Capítulo 1
Allá arriba, en la cresta de la colina,
está sentado el viejo Rey;
tan gris ahora y tan viejo
que casi ha perdido el seso.
Allingham, Las hadas
Los primeros años que siguieron a lo que Russell Eigenblick consideraba como su entronización fueron los más difíciles que cualquier ser humano de ese entonces viviría para conocer, o así les parecería a ellos, mirando hacia atrás. Súbitas tormentas de nieve estallaron el día de noviembre en que, en contra de una oposición simbólica, fue elegido presidente, y parecía que no fueran a amainar nunca más. No es posible que siempre haya sido invierno en aquellos años, el verano debió de llegar como siempre a su tiempo, pero la sensación universal, lo que la gente recordaba en todas partes, eran inviernos: los inviernos más largos, más fríos, más despiadados que jamás se conocieran, un continuo invierno. Todas las privaciones que a su pesar imponía el Tirano, o que con alevosía infligían sus oponentes en sus revueltas contra él, eran más duras de sobrellevar a causa del invierno, de los meses y meses de aguanieve y lodo escarchado que frustraban constantemente cualquier empresa.
El invierno convertía en aventuras temibles, desalentadoras, el movimiento de camiones, el tránsito, de mercancías, de tropas de uniforme pardo; por todas partes, grabándose en la memoria con trazos indelebles, había apretados corrillos y colas de refugiados, envueltos en andrajos contra el frío; los trenes detenidos, los aviones agazapados en tierra; las nuevas fronteras en donde filas y filas de vehículos enfangados, exhalando aire frío por los tubos de escape, esperaban para ser requisados por unos guardias abrigados hasta los dientes. La escasez de todo, la lucha sin cuartel, las dificultades e incertidumbres agravadas por el frío interminable, desolador. Y la sangre de los mártires y los reaccionarios coagulada sobre la nieve sucia de las plazas de la Ciudad.
En Bosquedelinde, la casona se sometía a las indignidades: el agua congelada en las cañerías anticuadas; todo un piso clausurado, el polvo frío amontonándose en sus cuartos deshabitados; los braseros negros y melancólicos acuclillados delante de las chimeneas de mármol; y, peor aún, las láminas de plástico claveteadas por primera vez con chinches, en docenas de ventanas, transformando cada día en un día de niebla.
Una noche, Fumo, al oír ruidos en el erial del huerto, salió a ver y sorprendió con su linterna a una criatura famélica, una alimaña larga, grisácea, los ojos inyectados en sangre, la boca echando baba, muerta de frío y de hambre. Un perro abandonado, sugirieron los demás, o algo por el estilo; pero sólo Fumo lo había visto, y Fumo dudaba.
Inviernos
Había un cacharro con agua encima de la estufa instalada en la antigua sala de música, para ayudar a impedir que la sequedad continuase agrietando el artesonado del cielo raso. Un gran cajón de madera, una chapuza de carpintería de Fumo, contenía la leña para alimentar el brasero, y entre ambos, la leñera y el brasero, conferían un aire «fiebre del oro» a la encantadora estancia. Rudy Torrente había talado los troncos, y se había talado a sí mismo en la operación: se había caído de bruces con la sierra de cadena todavía en la mano, y muerto antes de tocar el suelo que (eso contó Robin, que había cambiado mucho desde que presenciara la escena) había temblado cuando el cuerpo de Rudy chocó contra él. Sophie, cuando se levantaba de su silla junto a la mesa de juego para alimentar al insaciable Moloch, tenía la horrible o al menos extraña sensación de que eran pedazos de Rudy y no de su parcela de bosque lo que le echaba en las fauces.
Cincuenta y dos
El trabajo consumía a los hombres. No habían sido así las cosas cuando Sophie era joven. No sólo Robin, sino también Sonny Mediodía y muchos otros que en los viejos tiempos de prosperidad habrían tal vez abandonado las granjas que sus padres cultivaran, regresaban ahora, sospechando que, de no tener esos acres de tierra, no tendrían nada. Rudy, después de todo, había sido una excepción: para la vieja generación la vida había sido un horizonte de infinitas posibilidades, de cambios súbitos siempre para mejor, de libertad y bienestar. Los jóvenes veían las cosas de otra manera. Su lema era, tenía por fuerza que ser, la vieja consigna de Consumir, Agotar. Y esa norma se aplicaba en todos los ámbitos de la vida: Fumo, cumpliendo con su parte, había decidido rebajar los arrendamientos o mantenerlos en suspenso indefinidamente. Y la casa delataba ese estado de cosas: estaba, o parecía estar, consumiéndose. Sophie, ciñéndose la gruesa pañoleta, alzó un instante los ojos hacia la mano y el brazo esqueléticos que dibujaban las grietas a través del techo; luego volvió a estudiar las cartas.
Consumidos, agotados y nunca reemplazados. ¿Podía ser eso? Observó la figura que había formado.
Nora Nube le había legado a Sophie no sólo sus cartas, sino también su convicción de que cada figura formada con ellas era Comoquiera contigua con todas las demás, que configuraban, todas ellas, una sola geografía, o que narraban una sola historia, aunque esa historia pudiera leerse o interpretarse de muy distintas maneras según las circunstancias, lo cual la hacía parecer discontinua. Sophie, retomando la idea de Nube en el punto en que ella la dejara, la había llevado aún más lejos: si todo era una sola cosa, una pregunta formulada continuamente debería a la larga tener una respuesta total, por muy extensa y enciclopédica que fuese: debería dar el todo por respuesta. Si ella pudiese concentrarse lo bastante, continuar formulando adecuadamente la pregunta, y con las adecuadas variantes y matizaciones, sin dejarse distraer por las respuestas adventicias a las preguntas triviales no formuladas que se infiltraban furtivamente en las combinaciones…, sí, la angina de Fumo empeorará, el bebé de Lily será varón… entonces, quizá, podría llegar a obtenerla.
La pregunta de Sophie no era exactamente la que Ariel Halcopéndola había venido a hacerse responder, pero la súbita aparición de la mujer, su inoportunidad, le habían dado a Sophie el impulso para que empezara a intentar formularla. Halcopéndola no había tenido ninguna dificultad para localizar en las cartas los grandes acontecimientos que recientemente habían tenido lugar en el mundo, así como la razón de los mismos, y hasta su propio papel en ellos, separándolos de los hechos triviales y las intrigas con la habilidad de un cirujano que descubre y extirpa un tumor. La dificultad de Sophie, desde que comenzara la búsqueda de Lila, había consistido en que la pregunta y la respuesta, con estas cartas, le parecían siempre ser una misma cosa; todas las respuestas parecían ser sólo preguntas acerca de la pregunta, cada pregunta sólo una forma de la respuesta que ella buscaba. Su larga experiencia le había permitido a Halcopéndola sortear esta dificultad, y cualquier gitana echadora de buenaventuras hubiera podido explicarle a Sophie qué era lo que tenía que hacer para obviarla o eludirla; pero quizá, si alguien se lo hubiese explicado, ella no habría puesto tanto empeño durante años y años, durante largos inviernos, en inquirirla, y no estaría tan próxima a ser, como ahora se sentía, un gran diccionario o guía o almanaque de respuestas a su (estrictamente hablando incontestable) única pregunta.
Consumidos, uno a uno, y no reemplazados; muriéndose, en realidad, aunque ellos no podían morir, o al menos Sophie siempre había imaginado que no, no sabía por qué… ¿Podía ser eso? ¿O sería tan sólo un pensamiento invernal en un tiempo de penurias y escasez?
Nube había dicho: sólo tienes la impresión de que el mundo envejece y se consume, lo mismo que tú. Su vida es demasiado larga para que durante la tuya puedas sentirlo envejecer. Lo que aprendes a medida que tú envejeces es que el mundo es viejo, y que ha sido viejo durante muchísimo tiempo.
Bueno: de acuerdo. Pero lo que Sophie sentía que estaba envejeciendo no era un mundo, sino tan sólo sus habitantes; si había realmente un mundo que ellos habitaran, un mundo distinto de ellos, y que Sophie no podía ni siquiera imaginar…, pero como fuera, suponiendo que existiese un mundo así, viejo o joven, eso no tenía importancia, si de algo estaba segura Sophie era de que, por muy densamente pobladas que esos países hubiesen podido estar en los tiempos del doctor Zarzales o en los de Paracelso, ahora no lo estaban, no por cierto densamente y ni siquiera poblados en un sentido amplio; y, pensaba Sophie, sería posible al fin —¡pronto!— si no nombrarlos, al menos contarlos, y que el número no sería alto, dos dígitos apenas, posiblemente, probablemente. Lo cual (dado que todos los autores citados en la Arquitectura, así como cualesquiera otros que por una u otra causa se hubieran interesado en la cuestión, suponían que se contaban por millares, uno por lo menos por cada flor de campanilla y cada mata de espino) podía Comoquiera significar que, ahora, en los últimos tiempos, ellos se estaban consumiendo uno por uno, del mismo modo en que se consumían esos leños musculosos con que Sophie alimentaba el fuego; o desgastados, convertidos en piltrafas por los sufrimientos, las preocupaciones y la edad, y diseminados cual cenizas por el viento.
O reducidos por la guerra. La guerra era, o así lo había determinado Ariel Halcopéndola, la relación que había transformado el mundo o este Cuento (si es que había alguna diferencia) en algo tan triste, tan desesperanzador e incierto. Como todas las guerras, una cosa no deseada, y, no obstante ello, inevitable. Con pérdidas atroces, por lo menos del lado de ellos. Qué pérdidas —y de qué modo— podían haber infligido ellos, era algo que Sophie no podía imaginar… Guerra: ¿podía ser, entonces, que todo cuanto quedara de ellos fuese un último reducto de valientes, acorralado hasta el último hombre en una desesperada acción de retaguardia?
¡No! Era algo demasiado terrible de pensar. Que pudieran morir. Extinguirse. Sophie sabía (nadie mejor) que ellos nunca habían abrigado sentimientos de amor hacia ella, ni hacia ninguna criatura como ella. Ellos le habían robado a Lila, y aunque la intención no hubiera sido la de dañar a Sophie, tampoco lo habían hecho, presumiblemente, por el amor que sintieran por Lila, sino por sus propias razones. No, Sophie no tenía motivo alguno para quererlos, pero la sola idea de que pudieran morir, desaparecer del todo y para siempre, era tan insoportable como imaginar un invierno que no tuviese fin.
Y, sin embargo, ella creía que pronto podría contar a los pocos que quedaban.
Juntó el mazo y lo abrió en abanico frente a ella; luego extrajo una por una las figuras para que representaran a los que ella ya sabía, disponiéndolos en grupos con cartas bajas como sus séquitos, sus hijos, o sus agentes, hasta donde podía imaginarlos.
Uno para dormir y cuatro para las estaciones, tres para vaticinar los destinos, dos para ser Príncipe y Princesa, uno para llevar mensajes, no, dos para llevar mensajes, uno para ir y otro para volver… Era cuestión de discriminar las distintas funciones, saber cuáles correspondían a quiénes, y cuántos se necesitarían para realizarlas. Uno para traer los regalos, tres para repartir los regalos. Reina de Espadas, Rey de Espadas y Caballero de Espadas. Reina de Oros y Rey de Oros y diez cartas bajas por sus hijos…
¿Cincuenta y dos?
¿O era simplemente que al llegar a ese número (con la sola exclusión de los Arcanos Menores, la parte de la historia que ellos encarnaban) su mazo de cartas se agotaba?
Un ruido metálico, como si allá arriba en la buhardilla un juego de atizadores y tenazas hubiese rodado por el suelo, sonó de súbito por encima de su cabeza. Fumo, Fumo atareado con la orrería. Levantó la vista. Le pareció que la resquebrajadura del cielo raso se había alargado, pero ella dudaba de que eso hubiese sucedido realmente.
Tres para hacer las labores, dos para la música, uno para soñar los sueños. Metió las manos en las mangas. Pocos, en todo caso; no legiones. El plástico tenso contra la ventana era el pergamino de un tambor batido por el viento. Al parecer —era difícil saberlo— había empezado a nevar otra vez. Sophie, abandonando el recuento (no sabía aún lo suficiente; era inútil, y más aún en una tarde como ésta, hacer especulaciones cuando se sabía tan poco), recogió las cartas y las guardó, primero en el bolso, luego el bolso en el estuche.
Durante un rato se quedó allí sentada, escuchando los martillazos de Fumo, al principio indecisos, luego más insistentes, y por último resueltos, como si fuese un gong lo que golpeaba. Al fin cesaron y con el silencio retornó la tarde.
Llevar una antorcha
—El verano —dijo la señora MacReynolds alzando levemente la cabeza de la almohada— es un mito.
Las sobrinas y los sobrinos y los hijos que la rodeaban se miraron entre ellos dubitativamente pensativos o pensativamente dubitativos.
—En el invierno —prosiguió la moribunda anciana— el verano es un mito; un cotilleo, un rumor en el que no hay que creer.
Sus familiares se aproximaron y escrutaron el rostro delicado, los párpados temblorosos de la anciana. Tan ligero era el peso de su cabeza sobre la almohada que el peinado de los cabellos enjuagados al azul se mantenía intacto, pero de que éstas serían sus últimas palabras no podía caber ninguna duda: su contrato había expirado y esta vez no le sería renovado.
—Nunca —dijo, y durante un rato permaneció en silencio, en el limbo, mientras Auberon lucubraba: ¿Nunca me olvidéis? ¿Nunca quebrantéis la fe, nunca digáis morir, nunca, nunca, nunca?— Nunca deseéis —dijo—. Tan sólo esperad, esperad con paciencia. Desear es fatal. Todo llegará. —Ellos habían empezado a llorar, alrededor de la anciana señora, a hurtadillas porque a ella la habrían impacientado las lágrimas—. Sed felices —dijo, con voz más débil—. Adiós, señora MacR. Porque las cosas… las cosas que nos hacen felices… nos hacen sabios.
Una última mirada en torno. Una tensa cruzada con Frankie MacR., la oveja negra: él no olvidará este momento, una nueva página se abre para él. La música sube de tono. Muerta. Auberon saltó dos espacios, escribió tres asteriscos in memoriam a través de la página, y la sacó de la máquina.
—Listo —dijo.
—¿Listo? —dijo Fred Savage—. ¿Concluido?
—Concluido —dijo Auberon. Juntó y emparejó de una sacudida la veintena de páginas, torpes sus manos con esos guantes a los que les había recortado las puntas de los dedos, y las metió en un sobre—. Puedes llevarlo.
Fred cogió el sobre, lo insertó con gracia debajo de su brazo y con una burlona insinuación de saludo, se preparó para salir del Dormitorio Plegable.
—¿Se supone que debo esperar? —preguntó, con la mano ya en el picaporte—. ¿Mientras ellos lo leen?
—Ah, no, no te molestes en esperar —dijo Auberon—. Es demasiado tarde. De todas maneras, tendrán que ponerlo.
—De acuerdo —dijo Fred—. Hasta luego, patrón.
Satisfecho consigo mismo, Auberon encendió la chimenea. La señora MacReynolds era uno de los últimos personajes que había heredado de los creadores de «Un Mundo en Otraparte». Una joven divorciada treinta años atrás, a fuerza de tenacidad y astucia, había logrado mantenerse en su papel a través del alcoholismo, un nuevo matrimonio, una conversión religiosa, sufrimientos, vejez y enfermedades. Liquidada ahora, sin embargo. Contrato finiquitado. También Frankie estaba por emprender un largo viaje; aunque volvería, su contrato tenía aún años de vigencia, y era, por añadidura, el amiguito del productor; volvería, sí, pero transformado en otro hombre.
¿Un misionero? Bueno, sí, en cierto sentido, tal vez un misionero…
«Más cosas deberían pasar», habíale dicho una vez, cierto día, Sylvie a Fred Savage. Y en la ya larga interpenetración de la visión de Auberon de «Un Mundo en Otraparte» con la telenovela tal como la encontrara, muchas por cierto habían pasado. Al principio, él no quería creer que fuera eso, pero parecía que sí, que las infinitas postergaciones, la lentitud y la vacuidad de la trama se debían pura y simplemente a la falta de inventiva de los autores. Un mal que, por lo menos al principio, no aquejaba a Auberon, y estaba además toda esa caterva de personajes tediosos e inverosímiles que era preciso eliminar y cuyas pasiones, celos y recelos le habían parecido tan incomprensibles a Auberon. El índice de mortalidad, por lo tanto, había sido alto durante cierto tiempo: el chirrido de neumáticos en las anegadas carreteras, el mordisco estremecedor del acero sobre el acero, el ulular de las sirenas habían sido casi constantes. A una mujer joven, drogadicta y lesbiana, con un hijo idiota a quien, por razones contractuales no podía eliminar, la había hecho desaparecer misteriosamente, a favor de una hermana gemela, idéntica a ella, perdida durante muchos años y de un carácter totalmente diferente. Todo eso le había llevado unas pocas semanas.
Los productores perdían el color viendo la celeridad con que sobrevenían y pasaban las crisis en esos días; la audiencia, decían, acostumbrada al tedio, no soportaría trombas semejantes. Pero la audiencia no parecía estar de acuerdo, y si bien se había convertido poco a poco en una audiencia un tanto diferente, no por ello era menos numerosa, o no sensiblemente menos, y más fervorosa en cambio y más devota que nunca. Además, no había suficientes escritores dispuestos a producir las cantidades de trabajo de que Auberon era capaz a las nuevas tarifas drásticamente rebajadas que ahora ofrecían, de modo que los productores, bregando por primera vez en su profesión con presupuestos exiguos, coqueteando con la bancarrota, contabilizando créditos y débitos hasta altas horas de la noche, le daban a Auberon carta blanca para hacer y deshacer.
Y así, los actores verbalizaban las frases que Fred Savage les llevaba diariamente desde la Alquería, tratando de insuflar un poco de realidad y humanidad en las ilusiones, premoniciones de grandes acontecimientos y esperanzas secretas (tranquilas, tristes, impacientes o resueltas) que infestaban a los personajes que habían encarnado durante tantos años. No existían ahora, como en los tiempos de bonanza, muchos puestos seguros para actores. Y por cada personaje surgido de la caja oracular de Auberon, había veintenas de aspirantes, incluso a sueldos que habrían causado risa en la ahora pretérita Edad de Oro. Se contentaban, agradecidos, con encarnar esas vidas singulares, yendo hacia o alejándose de un acontecimiento sensacional, cualquiera que fuese, que parecía siempre inminente, nunca revelado, y que durante todos aquellos años había mantenido pacientemente enganchada a la audiencia.
Mirando al fuego, maquinando ya nuevas intrigas y desengaños, embrollos y revelaciones, Auberon se reía. ¡Vaya sistema! ¿Cómo nadie había descubierto antes el secreto? Lo que se requería era un argumento simple, una intriga en la que todos los personajes estuvieran profundamente implicados y que avanzara lenta, progresivamente hacia una gloriosa resolución, una resolución que, sin embargo, nunca llegaría. Siempre próxima, manteniendo vivas las esperanzas, jalonada por amargas decepciones, empujando vidas y amores en lenta pero inexorable marcha hacia un presente que nunca, jamás, sucedería.
Antaño, en los buenos tiempos en que las encuestas eran tan comunes como hoy en día los registros casa a casa, los encuestadores solían preguntar a los televidentes por qué gustaban tanto los intrincados tormentos de los culebrones, y la respuesta más frecuente era que los culebrones gustaban porque eran como la vida misma.
Como la vida misma. Auberon pensaba que, bajo su mando, «Un Mundo en Otraparte» podía parecerse a muchas cosas: a la verdad, a los sueños, a la infancia, o a la suya al menos; a un mazo de naipes o a un viejo álbum de fotografías. Que fuese como la vida, no, a Auberon no le parecía, no como la suya, en todo caso. En «Un Mundo en Otraparte» un personaje que viera frustradas sus más caras esperanzas, o cumplida su misión, o a sus hijos o amigos salvados gracias a su sacrificio, era libre de morirse, o por lo menos de desaparecer; o de transformarse y reaparecer con una nueva misión que cumplir, nuevos problemas, hijos nuevos. Ninguno de ellos, a no ser que los actores que los encarnaban estuviesen enfermos o de vacaciones, una vez terminado su papel importante, cesaba simplemente de estar en la historia, y merodeaba por los alrededores del argumento con su último guión (por así decir) todavía en la mano.
Eso, en cambio, eso sí era como la vida misma: como la vida de Auberon.
No como un argumento, pero sí como una fábula o una historia con su ya bien explícita moraleja. La fábula era Sylvie; Sylvie era la alegoría contundente, rotunda, la parábola sin enigmas y no obstante llena a rebosar, inagotable, que sustentaba su vida. Algunas veces, Auberon era consciente de que esa visión le robaba a Sylvie la intensa e irreductible realidad que siempre había tenido, y que tendría aún sin duda, dondequiera que estuviese, y cuando se percataba de ello sentía vergüenza y horror, como si hubiese contado una mentira repulsiva o calumniosa sobre ella; pero eso le acontecía ahora con menos frecuencia a medida que la historia, la fábula, ganaba en perfección, se enriquecía con facetas nuevas, distintas y intrincadamente refractantes, a la vez que se tornaba más corta y fácil de narrar; sustentando, explicando y definiendo su vida, y siendo cada vez menos algo que realmente le había acontecido a él.
Eso, decía George Ratón, era llevar una antorcha. Y aunque Auberon no había oído nunca el viejo dicho, lo encontraba perfecto, porque si él llevaba una antorcha, no la llevaba como devoción ni como penitencia, sino como Sylvie. Sí, él llevaba una antorcha: ella. Ella, una antorcha a veces alta y flamígera, a veces trémula y mortecina; a su lumbre él veía, aunque no había ningún sendero que en verdad deseara alumbrar. Vivía en el Dormitorio Plegable, ayudaba en las faenas de la Alquería; un año no se diferenciaba del siguiente. Como un inválido de antiguo, renunciaba, no siempre consciente de que lo hacía, a la mejor parte del mundo, como si se tratase de algo no apto para el uso de seres como él: él no era ya alguien a quien le sucedían cosas.
Viviendo de esa forma en sus años más vigorosos, lo aquejaban algunos trastornos extraños. Nunca, a no ser en las mañanas más crudas del invierno, podía dormir más allá de las primeras horas de la madrugada. Empezó a poder ver caras en el arreglo accidental de los muebles y enseres de su cuarto, o más bien a no poder dejar de verlas: caras perversas, tontas o avisadas, caras que le hacían muecas, horriblemente heridas o deformes, capaces de expresar emociones que, sin ellas tenerlas, a él lo afectaban; animadas, sin estar vivas, y que a él le producían una vaga repugnancia. Compadecía, a su pesar, al artefacto de luz del cielo raso, dos vacíos tornillos en cruz por ojos, y una lamparilla incrustada en la estúpida, siempre abierta boca de porcelana. Las cortinas floreadas eran una muchedumbre; un congreso, o más bien dos: el de la gente-flor propiamente dicha, y el otro, el de los que espiaban desde el fondo, perfilados por los contornos de las flores. Cuando su alcoba se hubo poblado irremisiblemente, fue, sin decírselo a nadie, a consultar a un psiquiatra. El hombre le dijo que sufría de alucinaciones, el síndrome «hombre-de-la-luna», un problema bastante común, y le sugirió que saliera más; aunque una cura, dijo, llevaría años.
Años.
Salir más: George, un conquistador impenitente y exigente, y no mucho menos afortunado ahora que en sus mocedades, le presentaba mujeres, y el Séptimo Santo le proveía de otras. Pero para qué hablar de fantasmas. De tanto en tanto, dos de esas mujeres reales fundidas en una (cuando lograba, ocasionalmente, persuadirlas de que se fusionaran de ese modo) le procuraban un rudo placer que, si él se concentraba, podía ser intenso. Pero sus ensoñaciones, incidiendo en la sustancia resistente y desesperadamente sutil del recuerdo, pertenecían a un orden de intensidades muy distinto.
Él no hubiera querido que las cosas fuesen de ese modo; lo creía de verdad, honestamente. Hasta reconocía, en momentos de gran lucidez, que las cosas no serían así si él no fuese quien era: que su invalidez no era en modo alguno una consecuencia de lo que le había sucedido sino de un defecto suyo, una tara congénita; que no todo el mundo, quizá nadie mas que él, habría caído en esa indolencia después de haber sido tan sólo rozado por ella, por Sylvie, y como al pasar… Y qué enfermedad la suya, anticuada y estúpida, y eliminada además casi por completo del mundo moderno…, algunas veces hasta sentía que él debía ser, aparentemente, la última víctima de ese mal, y por tanto excluido, como por una regla de higiene natural, del variado banquete que la Ciudad, incluso en su decadencia, aún podía ofrecer. Deseaba, deseaba, sí, poder hacer lo que Sylvie había hecho: decir: Al carajo el destino, y escapar. Y podía, claro que podía, sólo que no lo intentaba, no con verdadero empeño, sí, también eso sabía, pero así eran las cosas: su tara.
Y no le procuraba ningún consuelo el pensar que tal vez esa tara, el ser tan inepto para el mundo, fuera precisamente lo que significaba estar en el Cuento, en ese Cuento en el cual ya no podía negar que estaba: que tal vez el Cuento fuese la tara, que la tara y el Cuento fueran la misma cosa; que estar en el Cuento no significaba nada más que ser apto para el papel que le tocaba desempeñar en él y para nada, absolutamente nada más; como si fuera bizco, y esa bizquera le hiciese ver las cosas siempre en otra parte, pero que a todo el resto de la gente (incluso a él mismo las más de las veces) le parecía sólo una deformidad.
Se levantó, enfadado con sus pensamientos por recaer siempre en la misma vieja historia. Tenía trabajo; con eso debería bastarle; casi siempre le bastaba, y bien que lo agradecía. Las cantidades que producía, y la pitanza que por ellas le pagaban, habrían dejado perplejo al hombre tímido y afable (muerto ahora de una sobredosis accidental) a quien por primera vez Auberon le había enseñado sus guiones. La vida había sido fácil en aquel entonces… Se sirvió un whisky corto (la ginebra estaba verboten, pero su aventura le había dejado un hábito, no grave pero sí persistente, más una afición que una adicción) y se abocó a la lectura de la correspondencia que Fred le había traído del centro. Fred, su antiguo guía, era ahora su socio, y como tal descrito a los empleadores de Auberon. También era peón en la granja, y memento morí o por lo menos una lección in vivo de alguna especie para Auberon; ya no podía arreglárselas sin él, o eso le parecía. Rasgó uno de los sobres.
«Dígale a Frankie que si sigue así va a destrozar el CORAZÓN de su madre. ¿No lo ve él acaso?, ¿cómo puede ser tan CIEGO? ¿Por qué no se consigue una mujercita buena y sienta cabeza?» Auberon nunca terminaba de acostumbrarse a la suspensión de incredulidad de quienes lo oían, y siempre se sentía culpable; le parecía a veces que los MacReynolds eran reales, y que los televidentes, como esta señora, eran imaginarios; pálidas ficciones hambrientas de esa vida de carne y de sangre que creaba Auberon. Tiró la carta a la papelera. Sentar cabeza, huh; una mujercita buena. Ninguna posibilidad. Mucha sangre tendría que correr bajo los puentes antes que Frankie sentara cabeza.
Reservó para el final la última carta de Bosquedelinde, durante varias semanas en tránsito, una carta de su madre, larga y abultada, y se preparó para devorarla como una ardilla una nuez suculenta, con la esperanza de encontrar en ella alguna idea que pudiera utilizar para los episodios del mes próximo.
Algo que robar
«Tú preguntabas que le había pasado a ese señor Nube con quien, la tía abuela Nube se había casado», escribía Alice. «Bueno, en realidad, es una historia bastante triste. Sucedió hace mucho tiempo, antes de que yo naciera. Mambé la recuerda, más o menos. Se llamaba Harvey, Harvey Nube. Su padre era Henry Nube, el inventor y astrónomo. Henry solía pasar los veranos aquí, era el dueño de esa casa pequeña tan bonita en la que más tarde vivirían los Juníperos. Creo que tenía un montón de patentes, y que vivía de ellas. El viejo John había invertido algún dinero en sus inventos…, máquinas, creo, o instrumentos astronómicos, supongo; no sé qué. Una de sus cosas, en todo caso, era la vieja orrería, sí, la que está en la buhardilla de la casa…, ya sabes. Era uno de los inventos de Henry, o sea no las orrerías en general, que, lo creas o no, fueron inventadas por un tal Lord Orrery (Fumo me dijo esto). Pero Henry murió antes de que estuviera terminada (costó muchísimo dinero, tengo entendido) y más o menos en ese entonces Nora, la tía abuela Nube, se casó con Harvey. También Harvey estaba trabajando en ella. Hijo de su padre. Vi una vez una foto de él, una que le tomó Auberon, en mangas de camisa, con cuello duro y corbata (sospecho que los usaba incluso cuando trabajaba), parecía muy orgulloso y reflexivo, de pie junto al artefacto ése, la orrería, antes de que la instalasen. Era ENORME y complicada, y ocupaba casi toda la foto. Y entonces, cuando al fin acabaron de instalarla (John había muerto hacía tiempo para ese entonces), hubo un accidente, y el pobre Harvey se cayó de la cúpula misma de la casa y se mató. Supongo que entonces todo el mundo se olvidó de la orrería, o no quisieron pensar más en ella. Sé que Nube nunca hablaba de ella. Tú solías esconderte allá arriba, me acuerdo de eso. Ahora, ¿sabes?, Fumo se pasa la vida allá, en la buhardilla, tratando de ver si podrá funcionar alguna vez, y estudiando libros de mecánica y de relojería… no sé cómo le va yendo.
»Sophie dice que te recomiende que cuides tu garganta, a causa de las bronquitis, en marzo.
»El bebé de Lucy va a ser un varón.
»¿No se está alargando demasiado el invierno?
»Tu madre, que te quiere.»
Bueno. Más obscuridad todavía, o por lo menos facetas extrañas de la vida de su familia que él no había conocido. Recordaba haberle dicho a Sylvie en una ocasión que en su familia nunca había pasado nada terrible. Eso había sido, por supuesto, antes de que se enterase de la historia de las Lilas falsa y verdadera; y ahora aparecía el pobre Harvey, un joven esposo, cayéndose del tejado justo a la hora del triunfo.
Podía utilizar esa historia. No había nada, empezaba a sospechar, que no pudiese utilizar. Tenía talento para ese trabajo: verdadero talento. Todo el mundo lo decía.
Pero, mientras tanto, su escenario volvía a estar en la Ciudad. Ésta era la parte fácil, un descanso de las otras, las escenas más complejas: todo era simple en la Ciudad: la depredación, las persecuciones, la salvación, el triunfo y la derrota; los débiles al paredón, sólo los fuertes sobreviven. Escogió, de una larga hilera que habían reemplazado los anónimos en rústica de George, uno de los viejos libros del doctor. Se los había hecho mandar desde Bosquedelinde cuando se convirtió en guionista de la televisión, y, tal como había esperado, le estaban prestando una gran utilidad.
El que había cogido era uno sobre las aventuras del Lobo Gris y, mientras bebía su whisky, empezó a hojearlo, buscando algo que robar.
Escapes
La luna era de plata. El sol era de oro, o al menos enchapado en oro. Mercurio era un globo azogado, azogado con mercurio, claro está. Saturno era lo bastante pesado como para ser de plomo. Fumo recordaba que la Arquitectura asociaba algunos metales con ciertos planetas; no con estos planetas: los de la Arquitectura eran los planetas imaginarios de la magia y la astrología.
La orrería, reforzada con latón y encastada en madera de roble, era uno de esos instrumentos de principios de siglo que no hubieran podido ser más racionales, materiales y elaborados: un universo patentado, construido con varillas, esferas, engranajes y resortes galvanizados.
¿Por qué entonces Fumo no podía entenderlo?
Miró con atención una vez más el dispositivo, una especie de escape libre que estaba a punto de desmontar. Si lo demontaba antes de comprender su función, dudaba de poder armarlo nuevamente. En el suelo, y abajo, encima de las mesas del corredor, había varios de estos escapes, todos limpios y envueltos en lienzos aceitados, y envueltos además en su misterio; este escape era el último. Supuso (no por primera vez) que nunca debió haberse metido en este brete. Volvió a estudiar el diagrama de la Enciclopedia de Mecánica que más se parecía al aparato polvoriento y oxidado que tenía ante él.
«E representa, en la figura, una rueda de escape de cuatro paletas y cuyos dientes se apoyan al girar en el trinquete curvo GFL. Una clavija, H, impide el excesivo retroceso de la paleta que un resorte sumamente delicado, K, mantiene en posición.» Dios, qué frío hacía aquí. Un resorte sumamente delicado: ¿éste? ¿Y por qué aquí parecía estar invertido? «La paleta B engrana el brazo FL, liberando la rueda de escape, uno de cuyos dientes, M…» Oh, caray. Tan pronto como las letras pasaban de la mitad del alfabeto, Fumo empezaba a sentirse atascado, impotente, como atrapado en una red. Cogió un alicate, lo volvió a dejar.
El ingenio de los inventores era asombroso. Fumo podía entender el principio de relojería en el que estaban basados todos esos artefactos: que a una fuerza impulsora —una pesa descendente, un resorte enroscado— se le impedía por medio de una rueda de trinquete consumir de una sola vez toda su energía, para que la fuese liberando poco a poco en rítmicos tics y tacs, moviendo uniformemente manecillas o planetas hasta que se consumía por completo, y que entonces se le daba cuerda otra vez. Todas las crucetas, los volantes, paletas, ruedas catalinas y tambores no eran otra cosa que dispositivos ingeniosos para mantener el ritmo regular del movimiento. La dificultad, la dificultad enloquecedora con esta orrería, aquí, en Bosquedelinde, residía en que Fumo no podía descubrir una fuerza motriz que la hiciera funcionar, o más bien había descubierto, sí, dónde se hallaba, en ese enorme cajón circular, negro y pesado como una de esas cajas fuertes de antaño, y la había examinado, pero pese a todo no alcanzaba a concebir de qué modo ese artefacto, que parecía diseñado para que otro lo impulsara, podría poner algo en movimiento.
Era una historia de nunca acabar. Se sentó sobre los talones y se abrazó las rodillas. Ahora, con los ojos a la altura del plano del Sistema Solar, miraba al sol desde la posición de un hombre en Saturno. De nunca acabar: el pensamiento despertó en él una mezcla de rencor impaciente, y de puro, intenso placer, algo que nunca había experimentado antes, salvo vagamente, cuando de muchacho había entablado relaciones con la lengua latina. El aprendizaje de esa lengua, cuando empezó a descubrir su inmensidad, le había parecido capaz de llenar su vida, todos los huecos e intersticios de su anonimato: se había sentido a la vez invadido y confortado por ella. Y la había abandonado al fin en algún momento a medio camino, después de haber lamido su magia como si fuera la crema del pastel; sin embargo, ahora su vejez acabaría la tarea: al fin y al cabo, también esto era una lengua.
Los tornillos, las esferas, las varillas, los resortes no eran una imagen sino una sintaxis. La orrería no reproducía el Sistema Solar en un sentido visual o espacial; de ser así, la bonita Tierra esmaltada en verde y azul tendría que ser una mota apenas y el aparato mismo por lo menos diez veces más grande de lo que era. No, lo que aquí se expresaba, por medio de las inflexiones y predicados de una lengua, era una serie de relaciones: y aunque las dimensiones fuesen ficticias, las relaciones mismas eran estrictamente exactas: porque el lenguaje era el número y se indentaba aquí como lo hacía en el firmamento: con la misma perfecta precisión.
Había tardado mucho en comprender este hecho, ya que no era un espíritu matemático y menos aún mecánico, pero ahora poseía su vocabulario, y su gramática empezaba a aparecer clara para él. Y suponía que, tal vez no pronto, pero con el tiempo, sería capaz de leer y comprender sus enormes frases de bronce y cristal, y que éstas no serían, como resultaron ser las de César y Cicerón, huecas casi todas ellas, tontas y sin misterio, sino que, por el contrario, le revelarían algo, algo equivalente a la codificación de que estaban investidas, algo que él necesitaba saber.
Unos pasos rápidos sonaron por la escalera y su nieto Retoño asomó por la puerta su pelirroja cabeza.
—Abuelo —dijo, paseando una mirada por el recinto y sus misterios—. La abuela te manda un bocadillo.
—Oh, fantástico —dijo Fumo—. Pasa.
El muchacho entró lentamente, con el bocadillo y una taza de té, los ojos fijos en la máquina, más atractiva y espléndida que un ferrocarril de juguete en un escaparate navideño.
—¿Anda? —preguntó.
—No —respondió Fumo, comiendo.
—¿Cuándo podrá andar? —Tocó una esfera, y retiró la mano precipitadamente cuando, con el suave desahogo del pesado contrapeso, se puso en movimiento.
—Oh —dijo Fumo—. Más o menos para cuando se acabe el mundo.
Retoño miró a su abuelo con temor y luego se echó a reír.
—Aw, qué estás diciendo.
—Bueno, no lo sé —dijo Fumo—. Porque no sé qué es lo que lo hace dar vueltas.
—Esa cosa —dijo Retoño señalando la caja negra parecida a una caja fuerte.
—De acuerdo —dijo Fumo, y se acercó a la caja, taza en mano—, pero la cuestión es qué hace andar a ésta.
Levantó la palanca que abría la puerta cerrada a presión (a prueba de polvo, pero ¿por qué?). En el interior, limpio y engrasado y listo para funcionar si pudiera, pero no podía, se hallaba el imposible corazón de la máquina de Harvey Nube: el imposible corazón, pensaba a veces Fumo, de Bosquedelinde.
—Una rueda —dijo Retoño—. Una rueda inclinada. Wow.
—Yo supongo —dijo Fumo— que tiene que funcionar por electricidad. Debajo del piso, si levantas esa tapa, hay un motor eléctrico grande y viejo. Sólo que…
—¿Qué?
—Bueno, que está con lo de atrás para adelante. Está ahí, con lo de atrás para adelante, y no por equivocación.
Retoño observó, pensativo, la disposición del aparato.
—Bueno —dijo—, tal vez esto hace andar a esto, y esto a esto, y esto a esto.
—Una buena teoría —dijo Fumo—, sólo que has vuelto al punto de partida. Todo hace funcionar a todo lo demás… Cada cosa tomando fuerzas de las otras.
—Bueno —dijo Retoño—. Si marchara a suficiente velocidad. Si funcionara con suficiente regularidad.
Veloz, y regular, y pesado era sin duda. Fumo reflexionó, pero sus ideas se atascaban en una paradoja. Si esto hacía andar a aquello, como era evidente que debiera hacerlo; y aquello hacía funcionar a esto, lo cual no parecía en modo alguno irracional; y si esto y aquello dotaban de energía a aquello y a esto… Casi la veía, articulada, ensamblada y accionada, las frases legibles a la vez hacia atrás y adelante, y por un momento apenas no pudo pensar por qué era imposible, salvo que el mundo es como es y no de otra manera…
—Y si la velocidad fuera disminuyendo —dijo Retoño—, tú podrías subir aquí de vez en cuando y darle un empujoncito.
Fumo se echó a reír.
—¿Y si te encomendáramos a ti ese trabajito? —dijo.
—A ti —replicó Retoño.
Un empujón, pensó Fumo, un empujoncito constante de algo o de alguien; un algo o alguien, lo que fuese, que no podía ser Fumo, él no tenía las fuerzas para hacerlo, él necesitaría inducir, Comoquiera, al universo entero a apartar por un momento la mirada de sí mismo y su interminable tarea y extender un dedo inmenso para tocar estas ruedas, estos engranajes. Y Fumo no tenía motivos para suponer que esa gracia especial le fuera concedida, a él, o a Harvey Nube, y ni siquiera a Bosquedelinde.
Dijo:
—Bueno, sea como sea. De vuelta al trabajo. —Empujó con suavidad la plomiza esfera de Saturno, y ésta empezó a andar, tictac, unos pocos grados, y tras de ella todas las otras piezas, ruedas, engranajes, varillas, esferas, empezaron a moverse.
Caravanas
—Aunque tal vez —dijo Ariel Halcopéndola—, tal vez no haya una guerra.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, tras un momento de perplejidad, el emperador Federico Barbarroja.
—Quiero decir —respondió Halcopéndola— que quizá lo que a nosotros nos parece una guerra no sea realmente una guerra. Quiero decir que quizá, después de todo, no haya una guerra.
—No sea ridicula —dijo el presidente—. Claro que hay una guerra. Que nosotros estamos ganando.
Arrellanado en un amplio sillón, el emperador tenía la barbilla apoyada sobre el pecho. Halcopéndola, sentada al piano —un piano que ocupaba buena parte de la otra mitad del salón y cuyo encordado había hecho modificar para obtener de él cuartos de tono—, se complacía en tocar melodías plañideras de himnos antiguos armonizados de acuerdo con un sistema de su propia invención que en el piano alterado sonaban extraña, dulcemente discordantes. Ponían triste al Tirano. Afuera estaba nevando.
—No quiero decir —dijo Halcopéndola— que usted no tenga enemigos. Claro que los tiene. Yo me refería a la otra, a la larga, la Guerra Grande. Puede que no sea una guerra.
El Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, aunque desenmascarado (los rostros tensos, fríos de sus miembros, sus abrigos obscuros aparecían en todos los periódicos), no había caído en la celada —como Halcopéndola había sabido que no lo harían— con tanta facilidad. Sus recursos eran grandes; a cualesquiera cargos que se les imputaban ellos tenían contracargos para denunciar; y contaban con el mejor asesoramiento legal. No obstante (no habían prestado oídos a Halcopéndola cuando les advirtió que ello podía ocurrir), su papel en la historia había finalizado. La lucha no hacía más que postergar un desenlace que jamás había estado en duda. El dinero se amontonaba en los meandros de la causa y explotaba a veces como bombas, causando inesperados cambios de fortuna a los miembros, pero esos respiros momentáneos nunca parecían dar al Club tiempo suficiente para recobrarse. Petty, Smilodon & Ruth, después de haber cobrado honorarios enormes de todas las partes, se retiraron de la defensa, en medio de misteriosas circunstancias y amargas recriminaciones; poco tiempo después salieron a la luz grandes cantidades de documentos cuya procedencia hubiera sido inútil que intentasen negar. Hombres que tuvieron en tiempos poder y sangre fría podían verse en las pantallas de todos los televisores llorando lágrimas de frustración y desesperación, llevados a la rastra a los juzgados por alguaciles de guantes blancos o indiferentes policías de paisano. La conclusión de la historia no se divulgó a los cuatro vientos porque las revelaciones más escandalosas tuvieron lugar en el invierno en que la red de comunicaciones, que durante casi setenta y cinco gloriosos años iluminara a la nación como esas sartas de farolillos que se cuelgan del árbol de Navidad, fue bruscamente cortada en casi toda su extensión por el propio Eigenblick, para impedir que pudiera caer en manos de sus enemigos; en otras partes, por sus enemigos, para impedir que cayera en poder del Tirano.
Esa guerra —la guerra de la Gente contra la Bestia, esa Bestia que detentaba el poder y pisoteaba las instituciones de la democracia, y la del Presidente-Emperador en contra de los Intereses y a favor del pueblo—, ésa, era suficientemente real. La sangre derramada en ella era real.
Las fisuras que sus golpes habían causado en la sociedad eran profundas. Sin embargo:
—Si —dijo Halcopéndola— aquellos que hemos pensado que están en guerra contra los hombres vinieron aquí, a este nuevo mundo, por primera vez, aproximadamente en la misma época en que vinieron los europeos, es decir, más o menos en la misma época en que empezó a anunciarse el advenimiento de su segundo imperio, y si vinieron aquí por las mismas razones, en busca de libertad y espacio y nuevos horizontes; en ese caso, han de haber sufrido decepciones al igual que los hombres, amargas decepciones…
—Sí —dijo Barbarroja.
—Las selvas vírgenes en que se ocultaban gradualmente taladas, ciudades edificadas en las márgenes de los ríos y las orillas de los lagos, las montañas socavadas, y sin nada del antiguo respeto europeo por los espíritus de los bosques y los duendes y los gnomos…
—Sí.
—Y si en verdad son tan largos de vista como parecen serlo, ellos mismos han de haber previsto este desenlace, han de haberlo conocido tiempo atrás.
—Sí.
—Antes incluso de que la migración comenzara. En días tan remotos como los del primer reinado de Vuestra Majestad. Y puesto que pudieron preverlo, se prepararon para enfrentarlo: fueron ellos quienes rogaron a aquel que custodia los años que le hiciera a usted dormir su largo sueño; y afilaron sus armas; y esperaron…
—Sí —dijo Barbarroja—. Y ahora por fin, aunque muy reducidos en número, al cabo de siglos de paciente espera, ¡atacan! ¡Salen de sus antiguas fortalezas! El dragón encadenado se agita en su sueño, y ¡despierta! —Ahora estaba en pie; hojas de papel impresas por computadora, estrategias, planos, cálculos resbalaron al suelo desde sus rodillas.
—Y el trato pactado con usted —dijo Halcopéndola—: que usted los ayudaría en esta empresa, que distraería la atención de la nación, la reduciría a fragmentos en guerra (muy a la manera de su antiguo imperio, ellos contaban con que usted cumpliría a la perfección ese papel), y que cuando resurgieran los antiguos bosques y marismas, cuando el tráfico dejara de existir, cuando de lo perdido ellos recuperasen lo necesario para satisfacerlos, el resto sería para usted, su Imperio.
—Por siempre jamás —dijo Eigenblick, conmovido—. Eso fue lo prometido.
—Magnífico —dijo Halcopéndola, pensativamente—. Realmente magnífico. —Golpeó el teclado; algo que sonó como Jerusalem brotó bajo sus dedos cuajados de anillos—. Sólo que nada de eso es verdad —añadió.
—¿Qué?
—Que nada de eso es verdad; es falso, una mentira, no es la realidad.
—Qué…
—No es, ante todo, suficientemente extraño. —Tocó un acorde chirriante, hizo una mueca, y probó otra vez, de otra manera—. No, yo creo que lo que está aconteciendo es algo totalmente distinto, una mutación, un cambio general que nadie ha decidido, nadie… —Pensó en la cúpula de la Terminal, en el Zodíaco invertido, y en cómo ella en un tiempo había achacado ese error al emperador que ahora tenía delante de ella. ¡Qué absurdo! Y sin embargo…— Algo —dijo—, algo así como barajar, mezclados, dos mazos de cartas.
—Hablando de cartas… —dijo él.
—O cortar un mazo —prosiguió ella, haciendo oídos sordos a su interrupción—. Usted sabe, como lo hacen a veces los niños pequeños, cuando tratan de barajarlas y ponen una mitad del mazo del revés. Y ahí las tiene, barajadas, figuras y dorsos mezclados inextricablemente.
—Yo quiero mis cartas —dijo él.
—Yo no las tengo.
—Usted sabe dónde están.
—Sí. Y si usted debiera tenerlas, las tendría.
—¡Necesito el consejo de esas cartas! ¡Lo necesito!
—Los que tienen las cartas —dijo Halcopéndola— prepararon el camino para todo esto, para su victoria tal cual es o será, tan bien o mejor que como hubiera podido hacerlo usted mismo. Mucho tiempo antes de que usted apareciera, ellos eran ya la quinta columna de ese ejército. —Tocó un acorde, agridulce, ácido como una limonada—. Me pregunto —prosiguió— si tendrán remordimientos; si se sentirán desleales o traidores hacia los de su misma especie. O si alguna vez supieron que estaban tomando partido en contra de los hombres.
—No sé por qué dice usted que no hay ninguna guerra —dijo el presidente—, y luego habla de esa forma.
—No una guerra —dijo Halcopéndola—, sino algo parecido a una guerra. Algo así como un tornado, tal vez, sí, como el avance inminente de un sistema meteórico que altera el mundo de calor a frío, de gris a azul, de primavera a invierno. O una colisión: mysterium coniunctionis, pero ¿de qué con qué? O bien —añadió (una idea que acábaba de ocurrírsele)— algo así como dos caravanas, dos caravanas que, provenientes de distintos lugares y encaminándose a otros también distintos y distantes entre sí, se encuentran delante de una puerta única y juntas entran por ella, mezclándose a empellones, durante un tiempo una sola caravana, y luego a la salida separándose nuevamente para seguir cada una su camino, aunque quizá con uno que otro caravanero trocado, una o dos alforjas robadas, algún beso intercambiado…
—¿De qué está hablando usted? —dijo Barbarroja.
Halcopéndola hizo girar su taburete y se volvió hacia él.
—La cuestión —dijo— es a qué reino exactamente ha venido usted a ayudar.
—Al mío.
—Sí. Los chinos, usted sabe, creen que en lo profundo de cada uno de nosotros, no más grande que la yema de su dedo pulgar, se encuentra el jardín de los inmortales, el gran valle en el que todos somos para siempre rey.
Él se volvió hacia ella, súbitamente furioso:
—¡Qué está diciendo!
—Lo sé —dijo ella, sonriendo—. Sería una espantosa humillación que acabase usted gobernando, no a la República que se enamoró de usted, sino a un país muy distinto de ella.
—No.
—Un país muy pequeño.
—Quiero esas cartas —dijo él.
—No puede tenerlas. Ni las tengo ni si las tuviera podría darlas.
—Usted las conseguirá para mí.
—No lo haré.
—¿Qué le parecería —dijo Barbarroja— si le sacara el secreto por la fuerza? Yo tengo poder, usted lo sabe. Poder.
—¿Me está usted amenazando?
—Podría… podría hacerla asesinar. Secretamente. Sin que nadie lo supiera.
—No —dijo Halcopéndola con calma—. Hacerme asesinar no. Eso usted no lo hará.
El Tirano se echó a reír, con un fulgor siniestro en las pupilas.
—¿Que no? ¿Eso piensa usted? ¡Oh, no, usted piensa que no!
—Yo sé que no —dijo Halcopéndola—. Y por una razón extraña que usted nunca podría adivinar. He escondido mi alma.
—¿Qué?
—Que he escondido mi alma. Un truco viejo, que cualquier hechicera de aldea sabe practicar. Y práctico, además: uno nunca sabe cuándo aquellos a quienes sirve tomarán las cosas a mal y se volverán contra una.
—¿Escondido? ¿Dónde? ¿Cómo?
—Escondido, sí. En otra parte. Exactamente dónde, o en qué, claro está que no se lo voy a decir; pero ya ve usted que, a menos que lo sepa, de nada le valdrá que intente hacerme asesinar.
—Tortura —los ojos del Tirano se achicaron—. Tortura.
—Sí. —Halcopéndola se levantó del taburete. Estaba harta de esa discusión—. Sí, la tortura podría dar resultado. Pero yo ahora le doy las buenas noches. Tengo muchas cosas que hacer.
Al llegar a la puerta se volvió y lo vio, de pie, como petrificado en su postura, los ojos clavados en ella pero sin verla. ¿Habría oído, o comprendido, algo de lo que ella había tratado de decirle? Una idea la asaltó, un pensamiento extraño y terrible, y por un instante se quedó allí, inmóvil, mirándolo como él a ella, como si intentaran uno y otro recordar dónde, o si se habían encontrado antes alguna vez; y entonces, alarmada, dijo:
—Buenas noches, Vuestra Majestad. —Y salió, dejándolo solo.
Terranova
Más tarde, esa noche, el episodio de la muerte de la señora MacReynolds en «Un Mundo en Otraparte» pudo verse en la Capital. En otras partes del país la hora de exhibición era variable: en muchos había dejado de ser un drama para las horas del día y se pasaba a menudo en los espacios de trasnoche. Pero irradiarse, se irradiaba, por canal o por cable o —donde ello no era posible, donde las líneas habían sido cortadas o la transmisión prohibida—, introducido ilegalmente en pequeñas estaciones locales, o copiado y transportado por tierra, a mano, a transmisoras clandestinas, las preciosas cintas titilando en pueblecitos nevados y distantes. Un caminante que deambulara esa noche por la única calle de uno de aquellos poblados vislumbraría su resplandor azuloso en cada sala de estar; y podría ver, en una casa, a la señora MacReynolds transportada a su lecho de enferma; en la vecina, a sus hijos reunidos en torno de ella; escuchar, en la siguiente, sus palabras postreras; y en la última, antes de que el poblado terminase y comenzara la pradera silenciosa, ver a la anciana ya muerta.
En la Capital, también el presidente-emperador miraba el episodio, empañados los ojos ceñudos y aquilinos aunque de un suave color castaño. Nunca deseéis, desear es fatal. Una nube de piedad, de autoconmiseración, lo envolvió y (como suelen hacerlo las nubes) adoptó una forma: la forma del rostro altivo, socarrón e implacable de Ariel Halcopéndola.
¿Por qué yo?, se preguntó, alzando las manos como para mostrar las cadenas. ¿Qué había hecho él para que sellaran con él ese pacto abominable? Él había sido serio y trabajador, le había escrito al papa algunas cartas tajantes, había casado bien a sus hijos. Poca cosa más. ¿Por qué su nieto, Federico II, no habría sido un conductor? ¿Por qué no él? ¿Acaso no se había contado sobre él la misma historia, que no estaba muerto sino sólo dormido, y que despertaría para guiar a su pueblo a la victoria?
Pero aquélla era sólo una leyenda. No, el que estaba aquí era él, él era quien tendría que sufrirlo, por insufrible que pareciera.
Un rey en el País de las Hadas: el destino de Arturo. ¿Podía ser ésa la verdad? Un reino no más grande que la yema de su dedo pulgar, su reino terrenal tan sólo viento, el viento de su tránsito de aquí a allá, de un sueño a otro sueño.
¡No! El presidente-emperador irguió el torso. Si hasta entonces no había habido una guerra, o sólo una guerra ficticia, ese tiempo había pasado. Él lucharía; él los obligaría a cumplir al pie de la letra las promesas que le hicieran hacía tanto tiempo. Durante ochocientos años él había dormido, combatiendo con sueños, sitiando sueños, conquistando soñadas Tierras Santas, ciñendo coronas soñadas. Durante ochocientos años había codiciado el mundo, el mundo real, ese mundo que sólo podía intuir pero no ver más allá de todos los evanescentes reinos de los sueños. Halcopéndola podía tener razón, tal vez ellos nunca habían tenido esa intención. Bien podía ser (claro que podía, oh sí, ahora empezaba a ver todo muy claro) que ella estuviese confabulada con ellos desde el comienzo mismo con el solo fin de engañarlo. Casi le daba risa, una risa horripilante, pensar que en un tiempo no sólo le había creído, sino hasta se había respaldado en ella. Nunca más. Él iba a luchar. Por cualquier medio, obtendría de ella esas cartas, sí, aunque ella desatara contra él sus terribles poderes, él las conseguiría. A solas, sin ayuda de nadie, él lucharía, lucharía por conquistar su grandiosa, sombría y nevada Terranova.
—Sólo esperad —dijo, agonizante, la señora MacReynolds—. Sólo esperad con paciencia. —El caminante solitario (¿refugiado?, ¿vendedor?, ¿espía policíaco?) pasó por la última casa del poblado y echó a andar por la desierta carretera. Atrás, en las casas, uno a uno, los ojos azulosos de los televisores se cerraron. Un programa de noticias había comenzado, pero ya no había más noticias. Ellos se iban a dormir; la noche era larga; soñaban con una vida que no era la suya, una vida que pudiera llenar la suya, con una familia en otra-parte y una casa que la tierra lóbrega pudiera una vez más transformar en un mundo.
En la Capital nevaba aún. La nieve que blanqueaba la noche, desdibujando las siluetas de los monumentos que se divisaban a la distancia a través de los ventanales de parteluz del presidente, se amontonaba a los pies de los héroes, obstruía las entradas de los garajes subterráneos. En algún lugar un automóvil atascado gemía rítmica e inútilmente intentando escapar de un alud.
Barbarroja lloraba.
A punto de acabar
—¿Qué quieres decir? —preguntó Fumo—. ¿Qué es eso de a punto de acabar?
—Quiero decir que creo que está a punto de acabar —dijo Alice—. No acabado, todavía no; sólo a punto.
Se habían acostado temprano —lo hacían a menudo en estos tiempos, ya que la gran cama con su alta pila de mantas y calientapies era el único lugar de la casa donde podían sentirse realmente abrigados. Fumo usaba un gorro de dormir: las corrientes eran las corrientes, y nadie al fin y al cabo podía ver lo ridículo que quedaba. Y conversaban. Muchos enredos personales fueron desenmarañados durante esas noches largas, o demostraron ser, en todo caso, desenmarañables, lo cual, Fumo suponía, era más o menos la misma cosa.
—Pero ¿cómo puedes decir eso? —dijo Fumo, dándose vuelta y levantando como sobre una gran ola a los gatos embarcados a los pies de la cama.
—Bueno, por Dios —dijo Alice—, ha sido bastante largo, ¿no te parece?
Él la miró, miró su rostro pálido, sus cabellos casi blancos apenas discernibles en la obscuridad contra la funda blanca de la almohada.
¿Cómo tenía siempre ella a flor de labios esas no-respuestas, esas explicaciones que soltaba con un tono tal de consecuencia lógica y que no explicaban nada, o lo mismo que nada? Era algo que a él nunca dejaba de asombrarlo.
—No es eso lo que quise decir, exactamente. Supongo que lo que quise decir es que cómo sabes tú que está a punto de acabar. Lo que sea.
—Yo no estoy segura —dijo ella, después de una larga pausa—. Sólo que al fin y al cabo me está pasando a mí, en todo caso en parte, y yo me siento a punto de acabar, en cierta forma; y…
—No digas eso —dijo él—. No se te ocurra, ni en broma.
—No —dijo ella—. Yo no hablaba de morir. ¿Fue eso lo que tú pensaste?
Era eso, sí; él ahora veía que no había entendido absolutamente nada, y se dio vuelta otra vez.
—Bueno, al diablo —dijo—. La verdad es que nunca tuvo nada que ver conmigo.
—Huy, huy —dijo ella, y se le acercó un poco más y le pasó un brazo alrededor—. Huy, Fumo, no seas así. —Levantó las rodillas detrás de las de él, y quedaron juntos los dos como una doble S.
—¿De qué forma?
Durante un rato Alice permaneció callada. Luego:
—Es sólo un Cuento —dijo—, y los cuentos tienen siempre un comienzo, una trama y un final. Cómo y cuándo empezó, yo no lo sé, pero sé que por la mitad…
—¿Qué ocurrió por la mitad?
—¡Tú estabas en él! ¿Qué ocurrió? ¡Apareciste tú!
Él oprimió contra su cuerpo la mano familiar de Alice.
—¿Y qué hay del final? —dijo.
—Bueno, de eso se trata —dijo ella—. Del final.
A prisa, antes que esa cosa enorme, esa obscura amenaza que creía entrever en sus palabras, se apoderse solapadamente de él, Fumo dijo:
—No, no, no, no. En la vida no existen esos finales, Alice. Ni tampoco hay comienzos. Todo acontece en la mitad. Como en la telenovela de Auberon. Como en la historia. Una cosa después de otra, siempre es así.
—Los cuentos siempre tienen un final.
—Bueno, eso es lo que dices tú, eso dices tú, pero…
—Y la casa —dijo ella.
—¿La casa? ¿Qué pasa con ella?
—¿No podría también ella tener un final? Se diría que lo va ner, y no dentro de mucho; y si lo tuviera…
—No, sólo seguirá envejeciendo.
—Se caerá de vieja…
Fumo pensó en las paredes resquebrajadas, en los cuartos vacíos, en las filtraciones de agua en los cimientos, en los postigos despintados y cada vez más combados, en cómo se iba pudriendo la mampostería, en las termitas.
—Bueno, pero ella no tiene ninguna culpa —dijo.
—No, claro que no.
—Electricidad, eso es lo que necesitaría tener. En cantidad. Fue construida para que la tuviese. Bombas. Agua caliente en las tuberías, agua caliente en los calefactores. Luces. Ventiladores. Las cosas se resecan y se resquebrajan porque no hay calor, porque no hay electricidad, y…
—¿Y de Russell Eigenblick quién, te parece a ti, tiene la culpa?
Por un instante, sólo un instante, Fumo se permitió sentir que el Cuento se cerraba alrededor de él, alrededor de todos ellos, alrededor de todo lo existente.
—Oh, qué ocurrencia —dijo, un conjuro tan sólo para exorcizar la idea, pero la idea persistió.
Un Cuento: una broma monstruosa se diría, más bien: el Tirano instalado al cabo de sabe Dios cuántos años de preparativos y de derramamiento de sangre, de divisiones e inmensos sufrimientos, y todo ello tan sólo para privar a una casa vieja de lo que necesitaba para seguir viviendo, para que el final de un cuento intrincado, que coincidía con el final de la casona, se pudiera producir o quizá tan sólo apresurar; y él heredando esa casa, tal vez desde el principio atraído hacia ella con el señuelo del amor sólo para que con el tiempo pudiese heredarla, y heredarla tan sólo para que (pese a todos sus esfuerzos, las herramientas y utensilios nunca lejos de sus manos inhábiles, todo para nada) pudiera presidir —tal vez a causa, incluso, de alguna torpeza o estupidez que él bien pudo haber cometido— su disolución; y esa disolución, a su vez, traer consigo…
—Bueno, ¿y entonces? —dijo—. ¿Si no pudiéramos seguir viviendo aquí?
Alice no le contestó, pero su mano buscó la de él y la retuvo.
Diáspora. Eso pudo leer él en el tacto de su mano.
¡No! Tal vez ellos pudiesen, sí, imaginar una cosa así (aunque cómo, si siempre había sido más la casa de ellos que la suya), tal vez Alice podía, o Sophie, o las chicas, imaginar un imposible destino imaginario, un lugar tan lejano… Pero él no, él no podía. Él recordaba una noche fría, años atrás, y una promesa: la primera noche que Alice y él se habían acostado en la misma cama, arropados hasta la barbilla, con los cuerpos muy juntos y formando una doble S, la noche en que él había comprendido que para ir a donde ella fuese, para no quedarse solo, tendría que reencontrar dentro de sí un deseo infantil de creer que nunca había ejercitado, incluso ya en ese entonces en desuso desde hacía mucho tiempo; y que tampoco ahora estaba más dispuesto que antes a ejercitar.
—¿Tú te irías? —preguntó.
—Pienso que sí.
—¿Cuándo?
—Cuando sepa adonde se supone que tengo que ir. —Se apretó contra él, como disculpándose—. Cuando sea. —Silencio. Fumo sentía en el cuello el cosquilleo acariciador de su respiración—. No pronto, tal vez. —Restregó la mejilla contra el hombro de Fumo—. E irme, tal vez no; irme irme, quiero decir, tal vez nunca.
Pero eso lo decía sólo para tranquilizarlo, él sabía eso. Al fin y al cabo, él nunca había sido nada más que un personaje secundario en ese destino; y siempre había supuesto que, de una u otra manera, quedaría al margen: no obstante, ese sino había quedado en suspenso durante tanto tiempo, sin que le causara a él ningún dolor, que (aunque sin olvidarlo nunca del todo) había optado por ignorarlo; y hasta se había permitido algunas veces creer que él, gracias a su bondad y su paciencia y su fidelidad lo había alejado para siempre. Pero no. Estaba allí: y con toda la dulzura de que era capaz, aunque de manera inequívoca, ella se lo estaba diciendo.
—Claro —dijo él—. Claro. ¡Clarísimo!
Esa palabra era una clave para ellos, y significaba: No he entendido nada, absolutamente nada, pero mi capacidad de comprensión ha llegado al límite, y en todo caso confío en ti hasta ese extremo, así que hablemos de otra cosa. Pero…
—Claro —dijo de nuevo, pero esta vez con otro significado, porque acababa de percatarse de que había una forma, una forma imposible, inaccesible, pero la única existente para luchar contra eso, ¡luchar, sí!, y que él tendría, Comoquiera, que encontrar esa forma.
Ahora, esta casa era su casa, suya, sí, maldición, y él tendría que mantenerla viva, de eso se trataba. Porque si la casa vivía, si podía vivir, tal vez el Cuento no podría acabarse ¿o sí? Nadie necesitaría irse, quizá nadie pudiera irse (¿qué sabía él de todo eso?) si la casa siguiera en pie, si hubiera alguna forma de detener o revertir su decadencia. Eso era lo que él tendría que hacer. Y la mera fuerza no bastaría, no su fuerza, en todo caso: se necesitaría inteligencia. Algo habría que pensar, un pensamiento enorme (¿lo sentía él, naciendo ya desde lo más profundo de su ser, o era sólo una esperanza ciega?); se necesitaría coraje y decisión, y una tenacidad inflexible como la de la muerte. Pero ésa era la forma: la única forma.
El acceso de energía y resolución lo agitó en la cama, haciendo revolotear la borla de su gorro de dormir.
—Claro, Alice, claro —volvió a decir. Y la besó una vez con fervor (¡suya también ella!) y otra vez, con firmeza, mientras Alice se reía y lo abrazaba, ignorando (pensó) lo que él acababa de resolver: que se consagraría con alma y vida a la tarea a subvertirla; y ella lo besó a su vez.
¿Cómo podía ser, preguntaba Llana Alice mientras se besaban, que el decirle esas cosas al esposo que amaba, en una noche como ésta, la más obscura del año, no la llenara de tristeza sino por el contrario de alegría, de una esperanzada felicidad? El final: tener el final del Cuento significaba para ella tener todo el Cuento para siempre, sin que le faltase nada, entero al fin y sin fisuras, con seguridad Fumo no podía quedar fuera de él, no ahora que se había imbricado en su trama tan profundamente. Sería bueno, tan bueno tenerlo todo de una vez, del principio al fin, como una larga, larguísima labor que se ha ido ejecutando de a poquito, con la esperanza y la fe de que la última puntada, el último tirón de las hebras, el remate y el nudo final, le otorgaran repentinamente todo su sentido; ¡qué alivio! Todavía no, aún no del todo; pero ahora, en este invierno, Alice podía al fin creer, ya sin reservas, que lo tendría: tan próxima se sentía ya.
—O quizá —le dijo a Fumo, que por un instante había distraído de ella su atención— quizá sólo comienza. —Fumo gruñó, sacudiendo la cabeza, y ella se rió y se estrechó contra él.
Cuando en la cama cesó la conversación, la niña que desde hacía un rato había estado escuchándolos y observando cómo se agitaban las mantas, se dio vuelta para salir de la alcoba. Descalza, había entrado sin hacer ruido por la puerta que siempre dejaban abierta para que los gatos pudieran ir y venir, y allí, oculta entre las sombras, había permanecido, observando y escuchando con una sonrisita en los labios. Dado que una cadena montañosa de mantas y edredones se alzaba entre sus cabezas y el resto de la habitación, Alice y Fumo no la habían visto. Y los gatos olvidadizos, que habían abierto grandes los ojos cuando entró, habían vuelto a dormir sus sueñecitos entrecortados. Por un momento la niña se detuvo en la puerta, porque la cama estaba haciendo ruidos otra vez, pero como de éstos no podía sacar nada en limpio, eran meros susurros, no palabras, salió al corredor. Salvo el difuso resplandor de la nieve que se filtraba a través de la ventana del fondo, no había allí ninguna luz, y la niña avanzó lentamente, como una ciega, a pasitos cortos y silenciosos, con los brazos extendidos entre las puertas cerradas. A medida que avanzaba, consideraba cada puerta inexpresiva y reflexionaba un instante, pero en cada una meneaba la rubia cabeza; hasta que al fin, al dar vuelta un recodo, llegó a una abovedada, y entonces sonrió, y con sus manos giró el pomo de cristal y la abrió de un empujón.