Capítulo 1

Innumerables son los campos, las cavernas, los antros de la Memoria: imposible enumerarlos a todos así como la multiplicidad de los objetos que los llenan a rebosar. Entre ellos busco mi camino, hasta más allá de donde alcanzan mis fuerzas, y nunca encuentro el fin.

San Agustín, Confesiones

En la profunda obscuridad de cierta medianoche, la Doncella de Piedra golpeó con puño recio a la puertecita del Cosmo-Opticón, en el ático de la residencia urbana de Ariel Halcopéndola.

—El Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro desea verla.

Sólo la luna, por detrás de la luna de azogue del Cosmo-Opticón, y el resplandor difuso de las luces de la Ciudad, iluminaban su firmamento de cristal; negruzcos en la penumbra, el Zodíaco y las constelaciones no eran legibles. Raro, pensó Halcopéndola, que (contrariando el orden natural) el Cosmo-Opticón sea inteligible, luminoso de día y obscuro por la noche, cuando la panoplia del firmamento real está en todo su apogeo… Se levantó y salió, sintiendo cómo la Tierra de hierro, con sus montañas y ríos esmaltados, rechinaba bajo sus pies.

El héroe ha despertado

Un año había transcurrido desde la noche en que, al alzar la vista, Ariel Halcopéndola descubriera que el orden trastocado en que siempre se desplazara el Zodíaco pintado en la bóveda azul-noche de la Terminal se había revertido y que avanzaba ahora en el sentido del mundo real. En ese año, más que nunca, había intensificado sus investigaciones acerca de la naturaleza y los orígenes de Russell Eigenblick, pese a que el Club había caído en un extraño silencio: en los últimos tiempos no le enviaban telegramas crípticos apremiándola, y si bien Fred Savage llegaba siempre puntualmente con sus honorarios, éstos no venían ya acompañados por las habituales misivas de estímulo o reproche. ¿Habrían perdido el interés?

De ser así, ella esperaba volver a despertarlo esa noche. Unos meses atrás, había encontrado una punta del ovillo; y no en sus búsquedas esotéricas, sino en cosas tan terrenales o sublunares como su vieja enciclopedia (Británica X), el sexto volumen de la Roma Medieval de Gregorovius y (un gran folio a dos columnas, que se cerraba con un candado diminuto) las Profecías del abate Joachim da Fiore. Seguir la pista hasta llegar a la certeza había, sí, requerido de todas sus artes, de afanosos esfuerzos y mucho tiempo. Ahora, sin embargo, no le quedaba ni la sombra de una duda. O sea, ella sabía Quién. No sabía Cómo, ni Por Qué; tampoco sabía más que antes quiénes eran esos hijos del Tiempo cuyo campeón podía ser Russell Eigenblick; no sabía dónde se hallaban las cartas en las que él decía estar, ni en qué sentido él estaba en ellas. Pero sabía Quién, y había convocado al Club para comunicarles la novedad. Los encontró ya instalados en los sillones y el sofá del atestado y penumbroso saloncito o estudio de la planta baja.

—Señores —dijo, asiendo a guisa de atril el respaldo de una alta silla de cuero—, hace dos años me encomendaron ustedes la tarea de descubrir la naturaleza y las intenciones de Russell Eigenblick. La espera ha sido desconsideradamente larga, pero creo que esta noche puedo al menos proporcionarles una identificación; una recomendación en cuanto a las medidas a adoptar me será más difícil. Si es que puedo sugerir alguna. Y aunque pudiese, tal vez ustedes, sí, incluso ustedes mismos, no estarán en condiciones de ponerla en práctica.

Hubo, en respuesta a sus palabras, un intercambio de miradas, más sutil que las que uno ve en un escenario, pero con el mismo efecto teatral de denotar sorpresa mutua e inquietud. Ya una vez se le había ocurrido a Halcopéndola pensar que los hombres con quienes trataba no eran el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, sino actores conchabados para que los representasen. Reprimió el pensamiento.

—Todos nosotros conocemos —prosiguió— esas leyendas presentes en muchas mitologías, de un héroe inmolado en el campo de batalla por el enemigo, o víctima de otro trágico fin, de quien se dice sin embargo que no está realmente muerto, y vive, exiliado, en algún lugar, una isla, una gruta, una nube, donde duerme un sueño secular; y del que habrá de despertar, en una hora de extrema necesidad de su pueblo, para acudir en su auxilio con sus paladines, y reinar sobre ellos a lo largo de una nueva Edad de Oro. Rex Quondam et Futurus. Arturo, en Avalon; Sikander en algún lugar de Persia; Cuchulain, aquí o allá, en uno sí y otro no cenagal o peñascal de Irlanda; el propio Jesucristo.

»Todas esas leyendas, aunque conmovedoras, sin duda, son falsas. Ninguna de las penurias de su pueblo ha despertado a Arturo; Cuchulain puede dormir mientras el suyo se desangra desde hace siglos en una encarnizada lucha fratricida; el Segundo Advenimiento, anunciado continuamente, se retrasa hasta más allá de la muerte virtual de la Iglesia que tanto contaba con él. No, cualquier cosa que la nueva Era del Mundo pueda traer consigo (y esa era está sin duda latente en lo por venir), no habrá de ser el retorno de un héroe cuyo nombre nosotros conozcamos. Sin embargo… —Titubeó, asaltada por una duda repentina. Dicha en voz alta, la revelación que se disponía a hacer a sus oyentes parecería aún más absurda. Hasta se ruborizó, avergonzada, cuando prosiguió—: Sin embargo, se da la circunstancia de que una de esas historias es verídica. No es una de las que habríamos pensado jamás que pudiera serlo, aun cuando se tratara de una que soliéramos recordar y narrar, y que por cierto no es; la historia y su héroe han caído casi en el olvido. No obstante, sabemos que es verídica porque su inevitable conclusión ha sobrevivido: el héroe ha despertado. Y ese héroe es Russell Eigenblick.

La bomba cayó entre sus oyentes menos dramáticamente de lo que ella había esperado. Los sintió retraerse. Vio, o percibió, que el cuello se les envaraba, que la barbilla se les replegaba, dubitativamente, sobre la pechera de la fina camisa de seda. No le quedaba más remedio que continuar.

—Puede que ustedes se pregunten, como me lo he preguntado yo, para ayudar a qué pueblo ha retornado Russell Eigenblick. Nosotros como pueblo somos demasiado jóvenes para haber cultivado leyendas parecidas a las que se cuentan sobre Arturo, y quizá demasiado fatuos para haber sentido la necesidad de inventarnos una. Lo cierto es, en todo caso, que ninguna se cuenta de los llamados padres de nuestra nación; la idea de que uno de esos nobles señores no esté muerto, sino que duerma su sueño secular en los montes Ozark, supongamos, o en las Montañas Rocosas, es divertida, pero nadie ni nada la sustenta, en ninguna parte. Sólo el Piel Roja, sí, sólo el desdeñado Piel Roja, el que invoca en sus danzas a sus ancestros y sus espíritus protectores, posee una historia y una memoria lo suficientemente larga como para contar con un héroe de esa especie; pero los indios parecen sentir por Russell Eigenblick tan poco interés como nuestros presidentes; y tan poco, para el caso, como el que él parece sentir por ellos. ¿De qué pueblo, entonces?

»La respuesta es: de ningún pueblo. No de un pueblo sino de un Imperio. Un Imperio que podría, y lo hizo una vez, englobar sin distinciones, a cualquier pueblo o pueblos, y que tuvo una vida, y una corona, y fronteras y capitales de la más extrema mutabilidad. Ustedes recordarán sin duda la célebre ironía de Voltaire: que no era ni sacro, ni romano, ni tampoco un imperio. Sin embargo, en cierto sentido existió hasta que (como lo hemos pensado) en su último emperador, Francisco II, renunció al título en 1806. Bien: lo que yo creo, señores, es que el Sacro Imperio Romano tampoco entonces feneció. Que continuó existiendo. Que pervivió como una ameba, cambiando de forma, reptando, expandiéndose, contrayéndose; y que mientras Russell Eigenblick dormía su largo sueño (exactamente ochocientos años, según mi cálculo), mientras, en verdad, todos nosotros dormíamos, ha reptado y se ha desplazado, cambiando de forma, y a la deriva, como los continentes, hasta que hoy está situado aquí, aquí mismo donde nosotros nos hallamos. Cómo, exactamente, habría que demarcar sus contornos, no tengo la más remota idea, aunque sospecho que pueden ser idénticas a las de esta nación. En todo caso, nosotros estamos, no me cabe duda, dentro de él. Esta ciudad puede incluso ser su Capital: aunque probablemente sólo su Ciudad Capitana.

Había dejado de observar a sus oyentes.

—¿Y Russell Eigenblick? —preguntó a la nada—. En una época, él fue su emperador. No el primero, que fue, por supuesto, Carlomagno (sobre el cual se contó durante cierto tiempo la misma historia de sueño y despertar), ni el último, ni siquiera el más insigne. Vigoroso, sí; perspicaz; inestable de temperamento; no un hábil gobernante; infatigable, pero rara vez victorioso, en la guerra. Fue él, dicho sea de paso, quien agregó lo de «sacro» al nombre de su Imperio. Hacia 1190 decidió, con el Imperio prácticamente en paz, y de momento no hostigado por el papa, emprender una cruzada. Los Infieles sólo brevemente soportaron su acoso: ganó una o dos batallas, y entonces, cuando vadeaba un río en Armenia, se cayó del caballo y, entorpecido por el peso de su armadura, no pudo salvarse. Murió ahogado. Eso dice Gregorovius, entre otras autoridades.

»Los germanos, sin embargo, al cabo de numerosos reveses ulteriores, llegaron a la conclusión de que eso no era cierto. Que no había perecido. Que tan sólo dormía, quizá al pie del Kyffhauser, en las Montañas Harz (todavía hoy se señala el lugar a los turistas), o tal vez en Domdaniel, en el mar, o dondequiera que sea, pero que volverá, sí, un día volverá: acudirá en auxilio de sus amados germanos, y conducirá las armas germanas a la victoria, y a un imperio germano a la gloria. La horrible historia de Alemania en el último siglo puede ser la persecución de este sueño vano. Aunque en realidad ese emperador, pese a su nacimiento y su nombre, no era germano. Fue emperador de todo el mundo, o al menos de toda la Cristiandad. Fue el heredero del galo Carlomagno y del César romano. Y ahora, él, al igual que sus antiguas fronteras, ha cambiado, mas no por ello ha cambiado sus lealtades, tan sólo su nombre. Señores, Russell Eigenblick es el Santo Emperador Romano Federico Barbarroja, sí, die alte Barbarossa, que ha despertado de su sueño para reinar a lo largo de esta tardía y extraña era de su Imperio.

Esta última frase la había pronunciado alzando la voz, en medio de una creciente ola de murmullos y protestas de sus oyentes, que habían empezado a ponerse de pie.

—¡Absurdo! —dijo uno.

—¡Ridículo! —dijo otro, como un salivazo.

—¿Quiere usted decir, Halcopéndola —dijo un tercero, más razonablemente—, que Russell Eigenblick cree ser este emperador redivivo y que…?

—De quién él cree ser, no tengo la más remota idea —dijo Halcopéndola—. Sólo les estoy diciendo quién es en realidad.

—Entonces contésteme usted a esto —dijo el mismo miembro, mientras alzaba la mano para acallar el alboroto que había suscitado la insistencia de Halcopéndola—. ¿Por qué vuelve precisamente ahora? ¿No dijo usted que estos héroes retornan en la hora de extrema necesidad de su pueblo, y todo lo demás?

—Tradicionalmente es lo que se dice de ellos, sí.

—Entonces, ¿por qué ahora? Si ese fútil Imperio ha permanecido emboscado durante tanto tiempo…

Halcopéndola bajó la vista.

—Dije que hacer una recomendación me sería difícil. Me temo que haya piezas esenciales de este rompecabezas que aún no están a mi alcance.

—¿Como ser?

—Como ser —dijo Halcopéndola— esas cartas de que habla él. No puedo ahora explicar mis razones, pero necesito ver esas cartas, y manipularlas… —Hubo un impaciente descruzar y recruzar de piernas. Alguien preguntó por qué—. Yo supuse —dijo ella— que ustedes necesitarían conocer su fuerza. Sus posibilidades. Qué momentos él considera propicios. Lo que está claro, señores, es que si ustedes se proponen eliminarlo, más vale que sepan si el Tiempo está a favor de ustedes o de él; y si no están ustedes alistándose en vano contra lo inevitable.

—Y usted no puede decírnoslo.

—Me temo que no. Todavía.

—No tiene importancia —dijo el miembro presente más antiguo, poniéndose de pie—. Yo me temo, Halcopéndola, que al haber usted prolongado tanto sus investigaciones sobre este caso, hemos tenido nosotros mismos que tomar una decisión. Esta noche hemos venido a relevarla a usted de cualquier obligación futura.

—Hm —dijo Halcopéndola.

El miembro más antiguo sonrió con indulgencia.

—Y en mi opinión, no creo que sus revelaciones de esta noche tengan el peso suficiente para alterar la situación. Si mal no recuerdo, la historia nos dice que el Sacro Imperio Romano nunca tuvo mucho que ver con la vida de los pueblos que supuestamente englobaba. ¿Digo bien? A los verdaderos gobernantes les gustaba tener el poder Imperial en sus manos, o bajo su control, pero de todos modos hacían lo que ellos querían.

—A menudo fue así.

—De acuerdo, entonces. El curso que hemos decidido seguir era acertado. Si Russell Eigenblick resulta ser en algún sentido ese emperador, o si convence de ello a un suficiente número de personas (advierto, dicho sea de paso, que posterga sin cesar el anuncio de quién es él, exactamente, gran misterio), en ese caso puede sernos más útil que lo contrario.

—¿Puedo preguntar —dijo Halcopéndola, mientras le hacía seña de que entrase a la Doncella de Piedra, que, inmóvil y silenciosa como una momia, esperaba en el quicio de la puerta con una bandeja de copas y un botellón— qué curso han decidido seguir?

Sonriendo, los miembros del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro volvieron a ocupar sus asientos.

—Adopción —dijo uno de ellos, uno de los que más vigorosamente habían rebatido las conclusiones de Halcopéndola—. El poder de ciertos charlatanes no tiene por qué ser desdeñado. Esto lo hemos aprendido en las manifestaciones y disturbios del verano pasado. Los tumultos en la Iglesia de Todas las Calles. Etcétera. Ese poder, desde luego, es casi siempre poco duradero. No es auténtico poder. Puro viento. Una tormenta de verano. Y ellos lo saben, además…

—Pero —dijo otro—, cuando se introduce a alguien como él en las esferas del verdadero poder, cuando se le promete una participación en él, se escuchan sus opiniones, se halaga su vanidad…

—Entonces puede ser enrolado. Puede ser utilizado, para decirlo francamente.

—Ya lo ve usted —dijo el miembro más antiguo, rehusando con un ademán los licores que le ofrecían—: en resumidas cuentas, Russell Eigenblick no tiene ningún poder real, ni adeptos poderosos. Unos cuantos payasos en camisas de colorines, unos pocos devotos. Su oratoria conmueve; pero ¿quién se acuerda al día siguiente? Si despertara grandes odios, o reavivara antiguos resentimientos… Pero no lo hace. Es pura vaguedad. Bien: nosotros le ofreceremos aliados verdaderos. Él no tiene ninguno. Aceptará. Tenemos señuelos para tentarlo. Será nuestro. Y más que útil podría resultar, además.

—Hum —dijo una vez más Halcopéndola. Educada como había sido en la más pura de las ciencias, en la más alta esfera del saber, nunca había gustado del engaño y la evasión. Que Russell Eigenblick no tenía aliados era, en todo caso, cierto. Que era un instrumento en las manos de fuerzas más poderosas, menos nombrables, más insidiosas de lo que el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro podía imaginar, ella debería en justicia informarles: aunque ni ella misma pudiese aún nombrar a esas fuerzas. Pero había sido relevada del caso. Y de todas maneras —pudo verlo en la secreta sonrisa de sus rostros— probablemente no la escucharían. No obstante, un rubor intenso, por lo que les ocultaba, le subió a las mejillas, y dijo—: Creo que voy a beber una gota de esto. ¿Nadie quiere acompañarme?

—Desde luego —dijo uno de los miembros, observándola de cerca mientras ella le llenaba su copa—, no tendrá que devolver los honorarios.

Ella le agradeció con un gesto.

—¿Cuándo, exactamente, piensan poner el plan en ejecución?

—De hoy en una semana —dijo el miembro más antiguo— tenemos una reunión con él en su hotel. —Se levantó y miró en derredor, listo para retirarse. Los que habían aceptado licores vaciaron sus copas de un trago—. Lamento —dijo el miembro más antiguo— que después de todos sus desvelos hayamos tomado nuestras propias decisiones.

—En realidad da lo mismo —dijo Halcopéndola sin levantarse.

Ellos intercambiaron miradas —ahora todos de pie— con aquel aire inconvincente, que esta vez expresaba duda meditativa o meditación dubitativa, y sin pronunciar palabra se despidieron de ella. Uno, en el momento en que salían, esperó de viva voz que Halcopéndola no se hubiese ofendido, y los otros, mientras se introducían en sus respectivos automóviles, consideraron tal posibilidad, y las consecuencias que podría tener para ellos.

Halcopéndola, ya a solas, también la consideró.

Relevada de sus obligaciones para con el Club, era una investigadora independiente. Si un nuevo Imperio antiguo estaba resurgiendo en el mundo, no pudo por menos que pensar, con él se abrirían más vastas e inéditas perspectivas para sus poderes. Halcopéndola no era inmune a las tentaciones del poder: los grandes magos rara vez lo son.

Sin embargo no se acercaba ninguna Nueva Era. Y tal vez esas fuerzas (cualesquiera que fuesen) de las que Russell Eigenblick era el instrumento, no fueran tan poderosas como las que el Club podía esgrimir contra ellas.

¿De qué lado, entonces, suponiendo que pudiese determinar qué lado era cual, debería estar ella?

Observó los arcos que formaba su brandy en las paredes de la copa. De aquí una semana… Hizo sonar la campanilla para llamar a la Doncella de Piedra, le ordenó que preparase café, y se preparó ella para una larga noche de trabajo: ahora eran demasiado escasas para malgastar una durmiendo.

Una pena secreta

Agotada por el esfuerzo infructuoso, bajó un poco antes del alba y salió a la calle vocinglera de pájaros.

Enfrente de su alta y angosta residencia había un pequeño parque que antaño había sido público pero que ahora estaba clausurado; sólo los residentes de las mansiones y clubes privados que daban a el, contemplándolo con plácidos sentimientos posesivos, tenían llaves de los portones de hierro forjado. Halcopéndola tenía una. El parque, sobrecargado de estatuas, surtidores, pilas para pájaros y otras extravagancias por el estilo, rara vez le ayudaba a reponer sus energías, ya que ella lo había utilizado a menudo como una especie de cuaderno de notas, bosquejando con trazos rápidos en su contorno solar una dinastía china o una matesis hermética, ninguna de las cuales (por supuesto) podía ahora olvidar.

Hoy, sin embargo, en el brumoso amanecer del primer día de mayo, estaba obscuro, vago, no riguroso. Era sobre todo aire, no un aire de Ciudad, sino dulce y fragante por las exhalaciones de las hojas recién nacidas; y vaguedad y obscuridad era precisamente lo que Halcopéndola ahora buscaba.

Cuando estaba llegando al portón advirtió que había alguien de pie delante de él, aferrado a los barrotes y mirando con desesperanza hacia el interior, el reverso de un hombre encarcelado. Halcopéndola titubeó. La gente que deambulaba por las calles a esa hora era de dos especies: por un lado, obreros y oficinistas diligentes pero latosos, ya levantados, y por el otro, los impredecibles y los parias que habían pasado toda la noche en pie. Lo que asomaba por debajo del largo gabán de éste parecían ser las perneras de un pijama, pero Halcopéndola no coligió de este indicio que pudiera ser un madrugador. Adoptó, como lo más adecuado para la circunstancia, los aires de un gran dama, y sacando su llave, le pidió al hombre que la disculpara, que ella desearía abrir el portón.

—Ya era hora —dijo él.

—Oh, lo lamento —dijo ella; él se había ladeado apenas, expectante, y ella comprendió que tenía toda la intención de seguirla al interior—. Es un parque privado. Me temo que usted no podrá entrar. Es sólo para los que vivimos alrededor de él. Los que tenemos llave.

Ahora podía verle claramente la cara, la barba crecida a la desesperada, las arrugas ahondadas por la mugre; sin embargo era joven. Por encima de sus ojos truculentos y a la vez vacíos se extendía una única ceja.

—Eso es condenadamente injusto —dijo él—. Todos ellos tienen casas, ¿para qué demonios necesitan además un parque? —La miraba con rabia y frustración. Halcopéndola se preguntó si debería explicarle que no había más injusticia en que a él le estuviese vedada la entrada a ese parque que a las mansiones que lo circundaban. La forma en que él la miraba parecía requerir alguna disculpa; o quizá la injusticia que lo sublevaba fuese la de naturaleza universal e incontestable, la que a Fred Savage le encantaba sacar a relucir, y ésa no requería explicaciones espurias o ad hoc.

—Bueno —dijo, como a menudo le decía a Fred.

—Cuando tu propio bisabuelo ha sido quien construyó la puñetera cosa. —Alzó la cabeza y, entrecerrando los ojos, caviló un momento—. Mi retarabuelo. —Con súbita determinación, sacó del bolsillo de su gabán un guante, se lo calzó (el dedo mayor emergió, largo y desnudo, de un descosido) y empezó a refregar los renuevos de hiedra y el polvo que obscurecían una placa atornillada al soportal de rústica piedra roja del portón—. ¿Ve? ¡Maldito sea! —La placa decía (Halcopéndola tardó un momento en reaccionar, sorprendida por no haberla visto nunca, la historia completa de la arquitectura Beaux Arts podía haber estado expuesta en su recargado frente romano y en los elaborados herrajes que la aseguraban): «Ratón Bebeagua Piedra 1900».

No, no era un chiflado. Los habitantes de las ciudades en general, y Halcopéndola en particular, poseen un sentido infalible de la diferencia —sutil pero real— entre los imposibles delirios del loco y las igualmente imposibles pero absolutamente verdaderas historias de los perdidos y los condenados.

—¿Cuál eres tú —preguntó—, el Ratón, el Bebeagua o la Piedra?

—Sospecho que usted ni se imagina —dijo Auberon— lo imposible que es hallar un poco de paz y sosiego en esta ciudad. ¿Le parezco acaso un vagabundo?

—Bueno… —dijo ella.

—El hecho es que uno no puede sentarse en el puñetero banco de un parque, o en un umbral, sin que una decena de borrachínes y fanfarrones se le junten alrededor como paridos a la vez de un soplo. A contarle su vida. A pasar una botella de mano en mano. Compinches. ¿Tiene usted alguna idea de cuántos vagabundos son maricas? Montones. Es sorprendente. —Dijo que era sorprendente, pero parecía pensar que era tan sólo lo que cabía esperar, y no por ello menos exasperante—. Paz y sosiego —dijo otra vez, en un tono que denotaba un anhelo tan genuino, un ansia tal de los parterres de tulipanes y los umbríos senderos húmedos de rocío del pequeño parque, que ella dijo:

—Bueno, supongo que se puede hacer una excepción. Para un descendiente del constructor. —Hizo girar la llave en la cerradura y abrió el portón. Él permaneció un momento inmóvil, pensativo, como ante las nacarinas puertas del paraíso; luego entró.

Una vez dentro, su furia pareció aplacarse, y Halcopéndola, aunque no había sido ésa su intención, echó a andar junto a él por aquellos senderos caprichosamente curvos que siempre parecían conducir hacia el interior pero que en realidad siempre se las ingeniaban para encaminar de regreso a la salida. Ella conocía el secreto de esos senderos —que consistía, claro está, en elegir, para internarse, aquellos que parecían llevar a los contornos—, y, con gestos sutiles, guió los pasos de ambos en esa dirección. Los senderos, aunque parecieran hacer lo contrario, los condujeron hasta donde se alzaba —en el centro del parque— una especie de templete o pabellón, un cobertizo, en realidad, para las herramientas, suponía Halcopéndola. Árboles gigantescos y arbustos añosos disimulaban la pequeñez casi miniaturesca de aquella construcción; desde ciertos ángulos parecía ser el pórtico o la esquina visible de una gran mansión; y, aunque el parque era pequeño, desde allí, desde el centro, la ciudad circundante, gracias a algún artificio de la arboleda y la perspectiva, era prácticamente invisible. Ella le hizo notar esa singularidad.

—Sí —dijo él—. Cuanto más se interna uno en él, más grande se vuelve. ¿Tomaría un trago? —Sacó del bolsillo una botella chata y transparente.

—Temprano para mí —dijo Halcopéndola. Fascinada, lo observó destapar la botella y echar un largo trago a través de un garguero sin duda insensible ya de tan curtido y lacerado. Y la sorprendió verlo enseguida sacudido por temblores involuntarios, la cara contraída de asco como lo estaría la suya si se hubiese embuchado semejante trago. Sólo un principiante, pensó. Un niño apenas, en realidad. Supuso que debía de tener una pena secreta, y ella se complacía en contemplarla: era precisamente el cambio que necesitaba para tomar distancia de aquella enormidad con que había estado debatiéndose.

Se sentaron juntos en un banco. El joven secó el cuello de la botella con la manga, la volvió a tapar con cuidado y la deslizó suavemente en el bolsillo de su gabán marrón. Es curioso, pensó ella, que ese vidrio y el claro líquido cruel puedan ser tan consoladores, contemplados con tanta ternura.

—¿Qué demonios se supone que es esto? —dijo él.

Estaban frente al edificio de piedra cuadrangular que Halcopéndola suponía era un cobertizo de herramientas u otra dependencia, disfrazado de pabellón o barraca en miniatura de un parque de atracciones.

—No lo sé exactamente —dijo ella—, pero los relieves que hay en él representan las Cuatro Estaciones. Una en cada lado.

La que en ese momento tenían delante era la Primavera, una doncella griega torneando una pieza de alfarería con la ayuda de una herramienta antigua muy semejante a una trulla, y en la otra mano una plántula. Un corderito mamón yacía acurrucado a sus pies y, como ella, parecía confiado, expectante, candido. Era una obra de una ejecución casi perfecta en todos sus detalles; variando la profundidad de la talla y los relieves, el artista había creado una impresión de campiñas distantes recién roturadas y aves migratorias en vuelo, regresando en busca de calor. La vida cotidiana en el mundo antiguo. No se parecía a ninguna primavera que ocurriera jamás en la Ciudad, pero era sin embargo la Primavera. Y más de una vez Halcopéndola la había empleado como tal. Durante un tiempo, se había preguntado por qué razón la casita no estaría centrada en su parcela de terreno, haciendo escuadra con las calles que rodeaban el parque, y había comprendido luego, al cabo de cierta reflexión, que estaba orientada de acuerdo con los puntos cardinales: el Invierno mirando al norte y el Verano al sur, la Primavera al este y el Otoño al oeste. Era fácil olvidar, en la Ciudad, que el norte apuntaba sólo muy aproximadamente hacia los barrios residenciales de la zona alta, aunque no fácil para Halcopéndola, y al parecer también este arquitecto había considerado importante una orientación exacta. Por esta razón ella simpatizaba con él. Y hasta le sonrió al joven sentado a su lado, un supuesto descendiente, pese a que parecía una criatura urbana, incapaz de distinguir un solsticio de un equinoccio.

—¿Para qué sirve? —preguntó él en voz baja pero truculenta.

—Es útil —respondió Halcopéndola—. Para recordar cosas.

—¿Qué?

—Bueno —dijo ella—. Supongamos que quisieras recordar cierto año, un año determinado, y el orden en que se sucedieron en él los acontecimientos. Podrías memorizar estos cuatro paneles y usar los objetos representados en ellos como símbolos de los sucesos que deseas evocar. Si quisieras recordar que cierta persona fue enterrada en la primavera, bueno, ahí está la pala.

—¿La pala?

—Bueno, esa herramienta para excavar.

Él la miró con desconfianza.

—¿Pero no es todo eso un poco morboso?

—Era un ejemplo.

Por un momento, él contemplaba con recelo a la doncella como si en verdad estuviese a punto de recordarle alguna cosa, alguna cosa desagradable.

—La plantita —dijo al cabo— podría ser alguna cosa que surgió en la primavera. Un trabajo. Alguna esperanza.

—Ésa es la idea.

—Y que luego se marchita.

—O da frutos.

Él permaneció un largo rato pensativo; sacó su botella y repitió exactamente su ritual, aunque esta vez con menos muecas.

—¿Por qué será —dijo, la voz enronquecida por la ginebra— que la gente quiere recordarlo todo? La vida es aquí y ahora. El pasado está muerto.

Ella no contestó nada.

—Recuerdos. Sistemas. Todo el mundo escrutando viejos álbumes, mazos de cartas. Si no están recordando, están vaticinando. ¿Para qué?

Un viejo cencerro tintineó en los salones de Halcopéndola.

—¿Cartas? —dijo.

—Hurgando el pasado —dijo él, los ojos siempre fijos en la Primavera—. ¿Acaso eso lo hará retornar?

—Sólo lo ordenará. —Ella sabía que, por muy racionales que pudieran parecer, las personas como él, las que viven en la calle, no están constituidas de la misma manera que las que habitan en casas. Que tienen una razón para estar donde están, expresada en una peculiar aprehensión de las cosas, una ausencia total de compromiso con el mundo ordinario y lo que en él acontece, a menudo involuntaria. Sabía que no debía acosarlo a preguntas, insistir en un tema, pues ese camino, como los senderos de este parque, sólo la alejaría de lo que le interesaba conocer. Pero ahora no quería por nada del mundo perder el contacto—. La Memoria puede ser un arte —sentenció en un tono profesoral—. Lo mismo que la arquitectura. Creo que esto lo habría comprendido tu antepasado.

Él enarcó las cejas y los hombros como diciendo: Quién sabe o a quién le importa.

—La arquitectura —dijo ella— no es otra cosa que memoria petrificada. Un hombre eminente dijo esto.

—Hum.

—Muchos grandes pensadores del pasado —cómo había adoptado ese tono magisterial, ella no lo sabía, pero al parecer no podía abandonarlo y, por lo demás, parecía cautivar a su interlocutor— creían que la mente es una casa en la que están guardados los recuerdos del hombre; y que el método más sencillo para evocarlos consiste en imaginar una arquitectura, y luego distribuir en las distintas dependencias imaginadas por el arquitecto símbolos de lo que se desea recordar. —Bueno, con seguridad esto lo ha desorientado, pensó; pero el muchacho, al cabo de un momento de reflexión, dijo:

—Como el tipo enterrado con la pala.

—Exactamente.

—Estúpido —dijo él.

—Puedo darte un ejemplo mejor.

—Hum.

Le dio el famoso ejemplo de una causa criminal de Quintiliano, sustituyendo libremente los símbolos antiguos por modernos y distribuyéndolos por los distintos sectores del pequeño parque. La cabeza del joven giraba sin cesar de lado a lado a medida que ella, sin necesidad de mirar, disponía esto aquí, aquello allá.

—En el tercer lugar —dijo— ponemos un autito de juguete roto, para recordar que la licencia del conductor está vencida. En el cuarto lugar, esa especie de arcada ahí detrás de ti, a la izquierda, colgamos a un hombre, a un negro, digamos, todo vestido de blanco, con los zapatos en punta colgando hacia abajo, y encima de él un letrero: INRI.

—Para qué demonios.

—Vivido. Concreto. El juez ha dicho: a menos que poseas la prueba documentada, perderás la causa. El negro vestido de blanco significa que se posee la prueba por escrito.

—En blanco y negro.

—Eso es. Y el hecho de que el hombre esté colgado significa que hemos conseguido esa prueba en blanco y negro, y el letrero, que es eso lo que nos salvará.

—Santísimo Dios.

—Suena espantosamente complicado, lo sé. Y supongo que en realidad no es más útil que un cuaderno de notas.

—¿Para qué, entonces, toda esa patraña? No lo entiendo.

—Porque —dijo ella con cautela, intuyendo que él, pese a su aparente truculencia, la comprendía muy bien— puede ocurrir, si practicas este arte, que los símbolos que dispones uno al lado del otro se modifiquen por sí mismos sin que tú lo hayas querido, y que la próxima vez que los invoques, puedan decirte algo nuevo y revelador, algo que tú no sabías que sabías. De la adecuada disposición de lo que sabes puede emerger espontáneamente lo que no sabes. Ésta es la ventaja de un sistema. La memoria es fluida y vaga. Los sistemas son precisos y articulados. La razón los aprehende mejor. Éste ha de ser sin duda el caso de las cartas de que tú hablabas.

—¿Cartas?

—Tú hablaste de alguien que se pasaba las horas escrutando un mazo de cartas.

—Mi tía. No tía mía en realidad —como si renegara de ella—. La tía de mi abuelo. Ella tenía esas cartas. Las extendía, las estudiaba. Huroneando el pasado. Vaticinando cosas.

—¿Tarot?

—¿Hum?

—¿Eran las cartas del Tarot? Ya sabes, el colgado, la papisa, la torre…

—No lo sé. ¿Cómo podría saberlo yo? A nadie me explicó nunca nada. —Rencoroso—. No recuerdo esas figuras, sin embargo.

—¿De dónde provenían?

—Yo qué sé. De Inglaterra, supongo, puesto que eran de Violet.

Halcopéndola se sobresaltó, pero su interlocutor estaba tan abismado en sus pensamientos que no lo advirtió.

—¿Y había algunas cartas con figuras? ¿Además de los personajes de la corte?

—Oh, claro que sí. Un montón. Personas, lugares, cosas, nociones.

Entrelazando lentamente los dedos, Halcopéndola se reclinó en el banco. No sería la primera vez que un lugar del que solía servirse para múltiples propósitos memorativos, como este parque, se poblara de criaturas quiméricas, sugerentes o meramente extrañas, convocadas por la conjunción de antiguas yuxtaposiciones, reveladoras, a veces, de algún significado que de lo contrario ella no habría percibido. A no ser por el acre olor del gabán de ésta, por la innegable terrenalidad de su pijama a rayas, podía haber pensado que era una de aquéllas. No tenía importancia. No existe el azar.

—Háblame —dijo—. De esas cartas.

—¿Y si lo que uno quisiera fuese olvidar cierto año? No recordarlo, sino olvidarse de él. Nada que hacer, ¿no? Ningún sistema para eso, oh, no.

—Oh, supongo que hay métodos —dijo ella, pensando en su botella.

El pareció abismarse en amargas cavilaciones, la mirada ausente, el largo cuello encorvado como un pájaro triste, las manos cruzadas sobre el regazo. Halcopéndola estaba tratando de encontrar palabras para formular una nueva pregunta sobre las cartas, cuando él dijo:

—La última vez que ella me leyó esas cartas, me dijo que iba a conocer a una mujer morena y hermosa, no se le pudo ocurrir nada más cursi.

—¿La conociste?

—Ella dijo que iba a ganar el amor de esa mujer, no por ninguna virtud que yo poseyera, y que la iba a perder no por ninguna falta que fuera a cometer.

Durante un rato no dijo nada más y (pese a no estar segura ahora de que él hubiese oído o registrado gran cosa de lo que ella decía) aventuró con dulzura:

—Son cosas que suelen pasar con el amor. —Y, como él no respondiera—: Sé de cierta pregunta que cierto mazo de cartas podría contestar. ¿Tu tía aún…

—Ha muerto.

—Oh.

—Mi tía, sin embargo. Quiero decir que ella no era mi tía, pero mi tía Sophie. —Hizo un gesto que parecía significar: Esto es complejo y agotador, pero usted seguramente entiende lo que quiero decir.

—Las cartas siguen en tu familia —conjeturó ella.

—Oh, seguro. Allí nunca se tira nada.

—¿Dónde exactamente…?

Él alzó una mano para atajar la pregunta, súbitamente en guardia.

—No quiero hablar de cuestiones familiares.

Ella esperó un momento, y luego dijo:

—Fuiste tú quien mencionó a tu retarabuelo, que construyó este parque. —¿Por qué de pronto tenía una visión del Castillo de la Bella Durmiente? Un castillo. Con un seto de espinos, impenetrable.

—John Bebeagua —dijo él, asintiendo.

Bebeagua. El arquitecto… Un chasquido de dedos mental. Ese seto no era de espinos.

—¿Estaba casado con una mujer llamada Violet Zarzales?

Él asintió,

—¿Una mística, una vidente?

—¿Quién demonios sabe qué era ella?

La urgencia la instó repentinamente a un gesto, precipitado quizá, pero no había tiempo que perder. Sacó de su bolsillo la llave del parque, y cogiéndola por la cadena, la sostuvo delante de él, como los antiguos mesmeristas acostumbraban hacerlo delante de sus sujetos.

—Yo creo —dijo, viendo que él tomaba nota— que tú mereces tener libre acceso a este lugar. Aquí tienes mi llave. —Él extendió una mano y ella retiró un poco la llave—. Lo que yo pido a cambio es una presentación para la mujer que es o no es tu tía, e instrucciones explícitas de cómo dar con ella. ¿De acuerdo? —Como si realmente hubiera caído en trance, mesmerizado por el brillante trocito de bronce, él le dijo lo que quería saber. Ella depositó la llave en la palma de su guante mugriento—. Un trueque —dijo.

Auberon cerró el puño sobre la llave, ahora su única posesión, aunque eso no podía saberlo Halcopéndola y, roto ya el hechizo, desvió la mirada, no muy seguro de no haber traicionado algún secreto, pero poco inclinado a sentirse culpable.

Halcopéndola se levantó.

—Ha sido sumamente esclarecedor —dijo—. Que disfrutes del parque. Como te he dicho, puede ser útil.

Un año para depositar

Auberon, después de otro trago lancinante pero a la vez benéfico, comenzó, cerrando un ojo, a evaluar sus nuevos dominios. La regularidad que iba descubriendo en ellos, en sus elementos, lo sorprendía, ya que el tono no era regular sino agreste, boscoso. Sin embargo, los bancos, los portones, los obeliscos, las casetas de vencejos en los pilotes y las intersecciones de los senderos guardaban una simetría claramente visible desde su puesto de observación. Una simetría que emanaba de la casita de las estaciones o que irradiaba de ella en abanico.

Por supuesto, era una pura patraña esa ciencia o arte que la mujer se había empeñado en inculcarle. Le remordía la conciencia por infligir a su familia una lunática semejante, aunque probablemente ni cuenta se darían, de remate como estaban también ellos. Era curioso que a un hombre accesible y complaciente como él tuvieran que salirle al paso, por dondequiera que fuese, pajarracos y bicharracos de esa especie.

Fuera del parque, enmarcado por sicómoros desde su puesto de observación, se alzaba el clásico edificio de un pequeño palacio de justicia (también de Bebeagua, hasta donde él sabía) coronado a intervalos regulares por estatuas de antiguos legisladores, Moisés, Solón, etc. Un lugar para presentar una querella, ciertamente. Su exasperante litigio con Petty, Smilodon & Ruth. Las artesonadas puertas de bronce, no abiertas aún a esa hora, la cerrada vía de acceso a su legado, las molduras de óvulos y hojas, la interminable repetición de espera y esperanza, esperanza y espera.

Estúpido. Desvió la mirada. ¿Para qué? Aun cuando el edificio acogiera favorablemente su caso con todas sus complejidades (y cuando volvió a mirarlo de soslayo supo que lo haría), no valía la pena. ¿Cómo podría él olvidar todo eso? Las limosnas con que lo despachaban, a duras penas suficientes para que no se muriese de hambre, para que continuase firmando (con garabatos cada vez más furibundos) los instrumentos, renuncias, recursos y poderes que ellos le ponían delante con la misma frialdad con la que esos inmortales de mirada pétrea allá en la cúpula exhibían tablas, libros, códices: la última de las últimas le había alcanzado para pagarse esta ginebra que bebía ahora, y necesitaría más de lo que quedaba en la botella para olvidar la indignidad de la humiIlación que le costara conseguirla, la tremenda injusticia. Diocleciano contando uno por uno los arrugados billetes de la caja chica.

Al demonio con todo eso. Que el palacio de justicia quedase ahí fuera, donde estaba. Aquí dentro no imperaba ninguna ley.

Un año para depositar en él. Ella había dicho que el valor de su sistema residía en que de lo conocido podía emerger espontáneamente lo que uno no sabía.

Y bien: había algo que él no sabía.

Si pudiera creer lo que había dicho la vieja, si pudiera creerlo, ¿no tendría que poner ya, aquí y ahora, manos a la obra, memorizar cada parterre de tulipanes, cada varilla asaetada de la verja, cada piedra estucada, para poder entonces distribuir, a lo largo y a lo ancho, cada detalle, cada partícula de Sylvie perdida? ¿No debería luego recorrer, husmeando furiosamente los curvilíneos senderos del parque, como ese cuzco que acababa de entrar con su amo, buscando, rebuscando, yendo primero en la dirección del sol, después a contrasol, buscando hasta que apareciera clara y simple la respuesta, la asombrosa verdad perdida, que le haría agarrarse la cabeza y exclamar: Ahora entiendo?

No, él no haría nada de eso.

La había perdido; ella lo había abandonado, y para siempre. Ese hecho era lo único que podía disculpar, que hacía parecer razonable y hasta natural su degradación presente. Si ahora le fuese revelado su paradero, pese a que había pasado todo un año procurando averiguarlo, ése sería entre todos el sitio que más evitaría.

Sí, pero… Él no quería encontrarla, ya no; pero le gustaría saber por qué. Le gustaría (tímida, subjuntivamente) saber por qué lo había abandonado para siempre, sin una palabra, sin tan siquiera, al parecer, echar una mirada atrás. Le gustaría saber. Le gustaría saber, bueno, en qué andaba ella ahora, si estaría bien, si pensaría alguna vez en él y con qué talante, con afecto u otros sentimientos. Recruzó las piernas, pateando el aire con un zapato roto.

No: en realidad, daba lo mismo; le daba lo mismo saber que el descabellado y monstruoso sistema de la vieja era inservible. Esta Primavera no podría ser jamás aquella otra que ella hiciera florecer para él, ni esa plantita el amor que había nacido entre ellos, ni esa trulla el instrumento que pautara la felicidad de su ahora furioso y desdichado corazón.

En primer lugar

Al principio, su desaparición no le había parecido tan alarmante. Ella se había escapado otras veces, por un par de noches o un fin de semana, adonde y por qué motivos, él nunca le pedía explicaciones: era un tipo comprensivo, razonable. Nunca, antes, se había llevado hasta la última hilacha, la última chuchería, pero a eso él no le daba importancia, podía traerlo todo de vuelta dentro de una hora, en cualquier momento, tras haber perdido por un pelo un autobús o un tren o un avión, o no haber podido soportar al pariente, la amiga o el amante en cuyos lares habría acampado. Un error. La intensidad de sus deseos, de su anhelo de que le resolvieran para bien las cosas de la vida, aun en las condiciones imposibles en que transcurría la suya, la hacía a veces incurrir en esas equivocaciones. Ensayó discursos paternales o avunculares con los cuales —no herido ni alarmado ni encolerizado— él la aconsejaría, después de recibirla con los brazos abiertos, cuando regresara.

Buscó notas. Aunque pequeño, el Dormitorio Plegable era un caos tal que una esquela bien podía haberle pasado inadvertida: se había caído detrás de la cocina, ella la había puesto sobre el alféizar de la ventana y había volado a la huerta, él la había cerrado inadvertidamente junto con la cama, al levantarla. Sería una nota escrita con su letra grande, redonda, impetuosa; comenzaría con un «¡Hola!» y terminaría firmada con xxx… a modo de besos. La había escrito al dorso de algo sin importancia y él la había tirado mientras la buscaba entre los papeles sin importancia. Vació la papelera, pero cuando el contenido estuvo desparramado alrededor de sus tobillos interrumpió la búsqueda y se quedó inmóvil, petrificado al imaginar súbitamente una nota muy distinta, una nota sin el «Hola» y sin los besos. Se parecería a una carta de amor por su tono serio, elaborado, pero no sería una carta de amor.

Había gente a quien él podía llamar. Cuando (después de un sinfín de dificultades) consiguieron —ante el asombro de George Ratón— instalar un teléfono, ella solía pasarse las horas hablando con parientes o cuasiparientes en una rápida y (para él) desopilante mezcolanza de español e inglés, a veces gritando de risa, otras veces gritando a secas. Él no había anotado ninguno de los números a los que ella llamaba; ella misma perdía con frecuencia los papelitos y sobres viejos en que los apuntaba, y tenía que recitarlos en voz alta, mirando el techo, ensayando distintas combinaciones de los mismos números hasta dar con el que le sonaba correcto.

Y la guía telefónica, cuando (sólo hipotéticamente, no había necesidad inmediata) la consultó, contenía columnas asombrosas, en verdad auténticas legiones de Rodríguez, Garcías y Fuentes, con largos y pomposos nombres de pila, Montserrat, Alejandro, que él nunca le había oído usar. Y a propósito de nombres pomposos, vaya con el de este último tipo, Archimedes Zzzyandottie, válgame Dios.

Se acostó absurdamente temprano, tratando de apurar las horas hasta su regreso inevitable; tendido en la cama, despierto, escuchaba los latidos y zumbidos y crujidos y gemidos de la noche, tratando de distinguirlos de las primeras intimaciones de sus pasos en la escalera, por el pasillo: el corazón le latía de prisa, ahuyentando el sueño, cada vez que escuchaba, con el oído de su imaginación, el rasguido de sus uñas escarlatas sobre la puerta. Por la mañana se despertó con un sobresalto, incapaz de recordar por qué ella no estaba a su lado; y entonces se acordó de que no lo sabía.

Seguramente alguien allí en la Alquería sabría algo; pero él tendría que ser muy circunspecto; se limitó a hacer preguntas que, de llegar alguna vez a oídos de ella, no delatasen una aflicción posesiva, un fisgoneo incordiante de su parte. Pero las respuestas que obtuvo de los trabajadores que rastrillaban estiércol y plantaban tomates fueron menos reveladoras aún que sus preguntas.

—¿Has visto a Sylvie?

—¿Sylvie?

Como un eco. Una suerte de recato le impedía acercarse a George Ratón, porque quizá fuera a sus brazos adonde ella había huido, y de eso él no quería enterarse por George, no porque alguna vez hubiese percibido competencia de parte de su primo, o celos, pero, bueno, no le gustaba ninguna de las conversaciones que podía imaginar entre él y George sobre el tema. Empezó a sentir un terror pánico. Vio a George un par de veces, empujando dentro y fuera de los cobertizos de las cabras una carretilla, y lo estudió secretamente. Su aspecto parecía el de siempre.

Al anochecer cayó en un estado de furia e imaginó que ella, no contenta con haberlo plantado, había urdido por añadidura una conspiración de silencio para ocultar sus rastros. «Conspiración de silencio»…, «ocultar sus rastros», dijo en voz alta esa noche, más de una vez, a los muebles y adminículos del Dormitorio Plegable, ninguno de los cuales era ahora de Sylvie. (Sus pertenencias, en ese mismo momento, estaban provocando, una por una, en otro lugar, exclamaciones de asombro, a medida que eran extraídas, una por una, las talegas atadas con cordeles de los tres ladronzuelos carichatos de capuchas pardas que se habían encargado de sustraerlas; provocando las exclamaciones de asombro de vocecitas cantarinas a medida que iban siendo guardadas en un giboso baúl con remaches de hierro negro, en espera de que su dueña se presentase a reclamarlas.)

El segundo lugar

El camarero del Séptimo Santo, «nuestro» camarero, no apareció a trabajar esa noche ni la siguiente ni la siguiente, aunque Auberon iba allí noche tras noche para interrogarlo. El nuevo no sabía con exactitud qué le había pasado al otro. Se habrá ido a la Costa, tal vez. Se ha marchado, en todo caso. Auberon, no teniendo otro puesto mejor desde el cual ejercer su vigilancia cuando no podía ya soportar la espera en el Dormitorio Plegable o en la Alquería del Antiguo Fuero, pedía otro trago. Una de esas alteraciones periódicas en la vida de un bar se había producido últimamente entre la clientela. A medida que avanzaba la noche, reconocía a pocos parroquianos; parecían haber sido desplazados por una nueva hueste, una hueste que superficialmente se parecía sin duda a la que Sylvie y él habían conocido, y que de hecho era en todo sentido la misma gente, salvo que no lo eran. El único rostro familiar era el de León. Después de una lucha interior y varias ginebras, logró una pregunta casual.

—¿Has visto a Sylvie?

—¿Sylvie?

Bien podía ser, desde luego, que León la estuviese ocultando en algún apartamento de la parte alta de la ciudad. Podía ser que se hubiera ido a la Costa con Víctor, el que servía en la barra. Sentado en su banqueta noche tras noche delante del ventanal color caramelo, viendo afuera pasar el gentío, fabulaba éstas y algunas otras explicaciones de lo que le había acontecido a Sylvie, unas placenteras para él, otras enloquecedoras. Fundamentaba cada una en causas sembradas en el pasado, y en una resolución: lo que ella haría y diría, y lo que haría y diría él. Todas, a la larga, se ponían rancias, y él, como un pastelero sin suerte, las retiraba, bonitas aún pero invendibles, de su escaparate, y las reemplazaba por otras. En eso estaba el viernes siguiente a su desaparición, el local repleto de gente alegre, más decidida a divertirse, más exquisita que la clientela diurna (aunque no estaba seguro de que no fuesen los mismos). Sentado en su banqueta como en una roca solitaria en medio del turbulento y espumoso flujo y reflujo de esa marea humana. La fragancia dulzona de los licores se mezclaba con la mezcla de sus perfumes, y todos ellos juntos producían el susurrante sonido marino que, cuando él se convirtiese en un escritor de guiones para la TV aprendería a llamar «uala». Uala uala uala. A lo lejos los camareros servían banquetes, descorchando botellas, disponiendo cubiertos. Un hombre algo mayor, con las sienes plateadas menos por la edad al parecer que por la elección, pero con un aire de ruina sutil en su elegancia, le servía vino a una mujer morena y risueña, tocada con un sombrero de ala ancha.

La mujer era Sylvie.

Una de las explicaciones de su desaparición que se le habían ocurrido era el horror que le causaba a ella su pobreza: a menudo había dicho, mientras manoteaba furiosamente sus vestidos de baratillo y sus alhajas de bisutería, o reformaba un conjunto, que lo que a ella le hacía falta era un viejo rico, que si tuviera agallas se haría buscona —es que mira, ¡mira estos trapos, hombre!—. Él miraba ahora sus trapos, nada que le hubiera visto antes, el sombrero que le ocultaba la cara era de terciopelo, el vestido cortado con elegancia; la luz de la lámpara descendía, como guiada en esa dirección, hacia el pronunciado escote e iluminaba la ambarina redondez de su pecho; él podía verla desde donde estaba sentado. Una delicada redondez.

¿Debería marcharse? ¿Podría acaso? La confusión lo obnubilaba. Ellos habían dejado de reírse, y ahora levantaban las copas, llenas de un vino pálido, y sus miradas se encontraban en un brindis voluptuoso. Santo Dios, qué desparpajo traerlo aquí. El hombre sacó del interior de su chaqueta un estuche oblongo, y lo abrió para ella. Contendría joyas, sin duda, joyas glaciales azules y blancas. No, era una pitillera. Ella cogió un cigarrillo y él se lo encendió. Antes que la manera característica que ella tenía de fumar sus ocasionales cigarrillos —tan peculiar como su risa, como sus pisadas— pudiese atormentarlo, una muchedumbre irrumpió en el local, interponiéndose entre ellos. Cuando se dispersó el gentío, la vio tomar su bolso (nuevo también) y levantarse. Al retrete. Escondió la cabeza. Ella tendría que pasar por donde él estaba. ¿Huir? No: alguna forma habría, pensó, tenía que haber, pero sólo segundos para encontrarla. Oh. Hola. ¿Hola? ¡Hooo-la! Qué casualidad… Su corazón había enloquecido. Habiendo calculado el momento en que ella debería pasar, volvió el rostro, un rostro sereno, supuso él, los desenfrenados latidos de su corazón, invisibles.

¿Dónde estaba? Le pareció que una mujer que en ese momento pasaba a su lado con un sombrero negro era ella, pero no, no era. Ella había desaparecido. ¿Habría apresurado el paso al pasar junto a él? ¿Ocultándose de él? Tendría que pasar de nuevo a su lado, al volver. Ahora él estaría en guardia. Tal vez se marcharía, muerta de vergüenza, se escabulliría dejando al señor Rico plantado con la cuenta y sin favores. La mujer que por un momento pensó que era ella —vista de cerca años y pulgadas diferente, con expertos tambaleos y gangosos disculpe usted— volvía ahora abriéndose paso entre los apiñados grupos de exquisitos e iba a sentarse nuevamente con el señor Rico.

Cómo pudo pensar siquiera por un instante… De ascua, su corazón se trocó en fría escoria. El excitante uala del bar se dibujó en ecos de silencio, y Auberon tuvo una súbita y horrenda premonición, como un ovillo de cuerda mental que rodara y se desenroscara enloquecidamente, de lo que esa visión significaba, y de lo que en adelante sería, debería ser, de él; y alzó una mano temblorosa para alertar al camarero, mientras con la otra empujaba urgentemente a través de la barra unos billetes.

Y en el tercero

Se levantó de su banco en el parque. A medida que crecía la luz de la mañana, que la Urbe se abalanzaba contra ese enclave de paz, empezaban a llegar, vocingleros, los ruidos del tráfico. Sin reticencias ahora, y con una extraña esperanza en el corazón, avanzó alrededor de la casita en la dirección del sol, y se sentó otra vez, delante del Verano.

Baco y sus acólitos; el flaccido odre de vino y el clarobscuro bajo la enramada. El fauno que persigue, la ninfa que huye. Sí: así era, así había sido, así sería. Y al pie de esa escena de total lasitud, había una especie de fuente, uno de esos surtidores en los que el agua mana de la boca de un león o un delfín; sólo que éste no era un león ni un delfín sino la cara de un hombre, un medallón de dolor, una máscara trágica coronada por una cabellera de serpientes; y el agua no brotaba de su boca tragigrotesca sino de sus ojos, deslizándosele en un goteo lento y constante por las mejillas y el mentón, hasta un espumajoso estanque. Producía, al caer, un canturreo agradable.

Mientras tanto, Halcopéndola había bajado a la guarida subterránea de su automóvil, y se había deslizado en el asiento que siempre la esperaba, tapizado con un cuero tan suave como el de los guantes sin dorso que en ese momento se calzaba. El volante de madera, torneado a la medida de su puño y pulido por sus manos, hizo girar en retroceso la longilínea figura lobuna enfilándola directamente hacia fuera; la puerta del garaje se abrió con un tableteo, y el zumbido del coche se abrió en abanico hacia el aire de mayo.

Violet Zarzales. John Bebeagua. Esos dos nombres formaron un salón, un salón donde, en pesados macetones de pie, púrpura y terracota, crecían cortaderas pampeanas, y de cuyas paredes empapeladas con flores de lis colgaban dibujos de Ricketts; con los cortinados corridos para una sesión. En las estanterías de madera de cerezo habitaban Gurdjieff y otros farsantes. ¿Cómo algo tan trascendente como una era del mundo podría allí nacer, o fenecer? Mientras avanzaba rumbo al norte a paso de caballo de ajedrez, como la obligaba a hacerlo el embotellamiento, y sus neumáticos impacientes salpicaban chorros de suciedad, ella reflexionaba: sin embargo, tal vez pudiera ser; tal vez ellos, durante todos esos años, habían guardado un secreto, y un secreto importantísimo, por añadidura; tal vez ella, Halcopéndola, había estado a punto de cometer un error garrafal. No sería la primera vez… El tráfico se aligeró cuando Halcopéndola enfiló por la ancha carretera del norte; su automóvil, ganando velocidad, empezó a deslizarse a través de ella como una aguja a través de un lienzo gastado. Las indicaciones del muchacho habían sido estrafalarias y errátiles, pero Halcopéndola, que las había imprimido convenientemente, cada una en su sitio, en un tablero Monopolio plegadizo que para ese uso guardaba en su memoria, no las olvidaría.