Capítulo 3

Un pensamiento, una gracia, un milagro siquiera que ninguna virtud pueda condensar en palabras.

Marlowe, Tamburlaine

La casa en la que se crió Auberon no era la misma casa en la que se había criado su madre. Desde que Fumo y Llana Alice tomaran posesión —los directores naturales de una familia compuesta por sus hijos y los padres de Alice—, las riendas de un antiguo orden se habían aflojado. A Alice le encantaban los gatos, que a su madre nunca le habían inspirado simpatía, y a medida que Auberon crecía, el número de gatos en la casa se incrementaba en progresión geométrica. Dormían apiñados delante de las chimeneas encendidas, su pelusa llevada por el aire cubría los muebles y las alfombras como una escarcha seca y permanente, sus caritas diabólicas espiaban a Auberon, cautelosas, desde los rincones más inverosímiles. Había una atigrada cuyo pelaje rayado le dibujaba unas feroces cejas falsas por encima de los ojos, dos o tres negros, una blanca a manchas rojas complejas y dispersas como un entreverado tablero de ajedrez. En las noches frías Auberon se despertaba a menudo oprimido, se revolvía bajo las mantas, y arrancaba dos o tres cuerpos apretujados, compactos, de un voluptuoso, extático deleite.

Lilas y luciérnagas

Además de los gatos, estaba Chispa, el perro. Descendía de una larga línea de perros que parecían todos (eso decía Fumo) hijos naturales de Buster Keaton: unas manchas claras encima de los ojos de Chispa, le conferían la misma expresión levemente reprobadora, enormemente alerta, cariacontecida. Siendo ya fabulosamente viejo, había preñado a una prima visitante y engendrado tres canes anónimos, además de un nuevo Chispa; una vez asegurada su descendencia, se había apoltronado en el sillón favorito del doctor, delante del fuego, por el resto de sus días.

Sin embargo, no era tan sólo que los animales (y el doctor se expresaba bien a las claras sin siquiera mencionar su antipatía por los animales domésticos) desplazaran al doctor y a Ma de su sitio en la casa. Era como si (y sin que perdieran por ello posición ni dignidad), llevados por una vertiginosa y creciente marea de juguetes, migas de galletitas, natillas, pañales, curitas y literas, se fueran alejando silenciosamente hacia el pasado. Mamá, desde que también su hija era una mamá, pasó a ser Mamá Bebeagua, más tarde Mamá B., y por último Mambé, cosa que ella no pudo menos que sentir como una especie de promoción forzosa, injusta para quien siempre había servido en filas duro y bien. Y con el correr de los años, los numerosos relojes de la casa empezaron Comoquiera a canturrear desincronizados, pese a que el doctor, las más de las veces con uno o dos nietos pegados a sus rodillas, solía ponerlos en hora, y darles cuerda, y escrutar a menudo sus mecanismos.

También la casa envejecía, en lo esencial con gracia, y con el corazón todavía robusto, si bien hundiéndose por aquí y flaqueando por allá; su manutención era una tarea inmensa y de nunca acabar. En los contornos, fue menester clausurar algunos aposentos: una torrecilla, una extravagancia, un invernáculo todo de cristal, cuyos paneles de azúcar cande, desprendidos losange tras losange del merengue de hierro forjado en el que los incrustara John Bebeagua, yacían desparramados por el suelo entre los tiestos de las flores. De los numerosos jardines y canteros de flores de la casa, fue el de la huerta el que soportó la ruina más lenta, la decadencia más prolongada. Pese a que el enjalbegado se desconchaba en copos del primoroso porche tallado, pese a que los peldaños se hundían y el sendero de lajas había desaparecido bajo la romaza y el diente de león que lo invadían, musculosos, por entre las grietas, la tía abuela Nube cuidó de él mientras pudo, y en los arriates siempre había flores. Tres manzanos silvestres habían crecido en el fondo de la huerta, y envejecido, robustos y nudosos; cada otoño desparramaban por el suelo sus frutos para embriagar a las avispas al tiempo que se pudrían. Mambé hacía jalea con una parte de ellos. Con el tiempo, cuando Auberon se convirtió en un coleccionista de palabras, la palabra «silvestre» siempre le evocaba el recuerdo de aquellas manzanitas anaranjadas y rugosas que se amustiaban en su acritud inútil entre las malezas.

Auberon se había criado en el jardín. Cuando llegó por fin aquella primavera en la que Nube decidió que intentar cuidar de él con su espalda y sus piernas en el estado en que se hallaban, y fracasar, sería aún más doloroso que dejarlo crecer a su capricho, Auberon empezó a sentirse allí mucho más a gusto. Ya no le estaba prohibido pisar los parterres de flores. Y así, abandonados a su suerte, el jardín y sus edificios cobraron algo del encanto de una ruina: en el cobertizo con olor a tierra las herramientas cubiertas de polvo parecían remotas, y las arañas hilaban sus telas en los orificios de las regaderas otorgándoles la antigüedad fabulosa de los cascos de un tesoro enterrado. La bomba siempre había tenido para él esa fascinación de lo arcano, lo bárbaro, con sus ventanas diminutas y su techo picudo y sus aleros y cornisas en miniatura. Era un santuario pagano, y la bomba de hierro era el crestudo ídolo de larguísima lengua. Solía pararse de puntillas para alcanzar el émbolo y levantarlo y bajarlo con todas sus fuerzas en tanto el ídolo tosía broncamente, hasta que algo se le atascaba en la garganta en el momento en que el émbolo se topaba con una misteriosa resistencia, y él tenía entonces que empinarse hasta casi perder pie para bajarlo, y una y otra vez, y de pronto, sin ahogos, repentina, mágicamente liberada, el agua empezaba a fluir por la ancha lengua de la bomba, y a desparramarse, en una lámina continua, límpida y tersa, sobre las carcomidas piedras del suelo.

En aquel entonces, el jardín era inmenso a sus ojos. Visto desde el puente ancho y apenas ondulado del porche, se extendía como un paisaje marino hasta los manzanos silvestres, y desde allí como una exuberante marejada de flores y de malezas indomables, hasta el muro de piedra y el portalón cerrado para siempre que daba acceso al Parque. Era un mar y una selva. Sólo él, que podía andar en cuatro patas por debajo de las enramadas, sabía qué había sido del sendero de lajas, por donde corrían, secretas, las piedras grises, frías y tersas como el agua.

De noche, había luciérnagas. A Auberon siempre lo tomaban por sorpresa: cómo podía ser que, en un momento, pareciera no haber ninguna, y entonces, cuando el crepúsculo se trocaba en azul, y él alzaba la vista de algo —una topera, como ser, en lento, paulatino proceso de construcción— que había estado mirando absorto, ya estuviesen allí, luminosas contra el terciopelo de la obscuridad.

Hubo cierta tarde en la que decidió que se quedaría en el porche hasta que el día se hiciera de noche, y sentarse a esperar, esperar y nada más, y descubrir la primera que se encendiese, y la siguiente, y la otra, acuciado por un ansia de totalidad que lo consumía, que siempre habría de consumirlo.

Los escalones del porche tenían aquel verano la altura justa de un trono para él, y allí se sentó, las suelas de sus zapatillas bien plantadas, atento, sí, pero no a tal extremo que no observara el nido de aguador perfectamente modelado en las vigas del porche, o la voluta plateada del humo de un avión de reacción; hasta tarareaba las palabras sin sentido de una onomatopeya de la luz crepuscular. Durante todo ese rato había estado en acecho, y sin embargo fue Lila quien, a la larga, vio la primera luciérnaga.

—Ahí —dijo con su vocecita pedregosa; y allá, en medio de la jungla de los heléchos, la lucecita se encendió como creada por el dedo con el que ella la señalaba. Cuando se encendió la siguiente, la señaló con un dedo del pie.

Lila no usaba zapatos, nunca, ni siquiera en invierno, tan sólo un vestido azul sin mangas ni cinturón que le llegaba hasta la mitad de los muslos satinados. Cuando Auberon se lo dijo a su madre, ella le había preguntado si Lila nunca tenía frío, y él no había sabido qué contestar; aparentemente no, puesto que nunca tiritaba, era como si aquel vestidito azul fuese completo, total, que ella no necesitara ninguna otra protección; su vestido, a diferencia de las camisas de franela que él usaba, era parte de ella, no una cosa que uno se ponía para abrigarse o disfrazarse.

Y toda la población de luciérnagas empezó a cobrar vida. Cada vez que Lila señalaba y decía «ahí», otra o muchas más encendían sus pálidos candiles, de un blanco verdoso como el botón fosforescente de la perilla del lavabo de su madre. Cuando estuvieron todas presentes, cuando fueron ellas la única fuente de luz en un jardín que se había tornado vago, incoloro y espeso, Lila empezó a trazar círculos con un dedo en el aire, y las luciérnagas, lentamente, a saltitos, como indecisas, se fueron congregando allí, en el aire, donde Lila señalaba; y cuando estuvieron todas reunidas se pusieron a bailar, en la dirección del dedo de Lila, un círculo centelleante, una solemne pavana. Auberon casi podía oír la música.

—Lila hizo bailar a las luciérnagas —le dijo a su madre cuando al fin volvió del jardín. Giraba el dedo en el aire, como lo hiciera Lila, y zumbaba bajito.

—¿Bailar? —dijo su madre—. ¿No te parece que es hora de que te vayas a la cama?

—Lila se queda levantada —dijo él, no comparándose con ella (para ella no había reglas) sino tan sólo solidarizándose con ella: aun cuando tuviera que irse a la cama, sin ninguna razón, si todavía la luz azul bañaba el cielo y no todos los pájaros se habían ido a dormir, él sabía de alguien que no lo haría; que se quedaría en el jardín hasta tarde en la noche, o se pasearía por el Parque y vería los murciélagos, y que nunca dormía si no quería hacerlo.

—Pídele a Sophie que te prepare el baño —dijo su madre—. Dile que yo subiré dentro de un minuto.

Él la miró un momento, pensando si no debería protestar. Bañarse era otra de las cosas que Lila nunca hacía, aunque a menudo se sentaba en el borde de la bañera y lo observaba, silenciosa e inmaculada. Su padre hizo crujir las hojas del periódico y carraspeó, y Auberon, un soldadito obediente, salió de la cocina.

Fumo puso el periódico encima de la mesa. Llana Alice se había quedado en silencio delante del fregadero, el paño de cocina en la mano, la mirada ausente.

—Muchos niños tienen amigos imaginarios —dijo Fumo—. O hermanos y hermanas.

—Lila —dijo Alice. Suspiró y levantó una taza; miró las hojitas de té en el fondo como si quisiera leer algo con ellas.

Eso es un secreto

Sophie le concedió un patito. A menudo era más fácil obtener de ella esos favores, no porque fuese necesariamente más bondadosa sino porque estaba menos alerta que su madre, y no siempre parecía prestarle demasiada atención. Cuando Auberon estuvo sumergido hasta el cuello en la bañera gótica (lo bastante grande como para que pudiera nadar en ella), Sophie desenvolvió un patito de su paquete de papel de seda. Auberon vio que aún quedaban cinco en la caja compartimentada.

Los patitos estaban hechos con jabón de Castilla, decía Nube, que los había comprado para Auberon, y por eso flotaban. El jabón de Castilla, decía Nube, es muy puro, y no hace escocer los ojos. Los patitos estaban perfectamente modelados, de un amarillo limón pálido que sin duda le parecía muy puro a Auberon, y eran tan suaves que le inspiraban un sentimiento inexpresable, una mezcla de devoción e intenso placer sensual.

—Es hora de que empieces a lavarte —dijo Sophie. Él puso el patito a flote, mientras imaginaba un sueño irrealizable: poner a flote los cinco patitos amarillos a la vez, sin preocuparse, una flotilla de excelsa, suave, tallada pureza—. Lila hizo bailar a las luciérnagas —dijo.

—¿Mmm? Lávate bien detrás de las orejas.

¿Por qué, se preguntó, o más bien no llegó a preguntárselo, siempre le ordenaban que hiciera una cosa u otra cada vez que mencionaba a Lila? Una vez su madre le había sugerido que sería mejor que no le hablara mucho de Lila a Sophie, porque podía entristecerla; pero a él le parecía que con que tuviera el cuidado de hacer la aclaración era suficiente:

—No tu Lila.

—No.

—Tu Lila desapareció.

—Sí.

—Antes de que yo naciera.

—Así es.

Lila, sentada en el trono episcopal, se limitaba a mirar a uno y a otra, aparentemente impasible, como si nada de eso le concerniera. Había un montón de enigmas que intrigaban a Auberon a propósito de las dos Lilas —¿o eran tres?—, y cada vez que la de Sophie aparecía en sus pensamientos un nuevo enigma emergía en el intrincado matorral. Pero sabía que había secretos que a él jamás le contarían, aunque sólo con los años, al crecer, empezaría a dolerle ese silencio.

—Betsy Pájaro se va a casar —dijo—. Otra vez.

—¿Cómo sabes eso?

—Tacey lo dijo. Lily dijo que se va a casar con Jerry Espino. Lucy dijo que va a tener un bebé. Ya. —Imitaba el tono intrigado, levemente reprobador de sus hermanas.

—Vaya. La primera noticia que tengo —dijo Sophie—. Vamos, sal.

Abandonó al patito con resignada tristeza. Ya sus facciones nítidamente talladas habían empezado a desdibujarse; en los baños futuros perdería los ojos, luego las facciones, el pico ancho se adelgazaría como el de un gorrión, y después, ya ni siquiera eso; luego, también perdería la cabeza (él tendría el cuidado de no quebrarle el cuello cada vez más fino, no quería interferir en su disolución); y por último, informe, ya no más un patito, apenas el corazón de un patito, todavía puro, todavía a flote.

Sophie, bostezando, lo restregó con la toalla. Su hora de irse a dormir solía ser más temprana que la de Auberon. A diferencia de su madre, ella siempre le dejaba ciertas partes del cuerpo mojadas, el dorso de los brazos, los tobillos.

—¿Por qué tú nunca te casas? —preguntó él. Eso podría acaso resolver uno de los problemas acerca de una de las Lilas.

—Nadie me lo ha pedido, nunca.

Eso no era cierto.

—Rudy Torrente te pidió que te casaras con él. Cuando se murió su mujer.

—Yo no estaba enamorada de Rudy Torrente. Y en todo caso, ¿cómo te has enterado de eso?

—Me lo contó Tacey. ¿Estuviste enamorada alguna vez?

—Una.

—¿De quién?

—Eso es un secreto.

Libros y una batalla

Pese a que cuando desapareció su Lila Auberon tenía más de siete años, hacía tiempo en ese entonces que había dejado de mencionar a nadie su existencia. De mayor, solía preguntarse si esos niños que tienen amigos imaginarios no los tendrán un tiempo más largo del que admiten tenerlos. Después que el niño ha cesado de insistir en que se ponga en la mesa un plato para su amigo, que nadie se siente en la silla que él ocupa, ¿sigue acaso teniendo cierta relación con él? Y el amigo imaginario, ¿se va desvaneciendo sólo paulatinamente, una presencia cada vez más espectral a medida que el mundo real se vuelve más real, o será lo habitual, quizá, que un cierto día desaparezca, y que uno no lo vuelva a ver nunca más como en el caso de Lila? Las personas a quienes lo preguntaba le aseguraban que ellas no recordaban absolutamente nada de todo eso. Pero Auberon pensaba, sin embargo, que quizá albergasen todavía a esos pequeños fantasmas del pasado, acaso con vergüenza. ¿Por qué, al fin y al cabo, tenía que ser él el único que conservara un recuerdo tan vivido?

Ese cierto día fue un día de junio; claro, como el agua, en pleno verano, el día del paseo campestre, el día en que creció Auberon.

Había pasado la mañana en la biblioteca, tumbado en el sofá, el cuero frío contra el dorso de las piernas. Estaba leyendo; no hubo ninguna época en la que a Auberon no lo fascinara la lectura; la pasión había comenzado mucho antes de que aprendiera realmente a leer, cuando solía sentarse junto al fuego con su padre o su hermana Tacey, y daba vuelta, cuando ellos las volvían, las páginas incomprensibles, pobres en figuras, sintiéndose indeciblemente feliz y en paz. Aprender a descifrar las palabras había sido tan sólo un placer añadido al que le deparaba el mero hecho de sostener los lomos y volver las páginas, de calcular la duración total del viaje pasando las hojas velozmente con la yema del pulgar, de contemplar embelesado las portadas. ¡Libros! Abrirlos con el leve crujido, el perfume añejo de la vieja cola; cerrarlos con un golpe seco. Le gustaban grandes; le gustaban viejos; le gustaban más si eran varios volúmenes, como los trece en uno de los anaqueles inferiores, pardo-dorados, misteriosos, de la Roma Medieval de Gregorovius. Aquéllos, los grandes, los viejos, por su naturaleza misma contenían secretos; a su edad, pese a que cada frase, cada capítulo eran objeto de un escrutinio minucioso (no era un picaflor), no podía captar del todo esos secretos, comprobar que los libros eran (como al fin y al cabo lo son la mayoría) tediosos, anticuados, banales. Por encima de todo, conservaban su magia. Y siempre había más en los atestados anaqueles, los volúmenes ocultos seleccionados por John Bebeagua no menos atrayentes para su tataranieto que las colecciones que comprara por metro para llenar las estanterías. El que sostenía en ese momento era la última edición de La arquitectura de las casas quintas, de John Bebeagua. Lila, aburrida, revoloteaba de un rincón a otro de la biblioteca adoptando posturas variadas, como si jugara consigo misma a las estatuas.

—Hey —dijo Fumo, asomándose por la puerta de la biblioteca abierta de par en par—. ¿Qué haces aquí ratoneando? —La palabra era de Nube—. ¿No has salido al jardín? ¡Qué día! —No obtuvo otra respuesta que el susurro imperceptible de una página dada vuelta lentamente. Desde donde se hallaba, Fumo sólo podía ver la nuca esquilada de su hijo (un corte de pelo obra del propio Fumo) con sus dos tendones pronunciados y un huequecito vulnerable entre ellos, y la parte superior del libro; y dos pies cruzados encerrados en las enormes zapatillas de goma. No tenía necesidad de mirar para saber que Auberon llevaba una camisa de franela abotonada en las muñecas, jamás usaba otras, ni se desabrochaba los puños, hiciera el tiempo que hiciese. Sintió una especie de piedad impaciente por su hijo—. Hey —dijo una vez más.

—Papá —dijo Auberon—. ¿Es verdad este libro?

—¿Qué libro es ése?

Auberon lo levantó, moviéndolo de un lado a otro para que su padre pudiera ver las cubiertas. Fumo experimentó una súbita, intensa emoción: había sido un día como éste —quizá este mismo día del año, sí— aquel en que tiempo atrás él abriera ese libro. No lo había vuelto a mirar desde entonces. Pero ahora conocía muchísimo mejor su contenido.

—Bueno, «verdad» —dijo—, «verdad», no sé muy bien lo que tú entiendes por «verdad». —Cada vez que repetía la palabra, las invisibles comillas de la duda se volvían más nítidas—. Tu tatarabuelo lo escribió, un poco con la ayuda de tu tatarabuela… y de tu tatarabuelo.

—Hm. —A Auberon no lo intrigaba eso. Leyó—: «El Allá es un reino precisamente tan vasto como éste, que no debiera ser…» —titubeó— «… reducible en virtud de ninguna expansión, ni expansible en virtud de ninguna contracción, de éste, el Acá: no obstante, es indudable que ciertas incursiones a ese reino en épocas recientes, y eso que nosotros llamamos el Progreso, y la expansión del Comercio, y el ensanchamiento de los dominios de la Razón, han inducido una fuga de esas gentes hacia el interior de sus fronteras; de manera tal que si bien tienen (en virtud de la naturaleza misma de las cosas deben tener) un espacio infinito hacia el cual retirarse, sus antiguos feudos han sido considerablemente reducidos. ¿Están indignados por ello? Nosotros no lo sabemos. ¿Alientan propósitos de venganza? ¿O están, por ventura, como el Indio Piel Roja, como el salvaje africano, tan debilitados, tan amilanados, tan reducidos numéricamente, que habrán de ser a la larga…» —otra difícil— «… extirpados por completo y para siempre; y no porque no les quede sitio alguno adonde huir, sino porque las pérdidas, tanto de territorio como de soberanía, que nuestra rapacidad les ha infligido, sean agravios demasiado duros de sobrellevar? Nosotros no lo sabemos, no todavía…»

—¡Qué frase! —dijo Fumo. Tres místicos hablando a la vez resultaban en una prosa un tanto densa.

Auberon bajó el libro de delante de su cara.

—¿Es verdad? —preguntó.

—Bueno —dijo Fumo, sintiéndose torpe y confundido como un padre ante un hijo que exige que se le expliquen los misterios del sexo y de la muerte—. En realidad, no lo sé. No sé si lo entiendo, realmente. De todos modos, no soy la persona más indicada…

—Pero es inventado —insistió Auberon. Una pregunta simple.

—No —dijo Fumo—. No, pero hay dos cosas en el mundo que sin ser inventadas tampoco son exactamente ciertas, no verdades como que el cielo está arriba y la tierra abajo, y que dos y dos son cuatro, cosas como éstas… —Los ojos del niño, clavados en él, no se conformaban con esta casuística. Fumo pudo ver eso—. Escucha —dijo—, ¿por qué no se lo preguntas a tu madre o a tía Nube? Ellas saben mucho más que yo de todo esto. —Asió el tobillo de Auberon—. Arriba. Ya sabes que hoy tenemos el famoso picnic.

—¿Qué es esto? —dijo Auberon, que acababa de descubrir el mapa o plano de papel de seda encañonado en la contratapa del libro. Empezó a desplegarlo, al principio confundiendo los viejos dobleces, y uno de ellos se desgarró un poquito; y entonces, por un instante apenas, Fumo vio claro en la mente de su hijo; vio la expectativa de las revelaciones que promete cualquier mapa o diagrama, y éste más que ninguno; vio el ansia de claridad y de conocimiento; vio la aprehensión (en todos los sentidos) de lo ignoto, de lo hasta ahora secreto, lo a punto de salir a la luz.

Auberon tuvo al fin que bajarse del sofá y poner el libro en el suelo para abrir el plano y poder extenderlo en su totalidad. Crepitaba como un fuego. El tiempo había horadado en él agujeros diminutos, en aquellas partes en que los dobleces se cruzaban unos con otros. A Fumo le pareció ahora muchísimo más viejo que quince o dieciséis años atrás, cuando lo había visto por primera vez, y complejo como entonces le pareció, más recargado de figuras y trazos que como él lo recordaba. Pero era (tenía que ser) el mismo. Cuando fue a arrodillarse al lado de su hijo (que ya lo estaba estudiando con profunda atención, los ojos brillantes, los dedos recorriendo los trazos) comprobó que no lo entendía ahora mejor que entonces, pese a que en todos esos años había aprendido (¿había aprendido algo más? Oh, mucho) cómo desentenderse mejor del hecho de no haberlo entendido.

—Me parece que yo sé lo que es esto —dijo Auberon.

—¿De veras?

—Es una batalla.

En los viejos libros de historia, Auberon había estudiado los mapas: esos bloques oblongos identificados por banderitas diminutas, dispuestos a través de un paisaje cebrado de líneas topográficas; bloques grises enfrentados a una disposición aproximadamente simétrica de bloques negros (los malos). Y en otra página el mismo paisaje horas más tarde: algunos de los bloques escorados, penetrados por los bloques enemigos, hendidos por la cabeza de flecha de su vanguardia; otros en visible retroceso y siguiendo la cabeza de flecha de una retirada; y los bloques a rayas diagonales de algún aliado apareciendo tardíamente por uno de los flancos. El gran mapa pálido extendido en el suelo de la biblioteca era más difícil de interpretar que aquellos otros; era como si el desarrollo completo de una inmensa batalla (Posiciones al Amanecer; Posiciones a las dos y media de la tarde; Posiciones a la Puesta del Sol) estuviera expresado allí todo a la vez, las retiradas superpuestas a los avances, las filas en ordenada formación a las desmembradas. Y las líneas topográficas, no ondulantes y curvas, siguiendo las elevaciones y declives de cualquier campo de batalla, sino regulares, entrecruzadas; tantas geometrías alterándose sutilmente unas a otras al entrelazarse, que el conjunto hacía aguas como el muaré, y el ojo que lo avizoraba se extraviaba en laberintos de perplejidad. ¿Es recta esta línea? ¿Es curva esta otra? Y aquí, ¿hay círculos concéntricos o es una espiral continua?

—Hay una leyenda —dijo Fumo, sintiéndose cansado.

Había una, sí. Y también había, Auberon lo vio, bloques de una tipografía diminuta, dispuestos explicativamente aquí y allá (regimientos de aliados perdidos), y los jeroglíficos de los planetas, y una rosa de los vientos, aunque no de direcciones, y una escala, aunque no en millas. La leyenda decía que las líneas gruesas limitaban el Acá, y las líneas finas el Allá. Pero no había forma de saber con seguridad cuáles eran realmente las gruesas, cuáles las finas. Al pie de la leyenda, en cursiva subrayada para realzar su importancia, había una nota: «Circunferencia = ninguna parte; punto céntrico = todas partes».

En serias dificultades, y a la vez de algún modo en peligro, parecióle de pronto, Auberon miró a su padre; y creyó ver en el rostro de Fumo, en sus ojos bajos (y ése sería el rostro de Fumo que más a menudo vería cuando soñara con él), una resignada tristeza, una especie de desilusión, como si dijera: «Bueno, yo traté de decírtelo, yo traté de impedir que llegaras tan lejos, yo intenté prevenirte; pero tú eres libre, y yo no tengo nada que objetar, sólo que ahora sabes, ahora ves, ahora la leche se ha derramado y se han roto los huevos, y la culpa es mía en parte y sobre todo tuya».

—¿Qué —dijo Auberon, sintiendo que un nudo le cerraba la garganta—, qué… qué es…? —Tuvo que tragar, y se encontró de pronto sin nada que decir. El mapa parecía hacer un ruido que le impedía oír sus propios pensamientos. Fumo lo asió por el hombro y lo levantó.

—Bueno, escucha —dijo. Tal vez Auberon había interpretado mal su expresión: de pie, frotando las rodilleras de su pantalón para quitarles las pelusas de la alfombra, parecía tan sólo aburrido, tal vez, probablemente—. De verdad, de verdad, no me parece que sea hoy el día más apropiado para esto, ¿sabes? Vamos, ven de una vez. Hoy nos vamos al picnic. —Hundió las manos en los bolsillos y se inclinó ligeramente sobre su hijo, ya en otra actitud—. Bueno, puede que a ti no te entusiasme terriblemente, pero creo que tu madre agradecería una pequeña ayuda, preparar las cosas. ¿Quieres ir en el auto o en bicicleta?

—En el auto —dijo Auberon mirando siempre al suelo, y, tratando de saber si se alegraba o por el contrario lo entristecía el hecho de que, aunque por un momento, apenas un momento, su padre y él se hubiesen aventurado al parecer juntos en comarcas extrañas, reanudaran ahora sus relaciones distantes. Esperó a que los ojos de su padre se apartaran de su nuca (donde los sentía clavados), a que sus pasos sonaran en el entarimado fuera de la biblioteca, antes de levantar la vista del mapa (o plano) que ahora se había vuelto menos fascinante, aunque no menos confuso, como un acertijo imposible de resolver. Lo volvió a plegar, cerró el libro, y en vez de colocarlo de nuevo en la estantería acristalada junto con sus antepasados y sus primos, lo escondió debajo de los faldones de una poltrona, de donde más tarde lo podría rescatar.

—Pero si es una batalla —dijo—, ¿cuál bando es cuál?

—Si es una batalla —dijo Lila, sentada en cuclillas en la poltrona.

La vieja geografía

Tacey se había adelantado al lugar que desde hacía algún tiempo habían elegido para el paseo campestre de ese año, volando por los caminos viejos y los senderos nuevos en su bien conservada bicicleta, seguida por Tony Cabras, para quien había solicitado un sitio como invitado. Lily y Lucy llegarían por otro camino, después de una visita matutina de cierta importancia que les había encomendado Tacey. Así pues, en la vetusta camioneta iban: Alice en el volante, junto a ella la tía abuela Nube, y Fumo del lado de la portezuela; atrás, el doctor y Mambé y Sophie; y más atrás aún, Auberon en cuclillas y el perro Chispa, que tenía la costumbre de pasearse sin cesar de un lado a otro mientras el coche estaba en movimiento (incapaz de aceptar, tal vez, el hecho de que el paisaje se deslizara veloz delante de su cara en tanto que sus patas permanecían quietas). También había un sitio para Lila, quien no ocupó ninguno.

—Tanagra escarlata —le dijo Fumo al doctor.

—No, un colirrojo —replicó el doctor.

—Negro, con la cola roja…

—No —dijo el doctor, levantando el índice—, la tanagra es toda roja, con las alas negras. El colirrojo es casi todo negro, con manchas rojas… —Se palmeó los bolsillos del pecho.

La camioneta se zarandeaba, cada una de sus juntas chirriando protestas, a lo largo del camino tortuoso y desparejo que conducía al sitio elegido para el paseo. Llana Alice aseguraba que era el incesante ir y venir de Chispa lo que mantenía en movimiento aquella antigualla (como lo pensaba el propio Chispa), y bien que se las había apañado, en los últimos años, para prestar servicios ante los cuales otros vehículos de su misma edad habrían respondido, ofendidos, con la inmovilidad y el silencio. El enchapado de sus flancos estaba descolorido y opaco como madera de resaca, y sus asientos de cuero tan surcados de finas arrugas como la cara de la tía Nube, pero su corazón se conservaba fuerte, y Alice le conocía sus pequeñas manías, las habría aprendido de su padre, que se las conocía todas y tan bien (pese a lo que de él opinaba George Ratón), como las de los petirrojos y las ardillas. Había tenido por fuerza que aprenderlas, para poder ir a hacer la compra, aquellas compras brobignagianas que su famila creciente requería. Aquéllos habían sido los tiempos de los pollos con seis patas, de los cajones de esto y las docenas de aquello, de la economía de dimensiones gigantescas, de las cajas de diez libras de detergente Drudge, las tinajas de aceite y los bidones de leche. La camioneta arriaba con todo, una y otra vez, y lo sobrellevaba todo casi con tanta paciencia como la misma Alice.

—¿Te parece, querida —dijo Mambé—, que vale la pena que vayas más lejos? ¿Crees que luego podrás salir?

—Oh, creo que aún podemos continuar un trecho —respondió Alice. Si iban en la camioneta era, sobre todo, a causa de la artritis de Mambé y de las viejas piernas de Nube. En los viejos tiempos…

Cruzaron por encima de una huella y todos, quien más, quien menos, salvo Chispa, fueron levantados de sus asientos; se internaban en un mar de fronda; Alice aminoró la marcha, oyendo casi el suave golpeteo de las sombras contra el capó y el techo del vehículo; en un dulce acceso de felicidad estival, se olvidó de los viejos tiempos. Una cigarra, la primera que oyeran aquel verano, entonó su semitono. Alice puso la palanca en punto muerto, y la camioneta, después de avanzar un corto trecho a la deriva, se detuvo sola. Chispa interrumpió su ir y venir.

—¿Podrás ir andando desde aquí, Ma? —preguntó Alice.

—Oh, desde luego.

—¿Nube?

Nube no respondió. El silencio y el verdor los había sumido a todos en un repentino silencio.

—¿Qué? Ah, sí —dijo Nube—. Auberon me ayudará. Yo llevaré la retaguardia. —Auberon resopló una carcajada, y Nube también.

—¿No es éste —dijo Fumo cuando bajaban, de a dos y de a tres, por el sendero de tierra—, no es éste un camino… —movió la mano sobre el asa de la cesta de mimbre que transportaba a medias con Alice—, no vinimos por este camino cuando…?

—Sí —dijo Alice. Lo miró de reojo con una sonrisa—. Es éste. —Oprimió el asa de la cesta como si fuera la mano de Fumo.

—Ya me parecía —dijo él.

Los árboles que bordeaban las vertientes, coronando la hondonada del camino, habían crecido perceptiblemente, y no sólo en estatura: arropados en verdaderos mantos de hiedra, la corteza de sus troncos más espesa, habían crecido incluso en dignidad, en noble sabiduría arbórea, y el camino, en desuso durante tantos años, se poblaba ya con sus retoños.

—Por aquí, en alguna parte —dijo— había un atajo que conducía a los Bosques.

—Es verdad. El que nosotros tomamos.

La maleta de cuero que compartía con Alice le resbalaba por el hombro izquierdo y le entorpecía la marcha.

—Ese atajo ya no ha de existir, supongo —dijo. ¿La maleta de cuero? Si era una cesta de mimbre, la misma en la que Mambé había empacado años ha la merienda de la boda.

—No hay nadie ahora que lo cuide y lo mantenga despejado —dijo Alice, mientras volvía la cabeza para echar una ojeada a su padre y notar que también él miraba hacia los bosques—. Ni falta que hace. —Diez años haría ese verano que Amy y su esposo habían muerto.

—Lo que me asombra —dijo Fumo— es lo poco que recuerdo de esta geografía.

—Mmmmm —dijo Alice.

—No tenía ni la más remota idea de que ese camino corría por aquí.

—Bueno —dijo Alice—, a lo mejor no corre.

Con una mano rodeando los hombros de Auberon, la otra apoyada en un bastón pesado, Nube pisaba con cautela para esquivar las piedras del camino. En los últimos tiempos había adquirido el hábito de hacer un movimiento casi imperceptible pero constante de masticación con los labios, una especie de tic que, si sospechara que alguien pudiese notarlo, la abochornaría profundamente, razón por la cual ella misma se había persuadido de que nadie lo advertía (ya que, por lo demás, no podía evitarlo), aunque lo cierto era que todos lo advertían.

—Qué bien que estés dispuesto a bregar con tu vieja tía —dijo.

—Tía Nube —dijo Auberon—. Ese libro que escribieron tu padre y tu madre…, ¿lo escribieron ellos, tu padre y tu madre?

—¿Qué libro es ése, querido?

—Uno de arquitectura, sólo que no es de eso, en general.

—Yo creía —dijo Nube— que esos libros estaban bajo llave, bien guardaditos.

—Bueno —dijo Auberon, haciendo caso omiso de ese comentario—, ¿es verdad todo lo que dice?

—¿Todo qué?

Era imposible decir todo qué.

—Hay un plano, al final. ¿Es el plano de una batalla?

—¡Vaya! Nunca se me ocurrió que pudiera ser eso. ¿Una batalla? ¿Te parece eso a ti?

La sorpresa de Nube lo hizo sentirse menos seguro.

—¿Qué pensabas tú que era?

—No lo sabría decir.

Auberon esperaba al menos una opinión, una pista por vaga que fuese, pero Nube no decía nada, sólo mascaba y seguía andando trabajosamente por el camino; no le quedaba otro recurso que interpretar sus palabras no en el sentido de que ella no supiera realmente qué decir, sino que, Comoquiera, se trataba de algo prohibido.

—¿Es un secreto?

—¡Un secreto! Humm. —Otra vez la sorpresa, como si nunca en la vida hubiera pensado para nada en esas cosas—. ¿Un secreto, te parece? Bueno, bueno, a lo mejor eso es lo que es, justamente… Caray, nos están dejando atrás, ¿no?

Auberon renunció. La mano de la anciana le pesaba sobre el hombro. Más allá, donde el camino se elevaba y volvía a descender, los árboles gigantescos enmarcaban un paisaje de un plateado verdor; parecían inclinarse hacia él, exhibirlo extendiendo sus manos de follaje, ofrecerlo a los caminantes. Auberon y Nube vieron llegar a los otros a la cresta de la elevación, trasponer los portales del paisaje y penetrar en la claridad del sol, pasear una mirada en torno y, siguiendo camino cuesta abajo, desaparecer de la vista.

Colinas y Llanos

—Cuando yo era muchacha —dijo Mambé— solíamos hacer largas caminatas.

El mantel a cuadros alrededor del cual estaban sentados había sido tendido al sol, pero a esa hora se hallaba ya a la sombra del gigantesco arce solitario en cuyas cercanías habían acampado. El jamón, el pollo frito y una tarta de chocolate habían sufrido grandes estragos; dos botellas yacían en el suelo, y una tercera, inclinada, estaba casi vacía. Un escuadrón volante de hormigas negras acababa de llegar a la orilla del prado y estaba transmitiendo el mensaje a la retaguardia: buena nueva, suerte loca.

—Los Colinas y los Llanos —dijo Mambé— siempre mantuvieron contactos con la Ciudad. Colinas es mi apellido materno, ¿sabes? —le dijo a Fumo, que ya lo sabía—. Oh, era divertidísimo en los años treinta coger el tren para la Ciudad; almorzar, e ir a visitar a nuestros primos los Colinas. Bueno, los Colinas no habían vivido siempre en la Ciudad…

—¿Son ésos los Colinas —preguntó Sophie desde debajo del sombrero de paja, que se había inclinado sobre la cara para protegerla del generoso sol— que todavía están en Escocia?

—Ésa es otra rama —dijo Mambé—. Mis Colinas nunca tuvieron mucho que ver con los Colinas de Escocia. La historia es…

—La historia es larga —dijo el doctor. Levantó su copa de vino a la luz del sol (siempre insistía en que llevaran a los picnics copas y vajilla de verdad, el lujo de usarlas a cielo abierto convertía una merienda compestre en un festín) y observó el sol aprisionado en ella—. Y los Colinas de Escocia son los que salen ganando.

—No es así —dijo Mambé—. ¿Qué sabes tú cuál historia es la historia?

—Me lo contó un pajarito —dijo el doctor, divertido, conteniendo la risa. Se estiró, de espaldas contra el arce, y se inclinó el panamá (casi tan viejo como él) en posición de siesta. En los últimos años las reminiscencias de Mambé se habían vuelto más largas, más divagantes y más reiterativas a medida que sus oídos se volvían más sordos; pero a ella no le importaba que la pusieran en evidencia. Reanudó su historia.

—Los Colinas de la Ciudad —dijo dirigiéndose a todos— eran por cierto muy espléndidos. Claro que en aquel entonces no era nada del otro mundo tener una sirvienta o dos, pero ellos tenían legiones. Bonitas muchachas irlandesas. Marys y Bridgets y Kathleens. Tenían cada cuento… Bueno. Los Colinas de la Ciudad se extinguieron, o más o menos. Algunos se marcharon al Oeste, a las Rocosas. Menos una chica más o menos de la edad de Nora en aquel entonces, que se casó con un tal señor Burgos, y se quedaron. Fue una boda maravillosa, la primera en que yo lloré. Ella no era bonita, ni una jovencita inexperta, y ya tenía una hija de un marido anterior, ¿cómo era que se llamaba?, que no le había durado, así que ese hombre Burgos, ¿cuál era su nombre de pila?, fue una pesca milagrosa, oh, caramba, no se puede hablar de esta forma hoy en día, ¿no?, y todas esas doncellas con sus uniformes almidonados, felicidades, ’ñora, felicidades, ’ñorita. Su familia estaba tan contenta con su…

—Todas las Colinas —acotó Fumo— bailaban de alegría.

—… y fue la hija de ellos, o mejor dicho la hija de ella, Phyllis, ya lo veis, quien más adelante, más o menos en la época en que me casé yo, conoció a Stanley Ratón, que es como esa familia y mi familia se emparentan de una manera indirecta. Phyllis. Que era una Colina por parte de madre. La madre de George y Franz.

—Parturient montes —zumboneó Fumo hacia el vacío— et nascetur ridiculas mus.

Mambé meneó la cabeza, pensativa.

—Claro que Irlanda era en aquel entonces un país espantosamente pobre…

—¿Irlanda? —El doctor alzó la cabeza—. ¿Cómo hemos llegado a Irlanda?

—Una de esas chicas, Bridget, me parece —prosiguió Mambé, consultando a su marido con los ojos—, ¿era Bridget o Mary?, casó después con Jack Colinas, cuando murió su mujer. Y bien, su esposa…

Fumo se arrastró sin hacer ruido, evadiéndose de la perorata de su suegra. Ya tampoco el doctor la escuchaba, ni la tía Nube, aunque si mantenían una actitud más o menos atenta, Mambé no se daría cuenta de la deserción. Auberon, sentado aparte con las piernas cruzadas, tenía un aire de preocupación (Fumo se preguntó si alguna vez había visto a su hijo con un aire que no fuera de preocupación) y hacía saltar en la mano, arriba, abajo, una manzana. Miraba tan fijamente a Fumo que éste se preguntó si no estaría por tirarle la manzana. Le sonrió, y pensó hacer un chiste, pero al ver que la expresión de su hijo no se había alterado, resolvió abstenerse. Levantándose, cambió una vez más de sitio. Sin embargo, no era a él a quien Auberon había estado mirando: Lila, instalada a media distancia entre su padre y él, le impedía ver la carta de Fumo, y la que observaba era la cara de ella, de Lila: veía en ella una expresión extraña, una expresión que a falta de una palabra mejor sólo podía calificar de triste, y se preguntaba qué le sucedería.

Sentándose al lado de Llana Alice, que se había tumbado sobre la hierba, con la cabeza apoyada en un montículo y los dedos entrelazados sobre el estómago lleno, Fumo arrancó de su vaina nuevecita y crujiente una espiga de juncia y mordió el dulzor desvaído del tallo.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—¿Qué? —Alice no abrió del todo los ojos soñolientos.

—Cuando nos casamos —dijo él—, ese día, ¿recuerdas?

—Mm-hum. —Alice sonrió.

—Cuando íbamos de un lado a otro saludando a la gente, y nos daban algunos regalos.

—Mm-hm.

—Y muchos, cuando nos daban alguna cosa, nos decían «Gracias». —La espiga rebotaba al ritmo de lo que estaba diciendo—. Lo que yo me preguntaba era por qué ellos nos daban las gracias, en vez de nosotros a ellos.

—Nosotros decíamos «Gracias».

—Sí, pero ¿por qué también ellos? Eso es lo que quiero decir.

—Bueno —dijo Alice, y calló un momento, pensativa. Eran tan pocas las preguntas que él había hecho en todos esos años, que las raras veces que hacía alguna ella elegía con cuidado la respuesta, para que él no se devanara los sesos si se quedaba con la espina. No porque él tuviera en realidad tendencia a devanarse los sesos, y Alice se preguntaba muchas veces por qué no la tendría—. Porque —dijo al cabo— la boda había sido prometida.

—¿De veras? ¿Y entonces?

—Y entonces ellos se alegraban de que tú hubieras venido. Y de que la promesa se cumpliera, así, tal cual.

—Ah.

—Y de que así, en lo sucesivo, todo habría de acontecer como tenía que acontecer. Al fin y al cabo tú no tenías por qué. —Puso una mano sobre la de él—. Tú no tenías ninguna obligación.

—Yo no veía las cosas de esa manera —dijo Fumo. Reflexionó un momento—. Pero ¿por qué les importaba tanto lo que había sido prometido? Si te lo habían prometido a ti.

—Bueno, tú sabes. Muchos de ellos son parientes, o algo así. De la familia, en realidad. Aunque se supone que no hay que decirlo. Quiero decir que son mediohermanos o hermanos de Papá, o hijos de sus hijos.

—Oh, sí.

—August.

—Oh, sí.

—Y bueno, ellos tenían cierto interés.

—Mm. —No era precisamente ésa la respuesta que él buscaba, pero Alice la había enunciado como si lo fuera.

—Aquí pesan mucho esas cosas —dijo ella.

—La sangre pesa, pesa más que el agua —dijo Fumo, aunque ese proverbio le había parecido siempre de lo más estúpido. Claro que la sangre pesaba más; ¿y qué? ¿Acaso el agua, menos pesada que la sangre, había creado alguna vez lazos de parentesco?

—Enmarañados —dijo Alice, cerrando los ojos—. Lila, por ejemplo. —Demasiado vino, demasiado sol, pensó Fumo, de lo contrario ella no habría dejado caer ese nombre tan a la ligera—. Una dosis doble, una prima doble, algo así. —Prima de ella misma.

—¿Qué quieres decir?

—Y bueno, tú sabes, primos de primos.

—No, no lo sé —dijo Fumo, intrigado—. ¿Por matrimonio, quieres decir?

—¿Qué? —Alice abrió los ojos—. ¡Oh! No. No, claro que no. Tú tienes razón. No. —Volvió a cerrar los ojos—. Olvídalo.

Él la miró. Pensó: sigue a una liebre y ten por seguro que harás saltar a otra; y mientras ves desaparecer a ésta fuera de tu vista, también la primera se te escapa. Olvídalo. Él podía olvidarlo. Se tumbó al lado de ella, con la cabeza apoyada en un brazo; en aquel momento, casi cabeza contra cabeza, estaban en una pose de enamorados: él un poco más arriba, contemplándola; ella regodeándose al calor del sol de su mirada. Se habían casado jóvenes; todavía eran jóvenes. Sólo viejos en amor. Se oyó una música. Fumo alzó los ojos. Sentada sobre una piedra, no del todo fuera del alcance de su oído, Tacey tocaba la flauta; de vez en cuando se interrumpía para recordar las notas, y para apartarse de la cara un largo rizo de pelo rubio. A sus pies estaba sentado Tony Cabras, con la expresión transfigurada de un converso a una religión que acabara de serle revelada, sin percatarse —sólo tenía ojos para Tacey— de que a pocos pasos de distancia Lily y Lucy cuchicheaban sobre él. ¿Era lógico, se preguntó Fumo, que una chica tan flaca como Tacey, y con unas piernas tan largas, usara esos pantaloncitos tan cortos y ceñidos? Los dedos de sus pies descalzos, ya bronceados por el sol, seguían el ritmo. Verdes crecen los juncos. Y en derredor bailaban todas las colinas.

Una mirada furtiva

Mientras tanto, también el doctor había escapado con disimulo de las divagaciones de su esposa, dejandola a solas con Sophie (que dormía) y con la tía abuela Nube (que también dormía, aunque Mambé no lo sabía). El doctor iba siguiendo, con Auberon, a una laboriosa caravana de hormigas que transportaba las vituallas al hormiguero: grande por cierto y recién construido, cuando lo descubrieron.

—«Reservas, víveres, inventario» —tradujo el doctor, con una expresión de plácido ensimismamiento, aguzando el oído a los rumores de la minúscula ciudad—. «Mucho ojo, desconfía. Ida y vuelta, carga máxima: jerarquías, altos mandos, cotilleos de oficina, no hagas caso, la cestona, escurre el bulto, carga el fardo a tu vecino; vuelta a filas, a las minas de salitre, en yunta al yugo, que va y que viene, a objetos perdidos. Mandamases, capataces, alcahuetes; los horarios, ficha entrada, ya te largas, pide baja.» ¡Tal cual! —El doctor se reía entre dientes—. ¡Tal cual!

Auberon, con las manos sobre las rodillas, observaba aquellos vehículos blindados en miniatura (vehículo y conductor integrados en una sola pieza, antena de radio incluida) que entraban y salían tambaleándose del hormiguero. Se imaginaba el congreso allá, en el interior, el incesante ir y venir en las tinieblas. De pronto entrevio algo, algo que había estado cobrando forma en el ángulo de su visión, una sombra, o una luz tal vez, hasta que se expandió lo bastante para que él pudiese notar su existencia. Alzó vivamente la cabeza, miró en derredor.

Lo que había visto, o más bien entrevisto, no era algo, una cosa, una presencia, sino la ausencia de una cosa. Lila había desaparecido.

—Pero eso sí, arriba, o abajo, en los aposentos de la Reina, las cosas son muy distintas —dijo el doctor.

—Sí, sí, me doy cuenta —dijo Auberon, mirando en torno. ¿Dónde? ¿Dónde estaba ella? Había a menudo largos períodos en los que él no notaba su presencia, pero siempre había contado con ella, siempre sabía que ella estaba allí, en alguna parte, cerca de él. Ahora, había desaparecido.

—Esto es muy interesante —dijo el doctor.

Auberon la divisó, de pronto: iba colina abajo, contorneando una arboleda que formaba una especie de antecámara del bosque. Lila volvió un momento la cabeza y, al notar que él la veía, se ocultó con presteza.

—Sí —dijo Auberon, mientras se alejaba, sigiloso.

—Arriba, en los aposentos de la Reina… —dijo el doctor—. ¿Qué ocurre?

—Sí —dijo Auberon y, con el corazón atenazado por un sombrío presentimiento, corrió, corrió hacia el lugar en el que la había visto desaparecer.

No la vio cuando entró en el hayedo. Ahora no sabía qué camino tomar, y un terror pánico se apoderó de él: esa mirada, la que ella le había lanzado cuando echó a correr hacia los bosques, había sido una mirada furtiva, la mirada de alguien que intenta huir. El bosquecillo de hayas, con su suelo apenas alfombrado y sus árboles espaciados como las columnas de un atrio, le ofrecía una docena de posibilidades.

De pronto la vio, la vio aparecer por detrás de un árbol, tan campante, hasta con un ramillete de violetas silvestres en la mano, y como si estuviera buscando otras en derredor para cogerlas. No se volvió a mirarlo, y Auberon, confundido, esperó, sin moverse, sabiendo en lo profundo que era de él de quien ella había huido, aunque ahora no pareciera estar huyendo, y enseguida desapareció otra vez: el ramillete había sido un señuelo para engañarlo, para que la aguardase, sin moverse, un momento demasiado largo. Corrió hacia el sitio en que ahora había desaparecido, sabiendo ya, mientras corría, que esta vez se había marchado para siempre, y no obstante llamándola a voces:

—¡No te vayas, Lila!

El bosque hacia el que ella había escapado era una intrincada espesura de zarzas y especies variadas, obscuro como una iglesia, y no le ofrecía a Auberon ninguna salida. Se zambulló en él a ciegas, trastabillando, arañado por las zarzas. Muy pronto, casi instantáneamente, se encontró en el corazón de El Bosque; nunca se había internado tanto: era como si se hubiese lanzado a través de una puerta sin advertir que ésta daba a la escalera de un sótano que lo precipitaría de cabeza hacia el vacío.

—¡No! —gritó, sintiéndose perdido—. ¡No te vayas! —Una voz imperiosa, una voz que él nunca había usado para hablar con ella, una voz que era inconcebible que ella pudiese desoír. Pero no le respondió ni el eco—. No te vayas —pidió otra vez, no ya en tono imperioso, aterrorizado en la obscuridad del bosque, y súbitamente más solo y desolado de lo que jamás su joven alma hubiera podido concebir—. ¡Por favor, Lila, no te vayas! ¡No te vayas! ¡Tú siempre fuiste mi único secreto!

Gigantescos, arrogantes, no tanto inquietos como interesados, los patriarcas se inclinaron, arbóreos, para observar al pequeño que tan repentina y violentamente había aparecido en sus feudos. Con las manos extendidas sobre las rodillas enormes, lo consideraron con curiosidad, hasta donde podía inspirarles curiosidad alguien o algo tan diminuto. Uno de ellos se llevó un dedo a los labios; en profundo silencio, mirones solapados, lo vieron tropezar entre los dedos de sus pies, y, ahuecando las manos enormes por detrás de sus orejas, escucharon con sonrisas maliciosas su llanto y sus gritos de dolor, que Lila sin embargo no podía escuchar.

Hermanas hermosas

«Queridos Padres», escribió Auberon en el Dormitorio Plegable (tecleando primorosamente con dos dedos en una viejísima máquina de escribir que había descubierto en la habitación). «Bueno. ¡Un invierno aquí, en la Ciudad, va a ser toda una experiencia! Por fortuna, no durará eternamente. Aunque hoy la temp. es de 25 y ayer nevó otra vez. Sin duda allá, en vuestros pagos, ha de ser peor, ¡ja, ja!» Después de esta exclamación jocosa, que enfatizó con la ayuda de la comilla simple y el punto, hizo una pausa. «De momento he ido dos veces a ver al señor Petty, de Petty, Smilodon & Ruth, los abogados del Abuelo, como sabéis, y ellos han tenido la amabilidad de darme a cuenta otro pequeño anticipo, aunque no demasiado, y no saben decir cuándo se aclarará de una buena vez este condenado embrollo. Bueno, yo estoy seguro de que todo saldrá bien, a la larga.» Él no estaba seguro, estaba furioso, le había gritado a esa autómata que el señor Petty tenía por secretaria, y poco faltó para que hiciera una pelotita con el cheque miserable y se lo tirase a la cara; pero el personaje que escribía la carta, con la lengua entre los dientes y los dedos tensos buscando las letras en el teclado, no hacía concesiones de esa índole. Todo iba a pedir de boca en Bosquedelinde; todo iba a pedir de boca también aquí. Punto y aparte. «Los zapatos que traía puestos se me han gastado ya casi por completo. Como sabéis, las cosas aquí están muy caras, y la calidad no es buena. Me pregunto si no podríais mandarme el par de botines que quedó en mi armario. No son muy elegantes, pero aquí de todos modos paso la mayor parte del tiempo trabajando en la Alquería. Ahora que ha llegado el invierno hay mucho que hacer, limpiar, llevar los animales al establo, y otras faenas por el estilo. George queda comiquísimo con sus galochas. Pero se ha portado muy bien conmigo y le estoy agradecido, aunque me han salido callos. Y hay otras personas agradables viviendo aquí.» Se detuvo, como al borde de un precipicio en el que estuviera a punto de caer, el dedo revoloteando por encima de la S. La cinta de la máquina era vieja y pardusca, las letras pálidas zigzagueaban, tamboleándose corno borrachas por arriba y abajo del reglón. Pero Auberon no quería exhibir su caligrafía degenerada ante los ojos de Fumo: en los últimos tiempos se había aficionado a los bolígrafos y otros vicios; y con respecto a Sylvie, ¿qué? «Entre ellos:» Repasó mentalmente los residentes habituales de la Alquería del Antiguo Fuero. Deseaba no haber tomado por ese camino. «Dos hermanas, que son puertorriqueñas y muy hermosas.» ¿Por qué demonios había escrito eso? Una ofuscación de antiguo agente secreto que habitaba en sus dedos. Echó el torso hacia atrás, ya sin ganas de seguir, y en aquel momento sonó un golpe en la puerta del Dormitorio Plegable, y Auberon sacó la hoja del rodillo (continuaría más tarde, aunque nunca lo hizo) y fue —dos pasos de sus largas piernas bastaron para salvar la distancia— a recibir a las dos hermosas hermanas puertorriqueñas empaquetadas en una sola, y toda suya, toda suya.

Pero quien estaba en el umbral (y pronto aprendería Auberon a no equivocarse, a no confundir la forma de llamar de Sylvie con ninguna otra, ya que ella en vez de golpear arañaba la puerta, o tamborileaba con las uñas sobre el panel: el llamado de un animalito que solicitaba entrar) era George Ratón. Traía colgado del brazo un abrigo de pieles y un sombrero de señora encasquetado en la cabeza, y dos bolsas de compras en las manos.

—¿Sylvie no está aquí? —preguntó.

—No, no de momento. —Ducho como era en todas las artimañas de una naturaleza reservada, Auberon había logrado evitar a George durante una semana en su propia alquería, yendo de un lugar a otro con la cautela y el sigilo de un ratón. Pero ahora lo tenía allí, delante de él. Nunca en su vida había experimentado un malestar semejante, un sentimiento de culpa tan terrible y flagrante, una sensación tan horrenda de que nada de cuanto pudiera decir, por muy trivial que fuese, dejaría de tener para el otro un sinfín de connotaciones dolorosas, hirientes, y que ninguna actitud, solemne, juguetona, casual, podría mitigar. ¡Y su anfitrión! ¡Su primo! ¡Lo bastante mayor como para ser su padre! Auberon, que rara vez en verdad percibía la realidad de los demás, sus emociones, sentía ahora lo que su primo debía de sentir, como si estuviera metido en su pellejo—. Ha salido. No sé adonde.

—Ah, ¿sí? Bueno. Todas estas cosas son suyas —puso las bolsas en el suelo y se sacó el sombrero. El pelo canoso se le paró en el cráneo, como erizado—. Hay algunas cosas más. Puede ir a buscarlas, si quiere. Bueno, un dolor de cabeza menos. —Dejó caer el abrigo de piel sobre la silla de terciopelo—. Epa, hombre. Tranquilo. No me pegues. Nada que ver conmigo.

Auberon se percató entonces de que había adoptado una postura rígida allí, en un rincón del cuarto, el rostro endurecido, incapaz de encontrar una expresión apropiada para la circunstancia. Lo que deseaba hacer era decirle a George que lo lamentaba, pero tenía al menos la lucidez suficiente para comprender que nada podía ser más insultante. Y además, no lo lamentaba, realmente no.

—Bueno, es una chica estupenda —dijo George, mirando en torno (los leotardos de Sylvie estaban colgados en el respaldo de la silla de la cocina, sus ungüentos y su cepillo de dientes en el fregadero)—. Una chica estupenda. Espero que seáis muy felices. —Le asestó a Auberon un puñetazo en el hombro, y le pellizcó la mejilla, desagradablemente fuerte—. Qué hijo de puta. —Sonreía, pero había destellos de furia en su mirada.

—Ella dice que tú eres maravilloso —dijo Auberon.

—¿Será cierto?

—Dice que no sabe qué habría hecho sin ti. Si no la hubieras dejado quedarse aquí.

—Sí. A mí también me ha dicho eso.

—Piensa que eres como un padre. Pero mejor.

—Como un padre, ¿eh? —George lo fulminó con sus ojos brillantes, renegridos, y sin dejar de mirarlo se echó a reír—. Como un padre. —Rió más fuerte, una risa violenta, entrecortada.

—¿Por qué te ríes? —preguntó Auberon, sin saber si también él tenía que reírse, o si era de él de quien se estaba riendo.

—¿Por qué? —Ahora George reía estrepitosamente—. ¿Por qué? ¿Qué demonios quieres que haga? ¿Que llore? —Echó hacia atrás la cabeza y, mostrando los dientes blancos, bramó de risa. Auberon no pudo menos que reír entonces, aunque inseguro, y cuando George lo vio reír, su propia risa decreció de intensidad. Prosiguió en risitas ahogadas, como las pequeñas olas que siguen a la rompiente—. Como un padre, sí. Eso sí que está bueno. —Fue hasta la ventana y contempló un momento el día riguroso. Soltó una última risita, cruzó las manos por detrás de la espalda y suspiró—. Bueno, es una chica maravillosa. Demasiado para un viejo pelmazo como yo. —Miró a Auberon por encima del hombro—. ¿Sabes que tiene un Destino?

—Eso dice ella.

—Sí. —Sus manos se abrían y cerraban contra su espalda—. Bueno, por lo que parece, yo no pinto en él. Por mí, mejor. Porque también hay un hermano en él, con un cuchillo, y una abuela y una madre loca… Y unos cuantos bebés. —Calló un momento. Auberon casi lloraba por él—. El bueno de George —dijo George—. Siempre se quedaba con los bebés. A ver, George, haz algo con éste. Reviéntalo. Tíralo. —Reía otra vez—. ¿Y se me agradece? Mierda si se me agradece. Tú, George, hijo de puta, tú reventaste a mi bebé.

¿De qué estaba hablando? ¿Se habría vuelto repentinamente loco de dolor? ¿Sería así, así de terrible perder a Sylvie? Con un escalofrío súbito recordó que la última vez que la tía abuela Nube le tirara las cartas le había predicho una chica morena, que lo querría porque sí, no por ninguna virtud que él poseyera, y que lo abandonaría también porque sí, no por ninguna falta que él fuera a cometer. En aquel momento había desechado la idea, puesto que estaba tratando de desechar todo cuanto tenía que ver con Bosquedelinde y sus profecías y sus secretos. También ahora la desechó, horrizado.

—Bueno, tú sabes cómo son las cosas —dijo George. Sacó del bolsillo una libretita de notas con espiral y buscó algo en ella—. A ti te toca el ordeñe esta semana. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—De acuerdo. —Guardó la libretita—. Oye, escúchame. ¿Quieres un consejo?

Auberon no quería consejos, ni tampoco profecías. Se preparó para recibirlo. George lo observó un momento y luego paseó una mirada por la habitación.

—Ordena el cuarto —dijo. Le hizo una guiñada a Auberon—. A ella le gusta verlo arregladito. Coqueto, ¿sabes? —Un nuevo ataque de risa empezó a acometerlo, una risa que le burbujeó en el fondo de la garganta mientras sacaba de un bolsillo un puñado de alhajas y lo entregaba a Auberon, y un puñado de monedas de otro, que también le entregaba—. Y tú, estáte siempre limpiecito —dijo—. Según ella, nosotros, la gente blanca, siempre tendemos a ser mugrientos. —Se encaminó hacia la puerta—. A buen entendedor… —agregó, y con una risita ahogada salió del cuarto. Auberon, todavía de pie, con las alhajas en una mano y el dinero en la otra, oyó a Sylvie cuando se cruzaba con George en el corredor; los oyó saludarse con una andanada de chanzas y besuqueos.