Capítulo 4

El Cielo igual que siempre,

el hombre engalanado,

la Vía Láctea, el Ave del Paraíso,

más allá de las estrellas un sonido de campanas,

la sangre de las almas,

el reino de las especias;

lo consabido.

George Herbert

—La Navidad —dijo el doctor Bebeagua mientras su cara, con las mejillas enrojecidas por el frío, se deslizaba veloz hacia la de Fumo— es un día como no hay otro en el año; no parece suceder a los que lo preceden, si te das cuenta de lo que quiero decir. —Pasó cerca de Fumo describiendo con pericia un largo círculo, y se alejó otra vez. Fumo, sacudiéndose hacia atrás y delante, las manos no enlazadas a la espalda como las del doctor sino extendidas, palpando el aire, pensó que sí, que se daba cuenta. Llana Alice, con las manos enfundadas en un viejo y maltrecho manguito, pasó deslizándose plácidamente junto a él; echó una mirada de soslayo a sus torpes intentos y, por el puro gusto de humillarlo, se alejó describiendo una graciosa pirueta, que Fumo sin embargo no llegó a ver, ya que sus ojos parecían no poder apartarse de sus propios pies.

De acuerdo con Newton

—Quiero decir —prosiguió el doctor Bebeagua reapareciendo junto a él— que cada Navidad parece seguir inmediatamente a la anterior; los meses intermedios no cuentan. Las Navidades se suceden una a otra, no a los otoños que las preceden.

—Eso es cierto —dijo Mamá, que en ese momento se desplazaba, majestuosa, cerca de ellos, arrastrando tras ella, como patitos de madera atados a una pata-madre de madera, a sus dos nietas—. Es como si apenas pasa una, ya está aquí la otra.

—Mmm —dijo el doctor—. No es exactamente eso lo que quiero decir. —Viró como un avión de caza y deslizó un brazo bajo el brazo de Sophie—. ¿Cómo van tus cositas? —Fumo alcanzó a oír que le preguntaba, y luego la risa de Sophie antes que se alejaran, escorando, los dos juntos.

—Cada año mejor —dijo Fumo, y de pronto, involuntariamente, dio una media vuelta. Otra vez estaba en línea recta con Alice, colisión a la vista, no la podría esquivar. Deseaba haberse atado una almohada al trasero, como esos patinadores de las postales cómicas. Alice se fue agrandando y se detuvo de golpe, con pericia.

—¿No te parece que Tacey y Lily tendrían que volver a casa? —dijo.

—Eso decídelo tú. —Mamá pasó otra vez, trineo en ristre; las caritas redondas de las niñas orladas de pieles relucían como bayas de acebo; volvieron a alejarse, y Alice con ellas. Dejemos que el mujerío delibere, pensó. Necesitaba dominar la simple operación de patinar hacia delante; ellas lo mareaban, con sus incesantes apariciones y desapariciones—. Ánimo —se dijo, y a no ser por Sophie, que, apareciendo a sus espaldas, lo sostuvo y lo empujó hacia delante, lo habría perdido—. ¿Cómo te sientes? —preguntó él, por mera rutina; parecía lo más natural que se saludaran cada vez que se cruzaban en las vueltas y revueltas.

—Infiel —respondió ella; la fría palabra formó en el aire una nubecita.

El tobillo izquierdo de Fumo se torció y la cuchilla de su patín derecho se lanzó por su cuenta. Giró varias veces sobre sí mismo y aterrizó con violencia en el hielo, sobre esa cola rudimentaria tan vulnerable en alguien con un trasero tan descarnado como el suyo. Sophie describía círculos alrededor de él, a riesgo de caerse también ella de la risa.

Sí, quédate aquí, sentado un rato hasta que se te congele la cola, pensó Fumo. Aprisionado por el hielo como los tallos de los arbustos hasta que llegue el deshielo.

La nieve caída la semana anterior no había penetrado en la tierra, era apenas la nieve de una noche. La lluvia reapareció, torrencial, a la mañana siguiente, y George, ojeroso y contrito —sin duda había cogido el virus de Sophie, pensaron todos—, se marchó chapoteando por los charcos. La lluvia continuó como una pena inconsolable, anegando el vasto parque donde las esfinges se deterioraban, melancólicas. Y de improviso la temperatura bajó, y el día de Nochebuena el mundo amaneció de un gris plomo y refulgente de hielo, todo del color plomizo del cielo, donde el sol trazaba apenas un borrón blanquecino por detrás de las nubes. En el parque, el hielo estaba lo bastante duro como para poder patinar; la casa parecía la estación de un ferrocarril en miniatura, a la vera de un lago simulado por el espejo de una polvera.

Sophie seguía dando vueltas alrededor de él. Fumo dijo:

—¿Infiel? ¿Qué quieres decir?

Ella lo miró con una sonrisa secreta y le ayudó a levantarse; luego dio media vuelta y con un movimiento secreto que él vio pero que jamás podría copiar, se alejó sin esfuerzo, como un suspiro.

Más le valdría averiguar cómo se las ingeniaban los demás para obviar esa ley inalterable según la cual si un patín se desliza hacia delante el otro tiene por fuerza que deslizarse hacia atrás. Al parecer, él podía balancearse eternamente hacia atrás y delante en el mismo sitio y ser el único de todos ellos que estaba de acuerdo con Newton. Hasta que se cayó. No existe el movimiento perpetuo. Y sin embargo, en ese mismo momento empezó, Comoquiera, a comprender y, con el culo entumecido, se deslizó zumbando en dirección a los escalones del porche, donde Nube, sentada ceremoniosamente sobre una alfombra de piel, custodiaba las botas y los termos.

—¿Y? —preguntó él—. ¿Qué hay de esa nieve prometida? —Y Nube le respondió desplegando su marca personal de sonrisa secreta. Fumo retorció el cuello del termo y lo decapitó. En los vasos concéntricos de la tapadera, sirvió un té con limón cargado con ron para él, y otro para Nube. Lo bebió, sintiendo cómo el vapor le derretía el frío de las heladas aletas de la nariz. Se sentía triste, desazonado, descontento. ¡Infiel! ¿Sería una broma, o algo por el estilo? La gema invalorable que Llana Alice le regalara años ha, en el momento culminante de su primer abrazo, se enturbiaba como lo hacen a veces las perlas y se deshacía en nada cuando intentaba colgarla del cuello de Sophie. Él nunca sabía lo que sentía Sophie, pero le costaba creer, aunque había descubierto que eso mismo le ocurría a Llana Alice, que tampoco Sophie lo sabía; que estaba tan despedazada, tan confundida y a la vez soñando a medias como lo estaba él. De modo que, viéndola ir y venir, siempre con algún propósito aparente, se limitaba a observarla, a preguntarse, a imaginar, a suponer.

Ahora ella venía a través del parque con las manos a la espalda; dio una vuelta cruzando los pies, y enfiló hacia el porche. Giró de golpe justo donde terminaba la charca helada y, al detenerse, grabó en relieve sobre el hielo una lluviecita de cristales. Se sentó al lado de Fumo y le sacó el vaso de la mano, la respiración acelerada por el ejercicio. Algo vio Fumo en su pelo, una flor diminuta, o una joya que imitaba una flor; la miró de cerca y vio que era un copo de nieve, tan intacto y perfecto que él hubiera podido contar sus brazos y enumerar sus partes. Cuando estaba diciendo: —Un copo de nieve—, otro cayó, y otro.

Cartas a Santa Claus

En las Navidades, cada familia tiene sus propios métodos para comunicar sus deseos a Santa. Muchos mandan cartas, expedidas con tiempo y dirigidas al Polo Norte. Estas jamás llegan, ya que los funcionarios de Correos tienen ideas personales y antojadizas acerca del curso que han de darles y que de todos modos excluyen la entrega.

Otro método, que los Bebeagua habían utilizado desde siempre, aunque nadie recordaba cómo habían dado con él, consistía en quemar sus misivas en el hogar del estudio, cuyos baldosines azules con paisajes de patinadores, molinos de viento y trofeos de caza parecían crear el ambiente apropiado, y cuya chimenea era la más alta de la casa. El humo (los niños siempre insistían en salir corriendo para ver) se dispersaba entonces hacia el Norte, o al menos en la atmósfera, para que Santa Claus lo descifrara. Un procedimiento complejo pero eficaz al parecer, y siempre lo ponían en práctica la Nochebuena, cuando los deseos eran más intensos.

El secreto absoluto era importante, al menos para las cartas de los mayores; los chicos nunca podían resistir la tentación de contarle a todo el mundo lo que querían, y de todos modos alguien tenía que escribir las de Tacey y Lily, y era menester recordarles los innumerables deseos que habían manifestado a medida que se acercaban las Navidades y que en el ínterin se habían achicado y escurrido por la tosca traína de la vehemencia infantil. ¿No quieres un hermanito para Teddy (un osito de felpa)? ¿Todavía quieres una escopeta como la del Abuelo? ¿Patines con cuchillas dobles?

Pero los mayores podían presumiblemente decidir esas cosas por sí mismos.

En el atardecer ilusionado, crepitante, de esa Nochebuena glacial, Llana Alice, con las rodillas levantadas en un sillón inmenso, y utilizando a guisa de escritorio un tablero de ajedrez, escribía: «Querido Santa: Tráeme, por favor, una nueva bolsa para agua caliente, de cualquier color menos de ese rosa que parece carne cocida, una sortija de jade como la que tiene mi tía abuela Nube para el dedo mayor de la mano derecha». Reflexionó. La nieve, apenas visible aún en el anochecer, seguía cayendo sobre el mundo gris. «Una bata acolchada», escribió, «una que llegue hasta los pies. Un par de babuchas peludas. Quisiera que este bebé fuera más fácil de tener que los otros dos. Las otras cosas no son tan importantes si pudieras conseguirme esto. Las cintas de caramelo son riquísimas y ya no se las consigue en ninguna parte. Agradecida por anticipado, Alice Barnable (la hermana mayor).» Desde niña siempre había añadido eso, para evitar confusiones. Titubeó un momento frente a la pequeña hoja azul de anotador casi llena con esos pocos deseos. «P.S.», escribió. «Si pudieras traerme a mi hermana y a mi marido de vuelta de dondequiera que hayan ido juntos, te quedaría más agradecida de lo que puedo expresar. ABB.»

La dobló distraídamente. En el extraño silencio de la nieve podía oír la máquina de escribir de su padre. Nube, mejilla en mano, escribía con el rabo de un lápiz sobre la mesa de juego, los ojos húmedos, tal vez con lágrimas, si bien sus ojos parecían empañarse a menudo en los últimos tiempos; cosas de la vejez, probablemente. Alice apoyó la cabeza en el mullido pecho del sillón y miró hacia arriba.

Arriba, en el estudio imaginario, saturado de té al ron, Fumo se disponía a comenzar su carta. Echó a perder una hoja porque la destartalada mesa escritorio cojeaba de una pata bajo su pluma cuidadosa; acuñó la pata con una caja de cerillas y empezó de nuevo.

«Mi querido Santa: En primer lugar, no es más que lo justo que me explique a propósito de mi deseo del año pasado. No me disculparé diciendo que estaba un poco borracho, aunque lo estaba, y lo estoy (se está convirtiendo en una costumbre navideña, como que todo lo relativo a la Navidad tiende a convertirse en hábito, pero tú estás al tanto de todo eso). Sea como fuere, si te escandalicé o si puse en un brete tus poderes con semejante pedido, lo lamento de veras; sólo pretendía pasarme de fresco y desahogarme un poco. Sé (mejor dicho, supongo) que no está en tu poder eso de regalar una persona a otra; pero lo cierto es que mi deseo me fue concedido. Quizá sólo porque era la cosa que más deseaba en ese entonces, y cuando uno desea tanto una cosa es probable que la consiga. Así que no sé si agradecerte o no; no sé si eres tú el responsable, ni sé si yo estoy agradecido.»

Mascó un momento la punta del lapicero pensando en la mañana de la última Navidad, cuando había entrado en la alcoba de Sophie para despertarla, tan temprano (Tacey no quería esperar) que aún reinaba en las ventanas la noche blanca. Se preguntó si debería contar la historia. Nunca se lo había dicho a nadie, y la condición absolutamente secreta de esa carta destinada a ser pasto de las llamas lo tentaba a la confidencia. Pero no.

Era cierto lo que había dicho el doctor, que las Navidades se suceden unas a otras más que a los días que las preceden. Eso lo había comprobado Fumo en los últimos días. No por el ritual repetido, el árbol transportado en trineo hasta la casa, los viejos ornamentos sacados con amor de los arcones, las ramas de muérdago colgadas de los dinteles. Sólo desde la última Navidad esas cosas habían empezado a estar imbuidas para él de una intensa emoción; una emoción que no tenía nada que ver con la Pascua Navideña, un día que para él, de niño, no había tenido ni de lejos la fascinación del Halloween, esa fiesta de Brujas, cuando salía disfrazado y reconocible (pirata, payaso) a la noche flameante y humeante. Sin embargo, sabía que era una emoción que lo cubriría ahora, como de nieve, cada vez que se aproximase esa época del año. Ella era la causa, no aquel a quien escribía.

«De todos modos», comenzó otra vez, «mis deseos este año son un tanto nebulosos. Me gustaría uno de esos instrumentos que se usan para afilar las cuchillas de una cortadora de césped anticuada; querría el tomo de Gibbon que falta (el segundo) y que al parecer alguien sacó para utilizarlo como retén de una puerta y se ha extraviado.» Pensó en indicar el editor y la fecha, pero de pronto lo embargó un profundo sentimiento de futilidad y silencio. «Santa», escribió, «me gustaría ser una sola persona, no una multitud, la mitad de la cual procura siempre volver la espalda y huir cuando alguien» —se refería a Sophie, Alice, Nube, el doctor, Mamá, Alice sobre todo— «me mira. Quiero ser valiente y sincero y capaz de soportar mi parte de la carga. No quiero permanecer ajeno mientras una pandilla de fantasmas taimados viven mi vida por mí.» Se detuvo, viendo que empezaba a volverse ininteligible. Titubeó ante la frase cortés de despedida; pensó en poner «Tuyo como siempre», pero se le antojó que podía parecer irónica o mordaz, y escribió tan sólo «Tuyo, etc.», como siempre lo hacía su padre, y que luego le pareció ambigua y fría; qué demonios al fin y al cabo; y firmó: Evan F. Barnable. Abajo en el estudio estaban todos reunidos, con el candeal de leche y huevos, y cada cual con su carta. El doctor tenía en la mano la suya, doblada como una carta de verdad, el reverso furiosamente picoteado por los signos de puntuación; la de Mamá era un trocito de una bolsa de papel marrón, como las listas de la compra. El fuego las acogió a todas, sólo rechazó al principio la de Lily, quien, lanzando un grito, trató de echarla en la boca misma de las llamas (nadie puede en realidad tirar un trozo de papel, cosa que ella aprendería cuando creciera en gracia y sabiduría) y Tacey insistió en que salieran a ver. Fumo la tomó de la mano, encaramó a Lily sobre sus hombros y salieron los tres a la nevada, que con las luces de la casa encendidas cobraba un aire espectral, a ver cómo el humo se dispersaba y derretía los copos a medida que caían.

Cuando recibió estos mensajes, Santa se levantó de las orejas las patillas de los anteojos y se apretó entre el pulgar y el índice el dolorido puente de la nariz. ¿Qué esperaban que hiciera él con todo eso? Una escopeta, un osito, raquetas para andar por la nieve, algunas cosas bonitas, algunas útiles, de acuerdo. Pero el resto… Francamente, él ya no entendía qué pensaba la gente. Pero se estaba haciendo tarde; si mañana ellos, u otros, se sintieran decepcionados por él, bueno, tampoco sería la primera vez. Cogió de la percha su gorro de pieles y se calzó los guantes. Inexplicablemente cansado ya, pese a que la jornada no había ni siquiera comenzado, salió a la inconmensurable estepa ártica multicolor bajo un decillón de estrellas cuyo brillo cercano parecía tintinear, como tintinearon los arneses de sus renos cuando alzaron las testas hirsutas al oírlo llegar, y como tintinearon también las nieves eternas bajo las pisadas de sus botas.

Sitio para uno más

Poco después de aquellas Navidades, Sophie empezó a tener la sensación de que el cuerpo se le desempaquetaba y se le volvía a empaquetar pero de otra manera, una sucesión de sensaciones vertiginosas al principio, cuando aún no sospechaba la causa, e interesantes luego, incluso sobrecogedoras cuando la sospechó, y por último (más tarde, cuando el proceso se completó y el nuevo inquilino se hubo instalado y acomodado) placenteras: intensamente placenteras, a veces, como una nueva especie de dulce sueño; y sin embargo un poco embarazosas a la vez. ¡Embarazosas! La palabra justa.

No fue mucho lo que el doctor pudo decir cuando al fin se enteró del estado de Sophie, dado que él era alguien igual a la criatura que ella llevaba en su seno. Por el mero hecho de ser padre, tuvo que cumplir los rituales de solemnidad que en ningún momento significaron una censura, y jamás se planteó para nada la cuestión de Qué se Hace con la Criatura, se estremecía de sólo pensar qué habría sucedido si alguien hubiese pensado cosas semejantes cuando él estaba germinando en el vientre de Amy Praderas.

—Vaya, por Dios, siempre hay sitio para uno más —dijo Mamá, secándose una lágrima—. No es la primera vez que esto pasa en el mundo. —Como todos ellos, se preguntaba quién sería el padre, pero Sophie no lo decía, o más bien, con un hilo de voz y los ojos bajos, decía que no lo diría. Y así quedó zanjada la cuestión.

Aunque a Llana Alice, desde luego, tenía que decírselo.

Fue Llana Alice la primera persona, o la segunda, a quien le comunicó la novedad, su novedad, y su secreto.

—Fumo —dijo.

—Oh, Sophie —dijo Alice—. No.

—Sí —dijo Sophie, en tono desafiante, desde la puerta de la alcoba de Alice, sin decidirse a entrar.

—No lo puedo creer, no puedo creer que él haya sido capaz.

—Bueno, más vale que lo creas —dijo Sophie—. Más vale que te vayas acostumbrando a la idea, porque no va a desaparecer.

Algo en la expresión de Sophie —o quizá sólo la horrenda imposibilidad de lo que afirmaba— hizo que Alice dudase.

—Sophie —dijo con dulzura después que las dos se hubieron mirado en silencio un momento—. Sophie, ¿estás dormida?

—¡No! —Indignada. Pero era por la mañana, muy tempano; Sophie estaba en camisón; apenas una hora antes Fumo había bajado de la alta cama rascándose la cabeza, para marcharse a la escuela. Sophie había despertado a Alice: eso era tan inusitado, tan fuera de lo habitual, que por un momento Alice había tenido la esperanza… Se recostó contra la almohada y cerró los ojos; pero tampoco ella dormía.

—¿Tú nunca sospechaste? —inquirió Sophie—. ¿Nunca pensaste?

—Oh, supongo que sí. —Se cubrió los ojos con las manos—. Claro que sí. —Por la forma en que Sophie se lo preguntaba, se hubiera dicho que si Alice no lo hubiera sabido se sentiría decepcionada. Se incorporó, repentinamente furiosa—. ¡Pero esto! ¡Tú y él, quiero decir! ¿Cómo pudisteis ser tan tontos?

—Supongo que nos dejamos llevar, simplemente —dijo Sophie en tono glacial—. Tú sabes… —Pero enseguida, ante la mirada de Alice, su bravura se desmoronó, y bajó los ojos.

Alice se irguió en la cama y se apoyó contra la cabecera.

—¿Por qué te quedas ahí, como una estatua? —dijo—. No te voy a pegar ni nada por el estilo. —Sophie seguía inmóvil, un poco insegura, un poco truculenta, como Lily cuando se volcaba algo encima y tenía miedo de que la llamaran para algo peor que para limpiarle lo que había derramado. Alice agitaba la mano, impaciente, instándola a entrar.

Los pies descalzos de Sophie sonaron leves sobre el suelo, y cuando subió a la cama, con una sonrisa extraña, tímida, en el rostro, Alice sintió su desnudez bajo el camisón de franela. Todo ello le traía a la memoria el recuerdo de años pretéritos, de antiguas intimidades. Tan pocos como somos, pensó, con tanto amor y tan pocos en quienes volcarlo, no es de extrañar que nos enmarañemos.

—¿Fumo lo sabe? —preguntó fríamente.

—Sí —dijo Sophie—. A él se lo dije primero.

Eso dolía, que Fumo no se lo hubiese dicho a ella: la primera sensación que podía llamar dolor desde que Sophie había llegado. Pensó en él, con semejante peso en la conciencia, y ella inocente; los pensamientos dolían como puñaladas.

—¿Y qué piensa hacer? —preguntó acto seguido, como en un catecismo.

—Él no está… Él no…

—Bueno, más vale que lo decidáis ¿no? Tú y él.

Los labios de Sophie temblaban. Las reservas de audacia del comienzo se iban agotando.

—Oh, Alice, no seas así —imploró—. Nunca pensé que tú pudieras ser así. —Cogió la mano de Alice, pero Alice, con los nudillos de la otra apretados contra los labios, no la estaba mirando—. Quiero decir, sé que fue odioso de nuestra parte —dijo, escrutando el rostro de Alice—. Odioso. Pero Alice…

—Oh, yo no te odio, Soph. —Como si no lo desearan, pero incapaces de evitarlo, los dedos de Alice se entrelazaron con los de Sophie, pero sus ojos miraban aún para otro lado—. Es que… bueno. —Sophie observaba una lucha que se estaba librando dentro de Alice; no se atrevía a hablar, pero apretaba con más fuerza la mano de su hermana, ansiosa por ver cómo acabaría todo eso—. Mira, yo pensaba… —Quedó en silencio otra vez, y se aclaró en la garganta algo que en ese momento se la estaba obstruyendo—. Bueno, tú sabes —dijo—. Tú te acuerdas de que a Fumo lo eligieron para mí, eso era lo que yo siempre pensaba; siempre pensé que así era nuestra historia.

—Sí —dijo Sophie, bajando los ojos.

—Sólo que, últimamente, es como si no me acordara muy bien de todo eso. No puedo acordarme de ellos. De cómo eran las cosas. Sí, recordar puedo, pero no… la sensación, ¿sabes a qué me refiero? Cómo eran las cosas, con Auberon; aquellos tiempos.

—Oh, Alice —dijo Sophie—. ¿Cómo has podido olvidar?

—Nube decía: cuando creces cambias lo que tuviste de niño por lo que tienes de mayor. O si no, lo pierdes de todos modos, y no recibes nada a cambio. —Tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque su voz era serena; las lágrimas parecían ser menos parte de ella que de la historia que contaba—. Y yo pensaba: entonces, los he cambiado a ellos por Fumo. Y ellos habían arreglado ese trato. Y estaba bien que fuera así. Porque aunque yo ya no me acordaba más de ellos, tenía a Fumo. —Ahora la voz le tembló—. Supongo que estaba equivocada.

—¡No! —dijo Sophie, horrorizada como si hubiese oído una blasfemia.

—Supongo que es normal…, simplemente —dijo Alice, y suspiró, un suspiro trémulo—. Supongo que tú tenías razón, cuando nos casamos, que nunca más tendríamos lo que tú y yo tuvimos en otros tiempos. Espera y verás, dijiste…

—¡No, Alice, no! —Sophie asió con fuerza el brazo de su hermana como para impedirle que siguiera—. Esa historia era cierta, era cierta, yo siempre lo supe. No, no digas nunca que no lo era. Era la historia más hermosa que jamás he oído, y se cumplió, tal como ellos la prometieron. Oh, yo estaba celosa, Alice; era maravilloso para ti y yo estaba tan celosa…

Alice se volvió a mirarla. A Sophie la espantó su cara: no triste, aunque tenía lágrimas en los ojos; no furiosa; no nada.

—Bueno —dijo Alice—, supongo que ya no tienes por qué estar celosa, en todo caso. —Levantó hasta el hombro de Sophie el camisón que se le había resbalado—. Bien. Tenemos que pensar qué haremos…

—Es mentira —dijo Sophie.

—¿Qué? —Alice la miró, desconcertada—. ¿Qué es mentira, Soph?

—¡Es mentira, es mentira! —Sophie gritaba casi, se arrancaba en jirones las palabras—. ¡No es de Fumo, no es de él! ¡Te he mentido! —Incapaz de soportar por más tiempo la mirada de esa extraña, su hermana, Sophie hundió la cabeza en el regazo de Alice, sollozando—. Lo siento tanto… Estaba tan celosa, quería ser parte de vuestra historia, sólo eso; oh, ¿no te das cuenta de que él nunca, nunca podría?; te quiere tanto; y yo tampoco, pero yo… yo te echaba de menos. Te echaba de menos, Alice. Yo también quería tener mi historia, yo quería… Oh, Alice.

Alice, tomada por sorpresa, no pudo hacer otra cosa que acariciar la cabeza de su hermana, un gesto automático, consolador. Luego:

—Espera un momento, Sophie. Sophie, escúchame. —Con las dos manos levantó de su regazo la cara de Sophie—. ¿Quieres decir que vosotros, tú y él, jamás…?

Sophie se ruborizó; incluso con el rostro bañado en lágrimas, era visible su sonrojo.

—Bueno, sí. Una vez o dos. —Extendió la palma de la mano como para atajar a su hermana—. Pero todo fue culpa mía, siempre. Él se sentía tan mal. —Con un ademán furioso se echó hacia atrás el pelo que las lágrimas le pegoteaban a la mejilla—. Él siempre se sentía tan mal.

—¿Una vez o dos?

—Bueno, tres veces.

—Quieres decir que tú y él…

—Tres… y media. —Soltó una risita, casi, secándose la cara con la sábana. Hipaba—. Le costó un triunfo decidirse, y además estaba siempre tan tenso, tan angustiado, que casi no era divertido.

Alice se rió, atónita, sin poder evitarlo. Sophie, al verla, se rió también, una risa que era como un sollozo, convulsiva.

—Bueno —dijo, levantando de golpe las manos y dejándolas caer en su regazo—, bueno.

—Pero, espera un minuto —dijo Alice—. Si no fue Fumo, ¿quién fue? ¿Sophie?

Sophie se lo dijo.

—No.

—Sí.

—¡Válgame Dios! Pero… ¿cómo puedes estar tan segura? Quiero decir…

Sophie le explicó, contando con los dedos las razones de por qué estaba tan segura.

—George Ratón —dijo Alice—. ¡Válgame Dios! Sophie, si eso es incesto casi.

—Oh, vamos —dijo Sophie, evasiva—. Fue una sola vez.

—Bueno, entonces él…

—¡No! —dijo Sophie, y cogió a su hermana por los hombros—. No. Él no tiene que saber. Nunca. Alice, promete. Jura por Dios. No se lo digas nunca, jamás. Me daría tanta vergüenza.

—¡Pero Sophie! —Qué persona tan desconcertante, pensó, qué persona tan extraña. Y supo, de pronto, con una repentina oleada de afecto, que también ella había echado de menos a Sophie durante mucho tiempo; hasta se había olvidado de cómo era; hasta de que la echaba de menos se había olvidado—. Bueno, ¿qué le decimos a Fumo, entonces? Porque esto significaría que él…

—Sí. —Sophie estaba temblando.

Los temblores le sacudían el torso. Alice se corrió a un lado de la cama, y Sophie, recogiéndose el camisón, trepó y se acurrucó como una gata en el hueco de calor que habla dejado Alice. Tenía los pies helados, apoyados contra las piernas de su hermana, y frotaba los dedos sobre los de ella para calentárselos.

—No es verdad, pero no sería tan terrible, no, hacerle creer que sí. Quiero decir que, Comoquiera, tiene que tener un padre —dijo Sophie—. Y no George, por amor al cielo. —Hundió el rostro en el pecho de Alice y dijo, tras una pausa, en un hilo de voz—: Ojalá fuera de Fumo. —Y después de otra pausa—: Debería serlo. —Y al cabo de un momento—: ¡Un bebé! ¿Te imaginas?

Alice tuvo la sensación de que Sophie sonreía. ¿Era posible eso, sentir la sonrisa de un rostro que se aprieta contra ti?

—Bueno, supongo, puede ser —dijo, y acercó el cuerpo de Sophie—. No se me ocurre nada más. —Qué forma tan extraña de vivir, pensó, la forma en que vivían ellas; aunque llegase a centenaria, nunca, nunca la comprendería. También ella sonrió, confundida, y sacudió la cabeza, rindiéndose. ¡Qué desenlace! Pero hacía tanto tiempo que no veía a Sophie feliz (si era felicidad lo que ahora sentía, y vaya si no parecía serlo) que no podía menos que sentirse feliz a la par de ella. Sophie, la flor nocturna, se había abierto a la luz del día.

—Él te quiere a ti, te quiere —dijo la voz asordinada de Sophie—. Siempre te querrá, siempre. —Bostezó con ganas, y se estremeció—. Era todo verdad. Todo verdad.

Tal vez sí. Una especie de percepción se iba insinuando en Alice, enroscándose en ella a medida que las piernas largas, familiares, de Sophie se enroscaban en las suyas; tal vez ella se había equivocado con respecto al trueque; tal vez ellos hubieran cesado de incitarla a seguirlos por la sencilla razón de que ella había llegado hacía tiempo adondequiera que fuese que ellos la habían estado incitando a ir. Ella no los había perdido, y sin embargo no necesitaba seguirlos más porque había llegado.

Estrujó a Sophie repentinamente, y dijo:

—Ah.

Pero si había llegado, ¿dónde estaba? ¿Y dónde estaba Fumo ahora?

Algo que regalar

Cuando le tocó el turno a Fumo, Alice se sentó en la cama para recibirlo, como recibiera a Sophie, pero apoyada en los cojines, como una princesa oriental, y fumando uno de los cigarrillos parduscos de Nube, cosa que solía hacer ahora de tanto en tanto, cuando se sentía importante.

—Bueno —dijo, solemnemente—. ¡Qué embrollo!

Agarrotado por la angustia (y perplejo, estaba seguro de haber tomado tantas precauciones, dicen que la posibilidad siempre existe, pero ¿cómo?), Fumo iba de un lado a otro de la habitación, cogiendo objetos menudos y estudiándolos, y volviéndolos a poner en su sitio.

—Yo no había previsto esto —dijo.

—No. Bueno, supongo que siempre es imprevisible. —Alice observaba a Fumo, que iba y venía nervioso por el cuarto, se acercaba a la ventana a espiar por entre los visillos la nieve a la luz de la luna, como un fugitivo que acechara la noche desde su escondite—. ¿Quieres explicarme lo que ha pasado?

Él se volvió desde la ventana, los hombros encorvados bajo el peso de las circunstancias. Tanto tiempo había temido esa confrontación, la multitud de personajes desaliñados que había estado encarnando puesta al desnudo, obligados a exhibirse en su descarnada ineptitud.

—En primer lugar —dijo—, todo fue culpa mía. No tendría que odiar a Sophie.

—¿Oh?

—Yo… yo la forcé, de veras; quiero decir que yo lo tramé, yo…, como un, como un… bueno.

—Mmm.

A ver, pelafustanes, mostraos de una vez, pensó Fumo; ya está todo perdido para vosotros. Y para mí. Carraspeó; se mesó la barba; lo dijo todo, o casi todo.

Alice escuchaba, jugueteando con su cigarrillo. Trataba de ahogar con el humo el nudo de generosidad que se le atascaba, dulzón, en la garganta. Sabía que no debía sonreír mientras él contaba su historia; pero se sentía tan indulgente, tenía tantas ganas de estrecharlo entre sus brazos y besar el alma que veía asomar a sus labios y sus ojos, se estaba mostrando tan valiente y sincero, que al cabo dijo:

—Déjate de una vez de ir y venir a las zancadas como un animal enjaulado. Ven, siéntate.

Él se sentó, utilizando el mínimo espacio posible de ese lecho que había traicionado.

—Sólo fue una vez, o dos, al fin y al cabo —dijo—. No es que quiera…

—Tres veces —dijo ella—. Tres y media. —Él se ruborizó intensamente. Ella esperaba que pronto él se atrevería a mirarla, a ver que estaba dispuesta a sonreírle—. Bueno, ¿sabes?, probablemente no es la primera vez que pasa una cosa así en el mundo —dijo. Él seguía con los ojos bajos. Pensaba que acaso fuera la primera vez. El doble abochornado estaba ahí, sobre sus rodillas, como el muñeco de un ventrílocuo. Consiguió hacerle decir:

—Prometí que me haría cargo, y todo eso. Y que sería responsable. Tuve que hacerlo.

—Desde luego. Es lo natural.

—Y ahora ha terminado. Lo juro, Alice, ha terminado.

—No digas eso —dijo ella—. Uno nunca sabe.

—¡No!

—Bueno —dijo ella—, siempre hay sitio para uno más.

—Oh, calla.

—Perdona.

—Lo merezco.

Con timidez, sin querer inmiscuirse en su culpa y sus remordimientos, ella deslizó un brazo por debajo del brazo de Fumo y sus dedos se entrelazaron con los de él. Tras un atormentado silencio, él alzó al fin los ojos y la miró. Ella sonreía.

—Tontito —dijo.

En los ojos castaños como vidrio de botella, él vio reflejada su imagen. Una, una sola. ¿Qué le estaba ocurriendo? Bajo la mirada de ella, algo le estaba sucediendo, algo inesperado, imprevisible: una fusión, un ensamblaje de piezas que por sí solas nunca habían tenido estabilidad, pero que ahora, al unirse, lo consolidaban.

—Qué tontito —dijo ella, y otro doble fetal e incompetente se retrajo a su interior.

—Alice, escucha —dijo Fumo, y ella levantó una mano para taparle la boca, como para atajar la fuga de lo que había logrado restituir.

—Ni una palabra más —replicó ella. Era asombroso. Al igual que aquella primera vez, años atrás, en la biblioteca de George Ratón, ella lo había vuelto a hacer: lo había inventado, sólo que esta vez no a partir de la nada, como entonces, sino de falacias y ficciones. Una ráfaga de frío horror lo traspasó: ¿y si él, en su estupidez, hubiese llegado tan lejos que la hubiese perdido para siempre? ¿Qué habría sido de él, entonces? ¿Qué podría haber hecho? En un impulso, antes que la cabeza de Alice, negadora, pudiese detenerlo, le ofreció la vara de la reparación, se la ofreció sin reservas; pero ella se la había pedido tan sólo para poder, como lo hizo, devolvérsela intacta junto con su corazón.

—Fumo —dijo—. No, Fumo, no. Escúchame. ¿Qué hay de la criatura?

—¿Sí?

—¿Qué esperas que sea: niña o varón?

—Alice…

Ella siempre había tenido la esperanza, y casi siempre había creído, que habría algo que ellos tendrían que regalar y que, a su debido tiempo —el tiempo de ellos— lo regalarían. Y hasta había pensado que cuando llegase, al fin, ella lo reconocería: y lo había reconocido.

Un ave del Viejo Mundo

La primavera, como una centrifugadora que se acelerara con infinita lentitud, al desplazarlos a todos hacia fuera y en círculos cada vez más abiertos, pareció desenredar (aunque ninguno de ellos se explicaba cómo era posible) la enmarañada madeja de sus vidas y extenderla alrededor de Bosquedelinde como las vueltas de un collar dorado: más dorado cuanto más se intensificaba el calor. El doctor Bebeagua, al volver de una larga caminata un día de deshielo, contó cómo había visto a los castores emerger de su refugio invernal, dos, cuatro, seis de ellos que habían pasado meses enclaustrados bajo el hielo en un cubículo no más grande que sus propios cuerpos, imaginaos; y Mamá y los demás menearon la cabeza y refunfuñaron como si conocieran demasiado bien esa sensación.

Cierto día, cuando, gozosas, escarbaban con las manos el suelo del frente trasero de la casa, tanto por el placer de sentir bajo las uñas y entre los dedos el frescor de la tierra vivificada por la primavera como por el estímulo que ello podría significar para los arriates de flores, Alice y Sophie vieron descender del cielo, perezosamente, un gran pájaro blanco; una hoja de periódico llevada por el viento, les pareció al principio, o una sombrilla blanca que se hubiera remontado en vuelo. El pájaro, que transportaba una ramita en el largo pico rojo, se posó sobre el tejado de la casa, sobre un molinete de hierro parecido a una rueda de carro que era parte del mecanismo (ya oxidado e inmóvil para siempre) de la vieja orrería. Con sus largas patas rojas dio algunos pasos en derredor. Depositó allí la ramita, la miró, sacudió la cabeza y la cambió de lugar; luego miró otra vez en torno y se puso a crotorar, entrechocando las mandíbulas del largo pico rojo y extendiendo las alas como un abanico.

—¿Qué es?

—No sé.

—¿Está haciendo un nido?

—Empezando.

—¿Sabes qué parece?

—Sí.

—No, no podía ser una cigüeña —dijo el doctor cuando se lo contaron—. Las cigüeñas son aves europeas, del Viejo Mundo. Nunca atraviesan las grandes aguas. —Se apresuró a salir con ellas, y Sophie señaló con su pala el sitio, donde ahora había dos pájaros blancos y otras dos ramas para el nido. Las aves crotoraban entre ellas y entrelazaban los cuellos, como recién casados incapaces de interrumpir sus arrumacos el tiempo suficiente para ocuparse de las faenas del hogar.

El doctor Bebeagua, después de descreer a sus ojos durante largo rato y de confirmar con la ayuda de los binoculares y de varios libros de consulta que no estaba equivocado, que éstas no eran garzas de alguna especie rara, sino verdaderas cigüeñas europeas, la Ciconia alba, corrió a su estudio presa de gran excitación y mecanografió en triplicado un informe sobre aquella asombrosa, inaudita aparición, a fin de enviarlo a las diversas sociedades ornitológicas a que más o menos pertenecía. Estaba buscando sellos para las cartas, mientras repetía por lo bajo «asombroso», cuando de pronto se detuvo, pensativo. Miró un momento las cartas, sobre su escritorio. Desistió de la búsqueda y se sentó lentamente, con la mirada fija en el cielo raso, como si a través de él pudiera ver a los pájaros blancos.

Lucy, luego Lila

La cigüeña había venido en verdad de muy lejos, y de otro país, pero no recordaba haber cruzado las grandes aguas. La situación aquí le venía como anillo al dedo, pensó: desde el alto tejado de la casa podía, mirando con sus ojillos nimbados de rojo, ver lejos, muy lejos, en la dirección que su pico señalara. Pensaba que en los días luminosos del estío, cuyas brisas le encresparían el plumaje recalentado por el sol, podría ver aún más lejos, mucho más, acaso lo bastante como para poder atisbar el momento de su liberación, largamente esperada, de ese cuerpo de pájaro en que vivía prisionera desde tiempos inmemoriales. Y sin duda había llegado en una ocasión a vislumbrar el despertar del Rey, que aún dormía y dormiría un tiempo más en el recinto de su montaña, con su corte también dormida alrededor de él, la roja barba tan crecida durante su largo sueño que se enredaba en zarcillos como una hiedra en las patas de la mesa del festín sobre la cual roncaba, tendido boca abajo. Lo había visto resoplar, y agitarse, como tironeado por un sueño que podría, de pronto, despertarlo: vio esta escena y el corazón le dio un vuelco, porque tras ese despertar, sólo un poco más lejos, llegaría su propia liberación.

No obstante, a diferencia de otros que podría mentar, ella sería paciente. Empollaría una vez más en sus huevos pulidos como cantos rodados una camada de polluelos de suave plumaje. Se internaría con dignidad por entre las malezas del Estanque de los Lirios y mataría por amor a ellos una generación de ranas. Amaría a su esposo actual, tan bueno como era, tan paciente y solícito, una gran ayuda para los pequeñuelos. Y no sentiría nostalgia: la nostalgia es mortal.

Y mientras todos iniciaban la marcha por el largo y polvoriento camino del verano de aquel año, Alice tuvo que guardar cama, y a su tercera hija le puso de nombre Lucy, pese a que Fumo opinaba que era demasiado parecido al de las otras dos, Tacey y Lily, y sabía que él por lo menos pasaría los veinte o treinta años siguientes llamando a cada una por el nombre de las otras.

—No importa —dijo Alice—. De todos modos, ésta es la última. —No lo era. Todavía iba a tener un hijo varón, aunque de esto ni siquiera Nube estaba aún al tanto.

Sea como fuere, si Procreación era lo que ellos querían, como lo percibió Sophie aquella noche, cuando soñaba escondida cerca del cenador del lago, aquél fue un año gratificante para ellos: después que hubo llegado el equinoccio, con una escarcha que dejó los bosques grises y polvorientos pero que prolongó el verano, espectral y tan interminable que invitaba a salir de bajo tierra a los distraídos azafranes y despertaba en sus túmulos mortuorios a las almas sin sosiego de los indios, Sophie tuvo la criatura que le fuera atribuida a Fumo. Para contribuir a la confusión, eligió para su hija el nombre de Lila, porque había soñado que su madre entraba en su alcoba con una gran rama de lilas cuajada de fragantes flores azules, y en ese momento se despertó y vio a Mamá que entraba trayendo en sus brazos a la recién nacida. También entraron Tacey y Lily, Tacey sosteniendo con cuidado en los brazos a su hermanita de tres meses, Lucy, para que viera al bebé.

—¿Ves, Lucy? ¿Ves a la pequeña? Igualita a ti.

Lily trepó a la cama para escrutar de cerca la carita de Lila, que dormitaba en el hueco de los brazos de la arrulladora Sophie.

—No se quedará mucho tiempo —dijo, después de estudiarla.

—¡Lily! —exclamó Mamá—. ¡Qué cosa tan terrible dices!

—Es que no, no se va a quedar. —Miró a Tacey—. ¿Se va a quedar?

—No. —Tacey cambió a Lucy de brazo—. Pero no importa. Volverá. —Viendo a su abuela horrorizada, añadió—: Oh, no te aflijas, no se va a morir ni nada de eso. Sólo que no se va a quedar.

—Y volverá —dijo Lily—. Más adelante.

—¿Por qué pensáis esas cosas? —preguntó Sophie, dudando de si se encontraba nuevamente del todo en el mundo, u oyendo cosas que sólo creía oír.

Las dos niñas se encogieron de hombros al mismo tiempo: el mismo gesto, en verdad, un rápido alzamiento de los hombros y las cejas, como ante un hecho natural. Observaron cómo Mamá ayudaba a Sophie a inducir a la blanca y rosada Lila a mamar (una sensación deliciosa, placenteramente dolorosa), y, amamantándola, Sophie se durmió otra vez, atontada por el agotamiento y el asombro, y un instante después también Lila se durmió, sintiendo acaso lo mismo; y aunque el cordón que las uniera había sido cortado, las dos soñaron, quizá, el mismo sueño.

A la mañana siguiente la cigüeña había partido, abandonando el tejado de Bosquedelinde y el revuelto nido. Sus hijuelos habían ya remontado vuelo sin un adiós ni una disculpa —ninguna esperaba ella—, y también su esposo se había marchado, con la esperanza de que en la próxima primavera volverían a encontrarse. Ella sólo había estado esperando la llegada de Lila para poder llevar la noticia —siempre cumplía sus promesas—, y ahora volaba en una dirección muy diferente de la que tomara su familia, sus alas en abanico ahuecadas sobre el amanecer otoñal, las patas en ristre como banderines.

Pequeño, grande

Procurando, como el Ratón de Campo, descreer del Invierno, Fumo, tendido en el suelo hasta altas horas de la noche contemplando el firmamento, se atracaba de cielo estival, pese a que el mes tenía una R y Nube pensaba que eso era perjudicial para el sistema nervioso, los huesos y los tejidos. Parecía extraño que fuesen las cambiantes constelaciones, tan atentas a las estaciones, lo que eligiera memorizar del verano, pero el desplazamiento de la bóveda celeste era tan pausado, y parecía tan imposible, que lo reconfortaba. No obstante, le bastaba mirar el reloj para ver que también ellas, al igual que las ánades, huían rumbo al sur.

La noche en que Orion apareció en el firmamento y Escorpio se ocultó, una noche, por razones atmosféricas, tan templada casi como las de agosto pero de hecho y en virtud de este signo la última noche de verano, él y Sophie y Llana Alice yacían de espaldas en una pastura esquilada, las cabezas muy juntas como tres huevos en un nido, y tan pálidas además como huevos a la luz de la noche. Tenían las cabezas juntas para que, cuando uno señalara una estrella, el brazo con que apuntaba hacia ella se encontrase más o menos en la línea de visión del otro; de no ser así —incapaces de corregir un error de billones de millas por paralaje—, se pasarían la noche diciendo: Aquélla, ¿ves?, allí donde señalo. Fumo sostenía abierto sobre las rodillas el tratado de astronomía, y lo consultaba a la lumbre de una linterna cuyo foco, para que su brillo no lo encandilase, había envuelto en el celofán rojo de un queso de Holanda.

—Camelopardalis —dijo, señalando en el norte un collar no del todo claro porque se diluía aún en la luz del horizonte crepuscular—. O sea, el Cameleopardo.

—¿Y qué es un Cameleopardo? —preguntó, indulgente, Llana Alice.

—Una jirafa, en realidad —respondió Fumo—. Un camello-leopardo. Un camello con manchas de leopardo.

—¿Y por qué hay una jirafa en el cielo? —preguntó Sophie—. ¿Cómo llegó hasta allá?

—Apostaría a que no eres la primera persona que lo pregunta —dijo Fumo, riendo—. ¿Te imaginas la sorpresa, la primera vez que la vieron y exclamaron: ¡Santo Dios, qué hará allá arriba esa jirafa!?

Los pupilos del Zoo Celeste irrumpiendo en algarada, como fieras escapadas de sus jaulas, a través de las vidas de los hombres y mujeres, los dioses y los héroes; la manada del Zodíaco (todos sus signos de nacimiento, viajando con el sol por las órbitas australes, estaban ausentes del cielo esa noche); el polvo prodigioso de la Vía Láctea cerniéndose sobre ellos como un arco iris; Orion levantando un pie por encima del horizonte, en plena carrera en pos de su perro Sirio. Descubrían cada signo en el instante de su aparición. Júpiter brillando en el oeste. La inmensa sombrilla desflecada en los trópicos, abierta y girando alrededor de la Estrella Polar, un movimiento imperceptible de tan pausado, pero incesante.

Fumo, rememorando las lecturas de su infancia, relataba los cuentos intrincados que circulaban sobre ellas. Las figuras eran tan vagas, tan incompletas, y las historias, algunas por lo menos, tan triviales, que él creía que todas debían de ser ciertas: Hércules se parecía tan poco a sí mismo que la única forma de que alguien lo hubiese podido descubrir era que se hubiera enterado de que estaba allá arriba, y le hubiesen señalado dónde lo tenía que buscar. Así como cierto árbol remonta a Dafne su linaje en tanto otro ha de ser un simple plebeyo; así como la flor rara, la montaña insólita, el hecho inaudito pueden atribuirse un origen divino, así Casiopea, precisamente ella, está cuajada de estrellas rutilantes o su silla más bien, como por accidente; y la corona de algún otro; y la lira de un tercero: el desván de los dioses.

Lo que se preguntaba Sophie, que aunque no viera aparecer imágenes en el historiado piélago del firmamento, yacía inmóvil, hipnotizada por su cercanía, era cómo podía ser que para algunos el cielo fuese un premio, y para otros, una condena; y que otros, incluso, sólo estuvieran allí, al parecer, para desempeñar algún papel en los dramas ajenos. Y eso le parecía injusto; aunque no sabría decir por qué razón: si porque estaban allí, para siempre, para la eternidad, quienes no lo habían merecido; o porque, sin haberla ganado, se les hubiera otorgado la salvación, la gloria, y no necesitaran morir. Pensaba en el cuento del que ellos eran personajes, ellos tres, permanente como una constelación, lo bastante extraño como para que lo recordasen siempre.

La tierra se desplazaba esa semana a través de la cola abandonada por un cometa que pasara hacía largo tiempo, y todas las noches penetraba en el aire una lluvia de fragmentos que estallaban, al arder, en diminutas llamas incandescentes.

—No son más grandes que una china, o que la cabeza de un alfiler —dijo Fumo—. Lo que veis encenderse es el aire.

Pero eso Sophie lo veía ahora con toda claridad: eran estrellas fugaces. Tal vez, pensó, podría elegir una, y observarla, y verla caer: una fugaz exhalación de luz, que le hiciera contener el aliento, que le llenara el corazón de infinitud. ¿Sería ése acaso un destino mejor? En la hierba, su mano encontró la de Fumo; la otra la tenía ya en la de su hermana, que se la oprimía cada vez que llovía luz del aire.

Llana Alice no sabía si se sentía enorme o pequeñísima. Se preguntaba si su cabeza sería lo bastante grande como para poder albergar todo aquel universo estelar, o si el universo sería tan pequeño que pudiera caber en el recinto de su cabeza humana. Pasaba de una sensación a otra, expandiéndose, empequeñeciéndose. Las estrellas entraban y salían, errantes por los vastos portales de sus ojos, bajo la inmensa cúpula hueca de su frente; y de pronto Fumo le cogió la mano, y ella se desvaneció hasta no ser más que un punto, siempre reteniendo en su interior, como en un joyero diminuto, las estrellas. Así estuvieron largo rato, ya sin más deseos de conversar, demorándose cada uno en esa sensación extraña, física, de efímera eternidad, paradojal pero innegablemente vivida; y si las estrellas hubiesen estado tan próximas y tenido tantas caras como parecía, habrían mirado y visto a aquellos tres como un solo asterismo, una rueda eslabonada contra la girándula del obscuro cielo del prado.

Noche de solsticio

No había ninguna entrada, salvo un agujero diminuto en el ángulo de la ventana, por donde se colaba el viento de aquella medianoche de solsticio, amontonando polvo en una ranura del alféizar; pero ese huequecito era suficiente para ellas, y entraron.

Había tres ahora en la alcoba de Sophie, de pie y muy juntas, las cabezas encapuchadas consultándose, las caras pálidas y chatas como lunas diminutas.

—Mirad cómo duerme.

—Sí, y con la pequeña dormida en sus brazos.

—Caray, la tiene muy apretadita.

—No tanto.

Como si fueran una, las tres se aproximaron a la alta cama. Lila, en los brazos de su madre, abrigada contra el frío en una mantilla con capucha, respiraba sobre la mejilla de Sophie, donde brillaba una gotita de humedad.

—Vamos, cogedla ya.

—Por qué no tú, si estás tan ansiosa.

—Las tres a la vez.

Seis manos largas y pálidas asomaron, acercándose a Lila.

—Esperad —dijo una—. ¿Quién tiene a la otra?

—Tú la ibas a traer.

—Yo no.

—Aquí está, aquí. —Del fondo de un talego sacaron una cosa.

—Caray. No se parece mucho, ¿no?

—¿Qué se hace?

—Respirémosle encima.

Respiraron por turno sobre la cosa que sostenían en medio de las tres. De vez en cuando una se volvía para mirar a la dormida Lila. Respiraron hasta que la cosa fue una segunda Lila.

—Así podrá pasar.

—Se le parece mucho.

—Coge ahora la…

—Espera otra vez. —Una miraba a Lila detenidamente, levantando apenas el cubrecama—. Mira esto. Tiene las manitas agarradas al pelo de su madre.

—Y muy apretadas.

—Coge a la niña, pero no despertemos a la madre.

—Esto, entonces. —Una había sacado del talego unas grandes tijeras que relampaguearon con destellos pálidos a la luz de la noche y se abrieron con una risita ahogada—. Dadlo por hecho.

Una sosteniendo a la falsa Lila (no dormida pero con los ojos en blanco e inmóvil; una noche en los brazos de su madre la curaría de ese mal), otra tendiendo los brazos pronta para llevarse a la Lila de Sophie, y la tercera con las tijeras, fue cosa de un instante; ni la madre ni la hija se despertaron; arroparon junto al pecho de Sophie lo que habían traído.

—Ahora a escapar.

—Fácil decirlo. No por donde vinimos.

—Por la escalera y luego el camino.

—Si no hay más remedio.

Deslizándose como una sola y en silencio (la casona parecía suspirar o gemir a su paso, pero de todos modos siempre lo hacía, por razones que sólo ella conocía), ganaron la puerta principal y una se irguió de puntillas y la abrió, y ya estaban fuera de la casa y alejándose a paso rápido con el viento a favor. Lila no se despertó ni una sola vez ni hizo ruido alguno (los zarcillos y bucles de pelo color oro que todavía conservaba en los puños se dispersaron en el raudo viento del camino), y Sophie también dormía, no había sentido nada; salvo que el largo cuento de su sueño se había alterado en una encrucijada e, internándose por sendas que ella nunca había conocido, se había vuelto triste y difícil.

En todas direcciones

Algo, una sacudida interior, arrancó a Fumo bruscamente de su sueño, pero no bien los ojos se le abrieron por completo, olvidó qué era lo que lo había despertado. Sin embargo, estaba despierto, tan despierto como si fuera mediodía, lo cual era irritante, y se preguntó si no sería algo que había comido. A una hora imposible, las cuatro de la madrugada. Durante un rato cerró resueltamente los ojos, le costaba convencerse de que el sueño lo hubiese abandonado de forma tan descomedida. Y sin embargo era así; lo supo porque cuanto más observaba los huevecitos de colores que estallaban y se diseminaban contra las celosías de sus párpados, menos soporíficos se volvían, y más inútiles y anodinos.

Se escurrió con cautela de bajo la alta pila de cobijas y en la obscuridad buscó a tientas su bata. Había un solo remedio que él conocía para ese estado: levantarse y actuar despierto hasta que la desazón se aplacara y desapareciera. Caminando de puntillas y esperando no tropezar con un zapato o algún otro estorbo (no había ninguna razón para infligir a Llana Alice su desasosiego) ganó la puerta, satisfecho de no haberle perturbado el sueño ni a ella ni a la noche. No haría nada más que cruzar los corredores, bajar a la cocina y encender algunas luces, con eso sería suficiente. Al salir, cerró la puerta con cuidado, y en el mismo instante Alice se despertó, no porque él hubiera hecho ningún ruido, sino porque la paz de su sueño, invadida por su ausencia, se había quebrado sutilmente.

Había ya una luz encendida en la cocina cuando abrió la puerta que daba a la escalera de servicio. La tía abuela Nube contuvo un grito de terror cuando la vio abrirse, y cuando vio que sólo era Fumo el que asomaba la cabeza dijo:

—Oh… —Tenía delante de ella un vaso de leche tibia, y el pelo largo y fino suelto y desmelenado, blanco como el de Hécate; hacía años que no se lo cortaba—. Me has dado un susto —dijo.

En voz baja, aunque allí no había nadie a quien sus voces pudieran molestar a no ser los ratones, hablaron del insomnio. Fumo, intuyendo que también ella quería tener algo en que ocuparse para sobrellevar el desvelo, accedió a que calentase un poco de leche para él, a la que agregó una estricta medida de brandy.

—Escucha ese viento —dijo Nube. En el piso de arriba sonó la larga gárgara y el subsiguiente chistido de la cadena de un baño—. ¿Qué pasa? —preguntó Nube—. Una noche de insomnio y sin luna. —Se estremeció—. Una noche de catástrofes, se diría, o una noche de grandes novedades, todo el mundo en vela. Bueno. Pura casualidad. —Lo dijo como otros podrían decir «Dios nos proteja»: con el mismo grado de rutinaria incredulidad.

Fumo, reanimado ahora, se levantó y dijo:

—Bueno —como con cierta resignación. Nube se había puesto a hojear un libro de cocina. Ojalá, pensó él, no tenga que pasarse el resto de la noche levantada esperando el triste amanecer. Deseaba lo mismo para él.

Al llegar al rellano de la escalera, no se encaminó a su propio lecho, donde, sabía, el sueño no lo esperaba aún. Se dirigió al cuarto de Sophie, sin otra intención que la de contemplarla un momento. La tranquilidad de ella lo serenaba a veces, como la de un gato, hacía que se sintiera tranquilo también él. Cuando abrió la puerta, vio a la pálida claridad nocturna de la Luna que había alguien sentado en el borde de la cama de Sophie.

—Hola —dijo Fumo.

—Hola —respondió Llana Alice.

Había un olor raro en el aire, un olor como a mantillo o a zanahorias silvestres, o quizá el olor que exhala la tierra cuando se levanta una piedra.

—¿Qué pasa? —preguntó él en un susurro. Fue a sentarse del otro lado de la cama.

—No sé —dijo Alice—. Nada. Me desperté cuando tú saliste. Tuve la sensación de que a Sophie le pasaba algo, así que vine a ver.

No había peligro de que la conversación en voz baja pudiese despertar a Sophie; el que hubiera personas conversando cerca de ella mientras dormía parecía, por el contrario, confortarla, hacer más regular el ritmo de su respiración profunda.

—Todo está en orden, sin embargo —dijo él.

—Sí.

El viento hostigaba la casa; las ventanas golpeaban. Miró a Sophie y a Lila. Lila parecía muerta, pero después de tres hijos Fumo sabía que ese aspecto aterrador, especialmente en la obscuridad, no era motivo de alarma.

Quedaron en silencio, sentados uno a cada lado de la cama de Sophie. El viento, de repente, pronunció una sola palabra en la garganta de la chimenea. Fumo miró a Alice, y ella le tocó el brazo y le sonrió.

Esa sonrisa… ¿qué otra sonrisa le recordaba?

—No hay ningún problema —dijo ella.

Le recordaba la sonrisa con que lo miró la tía abuela Nube cuando esperaban, apesadumbrados, en el jardincillo del pabellón de verano de Auberon, el día de su boda: una sonrisa que quería ser tranquilizadora, pero que no lo era. Una sonrisa contra la distancia, que sólo parecía acrecentar la distancia. Una señal amistosa de la más impenetrable extrañeza, una mano que se agitaba a lo lejos, desde alguna otra orilla.

—¿No sientes un olor raro? —dijo.

—Sí. No. Lo sentí. Ahora ha desaparecido.

Era verdad. Sólo el aire de la noche llenaba la alcoba. El mar de viento que rugía fuera de la casa levantaba pequeñas corrientes que de tanto en tanto le rozaban la cara; sin embargo, él no creía que fuera el Hermano Viento-Norte el que se agitaba en torno de ellos, sino más bien la casa misma que, con sus múltiples caras, navegaba a toda vela surcando la noche, avanzando sin pausa hacia el futuro en todas direcciones.