Capítulo 4
Suele ocurrir que un hombre no pueda recordar una cosa en cierto momento, pero puede buscar y encontrar aquello que desea recordar… Es por ello que algunos utilizan lugares para recordar, dado que el hombre pasa rápidamente de una idea a la siguiente: así, por ejemplo, de leche a blancura, de blancura a aire, de aire a humedad, después de lo cual evocará el otoño, suponiendo que fuera esa estación del año lo que trataba de recordar.
Aristóteles, De anima
Ariel Halcopéndola, la más insigne de los magos de esta era del mundo (digna émula, pensaba ella sin pecar de inmodestia, de muchos de los grandes que denominamos «el pasado», con quienes de tanto en tanto ella discurría), no poseía una bola de cristal; que la astrología fiduciaria era sólo un fraude, ella lo sabía, aunque podía servirse, para ciertos fines, de la antigua representación del firmamento; desdeñaba los hechizos y geomancias de toda especie, salvo en la extrema necesidad, y a los difuntos dormidos y sus secretos los dejaba dormir en paz. Su única Arte, su Arte Magna, y de nada más tenía necesidad, era la más sublime de todas las Artes, y no requería de instrumentos vulgares, ni del Libro, ni de la Vara del Mago, ni de la Palabra. Se la podía practicar (como lo estaba haciendo Halcopéndola cierta tarde lluviosa del invierno en que Auberon llegó a la Alquería del Antiguo Fuero), delante del fuego, con las piernas recogidas, y el té con tostadas al alcance de la mano. No requería de nada más que del recinto del cráneo de Halcopéndola; eso tan sólo, y una concentración y una aceptación de lo imposible que los santos habrían juzgado admirables y los maestros del ajedrez difíciles de alcanzar.
El Arte de la Memoria, tal como lo describen los antiguos autores, es un método mediante el cual la Memoria Natural con la que venimos al mundo puede desarrollarse y perfeccionarse en grado sumo, más allá de lo concebible. Los antiguos coincidían en que las imágenes vividas que se suceden en un orden estricto son las que se recuerdan con más facilidad. Por consiguiente, el primer paso para la construcción de una Memoria Artificial de gran poder (Quintiliano y otras autoridades están de acuerdo en este punto, aunque discrepan en otros) consiste en elegir un lugar: un templo, por ejemplo, o una calle urbana con tiendas y portales: cualquier espacio, en suma, cuyas distintas partes guarden entre sí un orden regular. El evocador aprende luego a conocer de memoria este lugar, al dedillo y bien, tan bien que pueda desplazarse por él rápidamente, hacia atrás, hacia delante, en cualquier dirección que desee. El paso siguiente consiste en crear imágenes vividas o símbolos de las cosas que desea recordar, cuanto más chocantes y subidas de tono mejor, según los expertos: una monja violada, por ejemplo, para la idea de Sacrilegio, o una figura encapuchada con una bomba para la de Revolución. Dichos símbolos se depositan luego en las distintas dependencias del Recinto de la Memoria, sus puertas, nichos, zaguanes, ventanas, armarios y otros espacios; al evocador sólo le resta ahora recorrer su Casa de la Memoria, en el orden que desee, y extraer de cada lugar la Cosa que simboliza la Noción que desea recordar. Como es lógico, cuantas más cosas desee uno recordar, más espaciosa deberá ser la Casa de la Memoria; aunque las más de las veces deja de ser un lugar concreto, real, ya que éstos suelen ser demasiado vulgares e inadecuados, y se transforma en una morada imaginaria, tan espaciosa y variada como sea capaz de crearla el evocador. A voluntad (y con la práctica) podrá agregarle tantas nuevas alas como desee, y variar los estilos arquitectónicos de acuerdo con la temática de los símbolos que vayan a contener. Había incluso técnicas más sutiles del sistema que permitían recordar no ya las Nociones sino, por medio de símbolos complejos y finalmente de simples letras, las palabras mismas. Así, un conjunto de sierra-perno-piedra de molino-hoz, si se los extrae del adecuado nicho de la memoria, evocan instantáneamente la palabra Dios. El procedimiento era inmensamente complicado y tedioso, y la invención del archivador hizo que se lo abandonara casi por completo.
El Arte de la Memoria
Sin embargo, los cultores más insignes del Antiguo Arte, cuanto más tiempo habitaban en sus Casas de la Memoria, descubrían en ellas ciertas propensiones extrañas, y los cultores modernos (o la cultora, más bien, puesto que sólo hay una con verdadero talento, y ella guarda el secreto) han sutilizado y complicado todavía más, por razones propias, el sistema.
Se había descubierto, por ejemplo, que las figuras simbólicas con expresiones vividas, una vez instaladas en sus sitios correspondientes, están expuestas a sufrir, mientras esperan ser convocadas, ciertas alteraciones sutiles. Aquella monja violada que simbolizaba Sacrilegio puede, cuando se la vuelve a ver al pasar, haber adquirido en la boca y los ojos una expresión depravada, y un toque de impudicia en su deshabillé que más parece, Comoquiera, provocativo que forzado. Y el Sacrilegio se transforma en Hipocresía, o adopta al menos algunos de sus aspectos; y así, el recuerdo que ella simboliza se altera quizá de formas instructivas. Además: a medida que la Casa de la Memoria crece, se producen conjunciones y perspectivas que su constructor no pudo haber concebido con antelación. Si le incorpora por necesidad una nueva ala, ésta deberá de algún modo colindar con la casa originaria; así, una puerta que antes daba a un jardín herboso podría, al abrirse de súbito al empuje de una ráfaga de viento, mostrar a su sorprendido dueño su hermosa galería nueva invadida por recuerdos recién instalados, provenientes, por así decir, del trastero, girando hacia la izquierda y mirando en la dirección equivocada —también instructiva—; y podría asimismo ocurrir que esa nueva galería fuese un atajo que conduce al iglú en el que alguna vez guardó, y luego olvidó, un invierno lejano.
Olvidó, sí: porque otra característica de las Casas de la Memoria es que su constructor y ocupante puede perder cosas en ella, como sucede en cualquier otra casa: el ovillo de cuerda que estaba seguro de haber guardado junto con los sellos postales y la cinta adhesiva en el cajón del escritorio, o en el armario del vestíbulo con el martillo, las tachuelas y el alambre para los cuadros, pero que cuando lo busca no está en ninguno de esos sitios. De la Memoria Natural u ordinaria las cosas pueden desvanecerse, pura y simplemente: uno ni siquiera se acuerda de que las ha olvidado. La ventaja de contar con una Casa de la Memoria consiste en que uno sabe con certeza que en ella, en alguna parte, tienen que estar.
Ésa era pues la razón por la cual Halcopéndola estaba ahora buscando y rebuscando algo en uno de los desvanes más antiguos de sus mansiones de la memoria, algo que había olvidado, pero sabía que estaba allí.
Había estado releyendo un ars memorativa de Giordano Bruno intitulada De Umbrisidearum, un enjundioso tratado sobre los símbolos, signos y emblemas que se han de utilizar en las formas más elevadas del arte. Su ejemplar de la edición príncipe tenía algunas notas marginales manuscritas con una impecable caligrafía cursiva, a menudo esclarecedoras, pero intrigantes las más de las veces. En una página en la que Bruno indica las diferentes categorías de símbolos que es menester utilizar para los distintos propósitos, el comentarista había acotado: «Como en las cartas del retorno de R.C., hay Personas, Lugares, Cosas, etc., cuyos emblemas o cartas son para recordar o predecir, y para el descubrimiento de mundos diminutos». Ahora bien, «R.C.» podía significar «Romano Católico», o quizá —aunque menos probable— «Rosacruz». Pero ese campanilleo que escuchaba, distante, desde allá, pensó Halcopéndola, donde antaño ella guardara su infancia lejana, era la resonancia de «personas, lugares y cosas».
Con cautela, pero con impaciencia creciente, avanzó a través de aquella miscelánea, su perro Chispa, un viaje a Rockaway, su primer beso; el contenido de los arcones la intrigaba, y se internaba en los inútiles corredores de las reminiscencias. En cierto lugar ella había guardado un cencerro viejo y oxidado: por qué, no tenía al principio ni la más vaga idea. Tentativamente, lo hizo sonar. Era el campanilleo que había escuchado, y al instante se acordó de su abuelo (a quien, ¡por supuesto!, el cencerro simbolizaba, ya que había sido granjero en Inglaterra hasta que emigró a esta ciudad sin vacas). Ahora lo distinguía con toda claridad, allí, donde ella lo dejara instalado, bajo el manto de la chimenea, junto con los cacharritos Toby cuyas caras se parecían a la de él, en una poltrona destartalada: hacía girar el cencerro entre sus manos como solía hacerlo antaño con su pipa.
Le preguntó:
—¿No me hablaste tú una vez de ciertas cartas con personas y lugares y cosas?
—Puede ser.
—¿A propósito de qué?
Silencio.
—Bueno, de mundos diminutos, entonces.
La luz de un Sol pretérito disipaba las sombras en aquel desván, y ella estaba sentada a los pies de su abuelo en el antiguo apartamento.
—Eran la única cosa de valor que encontré en toda mi vida, y las desperdicié regalándoselas a una chica tonta. Cualquier trujamán me habría dado veinte chelines por ellas, de eso estoy seguro, tan antiguas eran y tan bonitas. Las encontré en una cabaña que el dueño de las tierras quería demoler. Y ella era una chica que decía que veía hadas y duendes y cosas por el estilo. Y su padre era otro igual a ella. Violet se llamaba. Y yo le dije: «Entonces, échame con ellas la buenaventura, si es que puedes». Y ella las barajó…, y había figuras en ellas, de personas y lugares y cosas, y se rió y me dijo que me iba a morir viejo y solo en un cuarto piso, y nunca más quiso devolverme esas barajas que yo había encontrado.
Era eso, entonces. Volvió a poner en su sitio el cencerro (respetando el orden de su infancia, al lado de un manoseado mazo de barajas para jugar a la mona de ese mismo año, sólo para que el nexo permaneciera claro) y cerró aquel desván.
Mundos diminutos, reflexionó, mientras contemplaba la calle a través de los cristales racheados por la lluvia de la ventana de la salita. Para descubrir mundos diminutos. Nunca había oído mencionar esas cartas a propósito de ninguna otra cosa. Las personas y los lugares y las cosas eran los símbolos reminiscentes del Arte de la Memoria, cuya práctica requiere que se elija un lugar y se imagine vividamente a una persona mostrando sus elementos emblemáticos. Y «el retorno de R.C.»: si fuera el «Hermano R.C.» de los Rosacruces lo que esas letras significaban, habría que situar las cartas en el primer arrebato de entusiasmo Rosacruz, lo cual —apartó de un empujón la bandeja con el té y las tostadas y se limpió los dedos— también podría explicar lo de los mundos diminutos. De muchos sabía el pensamiento arcano.
El atanor de los alquimistas, por ejemplo, el Huevo Filosófico en cuyo interior se verifica la trasmutación de base en oro, ¿no era acaso un microcosmos, un mundo diminuto? Cuando los libros negros decían que se debía comenzar la Obra en el signo de Acuario y concluirla en el de Escorpio, no se referían por cierto a esos signos tal como se suceden en la esfera celeste, sino como se sucedían en el universo del Huevo mismo, el Huevo mundiforme que contiene al mundo. Y la Obra no era sino el Génesis: el Hombre Rojo y la Dama Blanca, cuando aparecían, microscópicos dentro del Huevo, eran el alma del Filósofo mismo, como un objeto del pensamiento del Filósofo, a su vez un producto de su alma, y así sucesivamente, regressus ad infinitum, y, por añadidura, en ambas direcciones. Y el Arte de la Memoria, ¿no había acaso el Arte introyectado, en los círculos finitos de su cráneo, el cráneo de Halcopéndola, los poderosos círculos de los cielos? Y ese mecanismo, una vez introyectado ¿no había regido desde entonces su memoria y su percepción, por ende, de los sucesos sublunares, celestiales e infinitos? La descomunal carcajada de Bruno cuando comprendió que Copérnico había invertido el universo, ¿qué era sino el júbilo de ver confirmada su convicción de que la Mente, en el centro de todas las cosas, contiene todas las cosas de las que es el centro? Si a la Tierra, el antiguo centro, se la viera ahora realmente girar más o menos a mitad de camino entre el centro y el espacio exterior, y si el Sol, que antes giraba en una órbita a mitad de camino del espacio exterior, fuese ahora el centro, tendría que haberse producido en el cinturón de las estrellas una torsión como la de la banda de Moebius; ¿y adonde habría ido a parar, entonces, la antigua circunferencia? Era, en un sentido estricto, absolutamente inimaginable: el Universo estallaría en el infinito, un círculo en el cual la Mente, el centro, estaría en todas partes, y la circunferencia en ninguna. El espejo engañoso de lo finito se hacía añicos, Bruno reía a carcajadas, los dominios siderales se convertían en un brazalete de gemas en una mano.
En fin, todo eso era historia antigua. Cualquier escolar (en las escuelas en que se había educado Ariel Halcopéndola) sabía que los mundos diminutos eran grandes. Si esas cartas estuvieran en sus manos, ella no dudaba de poder averiguar en un momento qué mundos diminutos, exactamente, servían para descubrir: y tampoco dudaba de haber viajado por ellos. Sin embargo, ¿serían esas cartas las que encontrara y perdiera su abuelo? ¿Y serían, además, las mismas cartas en las que Russell Eigenblick pretendía estar? Una coincidencia de tal magnitud no le parecía improbable a Halcopéndola: en su Universo no existía el azar. Mas de cómo proseguir la búsqueda, y llegar a saber, no tenía la más vaga idea. Y esa senda, en verdad, se parecía tanto a un callejón sin salida que optó, de momento, por abandonarla. Eigenblick no era Romano Católico, y los Rosacruces, como todo el mundo sabe, eran invisibles, y Russell Eigenblick, cualesquiera otras cosas que pudiera ser, era en todo caso muy visible.
—Al demonio con todo —murmuraba cuando sonó el timbre de la puerta de la calle.
Consultó su reloj. Pese a que el día estaba obscuro ya como la noche, la Doncella de Piedra aún dormía. Salió al recibidor, sacó del paragüero un pesado bastón, y abrió la puerta.
Engabanada, tocada de ala ancha, transida por la lluvia, castigada por el viento, la negra figura detenida en el umbral la sobresaltó por un instante.
—Servicio Alado de Mensajería —dijo el hombre—. Hola, señora.
—Hola, Fred —dijo Halcopéndola—. Me has dado un susto. —Por primera vez había comprendido el peyorativo «Mandinga»—. Adelante, adelante.
Fred no quiso pasar más allá del recibidor, porque chorreaba agua; y allí se quedó, chorreando, mientras esperaba a Halcopéndola, que volvió trayendo whisky en una copa de vino.
—Días sombríos —dijo, cogiendo la copa.
—Santa Lucía —dijo ella—. Los más sombríos.
Fred rió entre dientes, sabiendo que ella sabía que no era sólo al clima a lo que él se había referido. Apuró el whisky y de su cartera forrada de plástico sacó el abultado sobre que traía para ella. Halcopéndola firmó la libertad de Fred.
—Mal día para trabajar —dijo.
—Ni la lluvia ni la nieve ni el granizo —dijo Fred—, y el buho, pese a todas sus plumas, pilló un romadizo.
—¿No quieres quedarte un momento? —dijo ella—. La chimenea está encendida.
—Si me quedara un momento —Fred Savage se inclinó hacia un lado— me quedaría una hora —y se inclinó hacia el otro lado vertiendo chorros de lluvia del ala de su sombrero—. Es así la cosa. —Se enderezó, saludó con una reverencia, y se marchó.
No había hombre más honrado que él, cuando trabajaba, cosa que no sucedía con demasiada frecuencia. Halcopéndola (mientras imaginaba a Fred como una bobina o una lanzadera que pespunteaba de arriba abajo la lluviosa ciudad) cerró la puerta y regresó a su salita.
El abultado sobre contenía un fajo de billetes flamantes de alta denominación, y una brevísima nota en el papel timbrado del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. «Honorarios según lo convenido por el asunto de R.E. ¿Ha llegado usted a alguna conclusión?» No traía firma.
Dejó caer la esquela sobre el legajo abierto de Bruno que había estado estudiando, y contando los suculentos honorarios que aún no había devengado, se disponía a ir a sentarse junto al fuego, cuando una conexión súbita, furtiva, se estableció en su mente. Volvió a la mesa, encendió una lámpara posterior, y estudió de cerca, con detenimiento, la nota marginal que en un principio alimentara el torrentoso río de ideas, ese río que la esquela del Club acababa de desviar de su curso.
La caligrafía cursiva se caracteriza por su legibilidad. No obstante, algunas veces las presuntuosas mayúsculas, si han sido trazadas a prisa, pueden dar lugar a confusiones. Y sí: observada de cerca, no cabia duda alguna: allí donde ella había leído «el retorno de R.C.» debía leerse «el retorno de R.E.».
¿Dónde demonios, si es que aún existían, estaban esas cartas?
Una geografía
A medida que se hacía más vieja, Nora Nube parecía cobrar, a los ojos de sus allegados, mayor volumen y solidez. También ella —sin que su peso físico aumentara— tenía la sensación de crecer, de agrandarse enormemente. Y cuando a una edad cercana a los tres dígitos, se desplazaba lentamente a través de la casa apoyada en dos bastones para que sostuvieran la mole de sus años, se encorvaba —eso parecía— menos por debilidad que para acomodarse a la estrechez de los corredores de Bosquedelinde.
Con parsimonia cuadrúpeda, descendió desde su habitación hasta la mesa de juego de la sala de música, donde, bajo una lámpara de bronce y cristal verde, guardadas en su bolso y su estuche, la esperaban sus cartas, y donde Sophie, su discípula en los últimos años, también la esperaba.
Los bastones chasquearon, los huesos de las rodillas le crujieron, y Nube se dejó caer en su sillón. Encendió un cigarrillo pardusco, lo posó a su lado sobre un platillo, y el humo se elevó en una voluta tenue y sinuosa como el hilo de un pensamiento.
—¿Cuál es nuestra pregunta? —dijo.
—Igual que ayer —respondió Sophie—. Continuar, nada más.
—Ninguna pregunta —dijo Nube—. De acuerdo.
Después, las dos permanecieron un rato calladas. Un momento de silenciosa oración: a Nube le había encantado y sorprendido oír a Fumo describir con esas palabras ese intervalo de silencio: un momento para meditar sobre la pregunta, o la no-pregunta, como hoy.
Sophie, con sus manos largas y delicadas sobre los ojos, no pensaba preguntas; imaginaba las cartas en la obscuridad del bolso y el estuche. No las imaginaba como unidades, como simples trozos de papel, no, ya no podía, aunque quisiera hacerlo, imaginarlas de esa forma. Tampoco las imaginaba como ideas, como personas, lugares, cosas. Las imaginaba como un todo, un cuento o un interior, algo hecho de espacio y tiempo, vasto y extendido pero compacto, articulado, dimensional y desplegable hasta el infinito.
—Bueno —dijo Nube con dulce firmeza. Su mano pecosa revoloteó por encima del estuche—. ¿Te parece bien que extienda una Rosa?
—¿Me dejas a mí? —preguntó Sophie. Nube apartó su mano antes de que sus dedos rozaran el estuche, para no interferir en el control de Sophie. Sophie, tratando de imitar los gestos sobrios, la serena atención de Nube, extendió una Rosa.
Seis de copas y cuatro de bastos, el Nudo, el Deportista, as de copas, el Primo, cuatro de oros y reina de oros. La Rosa crecía sobre la mesa de juego con una fuerza férrea y orgánica a la vez. Si como hoy no había ninguna pregunta, la pregunta era simple: ¿a qué pregunta responde esta Rosa? Sophie puso en su sitio la carta central.
—Otra vez el Loco —dijo Nube.
—Discusión con el Primo —dijo Sophie.
—Sí —dijo Nube—. Pero ¿el primo de quién? ¿El suyo o el nuestro?
La carta del Loco en el centro de la Rosa mostraba a un personaje en armadura, de poblada barba, cruzando un arroyo. Como el Caballero Blanco, parecía resuelto a tirarse de cabeza, abierto de piernas, de su brioso corcel. Su expresión era serena, y no parecía mirar el riacho en el que iba a caer, sino más allá de la figura, hacia el observador, como si lo que estaba haciendo fuera intencional, una bufonada o, posiblemente, una demostración de algo: ¿la gravedad? Tenía una concha de peregrino en una mano y una ristra de chorizos en la otra.
Antes de proseguir con la interpretación de una figura, le había explicado Nube, era menester que decidieran qué significado se debía atribuir en el momento a las cartas mismas. «Las puedes imaginar como una historia, y en ese caso tendrás que buscar el principio, el nudo, el desenlace; o una frase, y analizarla en sus partes gramaticales; o una pieza de música, y hallar la clave y el compás; o cualquier otra cosa, cualquiera con tal que además de partes tenga sentido.»
—Puede ser —dijo, observando ahora esa Rosa con un Loco en el centro— que lo que aquí tenemos no sea un cuento ni un interior, sino una Geografía.
Sophie le preguntó qué había querido decir, y Nube, mejilla en mano, respondió que ni ella misma lo tenía muy claro. No un mapa ni un paisaje, sino una Geografía. Sophie, mientras escrutaba la Rosa que había extendido, cavilaba, también ella mejilla en mano; una Geografía, pensó, y se preguntó si acaso aquí, si esto, si…, pero entonces cerró los ojos e hizo una pausa; no, nada de preguntas hoy, por favor, y esa pregunta menos que ninguna.
Despertares
La vida, pensaba Sophie (o así al menos veía ella la suya a medida que se alargaba), era como una de las casas con muchos pisos de sueños que en otros tiempos había sabido construir, y donde el soñante (en una lenta o súbita oleada de lucidez, como bajo un chorro de agua fría) comprende que en realidad estaba durmiendo y soñando, y que sólo él ha inventado la tarea imposible, el lóbrego hotel, los tramos de escaleras, que ahora se desvanecen deshilachados y quiméricos; se despierta, con alivio, en su propia cama (si bien la cama, por alguna razón que no alcanza a recordar, está instalada en una calle bulliciosa o flotando sobre un mar en calma); y se levanta bostezando, y tiene aventuras extrañas que se suceden hasta que (en una lenta o súbita oleada de lucidez) se despierta: se había dormido aquí, simplemente, en este paraje desierto (Oh, ya recuerdo)…, o bien (Oh, ya comprendo) en la antecámara de este palacio, y es hora de que me levante y me ocupe de las cosas de la vida; y una y otra y otra vez: así había sido su vida.
Había habido un sueño, el sueño de Lila, que Lila era real y de Sophie. Y entonces ella se había despertado y Lila no era Lila, no: eso lo supo Sophie, supo que sin razón alguna, ninguna que ella pudiera recordar ni imaginar, había sucedido algo terrible, y Lila ni era Lila ni suya, sino otra cosa. Ese sueño —uno de esos sueños que llamamos pesadillas, esa clase de sueños en los que ha acontecido una desgracia, una desgracia espantosa e irrevocable que deja el alma transida por una congoja que nada podrá mitigar— había persistido durante casi dos años y no había cesado en realidad la noche (esa noche que ella no podía evocar sin estremecerse, sin que le escaparan gemidos del pecho, no, ni siquiera después de veinte años) en que, en un rapto de desesperación y sin decir nada a nadie, le había llevado la criatura falsa a George Ratón: y el fuego en la chimenea; y las explosiones, y la fosforescencia y la lluvia y las estrellas y las sirenas.
Pero de todos modos, despierta o no, Sophie no tenía ya ninguna Lila; y entonces su sueño era otro: la Búsqueda Interminable: el sueño de una meta que se aleja sin cesar, o cambia cuando la ves a tu alcance, dejándote constantemente nuevas tareas por realizar, esas tareas que por mucho que te afanes nunca consigues llevar a cabo. Fue en esa época cuando comenzó a consultar a Nube y a sus cartas en busca de respuestas: no sólo Por Qué sino también Cómo; Quiénes, ella creía saberlo, pero no Dónde; y la más importante de todas: ¿volvería ella alguna vez a tener, a retener a su lado a su hija verdadera, y Cuándo? Nube, a pesar de todo su empeño, no había podido dar respuestas claras a estas preguntas, si bien aseguraba que tenían que estar, aquí o allá, en las cartas y en sus conjunciones: y entonces Sophie había empezado a estudiar ella misma las tiradas, con la esperanza de que la intensidad de su deseo le permitiera hallar las respuestas que Nube no había podido descubrir. Pero tampoco ella obtuvo ninguna, y pronto se dio por vencida y una vez más buscó refugio en el sueño.
La vida, sin embargo, es un sinfín de despertares, todos inesperados, todos sorprendentes. Y cierta tarde de noviembre, doce años atrás, de cierta siesta (¿por qué ese día?, ¿por qué esa siesta?) Sophie se había despertado de dormir: Sophie (ojos cerrados, mantas hasta la barbilla, dormida como una almohada) se despertó, o la despertaron, para siempre. Como si alguien (mientras dormía) se la hubiese hurtado, su facultad de dormir y escaparse a los breves sueños sucesivos del largo sueño, había desaparecido. Y Sophie, asustada y perdida, había tenido entonces que soñar que estaba despierta, que a su alrededor estaba el mundo, y pensar qué hacer con él. Y sólo entonces, y porque su mente insomne necesitaba tener un Interés, cualquier Interés (sin preguntas difíciles, en realidad sin ninguna pregunta), se había consagrado al estudio de las cartas, comenzando desde el principio, humildemente, bajo la tutela de Nube.
Y sin embargo, aunque nos despertemos, aunque no haya un fin de ese eterno despertar y murmurar Oh ya comprendo, en el sueño en que habitamos anidan todos los otros sueños, cada uno de aquellos de que hemos despertado. La primera pregunta difícil que Sophie hizo a las cartas no había quedado por cierto sin respuesta: se había transformado en preguntas sobre la pregunta. Había echado raíces y ramas, como un árbol, y retoñado en preguntas, y finalmente, todas las preguntas se habían convertido en una: ¿Qué árbol es éste? Y a medida que el aprendizaje de Sophie progresaba, a medida que ella mezclaba y barajaba y extendía en figuras geométricas las despuntadas y grasientas cartas decidoras, la pregunta la intrigaba y azoraba más y más, hasta que acabó por absorberla. ¿Qué árbol es éste? Y sin embargo, allá en la base, entre las raíces, a la sombra del ramaje, siempre inhallada y más inhallable a cada instante, yacía aún dormida una niña perdida.
No hay vuelta atrás
Seis de copas y cuatro de bastos, el Nudo, el Deportista. La reina de oros invertida, el Primo: la discusión con el Loco en el centro de la figura. Una Geografía: no un mapa ni un paisaje, sino una Geografía. La cabeza inclinada, bajos los ojos, Sophie buscaba la clave secreta de la figura, rastreándola con su conciencia, prestando atención sin prestarla del todo, aguzando y relajando alternativamente el oído de su mente a medida que del parloteo de las circunvoluciones de las cartas emergían, para enseguida retirarse, atisbos de frases, de palabras.
De pronto:
—Oh —murmuró, y otra vez—, oh —como quien ha recibido, repentinamente, una mala noticia. Nube la miró un momento, intrigada, y vio a Sophie pálida y demudada, los ojos agrandados por la sorpresa y la piedad; piedad por ella, Nube. Volvió a mirar la Geografía, y sí, en un instante apenas se había contraído, como esas ilusiones ópticas en las que una urna se transforma de pronto, sin razón aparente, en dos caras que se observan frente a frente. Nube estaba habituada a esas rarezas, y a ese mensaje, pero Sophie aún no, evidentemente.
—Sí —dijo con dulzura, y miró a Sophie con una sonrisa que esperaba fuese tranquilizadora—. ¿No habías visto antes esto?
—No —dijo Sophie, a la vez en respuesta a la pregunta y en repulsa de lo que acababa de ver en la imbricada gavota de las cartas—. No.
—Oh, yo sí lo he visto otras veces. —Acarició la mano de Sophie—. Sin embargo, no creo que sea necesario anunciarlo a los demás, ¿no te parece? No de momento, al menos. —Ahora Sophie lloraba en silencio, pero Nube optó por ignorarlo—. Esto es lo malo de los secretos, éste es el problema —dijo, como si el hecho le causara cierto fastidio, aunque lo que en verdad estaba haciendo era impartirle a Sophie de la única forma ahora posible la prostera lección importante acerca de la lectura de esas cartas—. Que a veces tú no quisieras saberlos. Pero una vez que los conoces, ya no hay vuelta atrás, no hay modo de desaprenderlos. Bueno. Ánimo. Son muchas las cosas que todavía puedes aprender.
—Oh, tía Nube.
—¿Qué te parece si estudiamos nuestra Geografía? —Nube cogió un cigarrillo y con intenso, voluptuoso placer aspiró el humo y lo volvió a exhalar.
El lento devenir
Nube sorteó a paso de cangrejo los escollos del mobiliario de la casa, bajó tres tramos de escaleras (la resonancia de sus bastones cambió al pasar de la madera a la piedra), y se internó en el dédalo del estudio imaginario, donde una corriente de aire dotaba al tapiz colgado en la pared de una vida fantasmal. Ahora, otra vez arriba.
Había trescientos sesenta y cinco escalones en Bosquedelinde, le había dicho su padre. Y siete chimeneas, y cincuenta y dos puertas, y cuatro pisos, y doce… ¿doce qué? De alguna cosa tenía que haber doce, él no podía haber omitido ese detalle. Bastón derecho, pie izquierdo, y un rellano donde la ojiva de una ventana proyectaba sobre la obscura madera una perla de luz invernal. Fumo había encontrado en una revista un anuncio de una especie de silla-ascensor para transportar arriba y abajo a los abuelos de la familia: hasta se inclinaba para depositar el viejo cuerpo en el piso elegido. Fumo le había explicado a Nube todas esas ventajas, pero ella no había dicho ni una sola palabra. Un objeto de cierto interés abstracto, tal vez ¿pero por qué se lo estaba mostrando a ella? Eso era lo que expresaba su silencio.
Arriba otra vez, los gualderos uniformes (exactamente veinte centímetros) empinándose peldaño tras peldaño, no obstante su corpulencia y su estatura, pese a los balaustres que la sostenían, al cielo raso artesonado que se cernía sobre su encorvado cuello. Había hecho mal, pensaba, mientras subía trabajosamente, en no prevenir a Sophie de lo que ella, Nube, sabía desde hacía mucho tiempo, de lo que en las últimas lecturas de sus cartas había llegado a ser una suerte de obbligato recurrente, un memento mori que desde luego podía aparecer en cualquier otra, en la de cualquier persona; pero en los últimos tiempos era una presencia tan constante que ella ya ni la notaba siquiera. De todos modos, ella no precisaba, a sus años, que las cartas le recordasen aquello que era obvio para cualquier persona, y con mayor razón para ella. No era ningún secreto. Ella estaba preparada y a la espera.
Aquellos de sus tesoros que no habían sido aún distribuidos, los tenía listos y etiquetados para sus destinatarios, las joyas, las pertenencias de Violet, esas cosas que de todos modos ella nunca había considerado realmente suyas. Y las cartas, naturalmente, serían de Sophie: eso era un alivio. Había traspasado a Fumo, a un Fumo renuente, la administración de la casa, las tierras y las rentas; él (¡buen muchacho, hombre escrupuloso!) quedaría a cargo y al cuidado de todo. No porque la casa no pudiese en esencia cuidar de sí misma; no se derrumbaría, no, en todo caso no antes de que el Cuento fuese contado hasta el final, y aun entonces, quién sabe… Pero no se trataba de eso, no había excusas para no cumplir con las formalidades legales, redactar testamentos, hacer enmiendas, esas cosas. De todos los miembros de la familia sólo ella, la tía Nube, recordaba aún las instrucciones de Violet: olvidar. Y ella había seguido tan escrupulosamente esas instrucciones que suponía que sus sobrinas y sobrinos, sus sobrinas y sobrinos nietos y biznietos habían en verdad olvidado, o nunca llegado a saber, aquello que debían olvidar o que no necesitaban saber. O acaso pensaran, como Llana Alice, que, Comoquiera, había escapado de ellos, lejos, fuera de su alcance, cada generación distanciándose un poco más a medida que el inexorable y lento devenir del tiempo se consumía en ascuas, las ascuas en cenizas, las cenizas en escoria fría, cada generación perdiendo el contacto más íntimo de la anterior, el acceso más fácil, la percepción más vivida, aquellos tiempos en que Auberon podía fotografiarlos o Violet merodear por sus dominios y volver con sus noticias…, ahora tan sólo el obscuro y fabuloso pasado. Y sin embargo (Nube sabía que era así) cada generación se iba acercando más y más, y si ya no buscaban ni se preocupaban por ellos, era porque sin saberlo intuían que cada día había menos diferencias entre ellos y aquellos otros.
Y que, llegado el momento, ya no buscarían nunca más un camino de acceso. Porque habrían llegado.
Con ellos, pensaba Nube, el Cuento se acabaría: con Tacey y Lily y Lucy; con la desaparecida Lila, dondequiera que estuviese, con Auberon. O con los hijos de ellos, a más tardar. Cuanto más vieja era, más se fortalecía en ella, en vez de debilitarse, esta convicción; y ésa era la señal, de las cosas que sabía, en que podía confiar.
Y qué lástima, qué maldita lástima que, después de haber vivido hasta casi cien años (a costa de tremendos esfuerzos, y no sólo de su parte) no fuera a vivir sin embargo para presenciar el final.
Un Loco y un Primo; una geografía y una muerte. No, ella no se había equivocado al pensar que cada lectura de las cartas estaba íntimamente ligada a todas las demás. Si en las cartas de George había visto una perspectiva de corredores, o en las de Auberon la muchacha de tez morena que él iba a amar y perder, ¿había alguna diferencia acaso entre esas lecturas y la búsqueda de la desaparecida Lila, o del atisbo de los obscuros meandros del Cuento, o de la lectura del destino del Vasto Mundo? Cómo podía ser que cada secreto develado encerrase otro secreto, o todos los secretos, por qué detrás de una tirada que mostraba una magna Geografía —imperios, fronteras, una batalla decisiva— debía aparecer la muerte de una mujer anciana, ella no lo sabía; quizá, posiblemente, no pudiera saberse. Algo, sin embargo, mitigaba la consternación que le causaba su ignorancia: su antigua resolución, la promesa que le hiciera a Violet de que, aun cuando lo supiera, jamás lo diría.
Miró desde lo alto la montaña de peldaños, esa montaña que trabajosamente acababa de escalar y casi no llegara a conquistar; y, debilitada, entumecida más que por la artritis por la triste comprensión, se encaminó hacia su cuarto, segura ahora de que ya no volvería a bajarlos nunca más.
A la mañana siguiente Tacey llegó a la casa, preparada para una larga visita, provista de sus labores de aguja para pasar el rato. Lily y los mellizos ya estaban allí. Lucy, cuando llegó al anochecer, no se sorprendió de encontrar allí a sus hermanas, y se instaló junto con ellas, cada cual con sus labores, dispuestas a ayudar y a velar y a esperar.
Princesa
Antes de que nadie más hubiera podido siquiera atisbar la claridad del alba a través del aire fuliginoso que flotaba sobre la Alquería del Antiguo Fuero, el gallo cantó y despertó a Sylvie. Auberon se estremeció, y siguió durmiendo. Arrimada a él, apretada contra su larga tibieza inconsciente, sentía un misterio, un misterio en su estar despierta junto al dormir de él. Lo contempló, acurrucándose en la tibieza, pensando que era extraño saberse ella despierta y él dormido, y que él no supiera ni una cosa ni otra; y pensando en eso, se volvió a dormir. Pero el gallo gritó su nombre. Se dio vuelta con cautela, para no penetrar en la frontera más fría de la orilla de la cama, y asomó la cabeza. Debería despertarlo. Era su turno del ordeñe, su último día. Pero no podía decidirse a hacer eso. Y si ella lo hiciera por él, un regalo. Imaginó su gratitud, la sopesó con el frío del amanecer, la escalera obscura, el establo húmedo y la faena. Prevaleció la gratitud, una gratitud que parecía colmarla, que ella sentía, casi, como una gratitud suya, suya hacia él.
—Oooh —dijo, recompensada por su propia generosidad, y saltó de la cama.
Profiriendo bajito terribles maldiciones, se sentó en el retrete, sin apoyar las nalgas contra el frío glacial de la taza, y luego, agachándose y girando en redondo como un chino, cazó al vuelo sus ropas y se vistió. Mientras se las abotonaba, las manos le temblaban de frío y premura.
Una vida dura, pensó con placer, mientras, calzándose los guantes marrones de jardinero, respiraba el aire fuliginoso en la escalera de incendio; una vida dura, esta vida de peón de granja. Junto a la puerta del pasillo de la cocina de George había una bolsa de desperdicios selectos para las cabras. La cargó al hombro y cruzó la enfangada huerta en dirección al apartamento que ellas ocupaban.
—Hola, buena gente —dijo.
Las cabras —Punchita y la Nuni, Blanca y Negrita, el Guapo y la Grani, y las sin nombre (George no se los había puesto nunca, y para dos o tres Sylvie no había encontrado aún la inspiración necesaria: todas, por supuesto, tenían que tener su nombre, pero no cualquier nombre)— levantaron las testas, patalearon sobre el linóleo, cagaron y empezaron a dar voces. El olor de aquel apartamento era vivificante, y Sylvie se sentía tan a gusto al respirarlo que a menudo se preguntaba si no le traería algún recuerdo de su infancia.
Midiendo con buen ojo el pienso y los desperdicios y mezclándolos en la bañera con cuidado como si se tratase de la papilla de un bebé, les preparó la pitanza; hablaba con ellas, criticando defectos y ponderando virtudes con ecuanimidad, aunque prodigando un afecto especial a la cabrita negra y más venerable, la Grani, una abuela de verdad, puro espinazo y canillas, «como una bicicleta», decía Sylvie. Cruzada de brazos, apoyada en el quicio de la puerta del baño, las observaba mascar con un movimiento lateral de las quijadas, y levantar las testas en rotación para mirarla, y volverla a bajar para concentrarse en su desayuno.
La luz del amanecer había empezado a filtrarse en el apartamento. Los flores despertaban en el empapelado, y las del linóleo, arriates descuidados y año tras año más indiscernibles bajo la mugre, por más que los barriera y fregara Brownie cada noche. Bostezó con ganas. ¿Por qué serán tan madrugadores los animales?
—Arriba y a ellos, huh —dijo—. Y siempre llegas tarde. Bobaliconas.
Pensó, mientras se preparaba para el ordeñe: mira lo que me hace hacer el amor. Y quedó un momento en suspenso, sintiendo la oleada de calor que le inundaba el corazón y los ijares, porque era la primera vez que usaba esa palabra para expresar lo que sentía por Auberon. Amor, repitió para sus adentros; y sí, el sentimiento estaba allí, y la palabra era como un sorbo de ron. Por George Ratón, su amigo del alma, y de por vida, pasara lo que pasara, para él, que la había recogido cuando no tenía ningún otro sitio adonde ir, sentía una profunda gratitud y una mezcolanza de otros sentimientos, casi todos buenos; pero no este calor, semejante a una llama con una gema en el centro. La gema era una palabra: amor. Se echó a reír. Amor. Es maravilloso estar enamorado. El amor la disfrazaba con un chaquetón tosco y guantes de hortelano, el amor la mandaba a cuidar a las cabras y a calentarse las manos bajo las axilas antes de ordeñarlas.
—Ya va, ya va, un poquito de paciencia —dijo, con dulzura, dirigiéndose a ellas y al amor disfrazado de faena—. Un poquito de paciencia, ya vamos.
Acarició las ubres de Punchita.
—Eh, tetona. Ay, mami. ¿De dónde sacaste semejantes tetas? ¿Las encontraste debajo de una mata? —Se afanaba, pensando en Auberon dormido en su cama, en George dormido en la suya; sólo ella despierta, y todo en secreto. Encontrada debajo de una mata: una criatura abandonada. Salvada de la Ciudad, albergada dentro de esos muros y puesta a trabajar. En los cuentos, esas criaturas encontradas resultan ser, a la larga, personas de alto linaje, dadas por muertas, o abandonadas por algún error; una princesa que nadie conoce. Princesa: así la llamaba siempre George. Eh, Princesa. Una princesa perdida, hechizada y despojada de sus recuerdos de princesa; una cabreriza; pero si te arrancaras de pronto las ropas sucias de la cabreriza, ahí estaría la señal, la joya, la marca de nacimiento, la sortija de plata, todo el mundo asombrado, todo el mundo contento. Los chorros rápidos de la leche resonaban contra el cubo y siseaban al subir en espuma, izquierda, derecha, izquierda, derecha, sosegándola, intrigándola. Y entrar por fin en posesión de su reino, después de todo el trabajo: agradecida por el humilde albergue, y humilde ella por haber encontrado allí el verdadero amor; y para todos vosotros, buena gente, la libertad; y el oro. Y la mano de la princesa. Apoyó la cabeza contra el flanco peludo y tibio de Punchita, y sus pensamientos se transformaron en leche, en húmeda hojarasca, cachorritos, conchas de caracoles, patas de fauno.
—Menuda princesa —dijo Punchita—. Vaya faena.
Sylvie alzó vivamente la cabeza.
—¿Qué has dicho? —preguntó, pero Punchita se limitó a volver hacia ella su larga jeta, y continuó mascando su chicle interminable.
La casa de Brownie
Fuera otra vez, en el cercado, con un jarro de leche recién ordeñada y un huevo de cascara obscura que acababa de sacarle a la gallina que tenía su nido en el sofá despanzurrado que amueblaba la sala de estar del apartamento de las cabras. Cruzó el corcovado plantío de verduras hasta un edificio en el lado opuesto, un edificio cubierto de mustias enredaderas, con altas y tristes ventanas falsas y una escalera que no subía a ninguna puerta. Por detrás y debajo de la escalera, una pequeña rampa conducía al sótano; una miscelánea de tablas rotas y listones grises claveteados en la entrada y las ventanas permitían atisbar por entre las rendijas, pero en la obscuridad no se veía nada. Al oír a Sylvie que se acercaba, varios gatos salieron en tropel, maullando a gritos, del interior del sótano, sólo unos pocos de la manada de la Alquería; George solía decir que lo que más se cultivaba en su Alquería eran «troncos», y que el ganado que mejor prosperaba era el gatuno. Un malandrín grandote y tuerto, de cabeza achatada, era el rey allá abajo: éste no se dignó aparecer, pero sí una preciosa gatita manchada, preñadísima la última vez que Sylvie la había visto. Ya no, sin embargo: esmirriada, enflaquecida, el vientre y las grandes mamas rosadas colgantes.
—Conque has tenido gatitos, ¿eh? —dijo Sylvie en tono de reproche—. ¡Y no se lo has dicho a nadie! ¡Bribona! —La acarició, vertió un poco de leche para ellos en un platillo y, agachándose, espió por entre los resquicios—. Ojalá pueda verlos —dijo—. Mininos.
Los gatos la rondaron mientras espiaba, pero todo cuanto ella alcanzó a ver fue un par de enormes ojos amarillos: ¿los del cacique? ¿O los de Brownie?
—Hola, Brownie —dijo, porque ésa era también la casa de Brownie, pese a que nadie lo había visto jamás allí. Déjalo en paz, decía siempre George, él sabe cómo arreglarse. Pero Sylvie siempre decía hola. Tapó el jarro de la leche, lleno hasta la mitad, y empujándolo apenas junto con el huevo, lo puso en el sótano, sobre una repisa—. Está bien, Brownie, ya me voy. Gracias.
Sólo una estratagema, en cierto modo, porque no se movió de allí, con la esperanza de echarle siquiera un vistazo. Otro gato salió. Pero Brownie seguía adentro. Al fin se irguió y, desperezándose, se encaminó hacia el Dormitorio Plegable. En la Alquería del Antiguo Fuero ya había amanecido, un amanecer brumoso y apacible, no tan frío después de todo. En el centro del amurallado jardín urbano, sintiéndose suavemente bendecida, se detuvo un momento. Princesa. Hmp. Pronto tendría que pensar en conseguir un trabajo, hacer algunos planes, poner su historia nuevamente en camino. Pero en ese momento, enamorada y protegida, las faenas cumplidas, sentía que no necesitaba ir a ninguna parte, ni hacer ninguna cosa más, y de todos modos su historia seguiría su curso, clara y feliz.
E interminable. Supo, por un instante, que su historia era interminable, más interminable que cualquier cuento de hadas para niños, más interminable que «Un Mundo en Otraparte» y todas sus vicisitudes. Comoquiera. Exultante, respirando con fruición las especiosas emanaciones animales y vegetales, y sonriendo, cruzó a paso vivo la Alquería.
Desde su casa, Brownie, sonriendo también él, la siguió con la mirada por entre las rendijas. Con sus largas manos, y sin hacer ningún ruido, sacó el jarro de leche y el huevo de la repisa en que Sylvie los había dejado, y los llevó al interior de su casa; bebió la leche, sorbió el huevo y bendijo a su reina con todo su corazón.
Un banquete
Con tanta prontitud como antes se había vestido, se desnudó, dejándose sólo las bragas, mientras Auberon, despertando, la observaba por entre las mantas; desnuda, trepó de prisa junto a él, lanzando grititos a medida que se zambullía en el calor, ese calor que ella merecía (pensaba) más que nadie en el mundo, ese calor del que siempre debería disfrutar. Auberon se apartaba, riendo, de sus manos y sus pies fríos que lo buscaban, que buscaban su carne desvalida, blanda aún de sueño, pero al fin se rindió. Arrullando como una paloma, Sylvie hundió la helada nariz en el hueco de su cuello, para calentársela, mientras las manos de Auberon asían el elástico de sus bragas.
En Bosquedelinde, Sophie puso una carta sobre otra, caballo de bastos y reina de copas.
Más tarde dijo Sylvie:
—¿Tú tienes pensamientos?
—¿Hum? —dijo Auberon. Desnudo bajo su gabán, estaba preparando la hoguera en la chimenea.
—Pensamientos —dijo Sylvie—. Durante entonces. Yo sí, a montones, es casi como un cuento.
Auberon entendió a qué se refería, y se echó a reír.
—Oh, pensamientos —dijo—. Entonces. Claro. Descabellados. —Tenía prisa por ver el fuego encendido, echándole despreocupadamente casi toda la leña que quedaba en el cajón. Quería que hiciera calor en el Dormitorio Plegable, calor suficiente para atraer a Sylvie fuera del abrigo de las mantas. Quería verla.
—Como ahora —dijo ella—. Esta vez. Yo me dejé ir.
—Sí —dijo Auberon, porque también él se había dejado ir.
—Niños —dijo Sylvie—. Bebés, o cachorritos. De todos los tamaños y colores.
—Sí —dijo Auberon. También él los había visto—. Lila —dijo.
—¿Quién?
Él se sonrojó y atizó el fuego con un palo de golf que para ese fin guardaban en la habitación.
—Una amiga —dijo—. Una chiquilla. Una amiga imaginaria.
Sylvie, ausente aún, todavía no del todo de regreso de sus andanzas, no respondió nada. De pronto:
—Di otra vez, ¿quién?
Auberon explicó.
En Bosquedelinde, Sophie dio vuelta un arcano, el Nudo. Estaba preguntando, sin haber decidido preguntar, pero una vez más preguntando, por una hija perdida de George Ratón y por su destino, mas no encontraba la respuesta que buscaba. Encontró, en cambio, y cuanto más buscaba más la seguía encontrando, a otra niña, ésta no perdida: ahora no perdida sino buscando. Y muy cerca de ella los reyes y las reinas marchaban fila sobre fila, recitando cada cual su mensaje: Yo soy la Esperanza, Yo soy el Remordimiento, Yo soy la Indolencia, Yo soy el Inesperado Amor. Armados y montados en sus cabalgaduras, amenazantes y solemnes, proseguían su marcha a través del misterioso bosque de los arcanos; pero separada de ellos, sólo por Sophie vislumbrada, avanzando radiante en medio de obscuros peligros, una princesa que ninguno de ellos conocía. Mas, ¿dónde estaba Lila? Abrió la última carta: era el Banquete.
—Y entonces, ¿qué le pasó? —preguntó Sylvie. Las llamas crepitaban, la habitación empezaba a caldearse.
—Sólo lo que te he contado —dijo Auberon, abriendo los faldones de su gabán para calentarse las nalgas—. Nunca más la volví a ver después de ese día, en el picnic…
—A ésa no —dijo Sylvie—. No a la imaginaria. A la real. A la recién nacida.
—Oh. —Como si desde que llegara a la Ciudad hubiera dejado a sus espaldas varios siglos, tan sólo recordar Bosquedelinde era todo un esfuerzo; pero rastrear en las memorias de su infancia era desenterrar Troya—. Es que no lo sé, de verdad. Quiero decir que no creo que nunca me hayan contado toda la historia.
—Bueno, pero ¿qué sucedió? ¿Se murió, quiero decir?
—No, no lo creo —dijo Auberon, horrorizado ante esa posibilidad. Por un momento, vio toda la historia a través de los ojos de Sylvie, y parecía grotesca. ¿Cómo pudo su familia haber perdido a un bebé? O, si no lo habían perdido, si la explicación era simple (adopción, muerte inclusive), ¿cómo, entonces, podía ser que él no lo supiera? En la historia familiar de Sylvie había unos cuantos bebés perdidos, en asilos o entregados en adopción; y todos recordados, sí, todos llorados. Si en aquel momento él hubiera sido capaz de alguna emoción que no estuviera dirigida a Sylvie y a los planes inmediatos que tenía para con ella, le habría enfurecido su ignorancia. En fin, qué importaba ahora todo eso—. No importa —dijo, contento de saber que no le importaba—. No, ya no me importa un bledo.
Ella bostezó con ganas, tratando al mismo tiempo de hablar, y le dio risa.
—Entonces, ¿no piensas volver?
—No.
—¿Ni siquiera después que encuentres tu fortuna?
Él no dijo que ya la había encontrado, aunque era la verdad; lo había sabido desde el momento mismo en que se convirtieron en amantes. Convertirse en amantes: como por un sortilegio, como las ranas que se convertían en príncipes.
—¿Tú no quieres que vuelva? —preguntó, mientras se desembarazaba de su gabán y subía a la cama.
—Te seguiría —dijo ella—. Sí, te seguiría.
—¿Calentita? —dijo él, tirando hacia abajo el edredón que la cubría.
—Hey —dijo ella—. Ay, qué grande.
—Calentita —dijo él, y tomó entre sus labios el cuello y los hombros que había ido destapando y los sorbió y los mordisqueó como un caníbal. Carne. Pero viva, toda viva.
—Me estoy derritiendo —dijo ella.
Él la envolvió, entrelazándola, como si su cuerpo largo pudiera engullirla. De un solo bocado, pero infinito. Y se dispuso a dar cuenta de su desnudez: un banquete.
—Es más —dijo ella—, me estoy asando. —Y así era, porque el calor que sentía, el calor que la embargaba, profundo como era, se ahondaba sin cesar, embellecido por la gema incandescente que latía en su seno.
Maravillada, lo contempló con gratitud; lo contempló mientras él la devoraba, mientras la atraía sin cesar hacia su corazón vacío. Después, se dejó ir, y él también, ambos, una vez más, hacia el mismo reino (más tarde hablarían, compararían los sitios en que habían estado, para descubrir que eran los mismos); un reino al cual era Lila —o eso imaginaba Auberon— quien los conducía: emparejados, sin caminar y no obstante yéndose, dejándose llevar por los senderos vertebrados de malezas de una comarca sin fin, por los desvíos y meandros de una larga, larguísima historia, un y-entonces de nunca acabar, hacia un paraje semejante a aquel que Sophie, en Bosquedelinde, veía en el obscuro grabado del arcano llamado el Banquete: una larga mesa ataviada con un mantel recién plegado, con absurdas patas de grifo que pisoteaban las flores bajo los árboles retorcidos y nudosos, la alta compotera desbordante, los candelabros simétricos, todo dispuesto para los numerosos comensales, todo vacío.