CAPÍTULO 4

Sahagún. 1214

D

on Rodrigo estaba asombrado de la lúcida inteligencia con que Berenguela encaraba el problema, veía que era un ser superior y por eso le infundía mucho respeto.

—Esto que habéis razonado así de corrido tan cuerdamente, ¿se os ha ocurrido ahora?

—Lo venía barruntando al contemplar la ola de tristeza que se ha abatido sobre mi padre desde que murió mi hermano Fernando, el heredero. Esta reflexión me volvió a la cabeza cuando me dijisteis ayer que el Portugués había regresado con todos los honores a la corte de su padre.

—Los caminos del Señor son inescrutables y a nosotros, que somos sus criaturas, solo nos queda hacer su santa voluntad. ¿Pero cuál es su santa voluntad? —se preguntó el arzobispo en voz alta.

—En el negocio que nos afecta tenemos que hacer caso a Aristóteles y obedecer lo que dicen las bulas del papa referidas a la cruzada. Vos, que le conocéis mejor que yo y gozáis de su amistad y confianza, sabéis con qué saña combate a los herejes de Tolosa.

—Me hago una composición de lugar, majestad —le dijo monseñor, mirándole fijamente a los ojos—. Ahora que habéis confesado conmigo vuestras zozobras y temores, debéis recobrar la tranquilidad y el sosiego con un sueño reparador. Mañana debéis emplazar a vuestro antiguo esposo al juramento y homenaje de sus notables a vuestro hijo Fernando.

Reinaba un silencio absoluto en el convento. Berenguela se había quedado pasmada mirando fijamente al crucifijo que centelleaba en el pecho del arzobispo mientras este, con voz cálida y persuasiva, desgranaba pausadamente sus consejos como si de una salmodia se tratara. Las palabras confesado, sosiego, zozobra, confesado, sosiego, zozobra, repetidas una y otra vez, rodaban por su cabeza como las ruedas de una rueca movidas rítmicamente proporcionándole una beatífica tranquilidad. Cuando, finalmente, don Rodrigo le dio a besar el crucifijo que balanceaba colgado en una cadena de plata, todos sus temores desaparecieron como el humo de la chimenea se pierde en el cielo, al igual que los jirones de niebla se deshilachan cuando el sol se pone a la tarea.

Berenguela volvió a la cama y se durmió con la beatitud de un niño de pecho mecido por su madre hasta bien entrada la mañana. Pero mientras soñaba con un ángel que blandía una espada de fuego, la despertaron los golpes que le parecieron las palpitaciones de su propio corazón en el pecho.

En la puerta del aposento estaba su hermana Leonor, la infanta que todavía estaba por casar, que, alarmada por la tardanza de Berenguela en acudir junto a sus padres, que estaban enfermos, llamaba con fuerza a la puerta desde hacía un rato tratando de despertarla.

—¿Pasa algo malo, Berenguela? ¡Qué cara tienes!

—Me has asustado con tus golpes y al verte me acabo de acordar de nuestra hermana Blanca —mintió—. Recordarás que en su última carta nos dijo que entre abril y mayo saldría de cuentas y alumbraría al heredero de la corona de Francia. Ya sabes que las primerizas corren peligro.

—Si hablamos de alumbramientos, soy yo la que tendría que estar triste —exclamó Leonor apesadumbrada—. Ya me gustaría a mí ser ahora primeriza. Los años pasan deprisa y no tengo matrimonio a la vista. Tú todavía eres la reina de León porque Alfonso no ha vuelto a contraer matrimonio. Blanca es reina de Francia; Urraca, reina de Portugal. Nuestros padres han arreglado tan bien vuestros matrimonios que han terminado por olvidarse del mío y no parece que busquen uno tan apropiado como el vuestro.

—¡Ay, Leonor, Leonor! Un buen matrimonio es un buen sueño casi siempre y una mala experiencia las más de las veces, porque a las mujeres nos toca sufrir mucho y callar más todavía. Y no hablo solo de los achaques y riesgos que conlleva el parto. Lo digo sobre todo por el devenir de los hijos que demasiadas veces ni siquiera llegan a florecer y, si lo hacen, no llegan a conseguir nuestros propósitos ni los suyos porque los trunca la vida o se lo impiden las circunstancias. Buenos ejemplos tenemos de ello en la familia —dijo Berenguela, pensando en su hermano Fernando.

—Buenos ánimos me das.

—Ten confianza, hermana, que matrimonio y mortaja del cielo baja. Estoy segura de que tarde o temprano encontraremos para ti un esposo conveniente.


El temporal no amainaba en Carrión y, aunque había mejorado la salud de los reyes de Castilla, no procedía ponerse en camino hacia Sahagún. A pesar de ello, Berenguela decidió adelantarse a la comitiva para preparar los aposentos más apropiados para sus padres. Ella sabía que andaban más necesitados del reposo de sus cuerpos que de enojos protocolarios, por eso se puso en camino aprovechando que los dos frailes de Sahagún también querían regresar cuanto antes.

A lo largo de aquel viaje a través de los verdes campos de cereales, que, festoneados de choperas, tapizaban las monótonas e interminables ondulaciones y tenían como fondo las nevadas montañas que miraban al mar por el otro costado, Berenguela iba cruzando villas y villorrios de su dote y propiedad cuyos castillos le recordaban a su paso sus encuentros con Alfonso, distrayéndola de su preocupación, que no era otra que buscar una salida al atolladero en el que se encontraban.

Transitar por el Camino de Santiago como si fueran peregrinos iguala a los viajeros. Esta circunstancia permitió a Berenguela, lo mismo que hizo Jesús con los que iban a Emaús, acercarse a los frailes de Sahagún con toda naturalidad para platicar con ellos y, con el pretexto de curiosear sobre la vida monástica, obtener alguna información de provecho.

—Gran influencia y poder tiene el monasterio de Cluny en todo el orbe cristiano. ¿No es cierto, hermanos?

—Es tanta la grandeza de nuestra casa madre que nuestros hermanos de Cluny han sido capaces de dar alojamiento al papa, con su séquito de doce cardenales y doce obispos con sus respectivos cortejos; al rey de Francia con toda su corte, la de su hermano y su madre, sin tener que prescindir ellos de ningún edificio o dependencia necesario para su ordenada vida monástica —exclamó muy ufano el más joven de los frailes.

—Para todos los hermanos que están esperando vuestra llegada a nuestro monasterio de San Facundo y San Primitivo de Sahagún, es todo un honor hospedar a las familias reales de ambos reinos. Vuestros padres son nuestros mejores benefactores al otorgarnos con mucha frecuencia generosas donaciones. Necesitamos permanentemente la protección real, porque al ser de abadengo los pobladores de la villa, para no pechar lo que les corresponde provocan motines tan graves que solo los reyes pueden sofocar —explicó el anciano fraile.

—Supongo que actualmente reina la paz en el monasterio —aventuró Berenguela.

Aunque el más viejo de los religiosos, que era el boticario, por prudencia, guardó silencio, el cillero, que era muy joven, bastante vehemente y por tanto más osado, tomó la palabra de inmediato.

—Nuestro monasterio anda revuelto porque desde hace un año tenemos como abad a don Miguel Grajal. Su elección, aunque canónica, no fue a gusto de todos y ha dividido a la comunidad en dos facciones irreconciliables.

—Don Miguel Grajal es monje muy virtuoso y arreglado, amante de la paz, la virtud y la justicia —replicó el boticario apresuradamente, lanzando una mirada de advertencia a su lenguaraz compañero.

—No es esa la opinión de una buena parte de la comunidad, padre Anselmo. Es manifiesto que vende los cargos y los servicios espirituales al mejor postor. Si Dios no lo remedia pronto, este pleito terminará alborotando a todo el pueblo y dirimiéndose en Roma ante el pontífice.

Berenguela no osaba intervenir, esperando a ver en qué paraba aquella disputa.

—Don Miguel no es perfecto del todo —explicó el anciano boticario—, pero es el abad y lo hemos elegido entre todos, aunque a algunos no les plazca el resultado. Mi experiencia me dice que en este mundo no hay comunidad en la que no se entrometa algún maledicente, vicioso o envidioso; pero es locura y temeridad cargar sobre toda la comunidad el defecto de uno o de pocos partícipes de ella, que son precisamente los que, en este caso, han envenenado la convivencia.

—La división de los reinos y la agitación de los burgueses de Sahagún han envenenado la convivencia, pero peor todavía es que se envenene a las personas —exclamó el joven monje, dando un vuelco inesperado a la conversación—. Antes de elegir al abad Miguel tendríamos que haber sabido quién envenenó al anterior abad.

—¡Gran pecado es la calumnia! —exclamó fray Anselmo, irritado—. Lo que decís sin fundamento, hermano, son habladurías de frailes chismosos que quieren ocultar sus vicios y pecados sembrando infundios y cuchicheando falsedades. Rumores, solo rumores propios de una juventud osada y ociosa que busca al abrigo de los muros de los monasterios la seguridad, el pan y el poder que no halla en el mundo. Los asuntos de tanta gravedad y trascendencia deben dirimirse en la sala capitular. Como bien sabéis vos y todo el mundo, el abad Guillermo se fue consumiendo poco a poco como una vela. Murió de puro viejo en olor de santidad.

—Con todos los respetos, padre Anselmo, aunque algunos vengan a nuestro convento por el pan y la seguridad, no se puede decir lo mismo de todos los hermanos —dijo el cillero, volviéndose hacia la reina—. Podéis estar segura, majestad, de que, a pesar de la presente discordia, la mayoría de los padres solo busca la salvación de su alma, la paz entre los reinos y la derrota de los infieles. En mi humilde opinión, solo a Dios compete juzgar si la vocación de cada hermano es sincera y su fe, inquebrantable.

—Compruebo desolada, hermanos, que mi curiosidad ha sido contraproducente porque ha sembrado la discordia en vuestros corazones —interrumpió Berenguela—. Lamento mucho haber estado en el origen de esta disputa.

Aprovechando que el anciano hermano se separó de ellos para hablar con los muleros, Berenguela se dirigió al joven fraile, que estaba encantado de que la reina le escuchara con mucha atención e interés.

—A pesar de vuestra juventud, habéis hablado con mucha sabiduría. Me gustaría conocer vuestro nombre y vuestra procedencia.

—Es un honor para mí el halago que hacéis a este humilde servidor de vuestra majestad. Mi nombre es Guillermo, el mismo que tenía nuestro anterior abad, y procedo del convento de San Juan de Burgos.

—Tengo las mejores referencias de ese lugar.

—Si vuestra majestad así lo dispone, nada me gustaría más que regresar a mi tierra burgalesa para una tarea tan noble como la que realizan nuestros hermanos de San Juan.

—Precisamente en este convento ha quedado vacante el cargo de prior. A pesar de vuestra juventud, sería muy conveniente para nosotros teneros cerca del hospital del rey del monasterio de Las Huelgas.

—Aceptaría gustoso solo por estar a vuestro servicio y cerca de mi familia. Su majestad tendría en mi humilde persona el más fiel de todos sus servidores.