cobraba peso, y fuerza, pujando por salir, por abrirle la boca y sacudir violentamente su esqueleto, con sonidos que él jamás supo que era capaz de producir. Basta, basta, se decía, basta, basta, pero la cosa no quería acabar, el desahogo lo hacía crecer, había grandes volúmenes de esa sustancia para expulsar; apoyó la cabeza sobre la mesa de la cocina y lloró a gritos—. Perdón, perdón —dijo, cuando de nuevo pudo hablar—. Perdón, perdón.
—No —dijo Alice, su brazo rodeando el renuente gabán—, no, ¿perdón por qué? —Él alzó repentinamente la cabeza, apartó el brazo de su madre y, tras un último, ahogado sollozo, cesó de llorar, el pecho aún sacudido por estertores—. ¿Fue —dijo Alice con dulzura, con cautela— la chica morena?
—Oh —dijo Auberon—, en parte, en parte.
—Y ese estúpido legado.
—En parte.
Ella vio, asomando de su bolsillo, un pañuelito, y lo sacó para él.
—Toma —dijo, horrorizada de ver en ese rostro bañado en lágrimas no a su benjamín, sino a un adulto que apenas conocía, transfigurado por el dolor. Miró el pañuelito que le ofrecía—. Qué bonito —dijo—. Parece…
—Sí —dijo Auberon, cogiéndolo y restregándose la cara—. Lucy lo bordó. —Se sonó la nariz—. Fue un regalo. Cuando me marché. Ábrelo cuando vuelvas a casa, me dijo ella. —Se reía, o lloraba otra vez, o ambas cosas, y tragaba con dificultad—. Bonito, sí. —Lo volvió a guardar en su bolsillo y se sentó, encorvado, la mirada ausente—. Oh, Dios —dijo—. Esto es un engorro.
—No —dijo ella—, no. —Puso su mano sobre la de él. Estaba ante un dilema: su hijo necesitaba consejo, y ella no podía dárselo; sabía a dónde se podía ir en procura de consejo, pero no si se lo darían a él, ni si era correcto de su parte que lo enviase a pedirlo—. Está todo bien, ¿sabes? —dijo—, de veras, porque… —reflexionó un momento—. Porque está bien, estará bien.
—Oh, claro —dijo él, suspirando, un largo, tembloroso suspiro—. Ahora todo ha pasado.
—No —dijo Alice, y cogió con más firmeza la mano de su hijo—. No, no ha pasado todo, pero… Bueno, suceda lo que suceda, todo será parte…, bueno, parte de lo que tiene que ser, ¿no? Quiero decir que no pasará nada que no tenga que pasar, ¿no es cierto?
—No lo sé —dijo Auberon—. Qué sé yo.
Alice retenía entre las suyas la mano de su hijo, ese hijo ahora demasiado crecido para que lo pudiese estrechar contra su pecho, y besar, y cobijar con su cuerpo y contárselo todo, contarle el largo, larguísimo Cuento, tan largo y tan extraño que él se dormiría antes de que llegara al final, arrullado por su voz y su calor y los latidos de su corazón y la calma seguridad del relato; y entonces, y entonces, y entonces: y lo más asombroso de todo; y lo más extraño: y la forma en que se encadenaban las cosas: la historia que ella no sabía cómo contar cuando él era lo bastante joven como para que le fuera contada, la historia que sólo ahora conocía ella, cuando él era demasiado grande como para que ella lo alzara en sus brazos y se la susurrara, demasiado mayor como para creerla, aunque todo iba a suceder, y le iba a suceder a él. Pero ella no podía soportar el verlo así en esa obscuridad, y no decirle nada.
—Bueno —dijo, sin soltarle la mano; se aclaró de la garganta la ronquera que se había amontonado en su voz (¿se alegraba, o lo contrario, de que todas sus propias tormentas hubiesen sido lloradas, años atrás?) y continuó—: Bueno, ¿quieres hacer algo por mí, en todo caso?
—Sí, claro.
—Esta noche, no, mañana por la mañana…, ¿sabes dónde está el viejo cenador? ¿Esa isla pequeña? Bueno, si sigues río arriba, llegas a un estanque… ¿con una cascada?
—Claro, sí.
—Bueno —dijo Alice, y respiró hondo—. Bueno —dijo otra vez y le dio las instrucciones, y le rogó que las siguiera al pie de la letra, y algo le dijo de las razones por las que debía hacerlo, mas no todo; y él asintió, en una nube, pero habiendo ya llorado delante de ella todas las reservas que podía haber tenido respecto de ese plan, y de esas razones.
La puerta de la cocina que daba a la huerta se abrió, y Fumo entró; antes, sin embargo, dio una vueltecita por la despensa. Alice palmeó la mano de su hijo, le sonrió, se apretó los labios con el índice y luego los labios de Auberon.
—¿Conejo esta noche? —estaba diciendo Fumo al entrar en la cocina—. ¿A qué se debe todo el alboroto? —Al ver a Auberon dio un traspié, y los libros que llevaba bajo el brazo resbalaron al suelo.
—Hola, hola —dijo Auberon, contento de haber tomado al menos a uno de ellos por sorpresa.
Lentamente me vuelvo
También Sophie había sabido que Auberon estaba camino de casa, aunque el autobús había retrasado sus cálculos en un día. Tenía muchos consejos para dar, y muchas cosas que preguntar; pero de consejos Auberon no quería ni oír hablar, y en cuanto a sus preguntas, intuyó que no las contestaría, de modo que las calló, contentándose de momento con lo poco que él quisiera contar y que muy escasamente daba cuenta de sus meses en la Ciudad.
Durante la cena dijo:
—Bueno, es agradable tener a todo el mundo de vuelta. Por una noche.
Auberon, mientras devoraba visceras como un hombre que ha vivido meses y meses de perritos calientes y panecillos del día anterior, alzó los ojos de su plato y la miró intrigado; pero ella, no consciente, al parecer, de haber dicho nada raro, desvió la mirada; y Tacey empezó a contar una historia sobre el divorcio de Cherry Lagos, después de apenas un año de casada.
—Esto es una delicia, Ma —dijo Auberon, y se sirvió otra porción, y siguió comiendo, y pensando.
Más tarde, en la biblioteca, él y Fumo compararon ciudades: la de Fumo, años atrás, y la de Auberon.
—Lo mejor —dijo Fumo—, o lo más emocionante, era esa sensación que siempre tenías de estar a la cabeza del desfile. Quiero decir que aunque todo lo que hicieras fuera estar sentado en tu cuarto, lo sentías, sabias que allá fuera en las calles y entre los edificios iba avanzando, bum bum bum, y que tú formabas parte de él y que todos los demás en todas partes iban detrás de ti a los tropezones. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Supongo —dijo Auberon—. Supongo que las cosas han cambiado. —Hamletiano en una camiseta de punto y unos pantalones negros que había encontrado entre sus ropas viejas, estaba sentado un tanto doblado en dos en un alto sillón de cuero capitoneado. Una única lamparilla brillaba sobre la botella de brandy que había abierto Fumo. Alice había sugerido que él y Auberon deberían tener una larga charla; pero al parecer les estaba resultando difícil encontrar temas de conversación—. A mí siempre me parecía que todo el mundo en todas partes se había olvidado por completo de nosotros. —Acercó su copa y Fumo vertió en ella un dedo de brandy.
—Bueno, pero las muchedumbres —dijo Fumo—. Ese ir y venir, y toda esa gente bien vestida; todo el mundo corriendo para acudir a citas.
—Hum —dijo Auberon.
—Creo que es…
—Bueno, quiero decir que creo que sé lo que dices que tú pensabas, quiero decir que lo que piensas era…
—Creo que yo pensaba…
—Supongo que ha cambiado —dijo Auberon.
Se hizo un silencio. Cada uno miraba fijamente su copa.
—Bueno —dijo Fumo—. Como sea. ¿Cómo la conociste?
—¿A quién? —Auberon se puso tenso. Había temas que no estaba dispuesto a discutir con su padre. Que ellas con sus cartas y su sexto sentido pudieran sondear su corazón y conocer sus secretos, era ya más de lo que se sentía capaz de soportar.
—A esa mujer que vino a visitarnos —dijo Fumo—. A esa señorita Halcopéndola. La prima Ariel, como dice Sophie.
—Oh. En un parque. Entramos en conversación… Un parquecito que decía, mira por dónde, que había sido construido por el viejo John, y sus socios, hace añares.
—Un parquecito —dijo Fumo, sorprendido—, con extraños senderos curvilíneos, que…
—Sí —dijo Auberon.
—Que van hacia el interior, sólo que no es así, y…
—Sí.
—Fuentes, estatuas, un puentecito…
—Sí, sí.
—Yo solía ir allí —dijo Fumo—. ¿Qué te parece esto?
A Auberon no le parecía nada, realmente. No dijo nada.
—A mí, por alguna razón —dijo Fumo—, siempre me hacía pensar en Alice. —Súbitamente devuelto a su pasado, Fumo recordaba, con asombrosa vivacidad, el pequeño parque estival, y sentía, paladeaba casi, con la lengua de la imaginación, el sabor de la estación de su primer amor por Alice. Cuando tenía la edad de Auberon—. ¿Qué te parece esto? —dijo de nuevo, con aire soñador, paladeando un cordial en el que años atrás fueran destilados los frutos de todo un verano. Miró a su hijo Auberon, contemplaba con aire sombrío el fondo de su copa de brandy. Y Fumo intuyó que se estaba acercando a una encrucijada o a un tema doloroso. Qué extraño, sin embargo, el mismo parque—. Bueno —dijo, y se aclaró la voz—. Parece ser toda una mujer.
Auberon se pasó la mano por la frente.
—Esa persona, quiero decir, esa Halcopéndola.
—Oh. Oh, sí. —Auberon carraspeó a su vez, y bebió—. Loca, me pareció, no sé.
—¿Oh? Oh. No me parece. No más que… Tenía sin duda mucha vitalidad. Quiso ver la casa de cabo a rabo. Decía algunas cosas interesantes. Hasta trepamos a la vieja orrería. Dijo que ella tenía una, en su casa de la Ciudad, diferente, pero construida sobre los mismos principios, tal vez por la misma persona. —Se había animado, como esperanzado—. ¿Sabes una cosa? Ella creía que la podríamos hacer funcionar de nuevo. Yo le hice ver que estaba toda oxidada, porque, ¿sabes?, la rueda maestra por alguna razón está inmóvil, atascada en el aire, pero ella dijo, en fin, que creía que el mecanismo básico todavía está en perfectas condiciones. No sé cómo pudo decir eso, pero ¿no sería divertido? Después de todos estos años. Yo pensaba hacer la prueba. Limpiarla bien… y ver…
Auberon miró a su padre. Empezó a reírse. Esa cara ancha, plácida, simple. ¿Cómo pudo él haber pensado alguna vez…?
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Cuando yo era chico, pensaba que sí, que se movía.
—¿Qué?
—Claro. Pensaba que se movía, sí, y creía que yo podía demostrar que se movía.
—¿Por sí sola, quieres decir? ¿Cómo?
—Yo no sabía cómo. Pero pensaba que se movía, y que todos vosotros lo sabíais y no queríais que yo lo supiera.
Fumo también se rió.
—Vaya, ¿por qué? —dijo—. ¿Por qué, quiero decir, lo mantendríamos en secreto? Y de todas formas, ¿cómo hubiera podido? ¿Con qué energía?
—Yo no lo sé, Papá —dijo Auberon, riendo más fuerte, aunque la risa parecía tender a licuarse en llanto—. Por sí misma. No lo sé. —Se levantó, desenroscándose de su sillón capitoneado—. Yo pensaba —dijo—, oh, demonios, no lo puedo recrear, por qué pensaba yo que era importante, quiero decir por qué eso era importante, pero yo pensaba que os iba a hacer confesar la verdad…
—¿Qué? ¿Qué? —dijo Fumo—. Bueno, y ¿por qué no preguntaste? Una simple pregunta, quiero decir…
—Papá —dijo Auberon—, ¿te parece a ti que aquí, en esta casa, se ha podido hacer alguna vez una simple pregunta?
—Bueno…
—Está bien —dijo Auberon—. Está bien, te voy a hacer una simple pregunta, ¿de acuerdo?
Fumo se sentó muy erguido en su silla. Auberon ya no se reía.
—De acuerdo —dijo.
—¿Tú crees en las hadas? —preguntó Auberon.
Fumo alzó los ojos y miró a su alto hijo. Durante todo el tiempo que vivieron juntos, había sido como si él y Auberon hubiesen estado espalda contra espalda, inmovilizados en esa posición e incapaces de darse vuelta. Habían tenido que comunicarse por vía indirecta, a través de otros, o estirando el cuello y hablando por el costado de la boca; habían tenido que adivinar cada uno de los gestos y actos del otro. De vez en cuando uno u otro podía intentar un giro rápido para tomar al otro desprevenido, pero eso nunca había resultado, no del todo, el otro seguía estando atrás y mirando para el otro lado, como en la vieja pieza de vodevil. Y el esfuerzo de comunicación en esa postura, el esfuerzo de hacerse entender, a menudo había sido excesivo para ambos, y habían desistido, la mayor parte de las veces. Pero ahora —tal vez a causa de lo que le había acontecido a él en la Ciudad, cualquier cosa que fuese, o quizá sólo el correr del tiempo, que había desgastado el lazo que los ataba y los mantenía aislados—, Auberon se había dado vuelta. Lentamente me vuelvo. Y lo único que ahora faltaba era que también Fumo se volviera y se miraran los dos, cara a cara.
—Bueno —dijo—, «creer», no sé; «creer», ésa es una palabra…
—Huy, huy —dijo Auberon—. Nada de comillas.
Ahora Auberon estaba casi encima de él, observándolo desde su altura, esperando.
—De acuerdo —dijo Fumo—. La respuesta es no.
—¡Por fin! —exclamó Auberon, con triunfal amargura.
—Nunca creí.
—Ya veo.
—Por supuesto —dijo Fumo—, no hubiera estado bien decirlo, ¿sabes?, ni preguntar abiertamente qué era lo que pasaba aquí en realidad; nunca quise echar a perder las cosas por no… no entrar en el juego. Así que nunca dije nada. Nunca hice preguntas, nunca. Y menos aún preguntas simples. Espero al menos que tú hayas notado eso, porque no siempre fue fácil.
—Lo sé —dijo Auberon.
Fumo bajó la vista.
—Perdóname por eso —dijo—, por haberte engañado…, si lo hice, supongo que no; y por andar como espiándote o algo así…, tratando de entender lo que pasaba, cuando se suponía todo el tiempo que yo estaba al tanto de todo, lo mismo que tú. —Suspiró—. No era tan fácil —dijo—. Vivir una mentira.
—Espera un segundo —dijo Auberon—. Papá…
—Y a ninguno de vosotros parecía importarle, realmente. Excepto a ti, creo. Bueno. Y no me parecía que a ellos les importase que yo no creyese en su existencia, ya que el Cuento seguía y tal, de todos modos… ¿No? Sólo que yo, lo reconozco, me sentía, sí, un poco celoso. Celoso de ti. Quién sabe.
—Escucha, Papá, escucha.
—No, si está bien —dijo Fumo. Si iba a mirar de frente, por Dios que lo haría—. Sólo que… Bueno, siempre me pareció que tú…, sólo tú…, no los otros…, podías haberlo explicado. Que tú querías explicarlo pero no sabías cómo. No, si está todo claro. —Alzó una mano para atajar cualquier posible evasión o equivocación de parte de su hijo—. Ellas, Alice, quiero decir, y Sophie y la tía Nube…, incluso las chicas…, ellas decían todo lo que podían, creo yo, sólo que nunca, nada de cuanto ellas pudieran decir era una explicación, no una explicación, por más que ellas creyesen que lo era, tal vez ellas creían haberlo explicado una y mil veces y que yo era demasiado estúpido para entender, y puede que lo fuera. Pero yo solía pensar que tú… no sé por qué… que tal vez yo a ti pudiera comprenderte, y que tú estabas siempre a punto de desembuchar…
—Papá…
—Y que si desde el comienzo andábamos desencontrados era porque tú tenías que ocultarlo, y por lo tanto tenías que ocultármelo a mí…
—¡No! No, no, no…
—Y lo lamento, de verdad, si acaso tú sentías que yo te estaba espiando todo el tiempo y metiéndome en tu vida y todas esas cosas, pero…
—¡Papá! Papá, ¿quieres por favor escucharme un segundo?
—Pero bueno, ya que estamos haciendo preguntas simples, me gustaría saber qué era lo que tú…
—¡Yo no sabía nada! —El grito pareció despertar a Fumo, porque alzó los ojos para ver a su hijo contraído, en una actitud de recriminación o confesión, y un fulgor demente en la mirada.
—¿Qué?
—¡Yo no sabía nada! —Repentinamente, Auberon se dejó caer de rodillas a los pies de su padre, su infancia entera dada vuelta de un manotazo vertiginoso: tenía ganas de echarse a reír, a reír como un demente—. ¡Nada!
—Acábala de una vez —dijo Fumo, intrigado—. Yo creía que por fin íbamos a hablar claro.
—¡Nada!
—Entonces ¿por qué siempre lo estabas ocultando?
—¿Ocultando qué?
—Lo que sabías. Un diario secreto. Y todas esas insinuaciones fantásticas…
—Papá. Papá. Si yo hubiera sabido algo que tú no sabías…, si yo hubiera sabido…, ¿habría pensado que la vieja orrería funcionaba y que nadie quería decírmelo? ¿Y qué me dices de La arquitectura de las casas quintas, que tú no quisiste explicarme…?
—¡Que yo no te quise explicar! Eras tú quien creía saber qué era…
—Bueno, ¿y lo de Lila?
—¿Lo de Lila?
—Bueno, ¿qué le pasó? La de Sophie, quiero decir. ¿Por qué nadie me lo dijo nunca? —Agarró las manos de su padre—. ¿Qué fue lo que le pasó? ¿Adonde fue?
—¿Y bien? —preguntó Fumo, frustrado hasta la desesperación—. ¿Adonde?
Se miraban uno a otro desafiantes, todo preguntas, ni una sola respuesta; y en el mismo momento comprendieron eso. Fumo se palmeó la frente con la mano.
—Pero cómo pudiste pensar que yo… que yo…, era tan evidente, quiero decir, que yo no sabía…
—Bueno, yo no estaba seguro —dijo Auberon—. Pensaba que a lo mejor tú fingías. Pero no podía estar seguro. ¿Cómo podía estar seguro? No podía correr ningún riesgo.
—Entonces, ¿por qué no…?
—No, no lo digas —dijo Auberon—. No digas: «¿Por qué no lo preguntaste?». Por favor, no.
—Oh, Dios —dijo Fumo, riendo—. Oh, Dios.
Auberon se sentó en el suelo, meneando la cabeza.
—Tanta faena —dijo—. Tanto esfuerzo.
—Me parece —dijo Fumo—, me parece que tomaré otro traguito de este brandy, si puedes acercar la botella. —Buscó a tientas su copa vacía, que había rodado por el suelo hacia la obscuridad. Auberon sirvió, para su padre y para él, y durante un largo rato guardaron silencio, mirándose de tanto en tanto por el rabillo del ojo, riéndose un poco, meneando la cabeza—. Bueno, ¿no es gracioso? —dijo Fumo—. ¿Y no sería de verdad gracioso —añadió, al cabo de un momento— si ninguno de nosotros supiéramos realmente nada de nada? Si por ejemplo tú y yo subiéramos ahora al cuarto de tu madre… —Se reía sólo de pensarlo—. Y le dijéramos, Oye…
—No sé —dijo Auberon—. Apuesto…
—Sí —dijo Fumo—. Sí. Yo estoy seguro. Bueno. —Recordó al doctor, años atrás, durante una expedición de caza que Fumo y él habían hecho cierta tarde de octubre. El doctor, pese a ser él mismo el nieto de Violet, ese día le había aconsejado a Fumo que era mejor no indagar demasiado a fondo ciertas cosas. En lo que está dado, lo que no puede cambiarse. Y ¿quién podía hoy imaginar lo que el propio doctor había sabido, después de todo, lo que se había llevado consigo a la tumba? El día mismo de su llegada a Bosquedelinde, la tía abuela Nube había dicho: «Las mujeres la sienten más profundamente, pero los hombres quizá sufren más a causa de ella…». Había venido a compartir su existencia con una raza de guardadores de secretos avezados, y había aprendido el arte de maestros consumados, aunque él no tuviese ningún secreto que guardar. Y sin embargo sí, él tenía secretos, pensó de súbito, claro que los tenía: aunque no podía contarle a Auberon lo que le había pasado a Lila, había más de un secreto acerca de Lila y acerca de la familia Barnable que él aún seguía guardando para sí, y no tenía ni la más remota intención de revelárselo jamás a su hijo, y se sentía culpable por ello. Cara a cara: bueno. ¿Y era suspicacia o algo parecido lo que hacía que Auberon se frotase la frente, mientras otra vez miraba absorto el fondo de su copa?
No; Auberon estaba pensando en Sylvie, y en las instrucciones de su madre para esa cosa tan fantástica, descabellada que tendría que hacer mañana en el bosque, un poco más allá del lago de la isla, y en cómo ella, en el momento en que Fumo entró en la cocina, había levantado un dedo hasta sus labios, y tocado luego los de él, sellando entre ellos una conjura de silencio. Una vez más levantó el índice y se acarició ese vello que, reciente e inexplicablemente, había unido en una sola línea sus dos cejas.
—En cierto modo, ¿sabes? —dijo Fumo—, lamento que hayas vuelto a casa.
—¿Hum?
—No, claro que no, que no lo lamento, sólo que… Bueno, yo tenía un plan; si no escribías o no aparecías pronto, yo iba a ir a buscarte.
—¿Tú?
—Sí. —Se echó a reír—. Oh, hubiera sido toda una expedición. Ya estaba en qué empacar, y tal.
—Debiste hacerlo —dijo Auberon sonriendo con alivio de que en realidad no lo hubiera hecho.
—Hubiera sido divertido. Ver de nuevo la Ciudad. —Por un momento se abismó en antiguas ensoñaciones—. Bueno, probablemente me habría perdido.
—Sí. —Sonrió a su padre—. Probablemente. Pero gracias, Papá.
—Bueno —dijo Fumo—. Bueno. Caray, mira la hora que es.
Abrazándose a sí mismo
Por la amplia escalera principal subió detrás de su padre. Los peldaños crujían donde y cuando siempre lo habían hecho. La casa nocturna le era tan familiar como la casa diurna, tan llena de recovecos que se había olvidado que conocía.
Se separaron en un recodo del corredor.
—Bueno, que duermas bien —dijo Fumo, y juntos se detuvieron en el charco de luz del candil que Fumo sostenía. Tal vez si Auberon no hubiese ido cargado con sus escuálidas bolsas y Fumo con el candelero, se habrían abrazado, tal vez no—. ¿Podrás encontrar tu cuarto?
—Seguro.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Contó los quince pasos y medio, tropezando con esa cómoda absurda cuya presencia allí, en su camino, siempre olvidaba, y su mano extendida encontró el facetado pomo de cristal. Una vez en la alcoba, permaneció en la obscuridad, aunque sabía que habría una vela y cerillas sobre la mesita de noche, sabía como encontrarlas, conocía el envés cubierto de cicatrices de la mesa donde podía frotar la cerilla. Los olores (los suyos propios, fríos, desvaídos pero familiares, mezclados con olores infantiles, de los mellizos de Lily, que habían acampado allí) le hablaban en un antiguo y constante murmullo de cosas pretéritas. Permaneció un momento inmóvil, viendo con el olfato el sillón desvencijado donde transcurriera gran parte de las horas felices de su niñez, lo bastante amplio como para que pudiera acurrucarse en él con un libro o un anotador, y la lámpara junto al sillón, y la mesa donde las galletitas y la leche o el té y las tostadas podían brillar, cálidas, a la luz de la lámpara, y el guardarropa de cuyas puertas, cuando quedaban entreabiertas, solían salir furtivamente fantasmas y figuras hostiles para aterrorizarlo (¿qué había sido de esas figuras, antaño tan familiares? Muertas, muertas de soledad, sin nadie a quien amedrentar); y la cama estrecha y la gruesa manta y sus dos almohadas. Desde una edad temprana había insistido en tener dos almohadas, aunque sólo en una apoyara la cabeza. Le gustaba la lujuria voluptuosa de las almohadas: incitante. Todo en su sitio. Los olores pesaban en su alma como cadenas, como cargas antiguas nuevamente asumidas.
Se desvistió en la obscuridad y trepó a la cama fría. Era como abrazarse a sí mismo. Desde que, con el estirón de la adolescencia, alcanzara la estatura de Llana Alice, sus pies, cuando estaba acostado en esta cama, al doblarse hacia atrás, habían cavado en el extremo del colchón dos depresiones. Las encontraron ahora. Los bultos estaban donde siempre estuvieran. En realidad, había una sola almohada, y ésta olía vagamente a pis. ¿De gato? ¿De bebé? No iba a dormir, pensó; no pudo decidir si habría hecho mejor en atreverse a embuchar un trago más del brandy de su padre o si se alegraba de que esta agonía fuese suya ahora, con tantas cosas que compensar, a partir de esta noche. Tenía, en todo caso, montones de cosas con que ocupar sus desvelados pensamientos. Se dio vuelta con cuidado hasta la Posición Dos de su invariable coreografía de la noche, y así permaneció largo rato despierto en la sofocante obscuridad.