CAPÍTULO 12
Burgos. 1215
ada más recibir aquella misiva de doña Berenguela, que no esperaba y era la primera que ella le escribía de su puño y letra, honor que solo reservaba para su familia, el arzobispo, en un gesto muy suyo, se llevó las manos al pecho y apretó aquel tesoro contra su corazón. Después de besar la carta repetidas veces, la abrió temeroso de que las letras salieran volando como mariposas negras y se perdieran en el aire para siempre, por ser portadoras de una desgracia irreparable. Pero al ver que nada de esto había ocurrido, porque no se había añadido ningún eslabón más a la cadena de muertes habidas durante los meses precedentes, procedió a su relectura porque le había llamado la atención la palabra «bienamado».
Aquella dichosa palabra le trajo a la memoria la enorme turbación que le produjo la confesión de los pecados de incesto y perjurio de Berenguela en los castillos y los celos a posteriori que desencadenaron. Pero halagado y a la vez sorprendido por este calificativo, procedió a oler y leer la misiva despacio y entre líneas para saborear su contenido y descifrar su significado hablando consigo mismo en voz alta en la soledad de su aposento de Letrán.
—No te confundas ni te engañes a ti mismo, Rodrigo, y mucho menos te hagas ilusiones sobre el significado. El encabezamiento dice bienamado hermano. No dice bien y después amado. Léelo de corrido y fíjate en lo que sigue: bienamado en Nuestro Señor. Lo de amadísimo es un formulismo. Recuerda la Epístola de San Pedro cuando dice: «Amadísimos, esta es la segunda carta que os escribo. Mi propósito es excitar con mis exhortaciones vuestra sana inteligencia». Pues aplícate el cuento. Ella, al igual que San Pedro, no quiere excitar tus insanas pasiones, sino exhortar tu sana inteligencia.
»Pero lo de solicitar permiso al papa Inocencio y escaparse del concilio para socorrer a Berenguela, ¡a Berenguela precisamente! ¡Ni se te ocurra! Lo que urge ahora es contestarle a la señora de inmediato, pidiéndole mucha prudencia, sobre todo en lo que atañe a los negocios del reino, y que envíe cuanto antes a sus hijos Fernando y Alfonso a la corte de León, con el mandato de que frenen las pretensiones de su padre. Que se apresure, no vaya a ser que por la preocupación de salvar la regencia de Castilla descuide los derechos de su hijo Fernando a la corona de León que legítimamente le pertenece.
En Burgos, Berenguela sabía que aquellas Cortes no eran las habituales. Se notaba en el ambiente que el aire estaba enrarecido. Los tres hermanos Lara estaban tranquilos y se mostraban discretos, pero algunos de los nobles más cercanos a Berenguela, como los Meneses de Palencia, y los Haro y los Cameros de La Rioja, andaban inquietos porque había mucha agitación y revuelo entre los representantes venidos de Ávila y otras importantes localidades situadas al sur del río Duero, que era donde los Lara tenían más partidarios.
Pasados los encendidos elogios y los lamentos por el fallecimiento de don Alfonso y doña Leonor y las posteriores presentaciones de las delegaciones y los saludos protocolarios, comenzaron las intervenciones, que, quizás por la ausencia de los reyes Alfonso y Leonor y de los obispos, se desarrollaban en un tono más desordenado y encendido de lo que era habitual en Cortes anteriores. Curiosamente, en todas ellas se interpelaba a la reina Berenguela directamente.
—Señora, en este consejo no seremos los concejales del otro lado del Duero quienes digamos que hay que entregar esos castillos para tener la paz con el rey de León. Quienes digan que hay que darle esas fortalezas porque nuestro rey es niño y no puede defenderos deberán ser tenidos por traidores —dijo el primer orador.
«Bien empezamos —pensó Berenguela—. ¿Se refieren a Enrique o me señalan a mí?».
—Señora, los que dicen que no podemos sostener una guerra, porque el rey es niño, no representan a nadie, porque él tiene muy buenos vasallos para aconsejarle y defender la tierra que le dejó su padre. Que no hay rey en el mundo que tenga mejores y más leales súbditos que nosotros —añadió un segundo interviniente.
«Ya veo adónde quieren ir a parar estos caballeros con semejantes advertencias. “Los mejores y más leales”, ¿leales a quién? No me gusta nada el camino que llevan», se dijo Berenguela, que había accedido a regañadientes a convocar aquel consejo después de las reiteradas peticiones de nobles y representantes de villas y ciudades.
—Señora, sabéis que las milicias concejiles de Ávila guardamos a vuestro padre cuando era mancebo y defendimos y conquistamos castillos durante su glorioso reinado. Todos los que nos deis ahora, aunque sean muchos, los defenderemos cumplidamente.
«Es lo que yo me temía. Hablan y hablan uno tras otro y, si cierro los ojos, me parece escuchar siempre al mismo sujeto. Se nota a la legua que están confabulados. Todos van por la misma vereda trillada dando a entender que un rey niño es incapaz de defender su reino y una regente mujer mucho menos», seguía elucubrando, alarmada, Berenguela al comprobar que, tal y como ella se temía, aquellas Cortes eran una verdadera encerrona de los ambiciosos hermanos Lara y sus aliados, que pensaban que la reina se había echado en brazos de los obispos.
—Señora, después de estos años de malas cosechas, inundaciones, sequías y calamidades sin cuento, que, añadidas a la guerra contra los infieles, dejaron las arcas del reino vacías, no estamos en condiciones de sufragar un ejército que nos defienda. Necesitamos la paz con el reino del León y mantener las treguas con nuestros enemigos de África para permitir a nuestros vasallos que repongan sus ganados, siembren sus cosechas y planten nuevos frutales y viñedos. Tenéis que entender que es una gran tentación para nuestros enemigos que el rey sea un niño y el regente sea una mujer.
«Acabáramos. Ya soltaron lo que querían y traían bien preparado. De eso se trataba… ¡Cuánto rodeo han tenido que dar para llegar a donde querían desde el principio!». Berenguela, tras este pensamiento, disimulando su enojo, respondió, hablando pausada y persuasivamente:
—¡Podéis estar tranquilos, caballeros! Sabéis todos que he tenido por guía y ejemplo a mi padre, el mejor maestro del mundo, el gran rey don Alfonso el Noble, de imperecedera memoria, al que tanto debemos todos. Él me nombró por dos veces heredera de su reino. Soy la reina de León y por ello estoy al corriente de los asuntos del gobierno, tanto por experiencia propia como ajena. Quizá algunos no sepáis que durante los preparativos y el desarrollo de la batalla de Las Navas me ocupé de la intendencia de nuestros ejércitos y de ejércitos venidos de otros reinos, y junto con los mejores servidores de mi padre me encargué de que, a pesar de las penurias que sufríamos entonces, no les faltara de nada a nuestros soldados, entre los que os encontrabais muchos de los aquí presentes y, al principio, a los cruzados que llegando de allende nuestras fronteras. ¿Qué tiene de malo que gobierne una mujer? ¿Es que acaso soy extranjera en mi tierra y desconozco su gobierno, su religión y sus costumbres?
—No es por menospreciaros, señora, pero lo mejor para evitar ataques de nuestros enemigos sería que la regencia descansara sobre algún noble guerrero que haya prestado impagables servicios a Castilla y haya gozado de la confianza de vuestro nobilísimo padre, el gran rey don Alfonso. Y como conviene que el rey conozca las ciudades, los castillos y los asuntos del reino, parece deseable que la regencia y la tutoría recaigan sobre una misma persona. De este modo, habría una sola voluntad y un solo corazón.
Tal como lo habían preparado los hermanos Lara con lisonjas y promesas, la mayor parte de los nobles y caballeros consintió en que don Álvaro fuera tutor del rey y llevara los asuntos del reino.
Sabiendo que García Lorenzo, haciendo dejación de su obligación de ayo nutricio y educador del niño, había dejado a este en manos de don Álvaro, ¿qué otra cosa podía hacer Berenguela que rendirse a la evidencia de lo precario de su situación? Sabía que era mejor ceder momentáneamente y negociar, esperando tiempos mejores cuando regresaran los obispos, que encastillarse en una posición indefendible en medio de aquel conciliábulo de guerreros, burgueses y villanos confabulados con los hermanos Lara para sustraerse a su gobierno.
—Puedo admitir que sea como decís, pero solo daré mi asentimiento si se aceptan estas tres condiciones: que mía será la última palabra y por ello tengo derecho a veto sobre los asuntos que considere fundamentales para el bien del reino y de nuestros súbditos; que no se hará nada de importancia sin mi conocimiento ni pondrá nuevos tributos sin una autorización expresa y que nadie declarará la guerra o firmará treguas sin mi consentimiento. Y nadie cambiará los actuales gobiernos ni efectuará donaciones de importancia en contra de mi voluntad. Para que quede claro, no habrá nombramientos de nobles ni remociones de cargos próximos al rey y estos quedarán tal y como los dejó mi padre, hasta que mi hermano Enrique sea mayor de edad y gobierne por sí mismo. Para conseguir que yo consienta en lo que me pedís, tenéis que jurar solemnemente que cumpliréis fielmente mis condiciones.
Don Álvaro juró ante la cruz y los Evangelios que todo se haría como decía doña Berenguela y añadió que, si no cumplía lo estipulado, lo tomaran por perjuro con todas sus consecuencias.
Tan pronto como obtuvieron la regencia, los hermanos Lara se apoderaron del tesoro real quitando el cargo de mayordomo a don Gonzalo Ruiz Girón para que lo tuviera Fernando Núñez de Lara. No contentos con esto, don Álvaro, que seguía siendo alférez del rey, envió mensajeros a la reina con una carta del rey Enrique para exigirle la entrega inmediata de los castillos de Burgos, San Esteban de Gormaz, Curiel, Valladolid e Hita y también los puertos de la mar. Aquel golpe de mano significaba desposeerla de muchos lugares estratégicos que eran suyos por herencia y donde se habían hecho fuertes sus partidarios.
Cuando Berenguela leyó la carta de su hermano, se llenó de tristeza. Le respondió a través de un mensajero de confianza que le daría los castillos y lo demás que él le mandase como hermano y señor suyo que era. Pero que solamente lo haría cuando se entrevistaran a solas.
El rey —que odiaba y temía a su alférez, y recordaba todos los días el consejo postrero de su madre: «Pase lo que pase, haz siempre lo que te diga tu hermana Berenguela»— respondió que sentía lo de la carta anterior y que se iría con ella de inmediato si conseguía distraer la atención de sus guardianes.
Vista la voluntad de su hermano de regresar junto a ella, Berenguela envió a don Rodrigo Valverde, hermano de un fiel servidor suyo bien conocido del rey niño, para que sacara a este de las manos de los hermanos Lara, que le tenían confinado en el castillo de Maqueda. Para desgracia del mensajero, que fue descubierto por los soldados de don Álvaro, después de acusarle de intentar envenenar al rey, le dieron muerte en la horca.