Capítulo 5

¿Sois, o no sois?

¿Tenéis el gusto de vuestra existencia, o no?

¿Os halláis dentro de la comarca o en la frontera?

¿Sois mortales o inmortales?

El parlamento de los pájaros

«Quiero una copa limpia», interrumpió el Sombrerero. Que cada uno se corra un lugar.»

Alicia en el país de las maravillas

Que el perro predicho por Sophie que la saludó en la puerta resultara ser Chispa, no sorprendió demasiado a Llana Alice, pero que el viejo a quien encontró para que la condujera a la otra orilla del río fuera su primo George Ratón, era inesperado.

—Yo no te veo a ti como un viejo, George —dijo—. No viejo.

—Caray —dijo George—, más viejo que tú, y tú ya no eres una polluela, ¿sabes?, chiquilla.

—¿Cómo has venido aquí? —preguntó ella.

—¿Cómo he venido aquí? —replicó él.

Su bendición

Caminaron juntos a través de bosques obscuros, hablando de muchas cosas. Hicieron una larga caminata; la primavera avanzaba hacia su plenitud; los bosques se poblaban de espesura. Alice, aunque no estaba segura de necesitar un guía, se alegraba de su compañía; los bosques le eran desconocidos, y aterradores; George llevaba un pesado báculo, y conocía el camino.

—Denso —dijo ella, y al decirlo recordó su viaje de boda; se acordó de Fumo preguntando si esa arboleda cercana a la finca de Rudy Torrente era el bosque del cual Bosquedelinde era el linde. Recordó la noche que habían pasado en la caverna de musgos. Rememoró la caminata a través del bosque en busca de la casa de Amy y Chris—. Denso —había dicho él—. Protegido —había respondido ella.

A medida que esos y muchos otros recuerdos despertaban vividos en ella, Alice tenía la sensación de que los estaba evocando por última vez, como si se amustiaran y cayeran tan pronto como florecían; o más bien, que cada recuerdo que evocaba cesaba, en el instante mismo en que era evocado, de ser recuerdo, y se transformaba, Comoquiera, en una predicción: algo aún no sido pero que Alice, con una íntima y feliz sensación de posibilidad, podía imaginar que un día sería.

—Bueno —dijo George—. Hasta aquí he llegado yo.

Habían llegado al linde del bosque. Más allá, los claros soleados se sucedían como estanques, la luz del sol filtrándose en haces a través de las altas copas de los árboles: y más allá un mundo soleado, blanco, obscuro para sus ojos habituados a la penumbra.

—Adiós, entonces —dijo Alice—. ¿Vendrás al banquete?

—Oh, por supuesto —dijo George—. ¿Cómo podría evitarlo?

Permanecieron un momento en silencio, y luego George, un poco turbado porque nunca había hecho antes una cosa así, le pidió a Alice su bendición, y ella se la dio gustosa, bendiciendo su rebaño y su cosecha, y su vieja cabeza; inclinándose sobre él, que se había arrodillado, lo besó y prosiguió su camino.

Tan grande

Los claros semejantes a estanques, uno tras otro, continuaron durante un largo trecho. Esta parte, pensó Alice, era por ahora la mejor: esas violetas y esos heléchos húmedos y tiernos, esas piedras tapizadas de liqúenes grises, esas franjas de sol bienhechor…

—Tan grande —dijo—. Tan grande. —Miles de criaturas interrumpían sus ocupaciones primaverales para verla pasar; el zumbido de los insectos recién nacidos era como un constante respirar. A Papá le habría gustado este paraje, pensó, y mientras lo pensaba supo cómo había llegado él (o cómo llegaría) a comprender el lenguaje de los animales, porque ella misma los comprendía ahora, sólo tenía que prestar oídos, escuchar.

Conejos mudos y cornejas parlanchínas, ranas gordas tartamudas y ardillas listadas que hacían agudas observaciones… Pero ¿qué animal era ese que veía ahora en el claro más próximo, parado sobre una pata, levantando alternativamente un ala y luego la otra? ¿No era una cigüeña?

—¿No te he visto antes? —le preguntó Alice cuando hubo entrado en el claro. Sobresaltada, con un aire contrito y confuso, la cigüeña dio un salto atrás.

—Bueno, no estoy segura —respondió. Miró a Alice primero con un ojo, y luego con los dos por encima de su largo pico rojo que le daba un aire azorado y pedante a la vez, como si examinara a Alice por encima de un par de impertinentes—. No estoy segura. Si he de decirte la verdad, no estoy segura de nada. Hay muchas cosas de las que no estoy nada segura.

—A mí me parece que sí —dijo Alice—. ¿No criaste una vez una familia en Bosquedelinde, en el tejado?

—Puede que sí —dijo la cigüeña. Intentó ahuecarse el plumaje con el pico, y lo hizo con mucha torpeza, como si la sorprendiera descubrir que tenía plumas—. Ésta —le oyó Alice decir, como para sus adentros—, ésta va a ser una prueba muy dura. Sí, una prueba muy dura.

Alice le ayudó a soltarse una primaria que se le había trabado a contrapelo, y la cigüeña, tras nuevos y penosos intentos de ahuecar su plumaje, dijo:

—Me pregunto… me pregunto si no te molestaría que caminara un trecho contigo.

—Claro que no —dijo Alice—. Si piensas que no preferirías volar.

—¿Volar? —dijo la cigüeña, alarmada—. ¿Volar?

—Bueno —dijo Alice—, lo que pasa es que yo no sé muy bien adonde voy. La verdad es que acabo de llegar.

—No importa —dijo la cigüeña—. Yo también acabo de llegar, por decirlo de algún modo.

Echaron a andar juntas, la cigüeña como andan las cigüeñas, a largos pasos cautelosos, como si temiera encontrar algo desagradable bajo sus pies.

—¿Cómo —preguntó Alice, en vista de que la cigüeña no decía nada más— es que acabas de llegar aquí?

—Bueno —dijo la cigüeña.

—Yo te contaré mi historia —dijo Alice— si tú me cuentas la tuya. —Porque la cigüeña parecía ansiosa por hablar, sólo que no sabía cómo decidirse a hacerlo.

—Depende —dijo la cigüeña al cabo de un silencio— de la historia de quién quieres que te cuente. Oh, muy bien. No más equívocos.

»En otros tiempos —prosiguió, tras una nueva pausa— yo era una verdadera cigüeña. O mejor dicho, una cigüeña verdadera era todo cuanto yo era, o todo cuanto ella era. Lo estoy explicando muy mal, pero, sea como fuere, yo era también, o éramos las dos, además, una mujer joven muy engreída y ambiciosa que había aprendido en otros países, de maestros mucho más sabios y venerables que ella, ciertas artes difíciles. No tenía necesidad, ninguna necesidad de practicar sus artes con un ave, un ave incauta, desprevenida, pero se le presentó la oportunidad, y ella era joven y no demasiado reflexiva.

»Su magia, o su manipulación, resultó tan perfecta, que ella quedó maravillada con sus nuevos poderes…, aunque cómo se sentía la cigüeña, mucho me temo que nunca pensó demasiado en ello, o más bien temo que yo, la cigüeña, no pensaba en ninguna otra cosa.

»Me habían otorgado una conciencia, ¿entiendes? Yo no sabía que no era mía, que era una conciencia ajena, y que me la habían dado en préstamo, o más bien regalado, o la habían escondido en mí para salvaguardarla. Yo, yo la cigüeña, pensaba…, bueno, es lamentable que lo haya pensado, pero yo estaba convencida de que no era una auténtica cigüeña; creía ser una mujer humana, que a causa de la maldad de alguien, yo no sabía quién, había sido convertida en cigüeña, o aprisionada en una cigüeña. Yo no tenía los recuerdos de la mujer humana que había sido antes porque, desde luego, ella conservaba esa vida y sus recuerdos, y la seguía viviendo despreocupadamente; la que se devanaba los sesos era yo.

»En fin…, viajé por tierras lejanas, traspuse puertas que jamás antes traspusiera una cigüeña. Y viví mi vida, crié polluelos, sí, en Bosquedelinde cierta vez, y tuve otros empleos, en fin, no vale la pena mencionarlos, las cigüeñas, ya sabes… Comoquiera que sea… Una de las cosas que aprendí, o que me contaron, fue que un Rey famoso estaba a punto de renacer, o de despertar de un larguísimo sueño, y que después de su liberación yo iba a ser liberada y sería entonces una auténtica mujer, una mujer humana.

La cigüeña hizo una larga pausa en su relato; parecía abstraída, con la mirada ausente. Alice, sin saber si las cigüeñas pueden o no llorar, la observaba con profundo interés, y aunque no vio caer ni una sola gota de sus ojos rosados, supuso que sí, que de alguna manera cigüeñesca la cigüeña estaba llorando.

—Y eso es lo que soy —dijo al cabo la cigüeña—. Eso es lo que soy, ahora, esa mujer humana. Al fin. Y sin embargo, sólo y para siempre, la simple cigüeña que siempre he sido. —Agachó la cabeza frente a Alice en una actitud de atribulada confesión—. Yo soy, yo fui, o fuimos las dos, o seremos tu prima Ariel Halcopéndola.

Alice parpadeó. Se había prometido no dejarse sorprender por nada, y en verdad, después que por un momento hubo contemplado con asombro a la cigüeña, o a Ariel Halcopéndola, le pareció que ya antes había oído esa historia, o que había sabido que eso acontecería, o que ya había acontecido.

—Pero —dijo— dónde…, quiero decir, dónde está…

—Muerta —dijo la cigüeña—. Muerta, vencida, derrotada. Asesinada. En realidad yo, ella en realidad, no tenía ningún otro sitio adonde ir. —Abrió su pico rojo y lo volvió a cerrar con un chasquido que casi parecía un suspiro—. Bueno. No tiene importancia. Sólo que tardaré en acostumbrarme. Su decepción, la de la cigüeña, quiero decir. Mi nuevo… cuerpo. —Alzó una de las alas y la observó un momento—. Volar —dijo—. Bueno. Tal vez.

—Yo estoy segura —dijo Alice, posando una mano en el hombro suave de la cigüeña—. Y hasta pensaría que lo podríais compartir, compartirlo con Ariel, quiero decir, o sea compartirlo con la cigüeña. Podréis apañaros —dijo, y sonrió. Era como arbitrar una discusión entre dos de sus hijos.

Durante un trecho la cigüeña siguió andando en silencio. La mano de Alice sobre su hombro parecía sosegarla, había cesado de erizarse con irritación.

—Tal vez —dijo al cabo—. Sólo que… bueno. Para siempre. —Tenía un nudo en la garganta: Alice podía ver cómo le subía y bajaba en el cuello la larga nuez—. La verdad, parece injusto.

—Lo sé —dijo Alice—. Las cosas nunca salen como tú piensas que resultarán; o ni siquiera como pensaste que decían que resultarían. Aunque tal vez lo hacen. Te acostumbrarás a ellas —dijo—. Nada más.

—Me arrepiento ahora —dijo Ariel Halcopéndola—, demasiado tarde, de no haber aceptado tu invitación esa noche, para que fuera con vosotros. Debí aceptarla.

—Bueno —dijo Alice.

—Yo me creía ajena a ese destino. Pero he estado en este Cuento desde el comienzo mismo, ¿no es verdad? Junto con todos los demás.

—Supongo que sí —dijo Alice—. Supongo que sí, puesto que estás ahora. Pero, dime una cosa —añadió—. ¿Qué ha sido de las cartas?

—Oh, Dios —dijo Ariel Halcopéndola, desviando avergonzada el pico rojo—. Ésa es una gran pérdida que deberé compensar, ¿verdad?

—No tiene importancia —dijo Alice. Estaban llegando al final de los claros del bosque; más allá, se extendía un territorio de otra naturaleza. Alice se detuvo—. Estoy segura de que podrás. Compensarla, quiero decir. Por no venir y tal. —Observó la tierra por la que ahora debía viajar. Tan grande, tan grande—. Tú puedes ayudarme, creo. Espero.

—Estoy segura de poder —dijo Halcopéndola con convicción—. Segura.

—Porque yo voy a necesitar ayuda —dijo Alice. Allí, en alguna parte, más allá de esos setos, sobre esas verdes olas de tierra donde el recién crecido mar de hierbas se plateaba a la luz del sol, Alice lo recordó, o lo adivinó, tenía que estar el otero en el cual crecían, en intrincado abrazo, un roble y un espino; y, si se conocía el camino, tenía que haber allí bajo la ladera una casita y una puerta redonda con un llamador de bronce; pero no haría falta llamar, porque la puerta estaría abierta, y la casa de todas maneras estaría vacía. Y habría tejidos que recomenzar, y tareas, tareas tan grandes, tan nuevas…— Voy a necesitar ayuda —dijo de nuevo—. La necesitaré.

—Yo ayudaré —dijo su prima—. Yo puedo ayudar.

Allá, en alguna parte, más allá de esas colinas azules, ¿a qué distancia? Una puerta abierta, y una casa pequeña lo bastante grande como para contener toda esta tierra que gira y gira; una mecedora para acunar el paso de los años, y una vieja escoba en el rincón para barrer el invierno.

—Adelante —dijo la cigüeña—. Nos acostumbraremos a él. Todo irá bien.

—Sí —dijo Alice. Habría ayuda, tenía que haberla: ella no lo podría hacer todo sola. Todo iría bien. Sin embargo, no dio aún el primer paso hacia el otro lado del bosque, permaneció largo rato en el linde, sintiendo en su rostro el reclamo de las brisitas, recordando u olvidando muchas cosas.

Mucho, mucho más

Fumo Barnable, al cálido resplandor de una multitud de lamparillas eléctricas, se sentó en su biblioteca dispuesto a volver una vez más las páginas de La arquitectura de las casas quintas. Todas las ventanas habían sido abiertas y, mientras él leía, una fresca noche de mayo entraba y salía a sus anchas de la habitación. Los rastros de invierno habían desaparecido como barridos con una escoba nueva.

Arriba, en la buhardilla, tan silenciosa como las estrellas del firmamento que representaba, la orrería giraba, trasladando su impulso casi imperceptible pero irresistible, a través de un sinfín de engranajes de bronce lubricados, al volante de veinticuatro manecillas que, aunque de nuevo encerrado en su hermética caja negra, impartía su propia energía a los generadores, los cuales a su vez suministraban luz y fuerza motriz a la casona, y lo seguirían haciendo hasta tanto no se desgastasen por completo los cojinetes de rubíes, y las correas sinfín de nilón y cuero de la mejor calidad, y las numerosas púas de acero templado: años y años, suponía Fumo. La casa, su casa, como por efecto de algún reconstituyente, había levantado cabeza, reanimada y fortalecida: la humedad de los cimientos se había secado, las buhardillas estaban ventiladas, el polvo acumulado sorbido por un viejo y potente aspirador de cuya existencia en la casa Fumo había tenido un vago recuerdo, aunque nadie habría imaginado que volvería alguna vez a funcionar; hasta las grietas en el cielo raso de la sala de música parecían en proceso de cura, si bien el porqué era un misterio para Fumo. Las antiguas reservas de lamparillas eléctricas atesoradas todos aquellos años fueron sacadas de los armarios, y sólo la casa de Fumo, la única casa en millas y millas a la redonda, estaba constantemente iluminada, como un faro o como la entrada de un salón de baile. No por presunción, aunque se había sentido muy orgulloso de su triunfo, sino porque le parecía más natural consumir la ilimitada energía que guardarla (¿guardarla para qué, además?) o desconectar el artefacto.

Y además, la casa, iluminada, podía ser más fácil de encontrar; más fácil de encontrar por alguien que se hubiese extraviado, o que se hubiese marchado e intentase volver acaso en una noche sin luna, más fácil de encontrar en la obscuridad.

Dio vuelta una de las pesadas páginas del libro.

Aquí aparecía una idea horripilante, la idea de algún espiritista vindicativo. No existe, desde luego, ningún infierno después de la muerte, sólo un ascenso progresivo a Niveles cada vez más altos. No sufrimientos eternos, aunque podía haber una difícil, o al menos prolongada, Reeducación para las almas estúpidas o recalcitrantes. Generoso: pero al parecer, amontonar esas ascuas sobre las cabezas de los escépticos no se había considerado suficiente, y se concibió entonces la idea de que aquellos que rehusan ver la luz en esta vida rehusarán verla o serán ciegos a ella también en la futura, y errarán eternamente a solas en la fría obscuridad, creyendo que eso es todo cuanto existe, en tanto prosigue en torno, por ellos ignorado, el alegre trasiego de la comunión de los santos, manantiales y flores y esferas que giraban y giraban, y las almas pujantes de los grandes que ya han partido.

A solas.

Era obvio que él no podía ir allá, a ese lugar al que todos ellos habían sido convocados. A menos que su deseo de ir fuese poderoso como una fe. Pero ¿podía él acaso desear un mundo distinto de éste? Una y otra vez y otra vez estudiaba las descripciones de La arquitectura y en ninguna encontraba nada que lo convenciera de que tal vez hallaría allá un mundo tan rico y diverso, tan profundamente extraño y tan intensamente familiar a la vez, como este que ahora habitaba.

Allá era siempre Primavera: pero él deseaba también invierno, días grises y lluvia. Todo quería él, que nada le faltase: él quería su fuego, sus largos recuerdos y aquello que los despertaba en su alma, él quería sus pequeños consuelos, e incluso sus malestares. Él quería esa muerte que en los últimos tiempos había contemplado con frecuencia, y un sitio junto a aquellos cuyas fosas él mismo había cavado.

Alzó los ojos. En medio de la constelación de las lámparas encendidas en la biblioteca y de sus reflejos en las ventanas, había salido la luna, una delgada luna en creciente, frágil y blanca. Cuando estuviese llena, el Día del Solsticio de Verano, ellos partirían.

El Paraíso. Un mundo en otraparte.

A él no le importaba en realidad que se estuviese narrando un larguísimo Cuento, ni tampoco objetaba ya que ese cuento lo hubiese utilizado a él para sus propios fines: lo único que él ahora deseaba era que continuase, que no pararan de contarlo, que, cualesquiera que fuesen las potestades que devanaban el hilo del Cuento, continuaran arrullándolo y adormeciéndolo con el Cuento, y prosiguieran incluso cuando él durmiera ya en su sepultura. Él no quería que lo raptase así, de esa manera, que lo sorprendiese con conclusiones súbitas, tristes, atormentadoras, que él no se sentía en condiciones de afrontar. Él no había querido que le quitase a su esposa.

Él no quería que lo llevasen por la fuerza a otro mundo que él no podía imaginar; a un mundo pequeño que no podía ser tan grande como éste.

Pero es, decían las brisas que pasaban junto a sus oídos.

Un mundo que no podría contener en plenitud todas las estaciones, todas las alegrías, todos los sinsabores. No podría contener la historia de sus cinco sentidos y todo cuanto ellos habían conocido.

Pero lo contiene, decían las brisas.

Y no sólo todo eso, eso que constituía su mundo, sino también mucho, mucho más.

Oh, más, decían las Brisas, más, mucho más.

Fumo alzó la vista. Los cortinados de la ventana se movían.

—¿Alice? —dijo.

Se levantó, dejando caer al suelo el pesado volumen, y fue hasta la ventana y se asomó a mirar. El jardín tapiado era un vestíbulo obscuro; la puerta abierta en el muro daba al prado iluminado por la luna, y a la noche brumosa.

—Ella está lejos, ella está allá —dijo una Brisa Pequeña.

—¿Alice?

Ella está cerca, ella está aquí —dijo otra; mas, fuese lo que fuere ese algo que parecía avanzar hacia él paso a paso, a través de la penumbra ventosa y del jardín, él no la reconocía. Permaneció así largo rato, contemplando la noche como si fuera un rostro, como si pudiese conversar con ella y explicarle muchas cosas: él creía poder, mas todo cuanto le oía, o se oía decir, era un nombre.

La luna trepó por encima de los tejados de la casa y desapareció de su vista. Fumo subió a su alcoba morosamente. Más o menos a la hora en que la luna se puso, sus pálidos cuernos señalando el sitio en que no tardaría en asomar el sol soñoliento, Fumo se despertó con la sensación habitual en los insomnes de no haber dormido ni un solo minuto; se puso su vieja y raída bata ribeteada con trencilla en los puños y los bolsillos, y subió a la buhardilla, encendiendo al pasar los candelabros de pared que alguien por descuido había dejado apagados.

Iluminado por el brillo de los planetas y la claridad del amanecer, el sistema, insomne, no parecía moverse, como tampoco parecía hacerlo, del otro lado de la redonda ventana, el lucero del alba: y sin embargo se movía, claro que se movía. Fumo lo contemplaba, pensando en la noche en que a la lumbre de una lámpara había leído en las Efemérides los grados, minutos y segundos de la ascensión de los astros, y percibido, cuando hubo fijado la última luna de Júpiter, el estremecimiento infinitesimal de su aceleración. Y oído cómo la primera pelota de croquet de acero caía, sin otra ayuda, en la mano abierta de la absurda rueda que desequilibraba el sistema. Salvada. Recordaba la sensación.

Pasó una mano por la caja negra de la rueda y sintió su latido, mucho más regular que el de su corazón; y más paciente además, y en suma más resistente. Abrió la ventana redonda, dejando entrar en la buhardilla un alegre coro de gorjeos, y miró a lo lejos, más allá de los tejados. Otro día luminoso. Tan raro. Desde aquí, notó, desde esta altura, se alcanzaba a ver, mirando al sur, una larga distancia: se divisaba el campanario y los techos de tejas de Campollano. Y en medio de ellos, en la bruma, los reverdecidos grupos de árboles, y más allá de los poblados los bosques que se espesaban para formar un gran bosque, el Bosque Agreste, en cuya linde se alzaba Bosquedelinde y que, más denso cada vez y más intrincado, se extendía hasta perderse de vista en lontananza.

Solo los valientes

Llegaron al corazón del bosque, pero no era más que un reino desierto. No estaban más cerca que antes de ningún Parlamento, ni tampoco más cerca de ella, de la que Auberon buscaba y cuyo nombre había olvidado.

—¿Hasta dónde te puedes adentrar en el bosque? —preguntó Fred.

Auberon sabía la respuesta.

—Hasta la mitad —dijo—. Luego empiezas a salir otra vez.

—No en este bosque, sin embargo —dijo Fred. Sus pasos se habían vuelto lentos; arrancaba moho y tierra con lombrices cada vez que levantaba un pie. Los plantó en el suelo.

—¿Qué dirección? —preguntó Auberon. Pero desde allí, todas las direcciones eran una.

Él la había visto: la había visto más de una vez; la había visto de lejos, caminando a paso vivo en medio de los obscuros peligros del bosque, a sus anchas en él: una vez pensativa e inmóvil en la sombra atigrada (él estaba seguro, casi seguro de que había sido ella), y una vez huyendo a todo correr, con una multitud de criaturas diminutas a sus talones. Ella no se había vuelto a mirarlo, pero sí uno de los que iban con ella, uno de orejas puntiagudas y ojos amarillos, con una sonrisa estúpida y bestial. Era como si ella siempre fuera, con algún propósito, a otra parte, y cuando él tomaba esa misma dirección, ella no estaba donde él iba.

Él la habría llamado si no le hubiera sido absolutamente imposible recordar su nombre. Había recitado el alfabeto, tratando de despertar su memoria, pero ésta se había transformado en hojarasca mojada, en cuernos de gamo, conchas de caracoles, patas de fauno: todo lo cual parecía conjurarla, pero no le proporcionaba nombre alguno. Y entonces ella había escapado sin verlo y él sólo se había internado en la espesura del bosque más que antes.

Ahora estaba en el corazón mismo, y ella, fuese cual fuere su nombre, tampoco allí se encontraba.

¿Pechos morenos? Algo moreno. Laurel, o telaraña, algo así: brezo, o algo que comenzaba con una be o una ce.

—Sea como sea —dijo Fred—. Por lo que parece, hasta aquí llego yo. —Su poncho estaba tieso y andrajoso, las piernas de los pantalones en hilachas; por las bocas de sus galochas despedazadas le asomaban los dedos de los pies. Intentó levantar uno del suelo, pero no le obedeció. Los dedos se aferraban a la tierra como raíces.

—Espera —dijo Auberon.

—Nada que hacer —dijo Fred—. Nido de tordos en mi pelo. Agradable. Todo bien.

—Pero ven, vamos —le dijo Auberon—. Yo no puedo continuar sin ti.

—Oh, claro que voy —dijo Fred, echando brotes—. Si aún estoy yendo, si aún sigo guiando. Sólo que no voy andando. —Una multitud de hongos parduscos le había brotado entre los grandes dedos de los pies. Sus nudillos se duplicaban, se triplicaban, ya eran centenares—. Hey, amigo —dijo Fred—. Todo el día mirando a Dios, ¿te das cuenta? Disculpa, tengo que coger algunos rayos —y su cara se inclinó hacia atrás y desapareció en un tronco mientras alzaba las manos con mil nuevos dedos de verdor hacia las copas de los árboles. Auberon se asió a su tronco.

—No —dijo—. Maldito sea, no.

Desesperado, se sentó al pie de Fred. Ahora sí, con seguridad, estaba perdido. Qué locura, qué estúpida locura de deseo lo había arrastrado allí, allí donde ella no estaba, a ese principado de nadie donde ella jamás había estado, donde él nada podía recordar de ella salvo su deseo de ella. En su desesperación, se cogió la cabeza entre las manos.

—Hey —dijo con voz leñosa el árbol—. Hey, ¿qué sucede? Tengo consejo. Escúchame bien.

Auberon alzó la cabeza.

—Sólo los valientes —dijo Fred—, sí, sólo los valientes merecen lo bello.

Auberon se incorporó. Las lágrimas le formaban riachos en las mejillas mugrientas.

—Está bien —dijo. Se pasó los dedos por el pelo, desalojando de su cabeza la hojarasca. También él se había puesto rancio, como si hubiese habitado años en los bosques, moho en los puños, zumo de bayas en la barba, orugas en los bolsillos. Una verdadera piltrafa.

Tendría que empezar de nuevo desde el principio, eso era todo. Valiente no era, pero poseía ciertas artes. ¿No había acaso aprendido absolutamente nada? Si este lugar era un principado abandonado, él tenía que tomar la sartén por el mango, hacerse fuerte en él. Podría, si pudiera pensar de qué manera, instalarse en él, y ya no estaría perdido. ¿Cómo?

Sólo mediante la razón. Tenía que pensar. Debía poner orden allí donde no había ninguno. Debía tomar posiciones, hacer una lista, numerar cada cosa y ordenarlas todas, por grados y jerarquías. Debía, ante todo, erigir allá, en el corazón del bosque, un enclave en el cual pudiera saber dónde se encontraba, ver claras las cosas; y entonces podría recordar quién era él, el que ahora estaba allí, en el sitial y el centro; y después, qué tendríá que hacer allí en lo inmediato. Tendría, Comoquiera, que volver al punto de partida y empezar otra vez.

Miró en derredor el sitio en que se hallaba, tratando de pensar cuál de los caminos que de allí se irradiaban lo llevaría de vuelta al punto de partida.

Todos, o ninguno. Escrutó con cuidado la fronda de las alamedas florecidas. Cualquier camino que escogiera, el que más pareciera conducir a la salida, acabaría, mediante alguna argucia sutil, por llevarlo de nuevo al corazón del bosque, eso al menos lo sabía. Un silencio expectante, irónico, reinaba en el bosque, interrumpido por alguna que otra pregunta breve de los pájaros.

Se sentó en un tronco caído. Frente a él, en el centro del claro, entre los pastos y las violetas, erigió un pequeño cobertizo o pabellón de piedra que miraba en cuatro direcciones, norte, sur, este y oeste. A cada uno de los frentes le asignó una estación: invierno, verano, primavera y otoño. Desde ese centro irradiaban, curvilíneos, los engañosos senderos; Auberon los cubrió de grava, los flanqueó de piedras pintadas de blanco y los orientó: hacia o desde las estatuas, un obelisco, una caseta de vencejos en un pilote, un puentecito arqueado, canteros de tulipanes y azucenas. Alrededor de todo ello levantó un gran cerco cuadrado de hierro forjado, con cuatro portones de estacas asaetadas, para entrar y salir.

Bien. Podían oírse, aunque distantes, los ruidos del tráfico. Miró, con cautela, en otra dirección: allá, del otro lado del cerco, se alzaba, coronado por estatuas de legisladores, un palacio de justicia. Un soplo de humo penetró, mezclado con el aire primaveral, en sus fosas nasales. Ahora sólo necesitaba dar una vuelta alrededor del enclave que había levantado, pasar siguiendo un orden estricto por cada uno de sus frentes y exigir de cada uno la parte de Sylvie que en él había depositado.

El parque temblaba de irrealidad, pero él lo sostuvo. No te impacientes, no te apresures. El primer lugar, primero, después el segundo. Si no hacía esto correctamente, nunca sabría cuál sería el desenlace de la historia, si la encontraba a ella y la llevaba consigo de regreso (¿de regreso adonde?) o si la perdía para siempre, o cualquiera que fuese, o pudiera ser, o hubiera sido, el final. Empezó de nuevo: el primer lugar, después el segundo.

No, todo era en vano. ¿Cómo pudo alguna vez imaginar que la había encerrado allí, en ese lugar, como a una princesa en una torre? Ella había escapado, ella tenía sus propias artes. ¿Y qué le quedaba a él, en resumidas cuentas, de sus retazos de recuerdos? ¿Ella? En absoluto. Con el tiempo, se habían ajado y deshilachado más aún que como él los recordaba cuando los depositara allí. Todo en vano. Se levantó de su banco en el parque, buscando a tientas en su bolsillo la llave que le permitiría salir de él. Las niñitas que jugaban a los bolos en los senderos alzaron los ojos con cautela, mientras él buscaba un portón para salir.

Cerrojos. Eso, sólo eso era esta maldita Ciudad, pensó, mientras introducía su llave: cerrojos tras cerrojos. Hileras, racimos, manojos de cerrojos enroscados, enmarañados en las guardas de las puertas, y las llaves pesando como pecados en los bolsillos, para abrirlas y cerrarlas y abrirlas y cerrarlas una y otra y otra vez. Abrió el pesado portón, empujándolo hacia un costado como si fuera la puerta de una celda. En el poste de ladrillo rojo del portón había una placa: Ratón Bebeagua Piedra 1900. Y desde el portón la calle se alargaba, por un trecho flanqueada de casas urbanas, para penetrar luego en la distancia pardusca rumbo a la ciudad alta entre castillos vagos de antiguo poderío, que rozaban el cielo enguirnaldados de ruido y de humo.

Echó a andar. A su lado la gente pasaba de prisa, ellos tenían un destino; él, sin rumbo, caminaba lentamente. Y delante de él, desde una calle lateral, con sus botas de andar y sus pies ligeros, llevando un paquete bajo el brazo, Sylvie dio vuelta la esquina hacia la avenida y enfiló calle arriba.

Pequeña y sola, pero segura de sí misma en la calle tumultuosa, su reino. Y también el suyo, el de Auberon. Su espalda se alejaba: todavía yéndose, y él aún atrás. Pero ahora, por fin, parecía estar en el buen camino. Abrió la boca, y el nombre salió. Lo había tenido en la punta de la lengua.

—Sylvie —llamó.

Bastante cerca

Ella oyó ese nombre, y parecía ser un nombre que ella conocía, y sus pies aminoraron la marcha, y se volvió en parte, pero no se dio vuelta; había sido un nombre, un nombre que ella recordaba de algún lugar, de alguna época. ¿Lo habría gritado un pájaro, llamando a su compañera? Alzó los ojos hacia la fronda de los árboles atravesada por los rayos del sol. ¿O una ardilla llamando a sus amigos y parientes? Vio una correteando y deteniéndose de golpe sobre la rodilla nudosa de un roble, y luego volviéndose a mirarla. Siguió andando, pequeña, sola, pero segura de sí misma bajo los árboles altos, sus pies descalzos pisando ligeros uno tras de otro en medio de las flores.

Ella se alejaba, y a paso ligero: las alas que le habían crecido no eran alas, pero la llevaban: ella no se detenía para divertirse, pese a que le mostraban placeres y a que muchas criaturas le imploraban que no se marchara.

—Más tarde, más tarde —les decía a todos, y apuraba la marcha, mientras noche y día se desplegaba ante ella el sendero a medida que avanzaba.

Él está en camino, pensaba, lo sé, él estará allá, sí, estará. Tal vez no se acuerde de mí, pero yo haré que me recuerde, ya verá. El regalo que traía para él, elegido al cabo de largas reflexiones, lo llevaba apretado bajo el brazo, y no había permitido que ningún otro lo trajera, pese a que muchos se habían ofrecido a hacerlo.

¿Y si él no estuviera allí?

No, él estaría, no podría haber ningún banquete si él no estaba presente, y un banquete había sido prometido; todo, todo el mundo estaría allá, y con seguridad también él, uno de ellos. ¡Sí! El mejor sitio, los bocados más exquisitos, con su propia mano le daría ella de comer, sólo para observar su rostro, ¡tanto como se iba a sorprender! ¿Habría cambiado? Habría, sí, pero ella lo reconocería. Estaba segura.

La noche la acuciaba. La luna salió, ya en gorda creciente, y le hizo un guiño: ¡Fiesta! ¿Dónde estaba ella ahora? Se detuvo y escuchó las voces del bosque. Cerca, cerca. Ella nunca había estado aquí antes de ahora, y ésta era una señal. No le gustaba seguir andando sin indicios seguros, sin algún santo y seña. Su invitación había sido clara y a nadie tenía ella que rendir pleitesía, pero… Se encaramó en la rama más alta de un árbol alto y escrutó desde allí la campiña bañada por la luna.

Estaba en el linde del bosque. Las brisitas nocturnas mordisqueaban las copas de los árboles, agitando las hojas al pasar.

Lejana, o cercana, o ambas cosas; en todo caso más allá de los tejados de ese pueblo y de ese campanario iluminado por la luna, divisó una casa, una casa alhajada de luces, con todas sus ventanas iluminadas. Estaba bastante cerca.

Esa noche la señora Sotomonte echó una última mirada en torno de su pulcra y obscura casita y, tras comprobar que todo en ella estaba como tenía que estar, salió y de un empujón cerró la puerta; alzó los ojos a la cara de la luna; sacó, del hondo bolsillo de su falda, la llave de hierro, y después de cerrar con ella la puerta de la casa, la depositó debajo del felpudo.

Hazles sitio, hazles sitio

Hazles sitio, hazles sitio, pensó; todo para ellos ahora. La mesa del banquete estaba preparada con todos sus cubiertos; casi deseaba poder quedarse para el festín. Pero ahora que por fin había vuelto el viejo rey, y se sentaría en su alto trono (cuándo, la señora Sotomonte nunca había estado del todo segura), ella ya no tenía allí nada más que hacer.

El hombre conocido como Russell Eigenblick sólo había tenido para ella una pregunta:

—¿Por qué?

—Por qué, por amor al cielo —había respondido la señora Sotomonte—, por qué, por qué. ¿Por qué necesita el mundo tres sexos, cuando uno de ellos no sirve para nada? ¿Por qué existen veinticuatro clases de sueños y no veinticinco? ¿Por qué siempre hay en el mundo un número par de mariquitas y no un número impar, un número impar de estrellas visibles y no un número par? Era preciso abrir puertas, forzar grietas; hacía falta una cuña y la cuña era usted. Había que hacer un invierno antes de que pudiera llegar la primavera; usted fue ese invierno. ¿Por qué? ¿Por qué es el mundo como es y no de otra manera? Si usted supiera la respuesta, no estaría ahora aquí preguntándolo. Vamos, serénese usted. ¿Tiene su manto y su corona? ¿Está todo a su gusto, o al menos lo bastante? Reine usted con justicia y sabiduría; sé que su reinado será largo. Transmita usted a todos ellos mis mejores augurios, cuando en el otoño acudan a rendirle pleitesía; y no les haga preguntas difíciles; bastantes han tenido ya que contestar durante todos estos años.

¿Y eso era todo? Miró en torno. Ella estaba lista para la partida; todos sus baúles y cestas inimaginables habían sido enviados con antelación con los jóvenes y fuertes que se habían marchado primero. ¿Había dejado la llave? Sí, debajo del felpudo; acababa de hacerlo. ¡Qué cabeza! ¿Eso era todo?

Ah, pensó, una cosa me queda por hacer.

Vienes o te quedas

—Nosotros nos vamos —dijo. Estaba de pie sobre la arista de roca que emergía de un estanque allá en la espesura del bosque, en cuyas aguas caía con su canturreo incesante una cascada.

Los rayos de la luna se quebraban sobre la faz del estanque, en la que flotaban, danzando en los remolinos, hojas y flores nacidas con la primavera. Una gran trucha blanca de ojos rosados, sin motas ni banda emergió lentamente del agua.

—Os vais —dijo.

—Vienes o te quedas —dijo la Señora Sotomonte—. Has estado tanto tiempo de este lado del Cuento, que ahora depende de ti.

Alarmada más allá de las palabras, la trucha no dijo nada. Al cabo de un rato, impacientándose al ver que el pez se limitaba a mirarla, acongojado, dijo con aspereza:

—¿Y?

—Me quedo —respondió el pez con presteza.

—Muy bien —dijo la señora Sotomonte, que a decir verdad no se habría sorprendido demasiado si la respuesta hubiera sido otra—. Pronto —prosiguió—, pronto vendrá a este lugar una muchacha joven (bueno, una dama vieja, viejísima ahora, pero eso no tiene importancia, una muchacha joven que tú conociste), y se inclinará sobre este estanque; será la que durante tanto tiempo has estado esperando, y a ella no la engañará tu forma, ella se inclinará y pronunciará las palabras que te liberarán del hechizo.

—¿Ella? —dijo el Abuelo Trucha.

—Sí, ella.

—¿Por qué?

—Por amor, viejo bobo —dijo la señora Sotomonte, y golpeó con tanta fuerza con su vara la roca en la que estaba posada que ésta se quebró; un polvo de granito flotó en la turbulenta superficie del estanque—. Porque el Cuento se ha acabado.

—Oh —dijo el Abuelo Trucha—. ¿Se ha acabado?

—Sí, se ha acabado.

—¿No podría yo —dijo el Abuelo Trucha— seguir conservando esta forma?

La señora Sotomonte se inclinó y estudió sobre el estanque la figura difusa y plateada.

—¿Esta forma? —dijo.

—Bueno —dijo el pez—. Me he acostumbrado a ella. No recuerdo para nada a esa muchacha.

—No —dijo la señora Sotomonte tras un momento de reflexión—. No creo que puedas. No puedo imaginar eso. —Se irguió—. Un trato es un trato —dijo, mientras se alejaba—. Nada que ver conmigo.

El Abuelo Trucha, con miedo en el corazón, fue a refugiarse en los escondrijos festoneados de malezas de su estanque. Las reminiscencias, a su pesar, lo invadían rápidamente. Ella: pero ¿qué ella sería? ¿Cómo podría él esconderse de ella cuando viniera, no con exigencias, no con preguntas, sino con las palabras, las únicas palabras (él cerraría los ojos para no reconocerla, si tuviera párpados) que despertarían su frío corazón? Irse, sin embargo, él no podía hacer eso; el verano había llegado y con él millones de bichitos; los torrentes de la primavera ya habían pasado y su estanque era, una vez más, la vieja mansión familiar. No, él no se iría. Sacudió las aletas, presa de gran agitación, sintiendo ir y venir a lo largo de su fino pellejo sensaciones que no había experimentado en muchas décadas; se hundió más profundamente en su caverna, confiando, aunque dudando que fuese lo bastante honda como para poder ocultarlo.

—Nos vamos —dijo la señora Sotomonte cuando despuntaba el día—. Ahora.

—Ahora —oyó que decían sus hijos, los cercanos y también los lejanos, con todas sus diversas voces. Los cercanos se congregaron alrededor de sus faldas, y ella, protegiéndose los ojos del sol con una mano, atisbo a los que ya habían partido y se alejaban en caravanas valle abajo hacia el amanecer, empequeñeciéndose hasta la invisibilidad. El señor Bosques la tomó por el codo.

—Un largo camino —dijo—. Un largo, larguísimo camino.

Sí, iba a ser largo; más largo, pensó ella, aunque menos difícil para quienes la seguirían, porque ella al menos conocía el camino. Y habría manantiales para que ella, y todos, se refrescaran; y llegaría a las comarcas inmensas con las que tantas veces había soñado.

Hubo algunos problemas para ayudar al viejo Príncipe a encaramarse a su jadeante jamelgo, pero una vez montado alzó una mano frágil, y todos lo aclamaron; la guerra había terminado, más que terminado, había sido olvidada, y ellos la habían ganado. La señora Sotomonte, sosteniéndose en su bastón, cogió las riendas, y se pusieron en marcha.

No voy

Era el día más largo del año, Sophie lo sabía, sí, pero por qué lo llamarían el Día de la Mitad de verano cuando el verano apenas si había comenzado. Quizá sólo porque era el día, el primer día, en que el verano parecía interminable; parecía extenderse hacia delante y hacia atrás ilimitadamente, y toda otra estación era ese día impensable e inimaginable. Incluso el resorte de la puerta mosquitera al estirarse, y el golpe seco con que ésta se cerró tras ella, y los olores estivales del vestíbulo, ya no parecían nuevos, y era como si siempre hubieran estado allí.

Un verano que, sin embargo, hubiera podido no llegar jamás. Quien lo había traído, Sophie estaba convencida de ello, había sido Llana Alice: con su valentía lo había salvado de no acaecer nunca más, ella, al ser la primera en partir, había hecho posible que este día existiera. Un día que, por lo tanto, debería parecer frágil y condicional, y sin embargo no lo parecía: era un día de verano tan real como todos los que Sophie había conocido y hasta podía ser el único día de verano verdadero que había conocido desde su niñez, y la vivificaba, y la hacía sentirse valiente además. Porque durante algún tiempo ella no se había sentido valiente: pero ahora creía que sí podía serlo. Alice ya lo era, y ella tenía que serlo. Porque hoy, hoy partían.

Hoy partían, sí. Con el corazón alegre apretó contra su pecho el bolso tejido que era todo el equipaje que se le ocurrió llevar. Trazar planes y meditar y esperar y temer le habían ocupado la mayor parte de sus días desde la reunión celebrada en Bosquedelinde, pero sólo rara vez pensaba en lo que estaba haciendo; se olvidaba, por así decir, de sentirlo. Ahora, sin embargo, lo sentía.

—Fumo —llamó. El nombre resonó en el alto vestíbulo de la casa vacía. Todo el mundo se había congregado afuera, en el jardín tapiado, y en los porches y en el Parque: habían empezado a llegar desde la mañana, trayendo cada uno lo que suponía podía necesitar para el viaje, y tan preparados como podían estarlo para el viaje que imaginaban, cualquiera que fuese. Ahora la tarde había empezado a caer y ellos habían buscado a Sophie para que les diera alguna indicación o sugerencia, y ella había subido en busca de Fumo, quien, en ocasiones como ésta, para paseos campestres y toda suerte de expediciones, siempre, estaba a trasmano.

Si ella pudiera seguir creyendo que se trataba de un paseo campestre o una excursión, una boda o un funeral, o un día de vacaciones, o cualquier salida ordinaria que ella, desde luego, sabía perfectamente bien cómo organizar, y seguir haciendo lo que era menester como si supiera de qué se trataba, entonces…, bueno, ella habría hecho todo cuanto podía, y dejado el resto a los demás.

—¿Fumo? —llamó otra vez.

Lo encontró en la biblioteca, aunque, en el primer momento, cuando se asomó, no alcanzó a verlo; los cortinados estaban corridos y él inmóvil instalado en una poltrona, las manos cruzadas sobre el pecho y un gran libro abierto boca abajo en el suelo a sus pies.

—¿Fumo? —Entró, alarmada—. Todo el mundo está listo, Fumo —dijo—. ¿Te sientes bien? —Él la miró.

—Yo no voy —dijo.

Sophie vaciló un momento sin comprender. Luego dejó su bolso (contenía un viejo álbum de fotografías y una figulina de porcelana resquebrajada: una cigüeña con una mujer vieja y una niña desnuda a horcajadas sobre su lomo, y un par de objetos más; debería, por supuesto, contener las cartas, pero no las contenía) y se acercó a él.

—¿Cómo que no? —dijo—. No.

—Yo no voy, Sophie —dijo él suavemente, como si lo mismo le diera ir, o no ir, y se miró las manos cruzadas sobre el pecho.

Sophie extendió hacia él una mano y abrió la boca para protestar, pero no lo hizo; se arrodilló a sus pies y dijo con dulzura:

—¿Qué te pasa?

—Oh, bueno —dijo Fumo, sin mirarla—. Alguien tendrá que quedarse, ¿no te parece? Alguien tendrá que estar aquí para ocuparse de todo. Quiero decir, en caso… en caso de que vosotros quisierais volver, si quisierais, o por cualquier cosa. Es mi casa —dijo—, al fin y al cabo.

—Fumo —dijo Sophie. Puso una mano encima de las de él, entrelazadas—. Fumo, tienes que venir, ¡es preciso!

—No, Sophie.

—¡Sí! No puedes no venir, no puedes. ¿Qué haremos nosotros sin ti?

Él la miró, sorprendido por la vehemencia de Sophie. No le parecía un argumento que nadie pudiera con razón, qué harían sin él, alegar a su favor; y no supo cómo responder.

—Bueno, es que no puedo.

—¿Por qué?

Él dejó escapar un suspiro largo, profundo.

—Es que…, bueno. —Se pasó la mano por la frente—. No lo sé… —dijo—, es que…

Sophie no lo interrumpió durante esos preámbulos que le traían a la memoria otros, tiempo atrás, otras palabras cortas, entrecortadas, que soltaba así, como por cuentagotas, antes de decir una cosa difícil; se mordió los labios, y esperó.

—Bueno —dijo él—, ya es bastante triste, bastante triste que Alice haya tenido que marcharse… Mira… —se agitaba en su poltrona—, mira, Sophie, en realidad yo nunca tuve en todo esto ni arte ni parte, tú lo sabes; yo no puedo…, quiero decir que he tenido suerte, de veras que sí. Jamás lo habría soñado. No, nunca me imaginé de pequeño, ni más tarde, cuando fui a la Ciudad, que podría tener tanta dicha. Yo no estaba hecho para eso. Pero vosotras…, Alice…, tú, vosotras me adoptasteis. Fue… fue como descubrir que has heredado un millón de dólares. Yo no siempre lo comprendí…, o sí, sí que lo comprendía, aunque a veces, es cierto, lo tomaba como la cosa más natural del mundo, pero en lo profundo yo sabía. Y estaba agradecido, no puedo decirte cuánto. —Oprimió la mano de Sophie—. De acuerdo, de acuerdo. Pero ahora, ahora que Alice se nos ha marchado. Bueno, supongo que yo siempre supe que ella tenía que hacer una cosa así, lo supe desde siempre, pero nunca creí que fuera a suceder. ¿Te das cuenta? Y, Sophie, yo no estoy hecho para estas cosas, no soy apto… Quise intentarlo, te lo aseguro, pero todo cuanto pude pensar fue que ya era bastante triste el haber perdido a Alice. Y ahora, tengo que perder también todo lo demás. Y no puedo, Sophie, pura y simplemente, no puedo.

Sophie vio cómo los ojos se le llenaban de lágrimas, que las lágrimas empezaban a derramarse de los viejos cuencos rosados de sus párpados, algo que ella no creía haber visto nunca en él, no, jamás, y deseó con toda su alma poder decirle que No, que él no perdería nada, que, por el contrario, abandonaría la nada para ir hacia todo. Alice, en primerísimo lugar; pero no se atrevía, pues por más que supiera que eso era verdad para ella, no podía decírselo a Fumo, porque si no fuera verdad para él, y ella no tenía ninguna certeza de que lo fuera, ninguna mentira, ni la más terrible, podría ser más cruel; sin embargo, ella le había prometido a Alice que, pasara lo que pasase, lo llevaría, y no podía imaginarse partiendo sin él. Y, sin embargo, no podía decir nada.

—Como sea —dijo él. Se enjugó el rostro con la mano—. Como sea.

Sophie, en medio de una profunda incertidumbre, oprimida por la obscuridad, incapaz de pensar, se puso de pie.

—Pero —dijo, con desesperación— hace un día demasiado hermoso, es que hoy hace un día tan hermoso… —Fue hasta las ventanas y descorrió de un solo golpe los espesos cortinados que creaban una penumbra crepuscular en la habitación. La claridad del sol la deslumbró; vio a muchos allá, reunidos en el jardín tapiado bajo el haya, alrededor de la mesa de piedra; algunos miraron para arriba; y allá afuera, una niña golpeaba con los nudillos la ventana para que la dejaran entrar.

Sophie abrió la ventana. Desde su sillón, Fumo alzó la vista. Lila saltó por encima del alféizar y, con los brazos en jarras, miró a Fumo.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó.

—Oh, gracias a Dios —dijo Sophie, la voz débil de alivio—. Oh, gracias a Dios.

—¿Quién es ésta? —dijo Fumo, levantándose.

Sophie titubeó un momento, pero sólo un momento. Había mentiras, y mentiras.

—Es tu hija —dijo—. Tu hija Lila.

El pais - El Cuento

—Muy bien —dijo Fumo, levantando los brazos como un hombre bajo arresto—. Muy bien, muy bien.

—Oh, qué felicidad —exclamó Sophie—. Oh, Fumo.

—Será divertido —dijo Lila—. Ya lo verás. Te llevarás una sorpresa.

Derrotado en su última negativa, como era de imaginar. No tenía, en realidad, ningún argumento que pudiera alegar contra ellos, no cuando ellos eran capaces de traer a su presencia hijas desaparecidas hacía tanto tiempo, para recordarle, reclamarle el cumplimiento de una antigua promesa. Él no creía que Lila necesitara de su paternidad, suponía que, probablemente, ella no necesitaba de nadie ni de nada, pero él no podía negar que había prometido dársela.

—Está bien —dijo otra vez, evitando mirar el rostro radiante de alegría de Sophie. Dio una vuelta alrededor de la biblioteca, encendiendo las luces.

—Pero date prisa —dijo Sophie—. Mientras sea de día.

—Date prisa —dijo Lila, tironeándole del brazo.

—Esperad un minuto —dijo Fumo—. Tengo que recoger algunas cosas.

—Oh, Fumo —dijo Sophie, dando un puntapié en el suelo.

—Un minuto, no más —dijo Fumo—. Refrenad vuestros corceles.

Salió al corredor, encendiendo lámparas, y subió las escaleras con Sophie pisándole los talones. Arriba, fue una por una a las habitaciones, encendiendo todas las luces, todos los candelabros de pared, mirando en torno, a apenas un paso de ventaja de la impaciencia de Sophie. Una vez se asomó a mirar a lo lejos por una ventana y abajo, a la multitud allí reunida; menguaba la tarde. Lila miró para arriba y agitó la mano.

—De acuerdo, de acuerdo —murmuró—. Está bien.

En la habitación que era su alcoba y de Alice, cuando hubo encendido todas las luces, se detuvo algún tiempo, irritado y respirando con dificultad. ¿Qué demonios llevas? ¿En un viaje como éste?

—Fumo… —Sophie, desde la puerta.

—Ya va, Sophie, caramba —dijo, y abrió cajones. Una camisa limpia al menos, una muda de ropa interior. Un poncho, para la lluvia. Cerillas y un cuchillo. Un pequeño Ovidio en papel biblia, de la mesita de noche. Las Metamorfosis. Ya está.

Y ahora, ¿en qué llevarlo? Hacía tantos años que no iba a ninguna parte desde esta casa, que no tenía ningún equipaje. En algún lugar, en algún desván o sótano, estaría la mochila que traía consigo cuando vino a Bosquedelinde, pero precisamente dónde, no tenía la más remota idea. Abrió armarios, había en esta alcoba media docena de armarios forrados de cedro que sus ropas y las de Alice ni de lejos habían llegado a llenar. Tiró de los cordoncillos, los interruptores fosforescentes como luciérnagas. Alcanzó a ver, amarilleado por el tiempo, su traje de boda blanco, el traje de Truman. Abajo, en un rincón…, bueno, tal vez pudiera servir, es curioso cómo se amontonan cosas viejas en los rincones de los armarios, no sabía que estaba allí: lo sacó de un tirón.

Era un maletín. Un maletín viejo, roído por los ratones, con un cierre de hueso en cruz.

Fumo lo abrió, y escudriñó con un presentimiento extraño o una inexplicable sensación de deja vu el interior. Estaba vacío. Un olor emanaba de él, un olor a mantillo o a zanahoria silvestres, o a la tierra bajo una piedra removida.

—Esto me servirá —murmuró—. Esto me servirá, supongo.

Guardó sus escasos avíos, que parecieron desaparecer en los amplios recovecos.

—¿Qué otra cosa debería llevar?

Pensó, manteniendo abierto el maletín: una guirnalda de enredadera o un collar, un sombrero pesado como una corona; tiza, y una pluma fuente, una escopeta; una botellita de té al ron, un copo de nieve. Un libro sobre casas, un libro sobre astros; un anillo. Con una vividez prodigiosa, una vividez que lo traspasaba, vio el camino que corría entre Arroyodelprado y Altozano, y a Llana Alice como era aquel día, el día del viaje de boda, el día que él se había perdido en el bosque, el día que le oyó decir Protegido.

Cerró el maletín.

—Listo —dijo. Lo asió por las manillas de cuero, y era pesado, pero una serenidad penetró en él con el peso, como si fuese algo que siempre hubiera llevado a cuestas, un peso sin el cual perdería el equilibrio, no podría caminar.

—¿Listo? —dijo Sophie desde la puerta.

—Listo —dijo él—. Supongo.

Bajaron juntos. Fumo se detuvo en el corredor para oprimir los botones de marfil de las lámparas que iluminaban el vestíbulo, los porches, el sótano. Luego salieron.

Aaaah —dijeron todos los allí reunidos.

Lila había llevado a todos, en pos de ella, desde el Parque, desde el jardín tapiado, desde los porches y parterres en que se habían reunido, a este frente de la casa, el porche de madera que daba al sendero invadido por las malezas que conducía a los pilares de piedra coronados por bolas granulosas como naranjas de piedra.

—Hola, hola —dijo Fumo.

Sus hijas fueron hacia él, sonriendo. Tacey, Lily y Lucy, con hijos a la zaga. Todo el mundo se puso de pie, todos se miraron unos a otros. Sólo Marge Junípero continuaba sentada en la escalera del porche, no quería levantarse hasta saber qué pasos tendría que dar, no le quedaban muchos para dar. Sophie le preguntó a Lila:

—¿Tú nos guiarás?

—Una parte del camino —dijo Lila. De pie en el centro del grupo, parecía contenta y a la vez un poco atemorizada, y no muy segura en su fuero interno de cuáles aguantarían hasta el fin, y sin dedos suficientes para contar—. Parte del camino.

—¿Es para ese lado? —preguntó Sophie, señalando los soportales de piedra del portón. Todos se dieron vuelta y miraron en esa dirección. Rompieron a cantar los primeros grillos. Los vencejos de Bosquedelinde cortaban el aire, el aire azul que se trocaba en verde. Más allá de los pilotes de piedra, las exhalaciones de la tierra al enfriarse obscurecían el camino.

¿Había sido entonces, se preguntó Fumo, en el momento en que él por primera vez pasó entre esos pilares de piedra, cuando cayó sobre él el hechizo, ese hechizo del que nunca se había liberado? El brazo y la mano que sostenían el maletín le tintineaban como una campana de alarma, pero Fumo no la oía.

—¿Cuánto falta, cuánto falta? —preguntaron Retoño y Florita, tomados de la mano.

Aquel día: el día en que por primera vez entrara por la puerta de Bosquedelinde y por la que desde entonces en cierto sentido nunca había vuelto a salir.

Tal vez: o quizás antes de eso, o después, pero no era cuestión de determinar exactamente cuándo había invadido su vida el primer hechizo, o cuando él mismo sin darse cuenta se había metido en él, porque otro había seguido al primero muy pronto, y otro más, sucediéndose unos a otros en virtud de una lógica propia, cada uno ocasionado por el anterior y ninguno de ellos prescindible; hasta intentar desprenderse de ellos sólo daría lugar a nuevos hechizos, y de todas maneras nunca habían sido una cadena casual sino una sucesión de sustituciones. Cajas chinas contenidas una dentro de otra, más grande cuanto más dentro estaba. Y no concluiría ahora: si ahora estaba a punto de entrar en una serie nueva, una serie interminable, infundibular, absoluta. Atemorizado ante la perspectiva de la variación infinita, sólo se alegraba de ver que ciertas cosas habían permanecido constantes, y de ellas la más importante, el amor de Alice. Era hacia ese amor hacia donde él iba ahora, sólo él podía atraerlo, y sin embargo tenía la sensación de estarlo abandonando; y de llevarlo consigo al mismo tiempo.

—Un perro que nos saldrá al encuentro —dijo Sophie, tomándolo de la mano—. Un río que tendremos que cruzar.

Algo comenzó a abrirse en el corazón de Fumo tan pronto como hubo dado el primer paso fuera del porche, una premonición, la señal anunciadora de una revelación.

Todos se habían puesto en marcha, recogiendo sus bolsos y pertenencias, conversando en voz baja, por el sendero. Pero Fumo se había detenido al ver que por ese portón él no podría salir: no podía salir por el mismo portón por el que había entrado. Demasiados hechizos habíanse sucedido en el largo ínterin. El portón no era el mismo portón: tampoco él era el mismo.

—Un camino largo —dijo Lila, arrastrando a su madre tras ella—. Un camino largo, larguísimo.

Los otros pasaban junto a él, a ambos lados, cargados y cogidos de la mano, pero él seguía inmóvil: queriendo aún, aún viajando, tan sólo no avanzando.

El día de su boda él y Alice habían ido a reunirse con los invitados que estaban sentados en el césped, y muchos de ellos les habían dado regalos, y todos les habían dicho «Gracias». Gracias: porque él, Fumo, aceptaba asumir sin exclusión alguna esa tarea, la tarea de vivir su vida por el bien de otros en cuya existencia él nunca había creído, emplear su substancia para la consecución del final de un Cuento en el cual él ni siquiera figuraba. Y eso había hecho, y estaba aún dispuesto a hacerlo, pero razones para que ellos les dieran las gracias, no, nunca habían existido. Porque, lo supieran o no, él sabía, sí, que de todas maneras Alice hubiera estado junto a él ese día, que lo hubiesen o no elegido para ella, ella se habría enfrentado con ellos para tenerlo a él. De eso él estaba seguro.

Él los había engañado. Y cualquier cosa que pudiese ahora acontecer, que él llegara o no al lugar al que ellos iban, que hiciera el viaje o se quedara atrás, él tenía su cuento. Lo tenía en su mano. Que se acabara: que se acabara, sí: a él no podrían quitárselo. A donde ellos iban, él no podía ir, pero eso no le importaba, él había estado siempre allí.

¿Y adonde, entonces, estaban yendo ellos?

—Oh, ya lo veo —dijo, aunque ningún sonido brotó de sus labios. Esa brecha que había empezado a abrirse en su corazón se abría más y más: ahora entraban por ella grandes corrientes de aire crepuscular, arrejaques y abejas entre las malvalocas; dolía más allá del dolor, y no se cerraba. Admitía a Sophie, a sus hijas, y también a su hijo Auberon, y a numerosos muertos. Él sabía cómo acababa el Cuento, y quiénes estarían allí.

—Cara a cara —dijo Marge Junípero cuando pasó a su lado—. Cara a cara. —Pero Fumo ya no oía otra voz que la del viento de la Revelación soplando en él; y esta vez no la eludiría. Vio, en medio de ese azul que penetraba en él, a Lila, que se daba vuelta y lo miraba con extrañeza; y en su rostro pudo leer que no estaba equivocado.

El Cuento quedaba atrás, atrás de ellos. Y ellos iban hacia él. Un solo paso les bastaría para llegar; ya habrían llegado.

—Atrás —intentó decir; imposibilitado él mismo de volver en esa dirección, intentaba decirles que era atrás, allá atrás, allí donde, iluminada, la casa esperaba, y el Parque y los porches y el jardín tapiado y el sendero que conducía a las tierras infinitas y a las puertas del verano. Si él pudiera ahora volverse (pero no podía, no importaba que no pudiera, pero no podía) se encontraría frente al Pabellón de Verano, y en un balcón estaría Llana Alice saludándolo y dejando resbalar de sus hombros la vieja bata parda para mostrarle su desnudez entre las sombras del follaje: Llana Alice, su prometida, Dueña Generosa, diosa de esa región que se extendía atrás, atrás de ellos, esa comarca en cuyas fronteras se hallaban, el país llamado El Cuento. Si él pudiera trasponer esos pilotes de piedra (pero no, nunca podría) se encontraría tan sólo llegando con el Solsticio de Verano, las abejas en la malvaloca, y una anciana en el porche dando vuelta unas barajas.

Un velorio

A la luz de una luna llena enorme como a punto de estallar, Sylvie se encaminaba hacia la casa que había divisado, y cuanto más se aproximaba a ella, más lejos parecía estar. Había que saltar una cerca de piedra, y un bosque de hayas que atravesar; había, finalmente, un arroyo que cruzar, o un río enorme, caudaloso y espumado de oro a la luz de la luna. Luego de reflexionar largamente en sus orillas, Sylvie se construyó una barca de corteza de árbol, con una hoja ancha por vela, telarañas por cordajes y una cápsula de bellota para achicar el agua y (aunque en un tris de zozobrar en la boca de un lago obscuro, a la altura en que el río se derramaba bajo tierra) llegó a salvo a la otra orilla; la casa de piedra, inmensa como una catedral, la vigilaba desde su altura, los obscuros aleros apuntando hacia ella, los encolumnados porches de piedra intentando ahuyentarla. ¡Y Auberon siempre dijo que era una casa acogedora!

Justo en el momento en que pensaba que nunca llegaría, y que si llegaba, llegaría tan atomizada que se colaría por entre los resquicios de las lajas del pavimento, se detuvo y prestó oídos. En medio del zumbido de los abejorros y el chillido de los chotacabras, una música triste llegaba desde algún lugar, una música triste y a la vez Comoquiera desbordante de alegría; una música que atraía a Sylvie, la llamaba, y Sylvie la siguió.

Y crecía esa música, no porque sonara más fuerte sino más plena; vio las antorchas de una procesión formar un círculo alrededor de ella en la intrincada obscuridad de la maleza, o vio en todo caso a las luciérnagas y las flores nocturnas como en una procesión, una procesión de la cual ella formaba parte. Intrigada, rebosante el corazón de música, se aproximó al lugar hacia el cual avanzaban las luces; pasó a través de portales donde muchos alzaban la cabeza para verla entrar. Posó los pies en las dormidas flores de un sendero, un sendero que conducía a un claro donde había más personas reunidas, y más iban llegando; donde, bajo un árbol florecido, estaba la mesa vestida de blanco, y muchos sitios dispuestos alrededor, y uno en el centro para ella. Sólo que no se trataba de un banquete, como ella había pensado, o no sólo de un banquete: era un velorio.

Tímida, entristecida por los dolientes de quienquiera que fuese aquel cuya muerte lloraban, permaneció largo rato callada e inmóvil, observando la escena, con su regalo para Auberon fuertemente apretado bajo el brazo, escuchando los tonos graves de las voces. De pronto, uno de ellos se dio vuelta en la cabecera de la mesa, y su negro sombrero dio un salto y sus dientes resplandecieron blanquísimos en una sonrisa. Más contenta de volver a verlo de lo que jamás hubiera imaginado, Sylvie se abrió paso hacia él a través de la multitud, en tanto muchos ojos se volvían a mirarla, y con un nudo de lágrimas en la garganta, lo abrazó y lo besó.

—Hola —dijo—. Hoooola.

—Hola —dijo George—. Ahora todo el mundo está aquí.

Reteniéndolo a su lado, ella miró el gentío congregado alrededor de la mesa, docenas y docenas, sonriendo o llorando o vaciando copas, algunos coronados, algunos peludos o plumíferos (una cigüeña o alguien que se parecía a una cigüeña hundía el pico en una copa alta, espiando con recelo a un zorro que sonreía a su lado), pero, Comoquiera, sitio para todos.

—¿Quién es toda esta gente? —preguntó.

—Familia —respondió George.

—¿Quién se ha muerto? —murmuró Sylvie.

—Su padre —dijo George, y le señaló a un hombre que estaba sentado, echado hacía atrás, con un pañuelo sobre la cara y una hoja pegada a sus cabellos. El hombre volvió la cabeza, y suspiró hondamente; las tres mujeres que estaban con él, y que miraban sonrientes a Sylvie, como si la conocieran, le hicieron volverse un poco más, para que la viera de frente.

—Auberon —dijo Sylvie.

Todo el mundo observaba el encuentro entre esos dos. Sylvie no podía hablar, y las lágrimas de su dolor bañaban aún el rostro de Auberon, y además, nada había que pudiera decirle a ella, así que tan sólo se tomaron de las manos. Aaaaah, dijeron a coro los invitados. La música se alteró; Sylvie sonrió y ellos aclamaron su sonrisa. Alguien la coronó con una diadema de flores blancas y fragantes, y también a Auberon, con guirnaldas de acacia blanca, de la acacia blanca que presidía la mesa del banquete. Se alzaron las copas, se vocearon los brindis: hubo risas. La música desgranaba su melodía. Con su mano morena, la mano del anillo, Sylvie enjugó las lágrimas que bañaban el rostro de su príncipe.

La luna surcaba el cielo rumbo a la mañana; el banquete se transformó de velorio en boda, y en una fiesta alegre y tumultuosa: la gente se levantaba para bailar, y volvía a sentarse para comer y beber.

—Yo sabía que estarías aquí —dijo Sylvie—. Yo lo sabía.

Un verdadero regalo

Ante la certeza de que Sylvie ahora estaba allí, el hecho de que Auberon no hubiera sabido ni creído que estaría, se diluyó.

—Yo también estaba seguro —dijo—. Segurísimo. Pero… ¿por qué, hace un rato… —no tenía ni la más remota idea de cuánto tiempo hacía, horas, siglos—, cuando yo te llamé por tu nombre, por qué no te detuviste, por qué no te diste vuelta?

—¿Tú me llamaste? —dijo ella—. ¿Dijiste mi nombre?

—Sí. Yo te vi. Tú te alejabas y yo te grité: ¡Sylvie!

—¿Sylvie? —Lo miraba divertida, perpleja—. Oh —dijo al cabo—. ¡Oh! ¡Sylvie! Bueno, mira, lo había olvidado. Porque ha pasado tanto tiempo. Porque ellos, aquí, no me llaman así. Nunca me han llamado así.

—¿Cómo te llaman ellos?

—Por otro nombre —dijo ella—. Un sobrenombre que yo tenía cuando era chica.

—¿Qué nombre?

Ella se lo dijo.

—Oh —dijo él—. ¡Oh!

Al ver la expresión de su rostro, ella se echó a reír. Le llenó la copa de un brebaje espumoso y se la tendió. Él bebió.

—Y ahora, escucha —dijo ella—. Quiero que me cuentes todas tus aventuras. Todas. ¿Quieres tú escuchar las mías?

Todas, todísimas, pensó él, el licor dulzón que bebía borraba de su mente cualquier idea que se hubiera forjado sobre ellas, era como si todas estuvieran aún por acontecer, y que él estaría en ellas. Un príncipe y una princesa: el Bosque Agreste. Entonces, ¿ella había estado aquí, en este reino, el reino de ellos dos, todo ese tiempo? ¿Y también él? Y él, a fin de cuentas, ¿qué aventuras había tenido? A medida que trataba de rememorarlas, se desvanecían, se encogían y desmenuzaban, se tornaban vagas e irreales como un lóbrego futuro, en tanto el futuro se abría ante él como un pasado historiado.

—Yo hubiera tenido que saberlo —dijo él, riendo—. Yo hubiera tenido que saberlo.

—Sí —dijo ella—. Y es el comienzo apenas. Ya lo verás.

No un cuento, no, no un solo cuento con un solo final sino mil cuentos, y el final tan lejano como el comienzo. Bailarines alegres se la arrebataban y él la veía alejarse, eran muchas las manos que la importunaban, multitudes las criaturas en torno de sus pies danzarines, y para todos ella tenía una sonrisa. Y él bebía, exaltado, sus pies ansiosos por aprender el antic-hay. ¿Y podría ella aún, pensó, mientras la contemplaba, infligirle también dolor? Tocó el regalo que ella, en sus escarceos, le había puesto sobre la frente, un par de hermosos cuernos, torneados y exquisitamente curvados, pesados y resistentes como una corona, y pensó en ellos. El amor no era bondadoso, no siempre: una sustancia corrosiva, carcomía la bondad, carcomía el dolor. Ellos, él y ella, eran niños de pecho en potencia, pero crecerían; sus riñas empañarían la luna y dispersarían como las galernas otoñales a las atemorizadas criaturas salvajes, lo harían, sí, lo habían hecho durante largo tiempo, pero qué importaba.

No importa, no importa. Si la tía de ella era bruja, sus hermanas eran reinas, reinas del aire y de la noche; sus regalos ya una vez le habían prestado ayuda, y volverían a hacerlo. Él había heredado las incertidumbres de su padre, pero en cuanto a fortaleza podía recalar en su madre… Como si volviera las páginas de un interminable compendio de antiguas novelas, leídas todas ellas años y años atrás, veía los millares de hijos de ella, generaciones de hijos, la mayoría también hijos suyos, de él; él les perdería el rastro, los encontraría como extraños, los amaría, se acostaría con ellos, lucharía con ellos, los olvidaría. ¡Sí! Ellos gastarían, con sus historias, la pluma de docenas de narradores, y con las historias que su historia generara, tediosas, divertidas, o tristes; sus festines, sus bailes, sus máscaras y sus riñas, la antigua maldición que pesaba sobre él y el beso de ella que la mitigaba, sus largas separaciones, las desapariciones de ella y sus disfraces (bruja, castillo, pájaro, muchos podía él prever o recordar, pero no todos), sus reencuentros y acoplamientos tiernos o lascivos: sería un espectáculo para todos, un interminable y-entonces. Soltó una carcajada al comprender que sería así: porque al fin y al cabo él había recibido un regalo para eso; un verdadero regalo.

—¿Ves? —dijo la acacia negra que presidía la mesa del banquete, la acacia de la que habían sido cortadas las flores que orlaban la cornamentada cabeza de Auberon—. ¿Ves? Sólo los valientes merecen lo bello.

Ella está aquí cerca

El baile proseguía alrededor del príncipe y la princesa, trazando un ancho círculo sobre la hierba húmeda de rocío. Hacia el amanecer, las luciérnagas, siguiendo la dirección del dedo de Lila, describieron un gran círculo, girando en la opulenta obscuridad. Aaaah, dijeron los invitados.

—Apenas el comienzo —le dijo Lila a su madre—. ¿Ves? Tal como te lo dije.

—Sí, pero, Lila —dijo Sophie—, tú me mentiste, ¿sabes? Sobre el tratado de paz. Sobre lo de encontrarnos con ellos cara a cara.

Lila, acodada sobre la mesa sembrada de restos del festín, hundió la mejilla en el hueco de su mano, y le sonrió.

—¿Yo te dije eso? —preguntó, como si no pudiera recordarlo.

—Cara a cara —dijo Sophie, paseando una mirada a lo largo y a lo ancho de la mesa.

¿Cuántos eran los invitados? Quería contarlos, pero ellos iban de un lado a otro sin cesar, e, inexplicablemente, se empequeñecían en la centelleante obscuridad; algunos, supuso, eran con seguridad colados, ese zorro, tal vez, o aquella cigüeña melancólica, y sin lugar a dudas ese ciervo volante que iba y venía a los topetones por entre las copas derramadas luciendo sus antenas negras; de todos modos, ella no necesitaba contarlos para saber cuántos eran. Sólo que…

—Pero Alice —dijo—, ¿dónde está Alice? Alice debería estar aquí.

Ella está aquí, ella está cerca —dijeron sus Céfiros, yendo y viniendo entre los invitados. Sophie tembló por Alice, por su dolor; la música cambió otra vez, y de nuevo el silencio y la tristeza presidieron la reunión.

—Invita al petirrojo y al abadejo —dijo el árbol de acacia, sembrando pétalos blancos como lágrimas sobre la mesa del festín—. Y a mi compadre Duke aléjalo, que no es amigo del hombre.

Las brisas, transformadas en vientos al amanecer, se llevaron la música.

—Y ahora —suspiró la acacia— nuestras parrandas han terminado. —Como si fuera una nube, la blanca mano de Alice tapó la luna y el cielo se puso azul. El ciervo volante resbaló por el borde de la mesa, la mariquita alzó vuelo de regreso al hogar, las luciérnagas apagaron sus antorchas, las copas y los platos se dispersaron como hojas secas con el despertar del día.

De regreso del entierro (sólo ella sabía dónde), Llana Alice apareció en medio de ellos como la claridad del alba, sus lágrimas como fragante rocío tempranero. Al verla aparecer ellos se tragaron sus lágrimas y su asombro, y se dispusieron a marcharse; ninguno diría más tarde que ella no había tenido una sonrisa para ellos, que no los había alegrado con sus bendiciones, la despedida. Algunos suspiraban, otros bostezaban, se tomaban de las manos; de a dos y de a tres se iban a donde ella los mandaba, a las rocas, a los prados, los ríos y los bosques, a los cuatro confines de la tierra, a su reino ahora recreado.

Y entonces, a solas ya, Alice se paseó por allí, por donde el suelo húmedo conservaba la marca del obscuro círculo trazado por el baile, arrastrando su falda húmeda a través de las hierbas centelleantes. Pensó que, si pudiera, robaría este día de verano, este único día, para llevárselo a él; pero a él no le habría gustado que lo hiciera, y, de todos modos, tampoco lo podía hacer. Así que en cambio, y eso sí podía hacer, haría de este día su aniversario, un día de una luminosidad tan perfecta, una mañana tan nueva, una tarde tan infinita, que el mundo, el mundo entero habría de recordarlo eternamente.

En aquellos tiempos

Las luces de Bosquedelinde que Fumo dejara encendidas palidecieron hasta la nada aquel día; resplandecieron a la noche siguiente, y cada noche sucesiva. La lluvia y el viento penetraron, no obstante, por las ventanas abiertas, que habían olvidado cerrar; las tormentas estivales mancharon los cortinados y las alfombras, desparramaron papeles, cerraron de golpe las puertas de los armarios. Las polillas y las chinches descubrieron huecos en las pantallas de las lámparas, y murieron felices en unión con los focos encendidos o, si no morían, engendraban sus crías en las alfombras y los tapices. Llegó, por imposible que pareciera, el otoño, un mito, un rumor de no creer, las hojas muertas se amontonaron en los porches, entraron en la casa a través de la puerta mosquitera, que había quedado sin trabar y que batió desesperadamente a contraviento hasta que pereció al fin sobre sus goznes, ya no más una barrera. Los ratones descubrieron la cocina; como los gatos habían emigrado en busca de circunstancias más propicias, la despensa pasó a ser su dominio, y el de las ardillas, que llegaron más tarde y anidaron en las camas mohosas. Pero la orrería seguía funcionando, indiferente a todo, alegremente, y la casa continuaba iluminada como un faro o como la entrada de un salón de baile. En los inviernos las luces resplandecían sobre la nieve, un palacio de hielo, la nieve se colaba en los aposentos, la nieve nimbaba las frías chimeneas. La luz encendida en lo alto del porche se apagó.

Que existía en el mundo una casa así, iluminada y abierta y vacía, llegó a ser, en ese entonces, una leyenda; hubo otras historias, la gente iba y venía sin cesar, y eran historias todo cuanto querían oír, sólo en historias creían, tan dura se había vuelto la vida. La historia de la casa iluminada, la casa de cuatro pisos, siete chimeneas, trescientos sesenta y cinco peldaños, cincuenta y dos puertas, viajó lejos; todo el mundo era viajero en ese entonces. Y se encontró con otra historia, una historia de un mundo en otraparte, y de una familia cuyos nombres muchos conocían, una familia cuya casa había sido grande y habitada por sinsabores y alegrías que en un tiempo habían parecido de nunca acabar, pero habían acabado; o cesado al menos; y a los muchos que aún soñaban con esa familia tan a menudo como con la suya propia, las dos historias se les antojaban una sola. En la primavera, las luces del sótano se apagaron, todas, y una en la sala de música.

Gente que va y que viene; historias que comienzan por un sueño, narradas para oídos ansiosos por actores inexpertos, cesando luego; la historia volvía a ser sueño y después, merodeando cual fantasma durante el día, era contada y vuelta a contar. La gente sabía de la existencia de una casa así, una casa hecha de tiempo, y muchos iban en su busca.

Y era posible encontrarla. Estaba allí: al final de una entrada para carruajes tiempo ha abandonada y muy distinta de como se la imaginaba, y siempre, pese a todas sus luces, y por larga y minuciosa que hubiera sido la búsqueda, siempre el encuentro era inesperado; unos peldaños vencidos para subir al porche, y una puerta por donde entrar. Y animales pequeños que la consideraban suya, dueños y señores, compartiéndola tan sólo con el viento y con los elementos. En la biblioteca, al pie de un sillón, y abierto de cara al suelo en cierta página, un grueso libro con el lomo quebrado y deformado por la humedad. Y muchos otros aposentos, sus ventanas invadidas por los jardines lluviosos, el Parque, los árboles añosos indiferentes y tan sólo envejeciendo cada día más. Y las numerosas puertas para elegir, una confluencia de corredores, cada uno de los cuales conducía fuera de la casa, cada uno desembocando en una puerta por la que se podía salir; y la noche que caía temprano, y con ella un olvido total, ¿cuál era el camino de entrada?, ¿cuál es hoy el de salida?

Elige una puerta, da un paso. Los hongos han proliferado con la humedad, el jardín tapiado está invadido por ellos. Hay otras luces, allá en el fondo penumbroso del jardín; la puerta del muro ha quedado abierta, y la lluvia plateada se filtra en el Parque, que se divisa a través de ella. ¿De quién es ese perro?

Una por una, como largas vidas que llegan al previsible fin, las lamparillas se fundieron. Y hubo entonces una casa en tinieblas, una casa antaño hecha de tiempo y hoy la morada de los elementos, más difícil de hallar; inhallable, y ni siquiera tan fácil de soñar como antaño, cuando resplandecía con todas sus luces. Más perduran los cuentos: pero sólo por el hecho de convertirse en eso, en meros cuentos. Comoquiera que sea, todo esto aconteció hace mucho, mucho tiempo: el mundo, ahora lo sabemos, es como es y no de otra manera; si hubo alguna vez un tiempo en el que existieron pasillos y puertas, y fronteras abiertas y encrucijadas numerosas, ese tiempo no es el ahora. El mundo se ha vuelto más viejo. Ni siquiera el clima es hoy como el que recordamos de otras épocas: nunca en los nuevos tiempos hay un día de estío como los que rememoramos, nunca nubes tan blancas, nunca hierbas tan fragantes ni sombra tan frondosa y tan llena de promesas como recordamos que pueden estarlo, como lo fueron en aquellos tiempos.