Capítulo 3
Ven, que hacia un largo sueño de pensamientos calmos
quiero verte partir, hasta que tu mirada se remanse
como las aguas cuando los vientos se han ido
y nadie sabe adonde.
Wordsworth
—Es George —dijo Fumo. Lily, agarrada a la pernera de su pantalón, miró hacia donde su padre señalaba. Por encima del puño pegado a su carita, los ojos de largas pestañas no abrieron juicio sobre el visitante que, chapoteando con sus botas en los charcos del sendero, caminaba hacia la casa a través de la niebla. Vestía su gran capa negra, su sombrero de Svengali alicaído por la mojadura; desde la entrada los saludó con la mano.
—Hola —dijo, mientras subía chapaleando la escalera del porche—. ¡Hoooooola! —Abrazó a Fumo; bajo el ala del sombrero los dientes le resplandecían, los ojos circundados de ojeras obscuras eran ascuas—. Ésta es…, ¿cómo era que se llamaba…?, ¿Tacey?
—Lily —dijo Fumo. Lily se refugió detrás de la cortina de los pantalones de su padre—. Tacey ya es toda una señorita. Seis años.
—Oh, Dios.
—Sí.
—El tiempo vuela.
—Bueno, pasa. ¿Qué hay de nuevo? Podías haber escrito.
—No lo decidí hasta esta mañana.
—¿Algún motivo especial?
El tiempo vuela
—Hormigas en el culo. —Decidió no decirle nada a Fumo de los quinientos miligramos de Pellucidar que se había tomado y que ahora estaban ventilando fríamente su sistema nervioso como el frío del primer día del invierno, que casualmente era hoy, el séptimo solsticio de invierno en la vida de casado de Fumo. El impulso se lo había dado la gran cápsula de Pellucidar; había sacado el Mercedes, uno de los últimos vestigios de la antigua opulencia de los Ratón, y emprendido viaje rumbo al norte hasta que todas las gasolineras que encontraba en el camino resultaron ser empresas en quiebra; aparcó el coche en el garaje de una casa abandonada e, inhalando el aire denso y mohoso, continuó la travesía a pie.
La puerta principal se cerró tras ellos con un fuerte golpe de los herrajes de bronce y la trepidación del cristal ovalado. George Ratón se quitó el sombrero solemnemente, un ademán que a Lily le causó risa, y paralizó a Tacey en mitad del corredor cuando acudía en loca carrera a ver quién era el visitante. Tras ella, vestida con un cárdigan largo, los abultados puños en los bolsillos, llegó Llana Alice. Corrió a besar a George, y él, al abrazarla, sintió una vertiginosa e importuna oleada de lascivia química que lo hizo reír.
Camino a la salita, donde brillaba ya la luz amarilla de la lámpara, se vieron en el alto espejo de pared del vestíbulo. George, con una mano en el hombro de cada uno, los hizo detenerse, y estudió las imágenes: él, su prima, Fumo… y Lily, que en ese momento asomó por entre las piernas de su madre. ¿Cambiados? Bueno, Fumo se había dejado crecer nuevamente la barba que empezara a cultivar y después se amputó en la época en que George lo había conocido. Su rostro parecía más enjuto, más ese algo que George sólo pudo definir (pues la palabra le fue dictada de repente por algún mensajero importuno) como más espiritual, ESPIRITUAL. ¡Atención! Se puso en guardia. Alice: dos veces madre ya, ¡asombroso! Se le antojó que ver al hijo de una mujer es como ver a la mujer desnuda, en la medida en que cambia la forma en que uno la mira, cómo su rostro parece no ser ya toda la historia. ¿Y él mismo? Se vio el bigote entrecano, la escuálida flacura del encorvado torso, pero eso no tenía importancia: era la misma cara, la que siempre lo miraba desde los espejos desde la primera vez que se había mirado en uno.
—El tiempo vuela —dijo.
Un puro azar
Estaban todos en la salita, preparando una larga lista de compras.
—Pasta de cacahuetes —dijo Mamá—, sellos de correo, tintura de yodo, gaseosa… montones, pastillas de jabón, pasas de uva, polvo dentífrico, chutney, goma de mascar, velas… ¡George! —lo besó y lo abrazó; el doctor Bebeagua alzó los ojos de la lista que estaba confeccionando.
—Hola, George —dijo Nube desde su rincón frente a la chimenea—. No os olvidéis de los cigarrillos.
—Pañales de papel, de los baratos —dijo Llana Alice—. Cerillas… Tampax… Aceite 3-en-Uno.
—Avena arrollada —dijo Mamá—. ¿Cómo anda tu gente, George?
—Avena no —dijo Tacey.
—Bien, bien. Mamá tirando, ya sabe usted. —Mamá meneó la cabeza.
—Un año, oh, ¿un año que no veo a Franz? —Puso unos billetes sobre la mesa de juego que el doctor usaba a guisa de escritorio—. Una botella de ginebra —dijo.
El doctor apuntó «ginebra», pero no aceptó los billetes.
—Aspirinas —recordó—. Aceite alcanforado. Antihistamínicos.
—¿Algún enfermo?
—Sophie ha cogido esa fiebre extraña —dijo Llana Alice—. Que va y viene.
—Ultimo aviso —dijo el doctor, mirando a su mujer. Ella se frotó la barbilla y chasqueó la lengua, todavía indecisa, y al fin resolvió que ella también iría. En el vestíbulo, perseguido por todos con sus encargos de último momento, el doctor se encasquetó una gorra (ahora tenía el pelo casi blanco, como algodón sucio) y se caló un par de gafas con montura rosa que, así lo estipulaba su licencia, debía usar para conducir. Recogió al pasar un sobre marrón con documentos, anunció que él ya estaba listo, y todos salieron al porche a despedirlos.
—Espero que guiarás con cuidado —dijo Nube—. Ha llovido mucho.
Desde la cochera llegó un rechinido indeciso. Después, un silencio expectante, y a continuación un encendido más firme; y la camioneta salió con cautela en marcha atrás al camino de entrada, trazando dos huellas blandas y efímeras en la empapada hojarasca. George Ratón los observaba perplejo: todos allí, reunidos, mirando absortos cómo un viejo maniobraba con cautela un automóvil. Las palancas de cambio chirriaron en medio de un respetuoso silencio. George sabía por supuesto que no era cosa de todos los días eso de sacar el coche, que constituía todo un acontecimiento, que con seguridad el doctor se había pasado la mañana quitando telarañas de los viejos tablones y persiguiendo a las ardillas que se habían propuesto hacer sus nidos en los asientos aparentemente inamovibles, y que ahora se introducía en el viejo cascajo como en una armadura completa para salir al Ancho Mundo a presentar batalla. No podía menos que reconocerles ese mérito a sus primos del campo. En la Ciudad, la gente que él conocía se pasaba la vida despotricando contra el automóvil y sus depredaciones; ellos, en todo caso, nunca habían utilizado con frecuencia el viejo cacharro, y siempre con el mayor respeto. Se rió, mientras a la par de los demás les hacía adiós con la mano, imaginando al doctor por el camino, nervioso al principio, tranquilizando a su mujer, procediendo con cautela a los cambios de velocidad, y saliendo por fin a la autopista, empezando a disfrutar del paisaje invernal que se desliza como una ráfaga a derecha e izquierda, y de su seguro dominio del volante, hasta que el monstruo de algún camión se le adelanta, rugiendo, y a poco lo despide en vuelo de la carretera. El individuo es un puro azar.
En la cresta de la Colina
Por cierto que no tenía la intención de quedarse allí, entre cuatro paredes, dijo George; él había venido en busca de aire puro y esas cosas, si bien no había elegido el día más apropiado; de modo que Fumo se puso el sombrero y las botas de lluvia, cogió un bastón y salió con él a dar un paseo por la Colina.
Bebeagua había civilizado la Colina, la había dotado de un sendero y de peldaños de piedra en los sitios más escarpados, de bancos rústicos en los parajes más pintorescos y hasta de una mesa de piedra en la cresta, donde poder merendar mientras se contemplaba el paisaje.
—Nada de merendar —dijo George. La lluvia fina habia cesado, se había detenido, más bien, en plena caída, y parecía flotar, estancada en el aire. Subían por el sendero que circundaba las copas de los árboles que crecían abajo en los barrancos, George admirando el delicado dibujo de las gotas plateadas en las hojas y las ramas, Fumo señalando un pájaro raro (había aprendido el nombre de muchos de ellos, sobre todo de los raros).
—No, pero en serio —dijo George—. ¿Cómo van las cosas?
—Pinzón de las nieves —dijo Fumo—. Bien, bien. —Suspiró—. Sólo que es duro cuando llega el invierno.
—Sí, por Dios.
—No, es que aquí es peor. No sé. Ni yo preferiría que fuera de otro modo. Es que a veces, cuando cae la noche, no puedes soportar la melancolía.
Y a George le pareció que, en verdad, los ojos de Fumo se habían llenado de lágrimas. Respiró hondo, aspirando con delectación los olores del bosque y la humedad.
—Sí, es triste —dijo, radiante de felicidad.
—Pasas tanto tiempo allí, entre esas cuatro paredes —dijo Fumo—. Se crea una tal intimidad. Y somos tantos. Es como si nos fuéramos enredando más los unos con los otros.
—¿En esa casa? Si podrías perderte allí dentro días y días. —Recordó una tarde parecida a ésta, cuando era niño: había venido con su familia a pasar las Navidades y, buscando el tesoro que sabía tenía que estar escondido en algún lugar en espera de la gran mañana, se había extraviado en el segundo piso. Bajó por una escalera extraña, angosta como un tobogán, y se encontró de pronto en Otra-parte, rodeado de habitaciones extrañas; las corrientes de aire que soplaban en un cuarto de estar conferían a un tapiz polvoriento una vida fantasmal; oía sus propios pasos como si fueran los de algún otro que caminara en dirección a él. Pasado un largo rato, al no poder dar con la escalera, se puso a gritar; encontró otra; cuando oyó a lo lejos la voz de Mamá Bebeagua que lo llamaba, perdió por completo el dominio y empezó a correr de un lado a otro, gritando y abriendo puertas, hasta que al abrir una en arco ojival entró en un recinto que parecía una iglesia, donde sus dos primas estaban tomando un baño.
Se sentaron en uno de los rústicos bancos de troncos de Bebeagua. Por entre la desarrapada arboleda podían ver la larga cinta gris que atravesaba los campos. Visible apenas, la espalda cenicienta de la carretera interestatal corría, tersa y sinuosa, por el condado vecino; hasta alcanzaban a oír, por momentos, el zumbido lejano de los camiones: el monstruo respiraba. Fumo señaló uno de sus dedos, o una de sus cabezas de hidra, que a través de las colinas avanzaba como a tientas hacia este lado, y de pronto se detenía abruptamente. Aquellas cosas amarillas, la única claridad en el paisaje, eran orugas dormidas, las construidas por el hombre: tractores y excavadoras. No se acercarían ni un palmo más; los agrimensores y proveedores, los contratistas e ingenieros se habían quedado atascados allí, empantanados, encenagados en la indecisión; y ese brazo embrionario nunca desarrollaría hueso y músculos suficientes para atravesar de un puñetazo el pentágono de los cinco poblados que formaban una estrella alrededor de Bosquedelinde.
Pero George Ratón había estado pergeñando un proyecto para cerrar y unificar todos los edificios, en su mayoría vacíos, de la manzana que su familia poseía en la Ciudad, de manera tal que formaran un murallón impenetrable —algo así como el hueco adarve de un castillo— alrededor del centro de la manzana, donde ahora estaban los jardines. Entonces, si en el interior de la manzana se demolían los edificios accesorios, todo el espacio ocupado por los jardines quedaría convertido en una pradera, o una granja. Allí se podría cultivar hortalizas, y criar vacas. No, cabras. Las cabras eran más pequeñas y menos melindrosas con la comida. Daban leche, y de vez en cuando se podría comer algún cabrito. George no había matado nunca nada más grande que una cucaracha, pero había probado cabrito en una cantina puertorriqueña, y la boca se le hizo agua. No había escuchado a Fumo, pero lo había oído hablar.
—Pero ¿cómo es la historia? —dijo—. ¿Cuál es la historia verdadera?
—Bueno, lo que pasa es que estamos Protegidos, ¿sabes? —dijo Fumo vagamente, escarbando con su bastón la tierra negra—. Pero siempre es preciso dar algo a cambio de la protección ¿no? —Al principio, él no había entendido absolutamente nada de todo ese asunto, ni tampoco creía comprenderlo ahora nada mejor. Sólo sabía que habría algo que pagar, pero no estaba seguro de si ese pago ya se había hecho, o si había sido diferido; si esa vaga sensación que tenía en invierno de que le arrancaban algo, de vivir acosado y disecado, de haber sacrificado demasiadas cosas (aunque nunca supiera exactamente cuáles) significaba que los Acreedores habían sido satisfechos, o que los diablillos que él imaginaba atisbando por las ventanas o llamando a voces por las chimeneas o arracimados bajo los aleros y escarabajeando por las deshabitadas mansardas, le estarían recordando a él, y a todos, una deuda no saldada, un tributo pendiente de pago, como si el capital duéndico invertido generase unos intereses pavorosos que él ni siquiera se atrevía a calcular. Pero George había estado lucubrando un plan para representar las nociones básicas de la Teoría de los Actos (la había leído en una revista de divulgación y justo ahora le encontraba sentido, un montón de sentido) por medio de un lanzamiento de fuegos artificiales; cómo las distintas fases de un Acto, tal como las explicaba la Teoría, podrían ser expresadas por la ignición, el silbido al remontarse, la explosión en una lluvia de estrellas al culminar y la crepitación al expirar de una bomba multicolor; y cómo un lanzamiento combinado de fuegos artificiales podría representar Actos «en cadena», actos múltiples de toda especie, el Acto supremo que es el ritmo de la Vida y del Tiempo. La noción se desvaneció en un chisporroteo. Sacudió el hombro de Fumo y dijo:
—Pero ¿cómo marchan las cosas? Y a ti ¿cómo te va?
—Caray, George. Si te he contado todo lo que he podido. Me estoy congelando. Apuesto a que esta noche va a helar. Puede que nieve para las Navidades. —De hecho, sabía que iba a nevar: había sido prometido—. Bajemos a tomar una cocoa.
Una taza de cocoa
Estaba caliente y espesa, y los grumos de la cocoa hacían guiñadas en el borde. Un caramelo de malvavisco que Nube había echado en el recipiente burbujeaba y bailoteaba como si se estuviera derritiendo de felicidad. Llana Alice instruía a Tacey y a Lily Len el arte de soplarla despacito, de coger el pocillo por el asa y reírse de los bigotes que dejaba. Tal como la preparaba Nube, nunca formaba nata; por más que a George no le importaba que la tuviera, la de su madre siempre tenía nata, lo mismo que la que servían de grandes urnas en el subsuelo de la Iglesia de Todas las Calles, una iglesia no confesional adonde ella solía llevarlos, a él y a Franz, siempre, al parecer, en días como éste.
—Come otro bollo —le dijo Nube a Alice—. Ella come por dos —le explicó a George.
—No lo puedo creer —dijo George.
—Creo que sí —dijo Alice. Mordió el bollo—. Soy buena ama de cría.
—¡Ah! Un varón, esta vez.
—No —dijo Alice confiadamente—. Otra niña. Eso dice Nube.
—Yo no —dijo Nube—. Las cartas.
—Y se va a llamar Lucy —dijo Tacey—. Lucy Ann y Anndy Ann de Bam Bam Barnable. George tiene dos bigotes.
—¿Quién le quiere alcanzar esto a Sophie? —preguntó Nube mientras ponía una taza de cocoa y un bollo sobre una vieja bandeja negra con la figura rodeada de estrellas de un hada que bebía Coca-Cola.
—Iré yo —dijo George—. Eh, tía Nube. ¿Podrá tirarme las cartas?
—Desde luego, George. Creo que tú estás incluido.
—Veamos si puedo encontrar su habitación —dijo George, riendo. Levantó la bandeja con cuidado, notando que le empezaban a temblar las manos.
Sophie dormía cuando George, después de abrir la puerta empujándola con la rodilla, entró en la alcoba. Se detuvo, inmóvil, sintiendo el vapor que despedía la cocoa y esperando que ella no se despertase nunca. Era tan extraño volver a sentir esas emociones adolescentes de mirón —más que nada un temblor, una debilidad de las rodillas y un nudo seco en la garganta—, ahora provocadas por la conjunción de la cápsula loca y Sophie semidesnuda en la cama revuelta. Una de sus largas piernas estaba destapada y los dedos de un pie apuntando hacia el suelo, como si señalara la que le correspondía del par de chinelas que asomaban por debajo de un kimono caído; sus pechos, blandos de sueño, habían escapado del pijama fruncido y subían y bajaban suavemente al ritmo de su respiración, acalorados (pensó George con ternura) por la fiebre. Mientras se la comía con los ojos, ella pareció sentir su mirada, y, sin despertarse, tironeó de las cobijas y se dio vuelta, de modo que la mejilla le quedó apoyada en el puño. Lo hizo con tanta gracia que a George le dieron ganas de reír, o de llorar, pero no hizo ni lo uno ni lo otro: depositó simplemente la bandeja sobre la mesilla atiborrada de frascos de pildoras y de arrugados pañuelos de papel. Para ello tuvo que trasladar previamente a la cama una especie de álbum o cuaderno de recortes de grandes dimensiones, y ella entonces se despertó.
—George —dijo, calmosamente, desperezándose, sin denotar sorpresa, imaginando acaso que aún dormía. George le tocó la frente.
—Hola, lindura —dijo. Ella seguía inmóvil, acostada entre sus almohadones; cerró los ojos y derivó una vez más hacia el país de los sueños. De pronto dijo:
—¡Oh! —y trató de ponerse de cuclillas en la cama para despertarse del todo—. ¡George!
—¿Te sientes mejor?
—No sé. Estaba soñando. ¿Cocoa para mí?
—Para ti. ¿Qué soñabas?
—Mm. Qué rico. Dormir me da hambre. ¿A ti no? —De un tirón, sacó un pañuelo de papel rosado que asomaba de una caja (mientras en la ranura otro se apresuraba a reemplazarlo) y se limpió los bigotes—. Oh, sueño con cosas de hace añares. Supongo que por culpa de ese álbum. No, no puedes. —Apartó el álbum de la mano morena de George—. Fotos obscenas.
—Obscenas.
—Fotos mías de hace mil años. —Sonrió, inclinando la cabeza al estilo Bebeagua, y lo espió por encima de la taza de cocoa con los ojos todavía achicados por el sueño—. ¿Cómo es que estás aquí?
—He venido a verte —dijo él; de que eso era verdad, se había dado cuenta en el momento mismo en que la vio. Ella no respondió a esa galantería; parecía ensimismada, como si se hubiese olvidado de él, o como si algo, algún recuerdo que no tenía nada que ver con él, le hubiera acudido de pronto a la memoria; la taza de cocoa se detuvo a medio camino hacia sus labios. La depositó con parsimonia sobre la bandeja, la mirada absorta en algo que él no podía ver, un paisaje interior. Luego, como si se hubiera liberado de esa visión, soltó una risa breve, asustada, y en un impulso cogió con firmeza la muñeca de George, como quien busca un asidero.
—Vaya sueños —dijo, escrutando el rostro de su primo—. Es la fiebre.
Las Ninfas Huérfanas
Sophie siempre había vivido su mejor vida en los sueños. No conocía ningún placer que pudiera comparar con el de ese momento, el del tránsito a ese otro mundo, el instante en que empezaba a sentir el peso de sus miembros, a entrar en calor, cuando detrás de sus párpados se sosegaba la chisporroteante obscuridad y las puertas se abrían; cuando al yo pensante le crecían alas y garras de buho y cesaba de ser un yo consciente.
Comenzando con el simple placer de esas vivencias, había aprendido a cultivar todas las técnicas innominadas de ese arte. Ante todo, era preciso aprender a oír la vocecita, ese fragmento del yo consciente que como un ángel guardián acompaña a esos fantasmas del yo que en el País de los Sueños hacen las veces de nosotros mismos, esa voz que nos susurra estás soñando. El truco consistía en oírla, mas no en escucharla, porque si la escuchas te despiertas. Ella había aprendido a oírla, y la voz le decía que las heridas soñadas, por terribles que fueran, no podían dañarla; y siempre al despertar de ellas se encontraba sana y salva, y protegida, porque estaba calentita en la cama. Desde entonces, no le causaban temor los sueños malos; su soñar, como un Dante que velara los sueños de Virgilio, le deparaba tormentos deliciosos y reveladores.
Poco después, descubrió que ella era uno de esos seres capaces de despertarse, saltar el abismo de la conciencia y volver al mismo sueño que acababa de abandonar. Y que podía, además, edificar casas de sueños de numerosas plantas: soñar que se despertaba, y luego soñar que despertaba de ese sueño, soñando cada vez que exclamaba: ¡Oh! Sólo ha sido un sueño, hasta que al fin, y eso era lo más prodigioso, despertaba de todos sus sueños, regresaba del viaje, y abajo estaban preparando el desayuno.
Pronto, sin embargo, empezó a prolongar esos viajes, a alejarse en ellos más y más, a postergar, cada vez más reacia a volver, la hora del regreso. Y eso la había inquietado al principio, porque si además de la noche entera pasaba allí, en el País de los Sueños, la mitad del día, quizá llegara a agotar su reserva de sustancias transmutables en sueños, y éstos se volverían tontos, inconvincentes, monótonos. Sucedió todo lo contrario. Cuanto más se internaba en ese otro mundo —cuanto más la alejaban sus andanzas del mundo real—, más maravillosos, más inventivos eran los paisajes ficticios, más inauditas y épicas las aventuras. ¿Cómo podía ser así? ¿Con qué sustancias sino las de la vida misma, las de los libros y las imágenes, las de los amores y las añoranzas, las de los caminos y las piedras del mundo real, y los pies de criaturas reales que tropiezan con ellas al andar, podía ella urdir sus sueños? ¿Y de dónde provenían esas islas fabulosas, los vastos y sombríos cobertizos, las ciudades intrincadas, los gobiernos crueles, y tantos y tantos partiquinos de modales convincentes? Ella no lo sabía, pero poco a poco ese enigma dejó de preocuparla.
Sabía que sus seres queridos, los seres reales de su vida real, se preocupaban por ella. Esa preocupación la seguía hasta en sus sueños, pero en ellos se trasmutaba en persecuciones exquisitas, en triunfales reencuentros, y por esa razón decidió desligarse de ellos y sus preocupaciones.
Y ahora había aprendido la última de las artes, la que elevaba al cuadrado los poderes de su vida secreta y obviaba a la vez las preguntas de los seres reales. Había, Comoquiera, aprendido a provocarse a voluntad un estado febril, y con él los sueños peregrinos, ardientes, fascinantes que trae la fiebre. Extasiada ante aquella victoria, no había advertido al principio los peligros que entrañaba, por así decir, esa dosis doble, y demasiado de prisa había arrojado por la borda casi toda su vida real —que de todas maneras en los últimos tiempos se había vuelto compleja y vacía de promesas— y se había retirado, llena de una secreta y culpable alegría, a su lecho de enferma.
Tan sólo algunas veces al despertar —como hoy, cuando George Ratón la había visto mirándose por dentro— la acometía la terrible lucidez del adicto: la certeza absoluta de estar condenada, de haberse extraviado al internarse, sin quererlo, demasiado lejos, buscando una salida, y que ahora la única posibilidad de salir era seguir andando, rendirse, huir aún más adentro, que la única forma de mitigar el horror de su adicción era el consentírsela.
Asió la muñeca de George como si el contacto con su carne real pudiese despertarla del todo.
—¡Qué sueños! —dijo—. Es la fiebre.
—Seguro —dijo George—. Sueños febriles.
—Estoy toda dolorida —dijo ella, abrazándose—. Mucho dormir. Demasiado tiempo en la misma posición. Algo.
—Te hace falta un masaje. —¿Lo habría traicionado su voz?
Ella inclinó de lado a lado el largo torso.
—¿Querrías?
—¡Por supuesto!
Volviéndose de espaldas a él, señaló sobre la mañanita estampada el sitio en que le dolía.
—No, no, no, cariño —dijo él como si le hablara a un bebé—. Mira. Échate aquí. Ponte la almohada debajo de la barbilla…, así. Ahora yo me siento aquí… córrete un poquito…, espera a que me saque los zapatos. ¿Estás cómoda? —Comenzó, sintiendo a través de la delgada trama de la chaquetilla el calor de la fiebre—. Ese álbum… —dijo: no se había olvidado de él ni por un instante.
—Oh —dijo ella, grave la voz y ronca a medida que él le presionaba los fuelles de los pulmones—. Fotos de Auberon. —Sacó una mano y la posó sobre la colcha—. De cuando éramos chicas. Fotos artísticas.
—¿Artísticas como qué? —dijo George trabajando los huesos del sitio donde le crecerían las alas, si tuviera alas.
Como si no pudiera evitarlo, ella levantó la colcha y la dejó caer.
—Él no sabía —dijo—. Él no pensaba que fueran obscenas. Oh, no lo son. —Abrió el libro—. Más abajo. Ahí. Más, más abajo.
—Oho —dijo George. Él había conocido antaño a esas niñas gris perla, desnudas, abstractas en las fotos y más carnales precisamente por no ser de carne—. Saquemos esta camisita —dijo—. Así está mucho mejor.
Ella daba vuelta las páginas del álbum con abstraída lentitud, tocando algunas fotos como si quisiera palpar la textura del día, del pasado, de la carne.
Ahí estaban Alice y ella sobre unas rocas estriadas junto a una cascada que, fuera de foco, saltaba frenéticamente detrás de ellas. En el follaje brumoso del fondo, alguna ley de la óptica inflaba las gotitas de la luz del sol trocándolas en una multitud de ojos blancos sin cuerpo redondos de asombro. Las niñas desnudas (las aréolas obscuras de Sophie eran rugosas como pimpollos, como pequeñísimos labios fruncidos) contemplaban, bajos los ojos de tupidas pestañas, las aguas negras y aterciopeladas de un estanque. ¿Qué habría en él que así atraía sus miradas, que las hacía sonreír? Al pie de la imagen, con letra clara, estaba el título del cuadro: Agosto. Los dedos de Sophie, las arrugas que los muslos de Alice formaban en el pliegue de la pelvis, líneas tiernas de trazos delicados como si su piel de entonces fuera más fina que la de ahora. Los plateados tobillos, muy juntos, y también los pies de largos dedos, como si estuvieran empezando a transformarse en una cola de sirena.
Las fotografías pequeñas estaban sujetas a las páginas por medio de esquineros negros. Sophie con los ojos redondos de asombro, boquiabierta, los pies muy separados y los brazos en cruz, abierta toda ella, la cruz gnóstica de una microcósmica mujer-niña, los cabellos jamás cortados también abundantes y blancos —dorados en la realidad— contra el fondo de una umbrosa caverna de árboles obscuros en el estío. Alice desnudándose, emergiendo en equilibrio sobre un pie de unas bragas blancas de algodón, el pubis abultado empezando ya a cubrirse de un vello rubio y rizado. Las dos chicas abriéndose a través del tiempo como las flores mágicas de las películas de la Naturaleza, en tanto George miraba ávidamente a través de los ojos de Auberon, doble mirón del pasado.
—A ver aquí, espera un momento.
Mientras él proseguía, cambiando de postura y de mano, ella sostuvo la página abierta; sus piernas largas, al abrirse, rozaron las sábanas con un leve chasquido.
Le mostraba las Ninfas Huérfanas. Con guirnaldas de flores entrelazadas en los cabellos, las dos, cuan largas eran, tendidas sobre el césped, entrelazadas también ellas. Las manos de una en las mejillas de la otra, los párpados pesados, y a punto de besarse con la boca abierta; la representación de un consuelo solitario, acaso, para una fotografía artística de una inocencia desvalida y feérica a la vez, pero no el acto; Sophie recordada. Su mano resbaló, inerte, de la página y también su mirada se dispersó. No tenía importancia.
—¿Sabes lo que voy a hacer? —preguntó George, sin poder dominarse.
—Mmm, mmm.
—¿Lo sabes?
—Sí. —Una exhalación apenas—. Sí.
Pero no lo sabía, realmente no, había saltado otra vez por sobre el abismo de la Conciencia, se había salvado de caer en ella, aterrizando sana y salva (capaz de volar) en la otra orilla, en el nacarado atardecer que no tendría noche.
Los Arcanos Menores
—Como en el mazo común —dijo Nube sacando el bolso de terciopelo del estuche de marquetería y luego las cartas mismas del bolso—, hay cincuenta y dos cartas para las cincuenta y dos semanas del año, cuatro colores para las estaciones, doce figuras para los doce meses del año y, si se los cuenta bien, trescientos sesenta y cuatro puntos para los días del año.
—El año tiene trescientos sesenta y cinco —dijo George.
—Ése era el año antiguo, antes de que se lo conociera mejor. Echa otro leño al fuego, ¿quieres, George?
Empezó a extender sobre la mesa el futuro de George, en tanto él se ocupaba del fuego. El secreto que guardaba en su interior, o más bien arriba de él, dormido en realidad, calentaba su centro vital y le hacía sonreír, pero dejaba mortalmente frías sus extremidades. Desenrolló los puños de su jersey y metió en ellos las manos. Las sentía como las de un esqueleto.
—Además —dijo Nube— hay veintiún arcanos, numerados de cero a veinte. Hay Personas, y Lugares, y Cosas, y Nociones. —Las grandes cartas se abrían, con sus bonitos emblemas de bastos, copas y espadas—. Hay otra serie de arcanos —dijo Nube—. Los que yo tengo aquí no son tan importantes como esos otros; en ellos están el sol y la luna y los grandes conceptos. Los míos se llaman, mi madre los llamaba, los Arcanos Menores. —Le sonrió—. Aquí hay una Persona. El Primo. —La puso en el círculo y reflexionó un momento.
—Dígame lo peor —dijo George—. Puedo asumirlo.
—Lo peor —dijo Llana Alice desde el mullido sillón en que estaba sentada leyendo— es justamente lo que no puede decirte.
—Ni tampoco lo mejor —dijo Nube—. Sólo un poco de lo que puede ser. Pero lo del próximo día, o del año próximo o de la hora siguiente, eso tampoco te lo puedo decir. Y ahora callados, mientras pienso. —Las cartas habían formado una red de círculos entrelazados, como distintos hilos de pensamiento, y Nube le hablaba a George de las cosas que le acontecerían; un pequeño legado, de alguien que él no conocía, no de dinero, y se lo dejaba a él por pura casualidad—. Aquí está el Regalo, ¿ves?; aquí, el Desconocido.
Mientras la observaba, riéndose para sus adentros del procedimiento, y también, sin poder evitarlo, de lo que esa misma tarde le había acontecido (y que se prometía repetir, deslizándose furtivamente como un ratón cuando todos durmiesen), George advirtió que Nube había callado de pronto, antes de completar la figura; no vio que fruncía los labios ni que su mano vacilaba al colocar en el centro la última carta. Era un Lugar: el Panorama.
—¿Y bien? —dijo George.
—George —dijo ella—, no sé.
—¿No sabe qué?
—Exactamente. —Cogió a tientas su paquete de cigarrillos, lo sacudió: estaba vacío. Había visto tantos horóscopos, tantas suertes posibles se habían sedimentado en su conciencia a través de los años, que algunas veces se superponían unas con otras; y, con la paz de una sensación de deja vu, tuvo el presentimiento de que la figura que se había formado, la que estaba observando, era, no una buenaventura aislada, individual, sino una de una serie, como si una de las tantas que echara antaño hubiese llevado al pie la acotación: «Continuará», y aquí, sin previo aviso, apareciera la continuación. Y sin embargo eran también las cartas de George.
—Si —dijo— la carta del Primo eres tú… —No. No podía ser. Había algo, algún hecho que ella ignoraba.
George, que por supuesto lo sabía, sintió un ahogo súbito, el temor de ser descubierto, absurdo en apariencia pero no por ello menos intenso, como si hubiese caído en una trampa.
—Bueno —dijo, recobrando la voz—. De todas maneras es suficiente, no estoy seguro de querer conocer cada uno de mis pasos futuros. —Vio que Nube tocaba la carta del Primo; luego la de la Cosa llamada Semilla. Cristo santo, pensó; y en ese momento sonó en la entrada el ronco claxon de la camioneta.
—Van a necesitar ayuda para descargar —dijo Alice, haciendo esfuerzos por desasirse del abrazo del sillón. George se levantó con presteza.
—No, no, querida, oh no, no en tu estado. Tú te quedas sentadita. —Salió de la habitación, las manos frías metidas en los puños como las de un monje.
Alice soltó una carcajada y volvió a coger su libro.
—¿Lo has asustado, Nube? ¿Qué fue lo que viste?
Nube seguía mirando la figura que se había formado.
Desde hacía algún tiempo había empezado a sospechar que estaba en un error con respecto a los Arcanos Menores, que no era que ellos le revelaran los sucesos triviales de las vidas cercanas a ella sino más bien que esos sucesos triviales formaban parte de cadenas, y que esas cadenas eran sucesos importantes, en realidad muy importantes.
La carta llamada Panorama en el centro de la figura mostraba una confluencia de corredores o pasadizos. Cada corredor se abría en un panorama interminable de quicios, todos ellos distintos, una arcada seguida de un dintel y luego pilares y así sucesivamente hasta que la inventiva del artista se agotaba y la sutileza de su artesanía (que era mucha) ya no podía crear nuevas variantes. Podían verse, a lo largo de esos pasadizos, otras puertas que a su vez se abrían en otras direcciones y que acaso mostraran, cada una, panoramas tan interminables y variados como ésta.
Un anexo, dinteles, recodos, un instante apenas en el que podían verse simultáneamente todos los caminos. Eso era George: todo eso. Él era esa perspectiva, pero él lo ignoraba y ella no encontraba la forma de decírselo. No era el Panorama de George; él era el Panorama, y ella, Nube, quien observaba, quien estudiaba las posibilidades. Y no sabía cómo expresarlas. Lo único que sabía —ahora con certeza— era que las figuras de todas las suertes que echara en su vida eran partes de una sola figura, y que George había hecho —o estaba haciendo— algo que lo convertía en un elemento de esa figura. Y en una figura, los elementos no se sostienen por si solos: se repiten, se entrelazan. ¿Qué podía ser?
De la casa, en torno de ella, llegaban los ruidos de su familia, voces, acarreos, pasos subiendo y bajando por las escaleras. Pero era ese lugar lo que ella miraba y no podía dejar de mirar, esa perspectiva de ramificaciones infinitas, recodos, corredores. Tenía la sensación de estar ella misma, quizá, en ese lugar; que justo detrás de ella había una puerta, y que estaba sentada entre ésta y la primera de las puertas de la figura de la carta; y que si volviera la cabeza podría ver también detrás de ella una perspectiva infinita de arcadas y dinteles.
Lo justo, al fin y al cabo
Durante toda la noche, especialmente cuando hacía frío, la casa tenía la costumbre de conversar por lo bajo consigo misma, a causa tal vez de los centenares de ensamblajes y entrepisos, de las partes de piedra montadas sobre las vigas de madera de su estructura. Parloteaba y gemía, rezongaba y chistaba; algo en una buhardilla resbaló y se vino abajo, e hizo que algo resbalara a su vez y cayera al suelo en una despensa. En las cámaras de aire las ardillas correteaban en busca de alimento, y los ratones exploraban las paredes y los corredores. Un ratón con una botella de gin bajo el brazo y un dedo en los labios caminaba de puntillas a altas horas de la noche, tratando de recordar dónde se hallaba el cuarto de Sophie. Trastabilló y estuvo en un tris de caerse de bruces al tropezar con un escalón inesperado; en esa casa todos los escalones eran inesperados.
En su cabeza aún era mediodía. El efecto del Pellucidar no había cesado, pero se había vuelto maligno, como suele ocurrir, no porque le excitara menos la carne y la conciencia, sólo que ahora lo hacía con una malicia cruel, ya no era divertido. Con los músculos contraídos y a la defensiva, dudaba de poder relajarse, ni siquiera con Sophie, si lograba dar con ella. Ah: una lamparilla había quedado encendida encima de un cuadro, y a esa luz vio el picaporte que buscaba, estaba seguro de ello. Iba a acercarse de prisa a él cuando lo vio girar, espectralmente; retrocedió hacia las sombras, y la puerta se abrió. Y por ella salió Fumo con una bata vieja sobre los hombros (de esas que, reparó George, tienen una orla trenzada en tonos claros y obscuros alrededor del cuello y los bolsillos) y la cerró con cuidado y sigilo. Se detuvo un momento y pareció suspirar; luego echó a andar y desapareció en un recodo.
Maldita suerte engañosa, pensó George; imagínate si hubieras entrado en el cuarto de ellos, ¿o sería el de las niñas? Siguió andando, ahora despistado del todo, buscando desesperadamente a lo largo del intrincado nautilo del segundo piso, tentado por un momento de bajar uno; quizás en su delirio había subido sin darse cuenta a un piso más alto, idéntico al otro. Entonces, Comoquiera, se encontró delante de una puerta que la Razón le decía tenía que ser la de ella, pese a que otros sentidos la contradecían. La abrió con cierto temor, y entró.
Tacey y Lily dormían plácidamente bajo el inclinado cielo raso de una alcoba. A la luz del velador pudo ver, espectrales, los juguetes, el ojo cristalino de un osito de felpa. Las dos niñitas, una de ellas todavía en una cuna-jaula, no se movieron, y estaba ya del otro lado de la puerta y a punto de cerrarla cuando se percató de que había alguien más en la alcoba, cerca de la cama de Tacey. Alguien… Espió por detrás del quicio de la puerta.
Alguien acababa de sacar de entre los finos pliegues de una capa gris-noche un gran bolsón gris-noche. Bajo el ala del ancho sombrero español gris-noche, George no pudo verle la cara. Se acercó a la cuna de Lily y, con dedos calzados en unos guantes gris-noche sacó de su bolsón una pizca de algo que, entre el pulgar y el índice, espolvoreó delicadamente sobre la carita dormida. La arena descendió en una suave llovizna de oro mate hasta los ojos de la niña. Se apartó y estaba ya guardando otra vez su bolsón cuando intuyó, al parecer, la presencia de George petrificado en el vano. Lo miró de soslayo por encima del alto cuello de su capa, y los ojos de George encontraron bajo los pesados párpados la mirada serena de unos ojos gris-noche. Por un instante aquellos ojos lo contemplaron con algo que podía ser compasión, y la cabeza giró luego lentamente, de lado a lado, como diciendo: Nada para ti, hijo; no por esta noche. Lo cual era justo, al fin y al cabo. Después, balanceando la borla de su sombrero, dio media vuelta, y con un ligero chasquido de su capa se fue a otra parte, en busca de otros más dignos.
Así pues, cuando George dio al fin con su propio lecho inhóspito (en la alcoba imaginaria, justamente), pasó en él desvelado horas interminables, los ojos mustios escapándosele de las órbitas. Con la botella de ginebra protegida entre sus brazos, recurriendo de tanto en tanto a su frío y ácido consuelo, la noche y el día se confundían y despedazaban más y más en la rueda catalina todavía ardiente de su conciencia. La única conclusión clara a que pudo llegar fue que la primera habitación en que intentara entrar, aquella de la que vio salir a Fumo, era sin duda alguna la de Sophie, tenía que ser. El escalofriante sustrato de ese descubrimiento se diluyó a medida que, una a una, piadosamente, fueron apagándose las chisporroteantes sinapsis.
Al amanecer, vio que empezaba a nevar.