Capítulo 3
Ella oyó una melodía en el bosque de Elmond. Y deseó haber estado allí.
Buchan, Hynde Etin
Al principio, Halcopéndola no pudo determinar si, mediante las operaciones de su Arte se había arrojado a las entrañas de la tierra, al fondo de los mares, al corazón del fuego o al centro mismo del aire. Eigenblick le diría más tarde que también él, durante su largo sueño, había sufrido a menudo esa misma confusión, y que acaso fuera en los cuatro elementos donde había estado oculto, en los cuatro confines del planeta. La antigua leyenda lo sitúa siempre en la montaña, desde luego, pero Godofredo de Viterbo asegura que no, que en el océano; los sicilianos lo imaginaban escondido en los fuegos del Etna, y Dante lo sitúa en el Paraíso o sus aledaños, aunque también hubiera podido (de haber abrigado sentimientos vengativos) ensartarlo en el Infierno con su nieto.
En una escalera
Desde que asumiera esta misión, Halcopéndola había ido lejos, aunque nunca tan lejos, y poco de lo que había empezado a sospechar acerca de Russell Eigenblick podía ser expresado de una forma comprensible para el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro, que casi a diario ahora la importunaba reclamando una decisión respecto del Orador: su poder y su carisma se habían acrecentado enormemente, y pronto les sería imposible desembarazarse de Eigenblick limpiamente, si tuviesen que hacerlo; un poco más, y ya no habría forma de sacarlo del medio. Aumentaban los honorarios de Halcopéndola, y hablaban en términos velados de buscar tal vez otras fuentes de asesoramiento. Halcopéndola hacía caso omiso de todo ello. Lejos de inventarse pretextos para no trabajar, pasaba ahora casi todas sus horas de vigilia y muchas horas de sueño esforzándose por averiguar quién era —o qué— el que pretendía ser Russell Eigenblick, merodeando por las mansiones de su memoria como un espectro errante, persiguiendo más allá de donde jamás se aventurara a llegar huidizos vestigios de indicios, retrocediendo a veces ante potestades que hubiera preferido no despertar de su sueño, sorprendiéndose otras en lugares que nunca había sospechado que existieran.
Pero donde ahora se hallaba era en lo alto de una escalera.
Si había subido o descendido esa escalera, no podría, después, decirlo con certeza: pero era larga. Y al final de ella había una cámara. La ancha puerta tachonada estaba abierta de par en par. Una gran piedra que, a juzgar por su huella en el polvo, la había mantenido cerrada, había sido retirada a la rastra no hacía mucho. Del otro lado, vislumbraba apenas una larga mesa de banquete, copas derramadas y sillas dispersas cubiertas por la escarcha de un polvo antiguo; un olor penetrante emanaba de la cámara, como el de una alcoba en desorden, recién abierta. Pero en el interior no había nadie.
Se disponía a entrar por la puerta rota para investigar, cuando reparó, de pronto, en una figura de blanco, pequeña y bonita, con los cabellos recogidos en una redecilla dorada, y que sentada sobre la piedra, se pulía las uñas con un cuchillo diminuto. Sin saber en qué lengua dirigirse a esa criatura, Halcopéndola alzó las cejas y señaló hacia dentro.
—Él no está aquí —dijo la criatura—. Se ha levantado.
Halcopéndola consideró una pregunta o dos, pero comprendió antes de formularlas que ese personaje no las respondería, dado que él (o ella) no era nada más que la encarnación de esa sola respuesta: Él no está aquí. Se ha levantado. Dio pues media vuelta (en tanto la escalera y la puerta y el mensaje y el mensajero se desvanecían de su atención como esas figuras que uno percibe a veces fugazmente entre nubes cambiantes) y reanudó la marcha siempre alejándose, mientras se preguntaba adonde podía ir en busca de respuestas a la multitud de preguntas nuevas, o a las preguntas que se adecuasen a la multitud de respuestas nuevas que rápidamente iba recolectando.
Hija del Tiempo
«La diferencia», había escrito Halcopéndola tiempo ha, en uno de los altos folios marmolados que llenaba con su menuda letra de zurda, y que ahora, apoyados sobre atriles o dispersos sobre su larga mesa de trabajo a la luz de la lámpara, había dejado tan atras, «la diferencia entre la Antigua Concepción de la Naturaleza del Mundo y la Nueva Concepción, reside en que en la Antigua Concepción el mundo posee una estructura de Tiempo, y en la Nueva Concepción, una estructura de Espacio.
«Contemplar la Antigua Concepción a través de la lente de la Nueva Concepción es ver lo absurdo: mares que jamás han sido, mundos que supuestamente se desmoronaron en escombros y han sido recreados, una multitud de Árboles, Islas, Montañas y Vórtices imposibles de localizar. Sin embargo, los Antiguos no eran tontos con un precario sentido de la orientación: sólo que no era el Orbis Terrae lo que ellos observaban. Cuando ellos hablaban de los cuatro confines de la tierra, no se referían, claro está, a cuatro lugares físicos; se referían a cuatro situaciones repetidas del mundo, equidistantes entre sí en el tiempo: se referían a los solsticios y a los equinoccios. Cuando ellos hablaban de las siete esferas, no se referían (hasta que Ptolomeo tuvo la descabellada idea de intentar retratarlas) a las siete esferas del espacio; se referían a esos círculos descritos en el Tiempo por el movimiento de los astros. El Tiempo, esa inconmensurable montaña de siete plantas donde los pecadores de Dante esperan la Eternidad. Cuando Platón describe un río que rodea la tierra, que está en alguna parte (así lo expresaría la Nueva Concepción), arriba, en pleno aire, y a la vez en algún lugar en el centro de la tierra, está hablando del mismo río que Heráclito nunca podía cruzar dos veces. Así como una antorcha agitada en la obscuridad crea una figura de luz en el aire, que persiste en tanto la antorcha repite exactamente su movimiento, así, del mismo modo, por repetición, conserva el universo su forma: el universo es el cuerpo del Tiempo. ¿Y cómo percibimos nosotros este cuerpo y de qué modo actuamos sobre él? No con los medios con que percibimos la extensión, la relación, el color, la forma, las cualidades del Espacio. No por medio de mediciones y exploraciones. No: con los medios con que percibimos la duración y la repetición y el cambio: con la Memoria.»
Sabiendo que así son las cosas, poco podía importarle a Halcopéndola que en sus viajes su cabeza encanecida y sus miembros relajados no cambiaran probablemente de lugar, y permanecieran (suponía ella) en la butaca de felpa en el centro del Cosmo-Opticón en el ático de su residencia situada en un hexagrama de calles suburbanas. El caballo alado que había convocado para que la llevase «lejos», no era un caballo alado sino esa Gran Cabalgata de estrellas en el firmamento de su Cosmo-Opticón, ni tampoco era «lejos» donde la transportaba; pero el arte supremo (quizás el único arte) del auténtico mago consiste en aprehender esas distinciones sin hacerlas, y en traducir tiempo a espacio sin un solo error. Todo es tan simple, decían, con toda verdad, los antiguos alquimistas.
—¡Lejos! —dijo la voz de su Memoria cuando la mano de su Memoria se hubo posado nuevamente sobre las riendas y ella se hubo afirmado sobre la grupa, y partieron en vuelo, las poderosas alas batiendo a través del Tiempo. Océanos de Tiempo atravesaron mientras Halcopéndola meditaba; y de pronto, a una orden que ella le impartió sin vacilar, sin un parpadeo, y que por un instante dejó sin aliento a su Memoria, su corcel se precipitó con ímpetu quizá hacia los cielos sureños bajo el orbe, quizá hacia las limpidobscuras aguas australes: en todo caso hacia esa isla donde yacen todas las eras pretéritas, Ogigia la Bella.
Los cascos herrados de plata de su corcel tocaron la playa, y su gran testa se abatió; sus alas, poderosas, flotantes como colgaduras, vacías ahora del aire del Tiempo, se abatieron también con un susurro y se arrastraron por la hierba eterna, que él recogía para recobrar sus fuerzas. Halcopéndola desmontó, le acarició el enorme pescuezo, le murmuró al oído que volvería, y echó a andar, siguiendo las huellas —cada una más larga que ella— impresas en esas arenas en los días postreros de la Edad de Oro, y tiempo ha petrificadas. No soplaba ni la más leve brisa, y sin embargo la floresta gigantesca, bajo cuyos alares ahora se internaba, suspiraba con un aire propio, o tal vez con el aire de su respiración, exhalado e inhalando con la lenta regularidad de un sueño inmemorial.
Se detuvo a la entrada del valle que él ocupaba.
—Padre —dijo, y su voz turbó el silencio; águilas viejísimas de pesadas alas se remontaron y volvieron a posarse, soñolientas—. Padre —dijo otra vez, y el valle entero se estremeció. Las grandes piedras grises eran sus rodillas, las largas hiedras grises sus cabellos, las abultadas raíces aferradas al precipicio sus dedos; el ojo que abrió hacia ella era blanco lechoso, una piedra de brillo mortecino, el Saturno de su Cosmo-Opticón. Él bostezó: el aire que inhaló hizo girar las hojas de los árboles como un vendaval y despeinó los cabellos de Halcopéndola, y cuando lo exhaló, su aliento era la negra y fría emanación de una caverna sin fondo.
—Hija —dijo él, con una voz como la de la tierra misma.
—Perdonad que turbe vuestro sueño, Padre —dijo ella—, pero tengo una pregunta que sólo vos podéis contestar.
—Pregunta, entonces.
—¿Comienza ahora un mundo nuevo? Yo no veo para ello ninguna razón, y sin embargo parece que es así.
Todo el mundo sabe que cuando sus hijos derrocaron a su venerable Padre, y lo desterraron aquí, la interminable Edad de Oro tocó a su fin, y fue inventado el Tiempo con todos sus afanes. Menos conocido es el hecho de que los jóvenes dioses rebeldes, atemorizados o quizá abochornados por lo que habían hecho, entregaron a su Padre el gobierno de la nueva entidad. Él a la sazón dormía su sueño en Ogigia y no se preocupó, de modo que desde entonces ha permanecido siempre aquí, en esta isla, donde tienen su fuente común los cinco ríos, en la que se acumulan como hojas muertas los años pretéritos: y cuando él, El Más Anciano, turbado por algún sueño de derrocamiento o cambio, remueve sus enormes miembros y se chupa los labios, rascándose las nalgas ribeteadas de roca, emerge una nueva era, los ritmos que él imprime a la danza del universo se alteran, y el sol nace bajo un signo nuevo.
Así conspiraron los Dioses frivolos y astutos para hacer recaer sobre su anciano Padre las culpas de la Calamidad. Con el correr del tiempo, Kronos, rey de la venturosa Era Sin Tiempo, se transformó en el viejo y entrometido Cronos, con su guadaña y su reloj de arena, padre de las crónicas y los cronómetros. Sólo sus hijos e hijas legítimos conocen la verdad, y algunos adoptivos, Ariel Halcopéndola entre ellos.
—¿Comienza ahora una nueva era? —preguntó otra vez—. Si es así, llega antes de tiempo.
—Una Nueva Era —dijo Padre Tiempo con una voz capaz de crear una—. No. No en años y años. —Sacudió de sus hombros algunos que se habían amontonado en ellos como mustia hojarasca.
—Entonces —dijo Halcopéndola—, ¿quién es Russell Eigenblick, si no es el Rey de una nueva era?
—¿Russell Eigenblick?
—El hombre de la barba roja. El Orador. La Geografía.
Padre Tiempo se volvió a acostar, y su camastro de roca gruñó bajo su peso.
—Nada de Rey de una nueva era —dijo—. Un arribista. Un invasor.
—¿Invasor?
—Él es su campeón. Ése es el motivo por el cual lo han despertado. —Su ojo gris lechoso empezaba a cerrarse—. Dormido durante mil años, hombre feliz. Y despertado ahora. Para el conflicto.
—¿Conflicto? ¿Campeón?
—Hija —dijo él—. ¿Es que no sabes que hay una guerra?
Guerra… Había, sí, todo el tiempo, una palabra que Halcopéndola había tratado de encontrar, una palabra en la que todos los hechos incongruentes, todas las singularidades que ella había inferido sobre Russell Eigenblick y los disturbios que su persona parecía causar en el mundo pudieran ser amalgamados. Ahora ella tenía esa palabra: la sentía soplar, rugir a través de su conciencia como un vendaval, descuajando estructuras, atormentando pájaros, arrancando las hojas de los árboles y la ropa lavada de los tendederos, pero al menos, por fin, soplaba desde una sola dirección. ¡Guerra! La Guerra universal, milenaria, incondicional. Por Dios, pensó, si eso mismo había dicho él en una Alocución reciente; y ella siempre había supuesto que se trataba de una simple metáfora. ¡Una simple metáfora!
—No lo sabía, Padre —dijo—, hasta este momento.
—Nada que ver conmigo —dijo él, El Más Anciano, sus palabras ahogadas por un bostezo—. Ellos recurrieron a mí, antaño, para dormirlo, y yo consentí. Mil años hace de esto, siglo más, siglo menos… Al fin y al cabo todos ellos son hijos de mis hijos, emparentados por matrimonios… De tanto en tanto les hago algún favor. No hay nada malo en ello. Poco que hacer aquí, de todos modos.
—¿Quiénes son ellos, Padre?
—Mmm. —Su enorme ojo vacío se había cerrado.
—¿De quienes es él el campeón?
Mas la enorme cabeza yacía ahora sobre la pétrea almohada, la inmensa garganta tragaba un ronquido. Las águilas de cabeza encanecida que se remontaran graznando cuando él se había despertado, estaban otra vez posadas en sus peñascos. La floresta sin brisas suspiraba. Halcopéndola, a desgana, volvió sobre sus pasos en dirección a la costa. Su corcel (adormilado, sí, incluso él) irguió la cabeza al oírla llegar. ¡Bueno! No había otro remedio. El Pensamiento debía superar eso, ¡el Pensamiento podía!
—No hay reposo para los fatigados —dijo, y de un salto ágil montó sobre el ancho lomo—. ¡Arre! ¡Y de prisa! ¿Es que no sabes que hay una guerra?
Se preguntaba, mientras ascendían, o descendían: ¿quién había dormido mil años? ¿Qué hijos de los hijos del Tiempo querrían guerrear con los hombres, con qué fin, con qué esperanzas de éxito?
¿Y quién (por cierto) era esa niña que había atisbado, acurrucada y dormida, en el regazo de Padre Tiempo?
La niña se daba vuelta
La niña se daba vuelta, soñando; soñando con lo que había sido de todo lo que había visto en su último día despierta; soñándolo todo y alterándolo en su sueño al mismo tiempo que, en otra parte, sucedía en la realidad; desmenuzando su claro y obscuro tapiz de sueños y volviéndolo a tejer con los mismos hilos de una forma que a ella le gustaba más. Soñaba con su madre, que se despertaba y decía: «¿Qué?», con uno de sus padres en un sendero de Bosquedelinde; soñaba con Auberon, enamorado en algún lugar de una Lila soñada de su propia invención; soñaba con los ejércitos que figuraban las nubes, al mando de un hombre barbirrojo que la sobresaltaba y casi la había despertado. Soñaba, mientras se daba vuelta, entreabiertos los labios, el corazón latiéndole a un ritmo lento, que al final de su gira había bajado del aire cabalgando, y cruzado corriendo a una velocidad vertiginosa por la orilla de un río gris-acero y viscoso.
El sol rojo y redondo se hundía, espectral y vaporoso, en medio de las elaboradas humaredas y las numerosas fogatas que los falsos ejércitos habían montado en el poniente. Lila no se atrevía a despegar los labios: las brutales explanadas, las pintarrajeadas manzanas de edificios, la dejaban sin habla. La cigüeña cambiaba de rumbo: la vara de la señora Sotomonte parecía insegura en los valles rectangulares; tomaban hacia el oeste, después hacia el sur.
Miles de personas vistas desde arriba no es lo mismo que una o dos: un mar encrespado, turbulento, de cabellos y sombreros, una que otra bufanda clara volando hacia atrás, al viento. Los sórdidos tugurios de las calles despedían espesas nubes de vapor, en las que desaparecían, como tragadas por ellas, las muchedumbres, que (eso le parecía a Lila) no volvían a emerger, aunque había siempre otras, incontables, para reemplazarlas.
—Recuerda estos mojones, hija —gritó, por encima de las estridentes sirenas y la barahúnda, la voz de la señora Sotomonte—. Esa iglesia quemada. Esa verja como de dardos. Esa residencia espléndida. Tendrás que hacer de nuevo este camino, tú sola. —Una figura encapotada se apartó en ese preciso momento de la multitud y se encaminó a la entrada de la espléndida residencia (que a Lila no le parecía nada espléndida).
La cigüeña, a una señal de la señora Sotomonte, sobrevoló la casa, ahuecó las alas para detenerse y, con un gruñido de alivio, posó sus patas rojas entre los detritos ennegrecidos por la acción de la intemperie del tejado. Las tres bajaron la vista para contemplar el centro de la manzana en el preciso instante que entraba por la puerta trasera la figura encapotada.
—A ver, míralo bien, querida —dijo la señora Sotomonte—. ¿Quién supones que es?
Con los brazos en jarras bajo la capa, y un sombrero de ala ancha en la cabeza, para Lila era un terrón obscuro. De pronto se quitó el sombrero y sacudió la larga melena negra. Dio una vuelta en círculo en el sentido de las agujas del reloj, meneando la cabeza, y observó, con una sonrisa blanca en su rostro cetrino, los tejados a su alrededor.
—Otro primo —dijo Lila.
—Bueno, sí, ¿y quién más?
Abajo, el hombre, con aire pensativo, se puso un dedo en los labios y removió con los pies la tierra del descuidado jardín.
—Me doy por vencida —dijo Lila.
—¡Pero niña, tu otro padre!
—Oh.
—Proyectando mejoras —dijo con satisfacción la señora Sotomonte—, justo ahora.
George midió a pasos su jardín. Al llegar al extremo se empinó y asomó la barbilla por encima del cerco de estacas que separaba su patio del edificio colindante y espió, como cualquier hijo de vecino, el jardín, aún más descuidado que el suyo. Dijo en voz alta:
—¡Carajo! ¡Muy bien! —Se dejó caer, y se frotó las manos con satisfacción.
Lila se reía mientras la cigüeña avanzaba hacia el borde del tejado para remontarse. A la par que las alas blancas de la cigüeña se abrían, la negra capa de George se desplegó, revoloteó un momento y volvió a cerrarse, más ceñida, alrededor de su cuerpo, mientras él también se reía. Éste, decidió Lila, encantada por algo en él que no sabía definir, era el padre que, de los dos, ella habría elegido: y con la súbita certeza con que un niño solitario percibe quién está de su parte y quién no, en ese mismo momento y ya sin vacilar, eligió a éste.
—Sin embargo —dijo la señora Sotomonte mientras ascendían—, no hay elección. Sólo Deber.
—¡Un regalo para él! —le gritó Lila a la señora Sotomonte—. ¡Un regalo!
La señora Sotomonte no dijo nada —bastantes caprichos le había consentido ya a la niña—, pero a medida que se desplazaban volando a lo largo de la calle sucia y triste, uno a uno, a intervalos regulares, iba brotando de la acera una fila de arbolitos flacos, pelados, friolentos, invernales. De todos modos, pensó para sí la señora Sotomonte, esta calle es nuestra, o como si, para el caso; ¡y dónde se ha visto una Alquería sin una hilera de árboles guardianes a lo largo del camino que pasa por su vera!
—¡Ahora, a la puerta! —dijo, y la ciudad fría se hundió debajo de ellas cuando enfilaron rumbo al norte—. Hace rato que ha pasado tu hora de irte a la cama… ¡Allá! —Señalaba a la distancia un edificio que alguna vez había sido alto, soberbio incluso, pero ya no más. Construido con piedra blanca, ya no más blanca, tenía miríadas de caras esculpidas, cariátides, pájaros y bestias, ahora todos mineros, carboneros llorando lágrimas de suciedad. El cuerpo central del edificio se alzaba a cierta distancia de la calle; las alas laterales enmarcaban un patio sombrío y húmedo en cuyo interior desaparecían los taxis y la gente. Las alas estaban unidas arriba, en la cumbrera, por una especie de bóveda de mampostería, una arcada para que por debajo de ella pasara un gigante: y las tres pasaron, sí, por debajo de ella, la cigüeña ahora sin batir las alas, avanzando por inercia, ladeando las alas ligeramente para penetrar con la precisión de una saeta en la obscuridad del patio—. ¡Las cabezas, cuidado! —gritó la señora Sotomonte—. ¡Agachaos, agachaos! —y Lila, al sentir subir hacia ella una vaharada de aire rancio, se agachó. Cerró los ojos. Oyó la voz de la señora Sotomonte—: Ya estamos casi allí, vieja amiga, ya casi estamos…, tú conoces la puerta —y detrás de los párpados de Lila la obscuridad se volvió más clara, y los ruidos de la Ciudad se desvanecieron, y una vez más estaban ya en otra parte.
Así lo soñó ella; así llegó a acontecer; así crecieron los arbolitos, sucios, rapaces, rudos, descuidados y fuertes. Crecieron, engordando en los troncos, combando la acera bajo sus pies. Indiferentes, lucían en su pelambre cometas rotas, papeles de caramelos, globos reventados, nidos de gorriones. Se empujaban unos a otros para conseguir un atisbo de sol, invierno tras invierno sacudían su nieve fuliginosa sobre los transeúntes. Crecieron, con heridas de cortaplumas, las ramas torcidas y desparejas, abonados por el estiércol de los perros, indestructibles. Una templada noche de cierto mes de marzo, Sylvie, volviendo de madrugada a la Alquería del Antiguo Fuero, miró sus ramas perfiladas contra el frío y pálido cielo del alba, y vio que del extremo de cada una, de cada talludo, colgaba un pesado pámpano.
Le dio las buenas noches al que la había acompañado a casa, pese a que era un pelmazo, y sacó de su bolso las cuatro llaves que necesitaba para entrar en la Alquería del Antiguo Fuero y en el Dormitorio Plegable. Él no querrá creer esta historia descabellada, pensaba riéndose, él nunca creería la fantástica pero en esencia inocente, casi inocente cadena de acontecimientos que la habían retenido hasta el amanecer; no porque él fuera a exigirle una explicación; se alegraría de verla volver sana y salva, ella no deseaba que él se angustiara. Sólo que algunas veces ella se dejaba enredar, nada más que eso; todo el mundo quería algo de ella, y a ella casi todos le parecían buena gente. Era una gran urbe, y en marzo y con luna llena las parrandas se prolongaban hasta cualquier hora, y, caray, una cosa trae la otra… Abrió la puerta y atravesó la dormida conejera que era a esa hora la Alquería; en el pasillo que conducía al Dormitorio Plegable se quitó de los pies danzarines los zapatos de tacón, y caminó de puntillas hasta la puerta. Sigilosa como un ladrón, abrió los cerrojos y asomó la cabeza. Auberon yacía sobre la cama, un bulto obscuro a la claridad del alba, y (por alguna razón ella tuvo la certeza) fingía dormir apaciblemente.
Un estudio imaginario
El Dormitorio Plegable, con su cocina anexa, era tan pequeño que Auberon, para tener un poco de tranquilidad y aislamiento, y poder trabajar, tuvo que crear un estudio imaginario.
—¿Un qué? —preguntó Sylvie.
—Un estudio imaginario —dijo él—. Bueno. Mira. Este banco. —En alguna de las ruinosas habitaciones de la Alquería, había encontrado un viejo banco de escuela, un asiento provisto de un brazo en forma de paleta que hacía las veces de pupitre. Debajo del asiento había un compartimiento para los libros y papeles del alumno—. Ahora mira —dijo. Orientó el banco con cuidado—. Hagamos ver que yo tengo un estudio en esta alcoba. Este banco está en el estudio. Claro, ya sé que no tenemos nada más que este banco, pero…
—¿De qué estás hablando?
—Bueno, ¿quieres hacer el favor de escucharme un minuto? —dijo Auberon, impacientándose—. Es muy sencillo. Donde yo me crié, en Bosquedelinde, había muchas habitaciones imaginarias.
—No lo dudo. —Sylvie estaba de pie, con los brazos en jarras, una cuchara de madera en una mano, la cabeza envuelta en un pañuelo de colores vivos que dejaba escapar algunos rizos de azabache entre los cuales temblaban sus pendientes.
—La idea es —dijo Auberon— que cuando yo digo: «Voy a mi estudio, nena», y me siento aquí, en el banco, es como si entrara en otra habitación. Y estoy solo. Tú no me ves ni me oyes, porque la puerta está cerrada. Ni yo te veo ni te oigo a ti. ¿Te das cuenta?
—Bueno, sí. Pero ¿por qué?
—Porque la puerta imaginaria está cerrada, y…
—No, lo que quiero decir es para qué necesitas este estudio imaginario. ¿Por qué no te sientas tranquilamente ahí, y santas paces?
—Es que a veces necesito estar solo. Mira, tenemos que hacer un trato, que lo que yo haga en mi estudio imaginario, sea lo que sea, es invisible para ti; no lo puedes comentar ni preocuparte por…
—Aja. ¿Y qué es lo que vas a hacer? —Una sonrisa, y un gesto procaz con la cuchara—. Eso. —Sin embargo, lo que él pretendía (aunque un goce no menos solitario, no menos autocomplaciente) era soñar, soñar despierto, aunque él no lo expresaría con esas palabras; cortejar, en interminables vagabundeos por el limbo, a Psique, su alma; sumar dos más dos y escribir tal vez el resultado, porque tendría lápices afilados en la ranura de su pupitre y un bloc de hojas en blanco delante de él. Pero sobre todo, y él lo sabía, dejarse estar, retorcerse entre los dedos un rizo de pelo, tratar de atrapar las fugitivas motas de luz de su visión, musitar una y otra vez el mismo medio verso de algún poema ajeno, y comportarse, en suma, como un chiflado de la especie más inofensiva. Podría, además, leer los periódicos—. Pensar y leer y escribir… —dijo Sylvie con ternura.
—Sí. ¿Sabes?, necesito estar solo de vez en cuando…
Ella le acariciaba la mejilla.
—Para pensar y leer y escribir. Sí, amorcito. De acuerdo. —Retrocedió unos pasos, observándolo con interés.
—Me voy a mi estudio ahora —dijo Auberon, sintiéndose ridículo.
—Bueno. Hasta luego.
—Estoy cerrando la puerta.
Ella agitó la cuchara. Empezó a decir algo más, pero él alzó la vista y ella fue hacia la cocina.
En su estudio, Auberon apoyó la mejilla en el hueco de su mano y estudió la vieja tabla veteada de su escritorio. Alguien había rayado en la superficie, con letras de imprenta, una obscenidad, y otra mano gazmoña la había retocado transformándola en BOTA. Probablemente todo había sido ejecutado con la punta de un compás. Compás y transportador. Cuando empezó a asistir a clase en la escuelita de su padre, su abuelo le había regalado su viejo estuche de lápices, de cuero, con un cierre a presión y extrañas figuras mejicanas repujadas, una de ellas una mujer desnuda, se podía pasar el dedo por el estilizado pecho y sentir el relieve del diminuto pezón. Había lápices con cursis sombreretes rosados de goma de borrar que se salían para revelar la base desnuda del lápiz; había otra goma gris dialéctica, romboidal, mitad para lápiz y una mitad más áspera para tinta que maceraba el papel. Y lapiceros negros con una puntera de corcho como los cigarrillos de la tía abuela Nube, y una cajita de acero para las minas. Y un compás y un transportador. Traza la bisectriz de un ángulo. Pero nunca la trisectriz. Con los dedos giró un compás imaginario sobre la tapa de su escritorio. Cuando el minúsculo lapicito amarillo se gastaba, el compás pisaba en falso sobre una pata inútil. Podría escribir un cuento sobre esas largas tardes en la escuela, en mayo, el último día por ejemplo, las malvalocas creciendo en el jardín y las enredaderas encaramándose para asomarse por las ventanas abiertas a las habitaciones; el olor del establo. El estuche de los lápices. La Abuela Viento-Norte y los Céfiros. El tedio y las fantasías de aquellas tardes interminables transportados a los ociosos ensueños de éstas… Ése podría ser el título de su cuento, Transportador.
—Transportador —dijo en voz alta, y le echó una mirada a Sylvie para ver si lo había escuchado. La pilló cuando ella le echaba una mirada y volvía a enfrascarse en su tarea lo más ufana.
Transportador, transportador… Sobre la tabla de roble tamborileó las sílabas con los dedos. ¿Y qué estaba haciendo ella, en todo caso? ¿Preparando café? Había calentado una gran olla de agua y ahora, con aire distraído, directamente de la bolsa, echaba en ella, a sacudidas, grandes cantidades de café. Un intenso, inconfundible aroma a café hirviente se difundió por la atmósfera.
—¿Sabes lo que deberías hacer? —dijo ella, revolviendo la caldera—. Deberías tratar de conseguir un empleo de escritor en «Un Mundo en Otraparte». De verdad, está degenerando.
—Yo… —empezó a decir él, pero volvió deliberadamente la cabeza y miró en otra dirección.
—Huyuyuy —dijo Sylvie, ahogando una carcajada.
George decía que todas esas cosas de la televisión se escribían en la otra costa. ¿Pero cómo podía saberlo él? La dificultad real, la que Auberon había vislumbrado a través de las minuciosas relaciones de Sylvie de los episodios de «Un Mundo en Otraparte», estribaba en que él jamás sería capaz de pergeñar las miriadas de pasiones (para él incongruentes) de que parecía estar plagado el novelón. Sin embargo, que él supiera, los terribles pesares, los sufrimientos atroces, los accidentes y los imprevistos golpes de suerte que narraba eran reales, reales como la vida misma… ¿Qué sabía él de la vida, de la gente? Tal vez la mayor parte de la gente fuera así, tan arbitraria, tan dominada por la ambición, la sangre, la lujuria, el dinero y las pasiones como la mostraba la TV. La gente y la vida no eran sus fuertes como escritor. Sus fuertes como escritor eran…
—Toc-toc —dijo Sylvie, apareciendo allí, delante de él.
—¿Sí?
—¿Puedo entrar?
—Puedes.
—¿Sabes dónde está mi conjunto blanco?
—¿En el armario?
Ella abrió la puerta del retrete. Del lado interior de la puerta habían atornillado un perchero plegadizo en el que colgaban casi todas sus ropas.
—Fíjate debajo de mi gabán.
Ahí estaba, un conjunto de dos piezas de algodón blanco, chaquetilla y falda, en realidad un antiguo uniforme de enfermera con un distintivo de identificación en el hombro, y que Sylvie, con ingenio, había transformado en un atuendo a la vez más elegante e informal; su buen gusto era infalible, pero su habilidad no estaba a la misma altura, y Auberon, no por primera vez, deseó poder regalarle miles, para que se los echara encima, sería un goce para la vista.
Sylvie examinó el conjunto con ojos críticos.
—Tu café está hirviendo, se va a derramar —dijo él.
—¿Hum? —Con un par de tijeras pequeñísimas que tenían la forma de un pájaro de largo pico, estaba descosiendo de la hombrera el distintivo—. ¡Oh, mierda! —Se apresuró a apagar el fuego y volvió a atarearse con su conjunto.
Su fuerte como escritor era….
—Ojalá yo pudiera escribir.
—A lo mejor puedes —dijo Auberon—. Apuesto cualquier cosa a que puedes, y bien. No, de veras —ella había soltado una risita desdeñosa—, lo digo en serio. —Él sabía, con la certeza del amor, que eran pocas las cosas que ella no podía hacer, y que esas pocas no valían la pena—. ¿Qué te gustaría escribir?
—Apuesto a que podría inventar historias mejores que las que inventan los de «Un Mundo en Otraparte». —Trasladó la olla de café hirviente a la bañera (la cual, como en todos los apartamentos antiguos, estaba impúdicamente acuclillada en el centro mismo de la cocina) y empezó a colar el líquido con un lienzo a otra olla más grande, ya instalada en la bañera—. No emociona, ¿sabes? No te llega al corazón. —Empezó a desvestirse.
—¿Te importa —dijo Auberon, renunciando a las paredes ilusorias y la puerta imaginaria que lo separaban de Sylvie— si te pregunto qué demonios estás haciendo?
—Estoy tiñendo —dijo ella, sin inmutarse. Sin la camisa ya, los globos de sus pechos oscilando suavemente con un movimiento pendular cada vez que se agachaba, cogió las dos piezas del conjunto, las examinó por última vez de arriba abajo, y las zambulló en la olla de café. Auberon, comprendiendo al fin, se echó a reír, encantado.
—Algo así como un beige —pronunciando la «g» como en «bache». Del escurridor junto al fregadero sacó el pequeño filtro de algodón en forma de calcetín (el colador, un hombre), que usaba para colar el fuerte café al estilo español, y se lo mostró. Con el uso, había adquirido una tonalidad tostado intenso que Auberon había admirado más de una vez. Con una cuchara de mango largo empezó a revolver lentamente el caldero—. Dos tonos más claros que yo —dijo—, eso es lo que quiero. Café-con-leche.
—Bonito —dijo él. El café le salpicaba la piel morena, y ella lo enjugaba con los dedos y se los chupaba. Con la cuchara en ambas manos, los pechos tensos, sacó la prenda de la olla y la observó: ya había adquirido una tonalidad marrón obscuro, pero con los enjuagues (Auberon la vio pensar eso) se aclararía. La sumergió de nuevo, con un meñique ágil se recogió un rizo que se le había escapado del turbante, y revolvió otra vez. Auberon nunca sabía cuándo la amaba más, si cuando su atención estaba pendiente de él o cuando, como ahora, estaba concentrada en alguna tarea o alguna cosa del mundo real. Jamás podría él escribir un cuento sobre ella: consistiría tan solo en catálogos de sus actos y sus gestos, hasta los más triviales. Pero en realidad, tampoco le apetecía escribir sobre ninguna otra cosa. Ahora estaba de pie en la cocina diminuta.
—Ésa sí que es una idea —dijo—. Esos culebrones siempre necesitan autores. —Lo dijo como si fuese un hecho del que estuviese convencido—. Podríamos colaborar.
—¿Eh?
—Tú piensas algo, algo que podría suceder siguiendo lo que está pasando ahora, sólo que mejor que como lo harían ellos, y yo lo escribo.
—¿En serio? —dijo ella, reticente pero intrigada.
—O sea, yo escribo las palabras, y tú escribes la historia. —Lo extraño (se acercó un poco más a ella) era que lo que él intentaba con esa proposición era seducirla. Se preguntó cuánto tiempo seguirán enamorados los enamorados antes de cesar de tramar el uno la seducción del otro. ¿Nunca? Nunca tal vez. Tal vez los incentivos se fueran volviendo más triviales, más rutinarios. O tal vez menos. ¿Qué sabía él?
—De acuerdo —dijo ella con súbita decisión—. Pero —añadió con una sonrisa secreta— puede que yo no tenga mucho tiempo libre. Estoy por conseguir un trabajo.
—Oh, fabuloso.
—Sí. Para eso es este conjunto, si queda bien.
—Caray, eso es fantástico. ¿Qué clase de trabajo?
—Bueno. Yo no quería decírtelo porque no es tan seguro. Me van a hacer una entrevista. Es para eso de las películas. —Lo absurdo de la situación la hizo reír.
—¿Estrella de cine?
—No inmediatamente. No el primer día. Para eso habrá que esperar. —Trasladó el empapado amasijo marrón a una esquina de la bañera. Echó por el desagüe el café frío—. Un productor, o algo así, que he conocido. Una especie de productor o director. Necesita una asistente. Pero no una secretaria exactamente.
—Oh, ¿de veras? —¿Dónde, y sin decirle nada a él, conocía ella productores y directores de películas?
—Una especie de script girl y azafata.
—Hmm. —Seguramente Sylvie, más avispada que él para esas cosas, habría intuido si una proposición de esa naturaleza de parte de un productor era genuina o un mero señuelo; a él le sonaba sospechosa, pero de todas maneras hizo ruiditos alentadores.
—Por eso —dijo ella, abriendo al máximo el grifo y vertiendo agua fría a chorros sobre el conjunto ahora de color café— tengo que estar bonita o al menos lo más bonita posible, para ir a verlo…
—Tú siempre estás bonita.
—No, qué va.
—Estás preciosa ahora para mí.
Ella le lanzó la más instantánea y luminosa de sus sonrisas.
—Así que nos haremos famosos los dos juntos.
—Claro que sí —dijo él, acercándose más—. Y ricos. Y tú estarás al tanto de todo lo referente a las películas, y formaremos un equipo. —La cercó—. Hagamos un equipo, ahora.
—Oh, tengo que terminar con esto.
—De acuerdo.
—Tardaré un rato.
—Puedo esperar. Te miraré.
—Oh, papo, es que me turbas.
—Mm. Me gusta eso. —Le besó el cuello, aspirando el olor abiscochado del sudor, y ella le dejó hacer, las manos mojadas extendidas por encima de la bañera—. Voy a bajar la cama —dijo él en un susurro, algo entre una amenaza y la promesa de un festín.
—Mm. —Ella lo observó mientras lo hacía, las manos atareadas en el agua, pero en espíritu ya en otra parte. La cama, al descender, irrumpió de súbito en el cuarto, muy una cama pero a la vez como la proa de un navio que acabara de fondear: que, apenas zarpado desde la pared del fondo, recalara en puerto, en espera del abordaje.
Sin embargo primavera
Aunque a la postre —si porque llegó a dudar de que su productor fuese realmente un productor, o porque la falsa primavera de aquella semana se desvaneció y marzo pasó como un león helando hasta los tuétanos su frágil entereza, o porque el conjunto teñido no quedó a su gusto (por más que lo lavaba, siempre exhalaba un vago olor a café rancio)— Sylvie no acudió a la entrevista para las películas. Auberon trataba de animarla, le compró un libro para que leyese sobre el tema, pero eso pareció sumirla en un abatimiento más profundo. Las visiones rutilantes se desvanecieron. Cayó en un estado de apatía que alarmaba a Auberon. Se quedaba hasta tarde en la cama en medio de un indescriptible desorden de mantas, el gabán de invierno de Auberon por encima de todo, y cuando al fin se levantaba, iba y venía sin rumbo por el pequeño apartamento, con un cárdigan sobre el camisón y calcetines gruesos en los pies. Abría la nevera y se quedaba mirando un envase de yogur mohoso, restos irreconocibles en bandejillas de papel de aluminio, una soda sin burbujas.
—Coño —dijo—. Nunca hay nada aquí.
—¿De veras? —dijo él con amarga ironía desde el estudio imaginario—. Estará en la mala, me imagino. —Se levantó y cogió su gabán—. ¿Qué te gustaría? —dijo—. Iré a buscar algo.
—No, papo…
—Yo también tengo que comer, ¿sabes? Y si la nevera no quiere abastecernos…
—Está bien. Algo rico.
—Bueno, ¿qué? Podría traer unos cereales…
Ella hizo una mueca.
—Algo rico —dijo, con un gesto de las manos, la barbilla levantada, que sin duda expresaba su deseo, pero que a él lo dejó tan a ciegas como antes. Salió a una nieve recién caída bajo una nieve incesante.
Tan pronto como hubo cerrado tras él la puerta del apartamento, Sylvie se dejó arrastrar por un torrente de ideas sombrías.
Le parecía increíble que él, el niñito mimado, el regalón de una familia de hermanas y tías, pudiera ser tan infinitamente solícito, asumir tantas de las responsabilidades cotidianas de su vida en común, y jeringuear tan poco. La gente blanca era rara. Entre sus parientes y los vecinos de éstos, las principales obligaciones domésticas de un marido consistían en comer, propinar palizas y jugar al dominó. Auberon era tan bueno. Tan comprensivo. Y listo: los formularios oficiales y el interminable papeleo de un Estado benefactor vetusto y paralítico no significaban para él ningún terror. Y nada celoso. Cuando ella se había prendado de León, el muchacho de mirada dulce y tez morena que les servía en el Séptimo Santo, y por un tiempo se había dado el gusto, para luego yacer cada noche al lado de Auberon, rígida por la culpa y el miedo, hasta que él le hacía confesar su secreto, lo único que decía era que a él no le importaba lo que ella hiciera con otros con tal de que fuera feliz cuando estaba con él: a ver, cuántos tíos vas a encontrar, se preguntó a sí misma delante del nebuloso espejo colgado sobre el fregadero, capaces de reaccionar de esa manera.
Tan bueno. Tan magnánimo. Y ella, ¿cómo le retribuía? Mírate, mírate un poco, insistió. Bolsas debajo de los ojos. Y adelgazando día a día, pronto —alzó hasta el espejo un meñique retador— así de flaca. Y sin aportar una mierda a la casa, tan inútil para ella misma como para él, una boba.
Pero ella iba a trabajar. Sí, trabajaría día y noche y le pagaría a él todo cuanto había hecho por ella, el tesoro íntegro, implacable y opresivo de su bondad. Se lo tiraré a la cara. ¡Toma!
—Lavaré platos roñosos —dijo en voz alta, apartando la mirada de los arrumbados junto al fregadero en una pequeña pila—. Haré la calle…
¿Y era a eso a lo que la empujaba su Destino? Desencajada, y restregándose los brazos ateridos, iba y venía de la cama a la cocina, de la cocina a la cama, como una fiera enjaulada. Aquello que debiera liberarla la esclavizaba, la obligaba a esperar hundida en la pobreza, una existencia cada vez más miserable, distinta de la larga pobreza sin remedio de su infancia, pero pobreza al cabo. ¡Harta de ella, harta harta harta! Los ojos se le llenaban de lágrimas de autoconmiseración. Una verdadera maldición, su Destino. ¿Por qué no lo podría cambiar por un poco de decencia, un poco de libertad, un poco de alegría? Si no lo podía tirar a la basura ¿por qué tampoco podía obtener algo a cambio de él?
Rumiando una resolución heroica, trepó otra vez a la cama. Se tapó con las mantas, mirando fija, acusadoramente al vacío. Obscuro, dormido, lejano pero parte de su sustancia misma, su Destino era irrenunciable, de eso había podido enterarse. Pero estaba cansada de esperar. Ni un solo rasgo de él podía discernir, salvo que Auberon estaba en él (pero no esta miseria; y, Comoquiera, tampoco este Auberon), pero ahora ella lo descubriría. Ya.
—Bueno —dijo, y adoptó, con los brazos cruzados bajo las mantas, una actitud resuelta. Ella no iba a esperar más. Conocería su Destino y empezaría a vivirlo, o se moriría; lo sacaría a la rastra, de viva fuerza, de ese futuro en el que se ocultaba.
Auberon, mientras tanto, caminaba, chapoteando, hacia el mercado del Buho Nocturno (sorprendido de descubrir que era domingo y que ningún otro local estaba abierto, ¿qué son los fines de semana para los pobres y los desocupados?) a través de la nieve virginal e impoluta tan sólo a esa hora, su primera pisada iniciando la larga desfloración que la convertiría en un lodazal repugnante, más negro que blanco. Se sentía malhumorado, o mejor dicho, furioso, pese a que al despedirse había besado a Sylvie tiernamente, y a que dentro de diez minutos, cuando regresara, la volvería a besar con igual ternura. ¿Por qué no reconocía ella al menos su ecuanimidad de carácter, su talante siempre conciliador, siempre complaciente? ¿O creía ella acaso que era fácil conservar la calma, esconder una natural indignación detrás de una respuesta afable, y cada vez, cada una y otra y otra vez? ¿Y qué compensación obtenía él por sus esfuerzos? Si hasta le pegaría, a veces. Le gustaría, sí, darle una buena bofetada, para que se le bajaran un poco los humos, para que viera hasta dónde se había agotado su paciencia. Oh, Dios, qué horrible el sólo pensarlo.
La felicidad, había llegado a comprender, o al menos su felicidad, era una estación, y en esa estación Sylvie era el tiempo. Un tema del que todos dentro de él hablaban, entre ellos, sin que ninguno pudiera hacer nada para remediarlo, tan sólo esperar, esperar hasta que cambiase. La estación de su felicidad era la primavera, una primavera larga, tímida, voluble, tan a menudo esquiva como solícita y dadivosa, como cualquier primavera: y sin embargo, primavera. Si de algo estaba seguro, era de eso. Pateó la nieve aguachenta. Segurísimo.
Deambuló un rato, indeciso, entre las pocas y costosas mercancías que ofrecía el Buho Nocturno —uno de esos locales que mantienen una existencia marginal permaneciendo abiertos los domingos y hasta horas tardías— y cuando hubo hecho su elección (dos clases de zumos exóticos para el paladar tropical de Sylvie, para que le perdonase por haberla abofeteado) sacó su billetera y la encontró vacía. Como en el chiste archimanido, hubiera podido salir de ella una polilla, volando displicente. Se escarbó todos sus bolsillos, por dentro y por fuera, ante la mirada (y el terrible juicio mudo) del cajero, y al fin, aunque teniendo que renunciar a uno de los zumos, reunió el importe en plata fundida y níqueles pelusientos.
—¿Y ahora? —dijo cuando, con los hombros y el sombrero cubiertos de nieve, abrió la puerta del Dormitorio Plegable y encontró a Sylvie en la cama—. ¿Echando una siestecita?
—Déjame en paz —dijo ella—. Estoy pensando.
—Pensando, huy. —Llevó la empapada bolsa de papel a la cocina y anduvo un rato entretenido preparando una sopa y unas galletas, pero cuando se las ofreció a Sylvie, ella las rechazó: durante el resto de ese día no consiguió, en verdad, arrancarle una sola palabra, y Auberon, recordando la veta de locura familiar, sintió pavor. Paciente, mimoso, le hablaba con dulzura, pero el alma de ella se retraía, huyendo de sus palabras como de un filo cortante.
Al fin, no le quedó otro remedio que sentarse (en el estudio imaginario, trasladado ahora a la cocina, ya que la cama permanecía abierta y ocupada) a esperar, y a pensar en qué otros mimos podía prodigarle, y en la ingratitud, en tanto ella se revolvía en la cama, y de a ratos dormitaba. Y el invierno recrudecía. Nubarrones negros, bajos, cegaban el cielo; a un relámpago respondían nuevos relámpagos; rugía el viento norte; caía, incesante, una lluvia fría.
Que siga el amor
—¡Un momento! —dijo la señora Sotomonte—. ¡Un momento! Aquí pasa algo raro, en alguna parte se ha soltado una lazada. ¿No percibís eso?
—Lo percibimos —respondieron todos los allí reunidos.
—Llegó el invierno —dijo la señora Sotomonte—, y eso era lo natural, pero después…
—¡La primavera! —gritaron ellos a coro.
—Demasiado pronto, demasiado pronto. —Con los nudillos, se daba golpecitos en la sien. Un punto escapado, si se lo podía encontrar, tenía arreglo: de cierta latitud para deshacer embrollos ella disponía; pero ¿dónde, a lo largo del largo, larguísimo trayecto habría acontecido? ¿O acaso (su mirada recorrió, avizora, el largo tramo de Cuento que se desplegaba desde lo porvenir con la gracia serena y resuelta de una serpiente enjoyada), o acaso estaría aún por acontecer?— Ayudadme, hijos —dijo.
—Te ayudaremos —dijeron ellos, en todas sus diversas voces.
Ése era el problema: si lo que era preciso descubrir se hallara en lo aún-por-ser, entonces a ellos les sería fácil descubrirlo. Lo difícil de guardar en la memoria era lo ya-sido. Así se dan las cosas para los seres que son inmortales, o casi: aunque conocen el futuro, el pasado es obscuro para ellos: más allá del año presente está la puerta hacia los eones pretéritos, una extensión de tiempo crepuscular alumbrada por antorchas solemnes. Así como Sophie con sus cartas escudriñaba un futuro desconocido, palpando ansiosa la tenue membrana que la separaba de él, tanteando aquí y allá para percibir las formas en paulatino avance de las cosas por venir, así la señora Sotomonte tanteaba a ciegas las cosas que ya habían sido, tratando de descubrir la forma de lo que andaba mal.
—Había un único hijo varón —dijo.
—Un único hijo varón —corearon ellos, pensando con ahínco.
—Y se marchó a la Ciudad.
—Y aún allí está —terció el señor Bosques.
—Claro, claro que sí —dijo la señora Sotomonte—. Aún allí está.
—Y no se moverá, ni su deber cumplirá: antes de amor morir se dejará. —El señor Sotomonte se ciñó con sus manos largas la descarnada rodilla—. Puede ser que este invierno continúe, para nunca acabar.
—Nunca acabar —dijo la señora Sotomonte. En su ojo temblaba una lágrima—. Sí, sí, eso es justamente lo que parece.
—No, no —dijeron ellos, viéndolo así. La lluvia glacial azotó los profundos ventanucos de la casa, llorando de dolor, los árboles fustigaron con sus ramas al viento implacable, el Ratón de Campo cayó preso en las fauces desesperadas del Zorro Rojo—. Piensa, piensa —dijeron ellos.
Ella se golpeó de nuevo la sien, mas nadie respondía. Se levantó, y ellos se apartaron.
—Necesito consejo —dijo—, eso es todo.
Las aguas tenebrosas del estanque de la montaña acababan de deshelarse, aunque unas aristas de hielo sobresalían cerca de sus márgenes como piedras rotas; en una de ellas se detuvo la señora Sotomonte y envió a las honduras su llamado.
Soñoliento, entumecido, demasiado frío para enfurecerse, el Abuelo Trucha subió desde las sombrías profundidades.
—Déjame en paz —dijo.
—Responde —dijo ella con dureza—, o te castigaré con rigor.
—Qué —dijo él.
—Ese chico en la Ciudad —dijo la señora Sotomonte—. Biznieto tuyo. De allí no se moverá, ni su deber cumplirá: antes morir de amor se dejará.
—Amor —dijo el Abuelo Trucha—. No queda en la tierra una fuerza más poderosa que el amor.
—A los demás no seguirá.
—Deja entonces que siga al amor.
—Hm —murmuró la señora Sotomonte, y luego—. Hummmmm. —Se puso el pulgar sobre el mentón y con el índice a lo largo de la mejilla, apoyó el codo en el hueco de su otra mano—. Bueno, tal vez le convenga tener una Consorte.
—Sí —dijo el Abuelo Trucha.
—Sólo como acicate, y para mantener vivo su interés.
—Sí.
—No es bueno estar solo para el hombre.
—No —dijo el Abuelo Trucha, aunque si en aprobación o lo contrario, no era fácil saberlo cuando la palabra brotaba de la boca de un pez—. Y ahora déjame dormir.
—¡Sí! —dijo ella—. ¡Sí, claro que sí, una Consorte! ¡En qué habré estado pensando yo! ¡Sí! —A cada palabra su voz se engrandecía. El Abuelo Trucha, atemorizado, se zambulló precipitadamente, y el hielo mismo se alejó, disgregándose bajo los pies de la señora Sotomonte cuando, con una voz de trueno, gritó—: ¡Sí!
—¡Amor! —les dijo a los otros—. ¡No en el Fue, no en el Será, sino Ahora!
—¡Amor! —gritaron todos. La señora Sotomonte abrió de golpe un baúl jiboso guarnecido con herrajes negros y empezó a revolver su contenido. Encontró lo que buscaba, lo envolvió primorosamente en papel blanco, lo ató con una cuerda roja y blanca, untó con cera las puntas de la cuerda para impedir que se deshilacharan, buscó pluma y tinta y, sobre la encorvada espalda del señor Bosques escribió una dirección: todo en menos tiempo del que tardaría en pensarlo.
—Que siga al amor —dijo, cuando el paquete estuvo listo—. Y entonces vendrá. Lo quiera o no lo quiera.
—Ahhhh —dijeron todos, y empezaron a dispersarse, conversando en voz baja.
—No lo querrás creer —le dijo Sylvie a Auberon, entrando como una tromba por la puerta del Dormitorio Plegable—, pero he conseguido un trabajo. —Había estado ausente todo el día. Tenía las mejillas enrojecidas por el viento de marzo, le brillaban los ojos.
—Bravo. —Se rió, sorprendido, complacido—. ¿Tu Destino?
—Al carajo mi destino —dijo ella. Arrancó de su percha el conjunto teñido de color café y lo tiró al cubo de la basura—. No más pretextos. —Sacó los botines de todo andar, una rebeca, una bufanda. Dejó caer los zapatos al suelo—. Tendré que abrigarme —dijo—. Empiezo mañana. No más pretextos.
—Hoy es un buen día —dijo él—. Día de los Tontos.
—Justo mi día —dijo ella—. Mi día de suerte.
Él la alzó, riendo. Era el primer día de abril. Y ella percibió, en su abrazo, un algo que era a la vez sentimiento de alivio, alivio por un peligro evitado, y el presentimiento de ese mismo peligro, y los ojos se le llenaron de lágrimas al comprender lo segura que se sentía entre sus brazos, y lo frágil que era al mismo tiempo esa seguridad.
—Papo —dijo—, eres maravilloso. De verdad, de verdad, no hay otro como tú.
—Pero a ver, cuéntame —dijo él—. Cuéntame. ¿Qué trabajo es ése?
Ella sonrió con picardía, apretándose contra él.
—No lo querrás creer —dijo.