Capítulo 3
Mas, ¿cómo pudisteis imaginar que viajaríais por esa senda con sólo el pensamiento; cómo pensar en medir la Luna por el pez? No, hermanos míos; no penséis nunca que es corto ese camino; corazones de leones necesitáis tener para emprenderlo, no es corto y sus mares son profundos; largo tiempo deambularéis por él, de asombro en asombro, algunas veces sonriendo, otras llorando.
Attar, El parlamento de los pájaros
Había sido más fácil de lo que Sophie imaginara reunir allí esa noche a sus parientes y vecinos, aunque no le había sido tan fácil decidir convocarlos, ni qué les diría: porque ello la obligaba a romper un silencio antiguo, tan antiguo que ellos, allí en Bosquedelinde, ni siquiera recordaban que hubiera sido juramentado, un silencio que se violaba como un cofre cuya llave se ha perdido. Eso le había ocupado los últimos meses del invierno: eso, y hacer llegar el mensaje a las granjas cercadas por el fango y a las cabañas aisladas, y a la Capital y a la Ciudad, eso y fijar una fecha conveniente para todos.
¿Está lejos?
Casi todos, sin embargo, habían accedido a venir, extrañamente no sorprendidos por el mensaje; había sido casi como si hubiesen estado esperando largo tiempo una convocatoria de esa naturaleza. Y así había sido, aunque la mayor parte de ellos no lo supiera hasta que la recibió.
Cuando la joven visitante de Marge Junípero recorrió el pentágono de cinco pueblos que cierta noche, tiempo atrás, Jeff Junípero comparara con una estrella de cinco puntas para indicarle a Fumo Barnable el camino a Bosquedelinde, más de uno de los dormidos dueños de casa se había despertado, con la sensación de que alguien o algo pasaba por allí, y una especie de paz esperanzada había descendido sobre ellos, una feliz intuición de que sus vidas no acabarían todas, como ellos lo habían supuesto, antes de que se cumpliese, Comoquiera, una antigua promesa, o que aconteciera al menos algo importante. Sólo la primavera, se dijeron a sí mismos por la mañana: sólo la primavera que llega: el mundo es como es, y no de otra manera, y no depara sorpresas semejantes. Pero entonces la historia de Marge corrió de casa en casa, con nuevos pormenores al pasar de una a otra, y hubo conjeturas y suposiciones en torno de ella; así, no se sorprendieron —y los sorprendió el no sorprenderse— cuando fueron convocados a esta reunión.
Porque con ellos, con todas esas familias tocadas por August, educadas por Auberon y después por Fumo, y visitadas por Sophie en sus interminables rondas de solterona, sucedía lo mismo que la tía abuela Nora Nube suponía habría de acontecerles a los Bebeagua y a los Barnable. Al fin y al cabo, si en una época, casi cien años atrás, sus antepasados habían venido a afincarse en este lugar, era porque conocían la existencia de un Cuento, o la de sus narradores; algunos habían sido estudiantes y hasta discípulos. Habían estado, o en todo caso, gentes como los Flores habían estado o creído ser partícipes de un secreto; y muchos de ellos habían sido lo bastante ricos para no necesitar ocupar su tiempo en algo más que meditar largamente sobre el Cuento, en medio de los ranúnculos y el algodoncillo que crecían silvestres en esas fincas que compraban pero no cultivaban. Y aunque los tiempos difíciles habían empobrecido a sus descendientes, reduciendo a muchos de ellos a la categoría de artesanos, trabajadores eventuales, conductores de camiones de reparto, peones de granja, inextricablemente intercasados ahora con los lecheros y obreros a quienes sus bisabuelos no habían dirigido la palabra, seguían teniendo historias, historias que no se contaban en ningún otro lugar del mundo. Se habían empobrecido, sí; y el mundo (pensaban) se había vuelto duro y viejo y desesperadamente vulgar; pero ellos descendían de una casta de bardos y de héroes, y habían conocido antaño una edad de oro, y la tierra en torno de ellos estaba llena de vida y densamente poblada, aunque los tiempos presentes eran demasiado groseros para percibirla. Todos ellos se habían dormido, de niños, escuchando esas viejas historias; y más tarde cortejado con ellas, y las habían contado a sus propios hijos. La casona había sido siempre el tema para ellos, hubieran podido sorprender a sus moradores con lo mucho que sabían sobre ella y su historia. Sentados a la mesa o alrededor del fuego, hablaban en susurros de esas cosas, no teniendo en estos tiempos sombríos muchos otros entretenimientos y (aunque alterándolas en sus cuchicheos hasta transformarlas en historias muy diferentes) no las olvidaban. Y cuando llegó la convocatoria de Sophie, sorprendidos por no sorprenderse, soltaron sus herramientas, se quitaron los mandiles, aprontaron a sus hijos; y despertaron a puntapiés sus viejos carricoches; y fueron a Bosquedelinde y se enteraron del regreso de una hija perdida, y de un ruego urgente, y de un viaje que tendrían que emprender.
—Y hay una puerta —dijo Sophie, tocando una de las cartas (el arcano llamado Multiplicidad) que tenía ante ella— y esa puerta es esta casa. Y —tocando la carta siguiente— hay un perro junto a la puerta. —En el doble salón el silencio era absoluto—. Y más allá —dijo— hay un río, o algo que se parece a un río.
—Habla más alto, querida —dijo Mambé, que estaba sentada casi al lado de ella—. Nadie podrá oírte.
—Hay un río —dijo Sophie de nuevo, gritó casi. Se sonrojó. En la penumbra de su alcoba, con la certeza de Lila allí presente, todo había parecido… no fácil, no, pero claro al menos; el final todavía era claro para ella, pero eran los medios los que ahora había que considerar, los medios, y éstos no eran claros—. Y un puente que hay que cruzar, o una barca o un transbordador o en todo caso alguna forma de cruzarlo; y del otro lado un hombre viejo para guiarnos, que conoce el camino.
—¿El camino que lleva adonde? —aventuró tímidamente alguien a espaldas de ella; Sophie supuso que uno de los Pájaro.
—Allá —dijo otro—. ¿No estás escuchando?
—Allá, donde están ellos —dijo Sophie—. Allá, donde se celebrará el Parlamento.
—Oh —dijo la primera voz—. Oh, yo creía que esto era el Parlamento.
—No —dijo Sophie—. Será allí.
—Oh.
Volvió el silencio, y Sophie trató de recordar qué más sabía.
—¿Está lejos, Sophie? —preguntó Marge Junípero—. Algunos no podemos ir lejos.
—No lo sé —dijo Sophie—. No creo que pueda estar muy lejos; recuerdo que a veces parecía lejos, y a veces cerca; pero no creo que pueda estar demasiado lejos; quiero decir, demasiado lejos para que no podamos llegar; pero no lo sé.
Ellos esperaban. Sophie miró sus cartas, las barajó. ¿Y si estuviera demasiado lejos?
Florita dijo en voz baja:
—¿Es hermoso? Tiene que ser hermoso.
Retoño, a su lado, dijo:
—¡No! Peligroso. Y terrible. ¡Con alimañas para luchar! Es una guerra, ¿no es cierto, tía Sophie?
Ariel Halcopéndola miró de soslayo a los niños, y a Sophie.
—¿Es eso, Sophie? —dijo—. ¿Es una guerra?
Sophie alzó la vista y extendió las palmas vacías.
—No lo sé —dijo—; yo creo que es una guerra; eso fue lo que dijo Lila. Es lo que tú dijiste —le dijo a Ariel, en un tono de ligero reproche—. Yo no lo sé. ¡No lo sé! —Se puso de pie, y se dio vuelta para mirarlos a todos—. Todo lo que yo sé es que tenemos que ir, tenemos que ir para ayudarlos. Porque si no vamos, ellos desaparecerán. Se están muriendo. ¡Eso lo sé! O yéndose, yéndose tan lejos, ocultándose tan lejos que será como si se murieran, ¡y todo por nosotros! Y pensad, pensad qué pasaría, cómo sería todo si ellos no existieran nunca más.
Ellos lo pensaron, o trataron de pensarlo, llegando cada uno a una distinta conclusión, o a una visión diferente, o a ninguna.
—Yo no sé dónde es —dijo Sophie— ni cómo iremos allí, ni qué podremos hacer para ayudar, ni por qué somos nosotros los que tenemos que ir; pero sé que tenemos, ¡que debemos intentarlo! Quiero decir, ni siquiera importa que queramos o no queramos ir, ¿no lo veis?, porque ni siquiera estaríamos aquí si no fuera por ellos; yo sé que es así. No ir ahora…, eso sería algo así como nacer y crecer, y casarse y tener hijos, y de pronto, de buenas a primeras, decir: He cambiado de parecer, preferiría no haber…, cuando ya no habría allí ni una sola persona siquiera para decir que preferiría no haber, a menos que ya hubiera. ¿Os dais cuenta? Y con ellos pasa lo mismo. Nosotros no podríamos rehusar a menos que fuésemos los que estamos destinados a ir, a menos que todos fuésemos a ir, en primer lugar.
Paseó una mirada en torno, observando a cada uno, Bebeaguas y Barbables, Pájaros, Piedras, Flores, Matas y Lobos; Charles Viñas y Cherry Lago, Retoño y Florita, Ariel Halcopéndola y Marge Junípero; Sonny Mediodía, el viejo Phil Flores y los hijos e hijas de Phil, los nietos y biznietos y tataranietos. Echaba terriblemente de menos a su tía Nube, que hubiera podido decir de una forma tan sencilla e incontrovertible todas esas cosas. Llana Alice, mejilla en mano, se limitaba a mirarla, y le sonreía; las hijas de Alice cosían tranquilas, como si todo lo que Sophie acababa de decir fuese tan claro como el agua, por absurdo que le pareciera a Sophie mientras lo decía. Su madre asentía sensatamente, pero quizá no había oído bien, y los rostros de sus primos alrededor de ella parecían vivaces y atontados, claros y obscuros, transfigurados o imperturbables.
—Os he dicho todo lo que sé —dijo Sophie, desesperada—. Todo lo que Lila dijo: que hay cincuenta y dos, y que tiene que ser el día del solsticio de verano, y que ésta es la puerta, como siempre lo ha sido; y que las cartas son un mapa, y lo que ellas dicen, hasta donde yo puedo verlo, acerca del perro y el río y todo lo demás. Ahora tenemos que pensar, pensar qué hacer.
Y todos pensaron, desde luego, muchos no demasiado habituados al ejercicio; muchos, aunque con las manos sobre la frente o las puntas de los dedos unidas, se perdían en conjeturas disparatadas o sensatas, o se abismaban en sus recuerdos; miraban o contaban las musarañas; sentían sus dolores, viejos o nuevos, y se preguntaban qué podían presagiar éstos, este viaje u otro distinto, o rumiaban simplemente, mascando y saboreando la propia familiar naturaleza, o rememorando antiguos miedos o viejas consejas, o evocando el amor o el bienestar; o no hacían ninguna de estas cosas.
—Podría ser fácil —dijo Sophie con fervor—. Podría ser. ¡Un solo paso! O podría ser difícil. Tal vez —dijo—, sí, quizá no sea un solo camino, no el mismo camino para todos… Pero hay un camino, tiene que haber. Tenéis que pensar en él, cada uno de vosotros, tenéis que imaginarlo.
Ellos lo intentaban, agitándose en sus asientos, cruzando de otra forma las piernas; pensando norte, sur, este, oeste; pensando en cómo era que estaban aquí, en todo caso, suponiendo que si pudiera verse un sendero hacia allá, entonces tal vez su continuación sería clara; y en el silencio del pensar oyeron un sonido que ninguno de ellos había escuchado aún ese año: los pajaritos, depertando de súbito con su única palabra.
—Bueno —dijo Sophie, y se sentó. De un manotazo juntó las cartas como si hubiesen acabado de contar su parte de la historia—. Sea como sea. Iremos paso a paso. Tenemos toda la primavera por delante. Entonces nos reuniremos, simplemente, y veremos. No se me ocurre nada más.
—Pero Sophie —dijo Tacey, dejando a un lado su costura—, si la casa es la puerta…
—Y —dijo Lily soltando la suya—, si nosotros estamos en ella…
—Si es así —dijo Lucy—, ¿no estamos yendo ya, de todos modos?
Sophie miró a sus tres sobrinas. Lo que ellas acababan de decir era perfectamente lógico, tenía sentido, sentido común.
—No lo sé —dijo.
—Sophie —dijo Fumo, que había permanecido de pie, cerca de la puerta. Desde el comienzo de la asamblea no había dicho una sola palabra—. ¿Puedo preguntar una cosa?
—Por supuesto —dijo Shopie.
—¿Cómo —dijo Fumo—, cómo volveremos?
En el silencio de Sophie adivinó la respuesta, la que él había esperado, la única cosa que todos los presentes habían sospechado respecto del lugar del que ella les hablara. En el silencio que ella había creado, y que nadie rompió, Sophie agachó la cabeza; todos oyeron su respuesta y en ella, escondida, la verdadera pregunta que se les formulaba, la que Sophie no sabía muy bien cómo expresar.
Comoquiera que sea, todos eran familia, pensó Sophie; o en todo caso, si venían, contaban, y si no, no, así de sencillo. Abrió la boca para preguntar: ¿Vendréis, entonces?, pero sus rostros, tan diversos, tan familiares, la intimidaron, y no pudo hacerlo.
—Bueno —dijo; a través de las lágrimas centelleantes que le empañaban los ojos, los veía ahora confusos, borrosos—. Esto es todo, supongo.
Retoño y Florita saltaron del sillón.
—Ya sé —dijo la niña—. Nos cogemos todos de la mano, en un círculo, para juntar fuerzas, y decimos todo a la par: «¡Iremos!». —Miró en derredor—. ¿De acuerdo?
Hubo algunas risas y algunas objeciones, y su madre la atrajo hacia ella y le dijo que quizá no todos quisieran hacer eso, pero ella, tomando la mano de su hermano, empezó a acuciar a sus primos y tías y tíos para que se acercasen y se tomaran de la mano, eludiendo tan sólo a la Dama del Bolso de Cocodrilo; acto seguido se le ocurrió que quizá el círculo sería más fuerte si todos cruzaban los brazos y se cogían de la mano con la mano opuesta, con el resultado de que el círculo sería más pequeño, y que cuando consiguiera tenerlo unido en un lugar se rompería en otro.
—Nadie me hace caso —se quejó Sophie, quien se limitaba a mirarla sin oírla, pensado qué podría ser de ella, de los valientes, e incapaz de imaginarlo, y justo en ese momento Mambé, que no había oído el plan propuesto por Florita, se levantó, tambaleándose, y dijo—: Bueno. Hay café y té y otras cosas en la cocina, y bocadillos —y eso rompió más aún el círculo; hubo un arrastrar de sillas y un desplazamiento general; conversando en voz baja, se encaminaron a la cocina.
Sólo fingiendo
—Vendrá de perlas el café —le dijo Halcopéndola a la anciana señora sentada a su lado.
—Sin duda —dijo Marge Junípero—. Sólo que no estoy segura de si merece la pena levantarse para ir a buscarlo. Usted sabe.
—¿Me permitirá —dijo Halcopéndola— que le traiga una taza?
—Es usted muy amable —dijo Marge con alivio. Había sido un verdadero problema para todos traerla hasta aquí, y se alegraba de poder quedarse sentada en el sitio en que la habían puesto.
—Bien —dijo Halcopéndola. Echó a andar detrás de los otros, pero se detuvo ante la mesa donde Sophie, mejilla en mano, escrutaba con angustia, o con sorpresa, las cartas—. Sophie —dijo.
Sophie alzó el rostro y miró a Halcopéndola: un temor o respeto brillaba ahora en sus pupilas.
—¿Y si fuera demasiado lejos? —dijo—. ¿Y si yo estuviera totalmente equivocada?
—No creo que puedas estarlo —dijo Halcopéndola—, en cierto modo. Hasta donde he podido comprender lo que quisiste decir, en todo caso. Es muy extraño, lo sé; pero ésa no es razón para suponer que sea falso. —Tocó el hombro de Sophie—. Yo diría más bien que quizá no es aún suficientemente extraño.
—Lila —dijo Sophie.
—Eso —dijo Halcopéndola— fue extraño. Sí.
—Ariel —dijo Sophie—, ¿no querrías mirarlas? Quizá tú puedas ver algo, algún primer paso.
—No —dijo Halcopéndola, retrocediendo—. No; yo no tengo derecho a tocarlas. —En la figura que Sophie había extendido, rota ahora, no aparecía el Loco—. Ahora son una cosa demasiado importante.
—Oh, no sé —dijo Sophie, desparramándolas sobre la mesa sin mirarlas—. Yo creo…, tengo la impresión de haber acabado con ellas. O con lo que ellas puedan decir. Tal vez sea sólo yo. Pero no parece que haya en ellas nada más. —Se levantó y se alejó de las cartas—. Lila dijo que eran la guía. Pero yo no lo sé. Creo que sólo estaba fingiendo.
—¿Fingiendo? —dijo Halcopéndola, siguiendo a Sophie.
—Sólo para mantener vivo el interés —dijo Sophie—. La esperanza.
Halcopéndola les lanzó una mirada por encima del hombro. Como el círculo que intentara hacer Florita, también las cartas estaban fuertemente unidas, incluso así, en desorden, con las manos entrecruzadas. Acabado con ellas… Volvió rápidamente la cabeza, le hizo un gesto amistoso a la señora a cuyo lado había estado sentada durante la reunión, y que la anciana dama no pareció ver.
Y en verdad, Marge Junípero no la veía, pero no era la mala vista ni la dispersión de la atención propia de la edad lo que la cegaba; estaba absorta, simplemente absorta —como Sophie les había pedido que lo hicieran—, pensando en cómo podría ella ir andando hasta ese lugar, y qué podría llevar consigo (una flor seca conservada entre las páginas de un libro, un chal bordado con esas mismas flores, un relicario que contenía un rizo de cabellos negros, un acróstico de San Valentín en el que las letras de su nombre eran las mismas iniciales de sentimientos ahora mustios hasta el sepia y la insinceridad) y cómo podría economizar sus fuerzas hasta el día en que tuviera que ponerse en camino.
Porque ella sabía cuál era ese lugar del que Sophie hablaba. En los últimos tiempos la memoria de Marge se había debilitado, lo que equivale a decir que ya no guardaba, depositado en ella, el tiempo pasado, no era lo bastante resistente para retener los momentos, las mañanas y los atardeceres, de su larga vida; rotos los diques, sus recuerdos fluían juntos, confundidos, indiferenciables del presente. Con la edad, su memoria se había vuelto incontinente; y ella sabía muy bien cuál era ese lugar al que tenía que ir. Era el lugar al cual, unos ochenta años atrás, o ayer, había huido August Bebeagua; y también el lugar en el que ella se había quedado cuando él se marchó. Era el lugar al que van todas las esperanzas jóvenes cuando se hacen viejas y las hemos perdido; el lugar adonde van los comienzos cuando llegan los finales, y luego se van, también ellos.
El día del Solsticio de Verano, pensó, y se puso a contar los días y semanas que faltaban hasta él; pero se olvidó de qué estación era esta en la que empezaba a contar, así que desistió.
¿Adónde era que iba?
En el comedor, Halcopéndola se topó con Fumo, solitario en el rincón, perdido al parecer en su propia casa y en sus pensamientos.
—¿Cómo entiende usted todo esto, señor Barnable? —le preguntó.
—¿Hm? —Fumo tardó un momento en distinguirla—. Oh. No lo entiendo. No. No lo entiendo. —Se encogió de hombros, no como quien se disculpa, sino como si fuera una postura que estuviese tomando, sólo un aspecto de la cuestión, aunque del otro había también mucho que decir. Desvió la mirada.
—¿Y cómo —dijo ella, viendo que no debía insistir en ese tema— marcha su orrería? ¿Ha conseguido ponerla en funcionamiento?
También ésta parecía ser una pregunta inoportuna. Fumo suspiró.
—En funcionamiento, no —dijo—. Todo a punto para que funcione. Sólo que no funciona.
—¿Cuál es la dificultad?
Él hundió las manos en los bolsillos.
—La dificultad —dijo— consiste en que es circular.
—Bueno, también lo son las esferas —dijo Halcopéndola—. O casi.
—No me refería a eso —dijo Fumo—. Quiero decir que depende de ella misma para funcionar. Depende de que funcione para funcionar. Usted sabe. El Movimiento Perpetuo. Es una máquina de movimiento perpetuo, créalo o no.
—También lo son las esferas —dijo Halcopéndola—. O casi.
—Lo que no puedo comprender —dijo Fumo, y a medida que reflexionaba parecía agitarse cada vez más, y hacía tintinear los objetos menudos que tenía en los bolsillos, tornillos, arandelas, monedas— es cómo a Henry Nube, o a Harvey, se le pudo ocurrir una idea tan absurda. El movimiento perpetuo. Todo el mundo lo sabe… —Miró a Halcopéndola—. Por cierto —dijo—, ¿cómo funciona la suya? ¿Qué la hace girar?
—Bueno —dijo Halcopéndola, depositando sobre un aparador las dos tazas de café que traía—, no, supongo, de la misma forma que la suya. La mía muestra una esfera celeste más simple, en muchos aspectos…
—Bueno, pero ¿cómo? —dijo Fumo—. Déme usted una pista, al menos. —Sonrió, y Halcopéndola pensó, mientras lo observaba, que raras veces había sonreído en los últimos tiempos. Se preguntó cómo, ante todo, habría venido a parar a esta familia.
—Le puedo decir esto —dijo—. Sea lo que sea lo que haga girar la mía, yo tengo la absoluta convicción de que fue proyectada para que funcionara por sí sola.
—Por sí sola —dijo Fumo, en tono dubitativo.
—Sin embargo, no pudo hacerlo —dijo Halcopéndola—. Quizá porque no es el verdadero firmamento, porque reproduce un firmamento que jamás podría girar por sí solo, sino movido siempre por una voluntad: por ángeles, por dioses. El mío es el antiguo firmamento. Pero el de usted es el nuevo, el firmamento newtoniano, dotado de autopropulsión, al que una vez que se le ha dado cuerda gira y gira eternamente.
Fumo la miraba fascinado.
—Hay una máquina que supuestamente tendría que accionarla —dijo—. Pero también ella necesita algo que la accione a su vez. Necesita un impulso.
—Bueno —dijo Halcopéndola—. Una vez debidamente instalada… Si tuviera, quiero decir, los movimientos de los astros, ésos serían irresistibles, ¿verdad que sí? —Un fulgor extraño empezó a brillar en las pupilas de Fumo, un fulgor que a Halcopéndola le parecía dolor. Haría mejor en cerrar el pico. Una pequeña lección. De no haber intuido que Fumo estaba efectivamente al margen del plan proyectado por el resto de la familia, y que ella, Halcopéndola, no tenía en absoluto la intención de secundar, no habría añadido—: A lo mejor, señor Barnable, confunde usted una cosa con otra. El impulso y lo que es impulsado. Los astros tienen energía de sobra.
Recogió las tazas de café, y cuando él estiró una mano para retenerla, ella se las mostró, sacudió la cabeza, y escapó; su pregunta siguiente iba a ser una que ella no podría responder sin quebrantar antiguos juramentos. Deseaba haberle prestado alguna ayuda. Sentía, por alguna razón, la necesidad de contar con un aliado aquí. Al detenerse, desorientada (al salir del comedor había tomado una dirección equivocada), en una confluencia de varios corredores, lo vio, precipitándose escaleras arriba, y deseó no haberlo estimulado en vano.
Y ahora, ¿adonde era que iba? Miraba en derredor, dando vueltas y vueltas, con el café enfriándose en sus manos. De algún lugar le llegaba un murmullo de voces.
Un recodo, una encrucijada desde donde podían verse muchos caminos a la vez; un Panorama. Ninguna de sus mansiones de la memoria estaba más imbricadamente construida, con más corredores, más recintos que fueran dos lugares a la vez, más precisa en sus confusiones, que esta casa. La sentía despertar en torno de ella, el sueño de John, el castillo de Violet, alta y con numerosas habitaciones. Se adueñaba de sus pensamientos como si estuviera en verdad hecha de recuerdos; comprendió, y una claridad aterradora la inundó al comprenderlo, que si ésta fuera la casa de su memoria, todas sus conclusiones resultarían ahora muy distintas, sí, absolutamente distintas.
Había estado sentada esa noche entre ellos, sonriendo y escuchando cortésmente, como quien asiste a un servicio religioso de una congregación a la que no pertenece, aunque tomada por los miembros como uno de ellos, sintiéndose a la vez turbada por la sinceridad de ellos y aislada a causa de esas emociones que se alegraba de no compartir, y quizá apenas un poquito triste por sentirse excluida, le parecía gracioso interpretar las cosas tan ingenuamente. Pero mientras tanto la casa había estado alrededor de ellos como estaba ahora de ella, grande, grave, segura e impaciente: la casa decía que no era así, no era así en absoluto. La casa decía (y Halcopéndola sabía cómo oír hablar a las casas, era su mayor talento y su gran arte, y sólo se preguntaba cómo había podido estar sorda tanto tiempo a esa voz enorme) que no eran ellos, que no eran los Bebeagua y los Barnable y el resto quienes habían interpretado las cosas demasiado ingenuamente. Ella había supuesto que las grandes cartas con las que ellos jugaban habían caído en sus manos por puro azar, un Graal escondido juguetonamente entre las copas para uso diario, un accidente histórico. Pero la casa no creía en accidentes; la casa decía que ella, Halcopéndola, se había equivocado, sí, de nuevo, y esta vez por última vez. Como si, mientras había estado sentada solitaria, en una humilde iglesia, entre feligreses ordinarios que entonaban himnos trillados, hubiera sido testigo de un milagro, de una gracia concreta y terrible, Halcopéndola temblaba ahora de repulsión y de miedo: no era posible que ella se hubiese equivocado tan horriblemente, la razón no lo podía soportar, se trocaría en sueño y se rompería en añicos, y al estallar en añicos ella despertaría en algún otro mundo, en una casa, tan extraña, tan desconocida…
Oyó que Llana Alice la llamaba, desde una dirección insospechada. Oyó las tazas de café, que aún sostenía, castañetear débilmente sobre los platillos. Trató de recobrar la compostura, de armarse de coraje, y consiguió salir de la maraña del estudio imaginario donde se había quedado atrapada.
—Pasarás la noche aquí, Ariel, ¿verdad? —dijo Alice—. El dormitorio imaginario está preparado, y…
—No —dijo Halcopéndola. Le llevó el café a Marge, que aún seguía sentada en el mismo sitio. La anciana cogió la taza con aire ausente, y a Halcopéndola le pareció que lloraba, o que había estado llorando, aunque tal vez no fuera nada más que el lagrimeo de los ojos viejos—. No, es muy amable de tu parte, pero debo marcharme. Tengo que coger desde aquí un tren hacia el norte. Debería estar en él ahora, pero conseguí hacer tiempo para venir primero aquí.
—Bueno, no podrías…
—No —dijo Halcopéndola—. Es un tren presidencial. Con servicio principesco, ¿sabes? Él está realizando una de sus giras. No sé para qué se toma la molestia. O lo fotografían, o lo ignoran. Todavía.
Los invitados se retiraban, poniéndose gruesos abrigos y gorros pasamontañas. Muchos se detenían a hablar con Sophie. Halcopéndola vio que uno de ellos, un hombre anciano, lloraba mientras hablaba, y que Sophie lo abrazaba.
—¿Irán todos, entonces? —le preguntó a Alice.
—Creo que sí —dijo Alice—. Casi todos. Nos veremos, ¿verdad?
Sus ojos fijos en Halcopéndola, tan límpidos y castaños, tan llenos de serena complicidad, le hicieron desviar la mirada, temiendo también ella empezar a balbucear y llorar.
—Mi bolso —dijo—. Iré a buscarlo y me marcharé. Es preciso.
Los salones en que habían celebrado la asamblea estaban vacíos ahora, a no ser la figura vaga de la anciana, que bebía café a sorbitos cortos como una muñeca mecánica. Halcopéndola tomó su bolso. De pronto vio las cartas desparramadas bajo la lámpara.
El fin de la historia, la de ellos. Pero no de la suya, no si podía evitarlo.
Alzó rápidamente la vista. Podía oír a Alice y Sophie, despidiéndose de los invitados en la puerta principal. Marge tenía los ojos cerrados. Casi sin pensarlo, se volvió de espaldas a la anciana, abrió de un manotón el bolso y echó en él las cartas. Como hielo le quemaron las yemas de los dedos que las tocaron. Cerró precipitadamente el bolso y se dio vuelta para marcharse. Vio a Alice de pie en la puerta del salón, mirándola.
—Adiós, entonces —dijo Halcopéndola vivamente, el corazón helado galopándole, sintiéndose tan impotente como un niño caprichoso en las garras de un adulto que no ha podido aún dominar su berrinche.
—Adiós —dijo Alice, haciéndose a un lado para dejarla pasar—. Buena suerte con el presidente. Pronto nos veremos.
Halcopéndola no la miró, sabiendo que vería su crimen reflejado en los ojos de Alice, y otras cosas que deseaba ver aún menos. Había, tenía que haber una forma de escapar de esto; si el ingenio no la podía encontrar, el poder tenía que crearla. Y ya era demasiado tarde para que pudiera pensar en otra cosa que no fuese escapar.
Demasiado pronto
Llana Alice y Sophie permanecieron en la puerta observando cómo Halcopéndola se introducía de prisa, como si la persiguieran, en su automóvil, y ponía en marcha el motor. El vehículo corcoveó hacia delante como un potrillo, y partió como una flecha por entre los pilotes de piedra hacia la noche y la niebla.
—Retrasada para su tren —dijo Alice.
—¿Te parece que ella vendrá, sin embargo? —dijo Sophie.
—Oh —dijo Alice—, vendrá, sí. Vendrá.
Volvieron la espalda a la noche, y cerraron la puerta.
—Pero Auberon —dijo Sophie—. Auberon y George…
—Está todo bien, Sophie —dijo Alice.
—Pero…
—Sophie —dijo Alice—. ¿Querrías hacerme compañía un rato? Yo no voy a dormir.
El semblante de Alice estaba sereno, y sonreía, pero Sophie oyó una súplica, hasta algo así como un temor. Dijo:
—Claro que sí, Alice.
—¿Qué te parece la biblioteca? —dijo Alice—. Nadie entrará allí.
—De acuerdo. —Siguió a Alice a la gran estancia obscura. Con una cerilla de cocina Alice encendió una lámpara y le bajó la mecha. En la niebla, del otro lado de las ventanas, parecían flotar unas luces vagas, pero no podía verse nada más—. ¿Alice? —dijo.
Alice pareció despertar de algún ensueño, y miró a su hermana.
—Alice, ¿tú sabías todo lo que yo iba a decir, esta noche?
—Oh, casi todo, supongo.
—¿Lo sabías? ¿Desde cuándo?
—No sé. En cierto modo —dijo, mientras se sentaba con lentitud en un extremo del largo sofá de cuero—, en cierto modo creo que siempre lo supe; y todo el tiempo se me aparecía cada vez con más claridad. Excepto cuando…
—¿Cuándo?
—Cuando se volvía más obscuro. Cuando…, bueno, cuando las cosas parecían no marchar como se suponía que debían hacerlo, o incluso lo contrario. Momentos en que… en que era como si todo nos fuera quitado.
Sophie desvió la mirada: pese a que su hermana había hablado con extrema dulzura, y en modo alguno en tono de reproche, ella sabía a qué épocas se había referido Alice, y le pesaba haber, aunque sólo fuera por un día, empañado sus certidumbres. ¡Y tanto, tanto tiempo atrás!
—Después, sin embargo —dijo Alice—, cuando las cosas, tú sabes, empezaron a tener sentido otra vez, tenían incluso mucho más sentido. Y te parecía tan absurdo que hubieras pensado alguna vez que no estaba todo bien, que podías haberte engañado. ¿No es verdad? ¿No fue así?
—No lo sé —dijo Sophie.
—Ven, siéntate —dijo Alice—. ¿No fueron así las cosas para ti?
—No. —Se sentó junto a Alice y ésta extendió una manta afgana multicolor sobre los hombros de ambas; sin fuego chisporroteando en el hogar, hacía frío en la espaciosa biblioteca—. Yo creo que no, que desde que yo era pequeña, tenían cada vez menos sentido.
Era difícil hablar de esas cosas después de tantos años de silencio; en un tiempo, años atrás, parloteaban sobre ellas incansablemente, no buscándoles un sentido, una explicación, sino mezclándolas con sus sueños y con los juegos que jugaban, sabiendo con tanta certeza cómo entenderlas porque no veían diferencia alguna entre ellas y sus deseos, sus ansias de felicidad, de aventuras, de prodigios. Repentinamente, tuvo una visión, un recuerdo, tan vivido y total que era como si estuviera presente, de ella y Alice desnudas, en ese paraje del linde del bosque. Durante tanto tiempo su recuerdo de esas cosas había sido sustituido por las fotografías de Auberon, que los conservaban bellamente pálidos y quietos, que el hecho de que uno volviese de pronto a ella en todo su esplendor la dejó sin aliento: calor, y certeza, y maravilla, en el intenso verano real de la niñez.
—Oh, ¡por qué —dijo—, por qué no nos habremos ido entonces, cuando sabíamos! Cuando hubiera sido tan fácil…
Alice le cogió la mano por debajo de la manta.
—Hubiéramos podido —dijo—. Podíamos haber ido en cualquier momento. Cuando sí fuimos, es el Cuento.
Añadió, al cabo de un momento.
—Pero no va a ser fácil. —Notó que sus palabras inquietaron a Sophie, y oprimió con fuerza la mano de su hermana—. Sophie —dijo—, tú dijiste el Día del Solsticio de Verano.
—Sí.
—Pero… bueno —dijo Alice—. Sólo que… que yo tengo que ir antes.
Sophie irguió la cabeza, y sin soltar la mano de su hermana, dijo, asustada:
—¿Qué?
—Que yo —dijo Alice— tengo que ir antes. —Espió el rostro de Sophie y desvió rápidamente la mirada; una mirada que, Sophie lo supo, significaba que Alice le estaba diciendo ahora una cosa que había sabido desde siempre y que había mantenido en secreto.
—¿Cuándo? —dijo Sophie, o musitó.
—Ahora —dijo Alice.
—No —dijo Sophie.
—Esta noche —dijo Alice—. O esta mañana. Fue por eso por lo que te pedí que te quedaras conmigo, porque…
—Pero ¿por qué? —dijo Sophie.
—No lo puedo decir, Sophie.
—No, Alice, no, pero…
—Está todo bien, Sophie —dijo Alice, sonriendo al ver a su hermana tan desconcertada—. Todos iremos, todos, sólo que yo tengo que ir antes. Nada más.
Sophie la miraba con asombro, mientras un pensamiento extrañísimo la invadía, invadía sus ojos desorbitados y su boca abierta y su corazón vacío: extraño porque ella se lo había oído decir a Lila, y lo había leído en las cartas, y había hablado de él a todos sus primos, pero sólo ahora lo pensaba realmente.
—Vamos a ir, entonces —dijo.
Alice asintió con un gesto, un gesto perceptible.
—Todo es verdad —dijo Sophie. Su hermana, serena o no conmovida, al menos, preparada o pareciendo estarlo, crecía inmensa ante los ojos de Sophie—. Todo verdad.
—Sí.
—Oh, Alice. —Alice, tan grande como había crecido delante de ella, la asustaba—. Oh, pero Alice, no. Espera. No te vayas ahora, no tan pronto…
—Tengo que hacerlo —dijo Alice.
—Pero entonces yo me quedaré… y todos… —Arrojó a un lado la manta y se puso de pie, para protestar—. No, no te vayas sin mí, ¡espera!
—Tengo que hacerlo, Sophie, porque… Oh, no lo puedo decir, es demasiado extraño para que lo diga, o demasiado tonto. Tengo que irme, porque si no voy no habrá lugar alguno adonde ir. Para ti, para todos.
—No comprendo —dijo Sophie.
Alice se rió, una risita que era como un sollozo.
—Yo tampoco, todavía. Pero, pronto.
—Pero sola —dijo Sophie—. ¿Cómo puedes?
Alice no respondió a esta pregunta, y Sophie se mordió los labios por haberla hecho. ¡Valiente! Un amor inmenso, un amor semejante a la piedad más profunda, la desbordó, y cogió de nuevo la mano de Alice; de nuevo se sentó a su lado. En algún lugar de la casa un reloj dio una hora temprana de la madrugada, y las campanadas, una a una, traspasaron a Sophie como puñales.
—¿Tienes miedo? —preguntó, sin poder evitarlo.
—Acompáñame aún un rato —dijo Alice—. No falta mucho para que amanezca.
Arriba, lejos, sonaron pasos, pasos rápidos, pesados. Las dos hermanas alzaron la cabeza. Los pasos sonaron arriba, luego en un corredor, y después rápidos y ruidosos, escaleras abajo. Alice oprimió la mano de Sophie, de una manera que Sophie comprendió, aunque lo que comprendía que Alice le decía con ese gesto la conmovió más profundamente que todo cuanto su hermana le había dicho hasta ese momento.
Fumo abrió la puerta de la biblioteca y se sobresaltó al ver a las dos mujeres sentadas en el sofá.
—Hey, ¿todavía levantadas? —dijo. Su respiración era agitada.
Sophie estaba segura de que leería la angustia en sus rostros, pero no, no pareció notarlo; fue hasta la lámpara, la cogió, y empezó a dar vueltas por la biblioteca escudriñando los anaqueles poblados de obscuridad.
—¿No sabríais, por casualidad —dijo—, por dónde pueden andar las Efemérides?
—¿Las qué? —dijo Alice.
—Las Efemérides —dijo él, sacando un libro y volviéndolo a poner en el estante—. El libraco rojo que da las posiciones de los planetas. Para cada fecha. Tú sabes cuál.
—¿El que tú solías consultar cuando mirábamos las estrellas?
—Ese mismo. —Se volvió hacia ellas. Todavía jadeaba ligeramente, y parecía dominado por una tremenda excitación—. ¿Ninguna idea? —Levantó en alto la lámpara—. No lo vais a creer —dijo—. Tampoco yo puedo creerlo, todavía. Pero es la única cosa que tiene sentido. La única idea lo bastante descabellada como para tener sentido.
Esperó que ellas lo interrogaran, y al cabo Alice dijo:
—¿Qué?
—La orrería —dijo él—. Va a funcionar.
—Oh —dijo Alice.
—Y no sólo eso —añadió, como si aún no pudiera salir de su asombro, pero triunfal—. Creo que fue ideada para eso. Creo que todo va a funcionar. ¡Era todo tan simple! Nunca se me había ocurrido. ¿Te imaginas, Alice? ¡La casa revivirá! ¡Si ese artefacto funciona, hará girar las correas! ¡Hará funcionar los generadores! ¡Luz! ¡Calor!
La lámpara que sostenía les mostraba su rostro, transfigurado, y al parecer al borde de un paroxismo peligroso que hizo que Sophie se encogiera, asustada. Supuso que él no podía verlas bien a las dos, y le lanzó a su hermana, que aún le oprimía la mano, una mirada furtiva, y pensó que los ojos de Alice, si pudieran hacerlo, se llenarían de lágrimas, pero que no podían: que, Comoquiera, ya no llorarían nunca más.
—Qué bien —dijo Alice.
—Bien —dijo Fumo, reanudando su búsqueda—. Tú piensas que yo estoy loco… Yo pienso que estoy loco. Pero pienso que tal vez Harvey Nube no estaba loco. Tal vez. —De debajo de otros, que cayeron al suelo ruidosamente, sacó un libro voluminoso—. Aquí está, aquí está, éste es —dijo, y sin volverse a mirarlas se encaminó a la puerta.
—La lámpara, Fumo —dijo Alice.
—Oh. Perdón. —Se la estaba llevando, sin darse cuenta. La puso encima de la mesa, y les sonrió; parecía tan infinitamente feliz que ellas no pudieron devolverle la sonrisa. Salió casi corriendo, con el libraco bajo el brazo.
Otro país
Después que Fumo se hubo marchado, las dos mujeres permanecieron un rato sin hablar. Al fin Sophie dijo:
—¿No se lo dirás a él?
—No —dijo Alice. Empezó a decir algo más, una razón tal vez, pero no lo hizo, y Sophie no se atrevió a preguntar nada más—. De todas maneras —dijo Alice—, no me habré ido, no realmente. Quiero decir que me habré ido pero seguiré estando aquí. Siempre. —Y eso era verdad, pensó; pensó, alzando los ojos hacia el cielo raso obscuro y los altos ventanales, la casa que se alzaba en torno de ella, que lo que a ella la llamaba, lo que la llamaba desde el corazón mismo de las cosas, la llamaba tanto desde aquí como desde cualquier otro lugar; y que lo que ella sentía no era desamparo, sólo que a veces ella confundía ese sentimiento con desamparo—. Pero Sophie —dijo, y su voz se había enronquecido—. Sophie, tú tendrás que atenderlo. Cuidar de él.
—¿Cómo, Alice?
—No lo sé, pero… Bueno, debes hacerlo. De veras, Sophie. Hazlo por mí.
—Lo haré —dijo Sophie—. Pero no sirvo para esas cosas; atender, cuidar.
—Yo no tardaré —dijo Alice. También de esto estaba segura, o creía o esperaba estar segura; trataba, escudriñando en su interior, de hallar esa certeza: de encontrar el gozo apacible, la gratitud, el júbilo que había experimentado cuando empezó a comprender qué conclusión iba a tener toda la historia. La sensación mitad apabullante mitad poderosa de haber vivido toda la vida como un polluelo dentro de un huevo y haber crecido luego demasiado para caber en él, y descubierto entonces la forma de empezar a romperlo, y haberlo roto al fin y estar ahora a punto de salir a un mundo inmenso, aéreo, un mundo cuya existencia ni siquiera había sospechado, pero provista sin embargo de las alas, nunca usadas aún, que necesitaría para vivir en él. Estaba segura de que lo que ella sabía ahora, todos ellos llegarían a saberlo, y otras cosas aún más prodigiosas, y todavía más maravillosas. Pero en esa estancia vieja y fría, en la obscuridad del final de la noche, no la podía sentir realmente viva dentro de ella. Pensaba en Fumo. Tenía miedo; miedo como si…
—Sophie —dijo en voz muy queda—. ¿Te parece que es la muerte?
Sophie se había dormido, con la cabeza apoyada contra el hombro de Alice.
—¿Hm? —dijo.
—¿Tú crees que esto en realidad es morir?
—No sé —dijo Sophie. Sintió que Alice temblaba a su lado—. No me parece que sea eso. Pero no lo sé.
—Yo tampoco creo que sea —dijo Alice.
Sophie no dijo nada.
—Si es, sin embargo —dijo Alice—, no es… como yo me la imaginaba.
—Morir, quieres decir, ¿no? ¿O ese lugar?
—Los dos. —Cerró un poco más sobre ella y su hermana la manta que las cubría—. Fumo me habló una vez de un lugar en la India o en China donde en tiempos remotos, cuando alguien recibía la sentencia de muerte, le daban no sé qué droga, una especie de somnífero, sólo que era un veneno, pero de acción muy lenta; y la persona al principio se duerme, duerme profundamente, y tiene unos sueños muy vividos. Durante un largo tiempo sueña, y hasta se olvida de que está soñando, sueña días y días. Sueña que está realizando un viaje, o que una cosa así le ha sucedido. Y entonces, en el trayecto, a cierta altura, tan lento es el efecto de la droga y él duerme tan profundamente que nunca llega a saber cuándo muere. Pero él tampoco sabe eso. El sueño cambia, tal vez; pero él ni siquiera sabe que es un sueño. Él sigue, nada más. Piensa tan sólo que es otro país.
—Eso es espeluznante —dijo Sophie.
—Fumo, sin embargo, decía que él no creía que lo fuese.
—No —dijo Sophie—. Claro que no.
—Decía que si se suponía que la droga siempre era fatal, ¿cómo podía nadie saber cuál era su efecto?
—Oh.
—He pensado —dijo Alice— que acaso esto sea algo parecido.
—Oh, Alice, qué espantoso, no.
Pero Alice no había querido decir nada espantoso; no le parecía a ella nada horripilante, si uno estaba condenado a muerte, imaginar la muerte como un país. Ésa era la semejanza que ella veía: porque ella había percibido algo que ninguno de los demás, y Sophie sólo vaga y tardíamente, había comprendido: que ese lugar al que habían sido invitados era ningún lugar. Al crecer ella misma, al agrandarse, había percibido que no existía lugar alguno distinto de quienes habitaban en él: cuantos menos eran ellos, más pequeño era el país. Y si ahora iba a haber una migración a esa comarca, cada emigrante tendría que crear el lugar hacia el cual viajaba, hacer ese lugar a partir de lo que él era. Eso era lo que ella, pionera, tendría que hacer: hacer con su propia muerte, o lo que ahora, en ese momento, parecía ser su muerte, un país para que el resto de ellos pudieran emigrar a él. Ella tendría que crecer lo bastante como para contener al mundo entero, o el gran mundo tendría que empequeñecerse lo bastante para caber, todo entero, en el ámbito de su pecho.
Fumo, con seguridad, tampoco creería en eso. Le resultaría difícil. Y pensó entonces que toda esa historia siempre le había resultado difícil a él; que, aunque había aprendido a ser paciente, nunca le había sido ni le sería fácil. ¿Vendría él? Más que de cualquier otra cosa, de ésa querría ella estar segura. ¿Podría él? De tantas cosas como estaba segura, pero de ésa no; tiempo atrás había comprendido que la circunstancia misma que le hiciera ganar a Fumo, ganarlo para ella, podía ser también la causa de que lo perdiera, es decir, su lugar en el Cuento. Y así eran aún las cosas, el pacto todavía vigente; incluso ahora, en este momento, sentía a Fumo suspendido del extremo de una cuerda larga y frágil, que podía romperse si tiraba de ella, o escurrirse entre sus dedos, o los de él. Y ella partiría ahora sin despedirse por el temor de que fuera para siempre.
Oh, Fumo, pensó; oh, muerte. Y durante un largo rato no pensó nada más, deseando tan sólo, sin formular el deseo, que este desenlace no fuera el desenlace que debía tener, el único desenlace que podía tener o tendría alguna vez.
—Cuidarás de él —murmuró—. Sophie, tendrás que hacer que venga, tendrás que hacerlo.
Pero Sophie se había dormido de nuevo, con la manta afgana alzada hasta la barbilla. Alice miró en derredor, como si se despertara; las ventanas estaban azules. La noche se alejaba. Como alguien que, cuando deja de sentir dolor, recobra la conciencia, reunió en torno de ella el mundo y su propio futuro. Y, desasiéndose de su dormida hermana, se levantó. Sophie soñó que se levantaba, y se despertó a medias para decir:
—Estoy lista, ya voy —y otras palabras ininteligibles. Suspiró, y Alice la arropó en la manta.
Arriba sonaban pasos otra vez, pasos que descendían. Alice besó a su hermana en la frente, sopló la llama mortecina de la lámpara; cuando la luz amarilla se apagó, el amanecer azul entró de lleno en la estancia. Era más tarde de lo que ella había pensado. Salió al corredor; Fumo bajó corriendo hasta el rellano superior.
—¡Alice! —dijo.
—Sí, shhh —dijo ella—. Vas a despertar a todo el mundo.
—Alice, funciona. —Se agarró al poste del rellano como si fuera a caerse—. Funciona, tienes que venir a ver.
—¿Oh? —dijo Alice.
—¡Alice, Alice, ven a ver! Ahora todo está bien. Todo bien, funciona, gira. ¿Lo oyes? —Y señaló hacia arriba. Lejano, lejanísimo, apenas discernible en medio de los ruidos del despertar de los pichones y los primeros pájaros, se oía un traqueteo acompasado, como el tic-tac de un enorme reloj, un reloj dentro del cual la casa misma estuviera contenida.
—¿Bien? —dijo Alice.
—Todo bien, ¡no tendremos que marcharnos! —Hizo una nueva pausa para escuchar, extasiado—. La casa no se va a desmoronar. Habrá luz y calor. ¡No tenemos que irnos, no, a ninguna parte!
Desde el pie de la escalera, Alice miraba hacia arriba.
—¿No es maravilloso? —dijo él.
—Maravilloso —dijo ella.
—Ven a ver —dijo él, volviéndose ya para subir de nuevo.
—De acuerdo —dijo ella—. Enseguida.
—Date prisa —dijo él, y empezó a subir.
—Fumo, no corras —dijo ella.
Oyó los pasos de él, más lentos. Fue hasta el espejo del vestíbulo, y descolgó de una percha su capa de abrigo, y se la puso sobre los hombros. Echó una ojeada a la figura del espejo, que a la claridad del alba parecía envejecida, y se encaminó a la gran puerta del frente con su cristal ovalado, y la abrió.
La mañana era inmensa, y se extendía delante de ella en todas direcciones, soplando por la puerta abierta su aliento frío al interior de la casa. Alice permaneció largo rato en el quicio, meditando: un paso. Un solo paso, que parecerá un paso hacia fuera, pero no lo será: un paso hacia el interior del arco iris, un paso que ella había dado hacía mucho, muchísimo tiempo, y del que ya no podía volver atrás. Cada nuevo paso era tan sólo un paso más. Alice dio un paso. Allá, desde el césped, en medio de los jirones de niebla, un perro pequeño corrió hacia ella, saltando y ladrando alegremente.