CAPÍTULO 29
1222. Carrión. Compostela.
l infante Alfonso regresó a toda prisa a Carrión intentando pasar desapercibido. Después de comprobar que su hermano Fernando seguía en el monasterio de San Zoilo, bajo los cuidados de don Arnaldo y la mirada atenta de su madre, fue a visitar a su cuñada Beatriz de Suabia, que se entretenía con sus hijos Alfonso y Fadrique.
Le sorprendió que les hablara en un rudimentario castellano y solo en alemán cuando los reprendía.
Al ver que estaba llena de alegría y vitalidad, dedujo que lo de su hermano no debía de ser tan grave. De inmediato entablaron conversación mitad por señas mitad mediante el torpe castellano que ella había aprendido en esos cinco años.
Beatriz observó que su cuñado también hacía más caso a Fadrique que al heredero.
—Son muy diferentes ellos.
—Salta a la vista. Fadrique es alto y rubio y Alfonso, moreno.
—Friedrich muy pequeño anda, pero todavía no salta a la vista. Alfonso no quieto nunca. Como padre. Alfonso no quiere madre, quiere abuela. Friedrich no quiere abuela, quiere madre. Alfonso no quiere Friedrich, quiere solo.
—Eso será porque Alfonso tiene celos del pequeño y pega a Fadrique.
—Alfonso no quiere hermanos, quiere solo.
—Cosas de niños. Siempre ha habido envidias entre los hermanos.
—¿Has visto madre tuya?
—Ni a mi madre ni a mi hermano. He venido a verte a ti. Ellos ya se ocupan la una del otro.
—Siempre hablas de broma. A mí gusta mucho no serio.
—Te veo contenta. Se ve que el rey está mejor.
—Está no peor, que es mejor.
—Voy volando a verle.
—Lleva Alfonso con abuela. Serán contentos y también Friedrich.
—Dame la mano, heredero, y vamos con la abuela, que seguro que te está echando de menos.
—¡Vaya! Mira por dónde aparecen juntos los dos Alfonsos. Mi niño grande y la niña de mis ojos… —exclamó la reina Berenguela, que salió corriendo para coger en sus brazos al pequeño heredero—. A saber de dónde vienes, bribonazo, que llevo dos días sin verte el pelo.
A Alfonso le dio un vuelco el corazón al pensar que ella sospechaba el motivo de su ausencia, pero se quedó más tranquilo cuando su madre dejó de prestarle atención y se puso a jugar con el nieto.
—Vengo de visitar a mi cuñada y de jugar con mis sobrinos. Como la he encontrado alegre y tranquila, deduzco que el rey mi hermano está fuera de peligro.
—Aún es pronto para cantar victoria, hijo mío, porque nadie está libre de tener una recaída. Recemos para que esto no ocurra. No está peor, que es como decir que está mejor… Por cierto, ¿qué tal está tu padre? Porque muy enfermo tiene que estar para reclamarte a su lado. Lleva muchos años ignorándote por completo, así que algo grave debe ocurrirle esta vez, para llamarte con urgencia.
No podía negar la evidencia porque, como siempre ocurría, su madre estaba al corriente de todo. «Mira que es lista mi madre y cada año que pasa es más lista y más astuta. A ver cómo salgo de esta».
—¿Te ha pedido tu padre que acudas a socorrerle pensando que Fernando no saldría de esta? ¿Verdad? No hace falta que me digas nada porque lo sé todo. Conozco tan bien a tu padre como te conozco a ti. A ti porque te he parido y a él porque le he querido y le he sufrido. No te imaginas cuánto. Pero es un hombre imposible que siempre quiere lo uno y lo contrario y no se entiende ni a sí mismo. Yo le entendí a la primera. Siempre venía a mis brazos como un corderillo después de cada uno de sus engaños, que eran constantes. El hombre no podía remediarlo. El papa Inocencio decía que era un simple y yo digo lo contrario. De puro enrevesado es transparente como un arroyo recién nacido. Acaba de ofrecerte el reino de León y tú no has sabido qué responderle porque quiere el reino para él hasta después de su muerte. Por eso te lo promete para cuando ya no le pertenezca. No le has sacado de dudas porque sabes que Fernando saldrá de esta como ha salido de otras, porque Dios lo quiere y reserva a tu hermano para una gran causa. Eso que no consiguen otros reyes cristianos en las cruzadas por sus pecados lo logrará tu hermano con sus virtudes porque es grato a Nuestro Señor, y tú lo sabes.
—Madre mía —dijo Alfonso, buscando una salida—. Solo he cumplido el precepto salomónico. He escuchado la instrucción de mi padre, por eso he acudido presto a su llamada, pero no rechazo el consejo de mi madre, y por eso estoy siempre a su lado.
—Tu sitio está ahora al lado de tu hermano, pero en ningún modo le digas que has estado con vuestro padre. No creo que te pregunte por dónde has andado, y si lo hace, invéntate cualquier cosa, que para eso te das mucha maña.
Cuando llegó al aposento donde reposaba su hermano el rey don Fernando, le encontró profundamente dormido y, aunque se quedó un rato velando su sueño, no osó despertarle. Por la ventana le llegaba nítida la voz juvenil de su madre cantando al heredero de la corona de Castilla una cantiga que podría ir dirigida tanto al rey de León como ser un aviso para él mismo.
Santa María, estrella del día,
muéstranos la vía para Dios y guíanos.
Porque haces ver a los errados
que se perdieron por sus pecados
y entender cuán culpables
son; mas por ti son perdonados
de la osadía
que les hacía
hacer locuras
que no deberían.
«Qué sabia es mi madre y qué buen consejo me ha dado mi padre cuando me decía: “¡Ay de ti como te agarre de este modo el amor de una mujer! Y no te digo nada si esa mujer es un ser superior que encuentra argumentos para todo”».
Con el beneplácito de su madre, pasados unos días de descanso, y con la disculpa de agradecer al apóstol la curación de su hermano Fernando, y de confirmar que don Pedro Muñiz el Nigromante, aunque ya era muy viejo, seguía vivo y todavía ejercía de arzobispo en Compostela, Alfonso se sumó a un grupo de peregrinos que se dirigían hacia el poniente cantando alegremente.
Lo primero que hizo nada más llegar a la basílica de Compostela fue acercarse al Pórtico de la Gloria, que por culpa de la lluvia le pareció mucho más oscuro y pequeño de como lo recordaba de niño, al igual que le ocurrió con el arzobispo don Pedro Muñiz el Nigromante, que se asemejaba a un viejo árbol cargado de tantos años como ramas era capaz de soportar sobre sus encorvadas espaldas. Aunque menguante en estatura, estaba crecido en sabiduría y perspicacia, porque tan pronto como divisó al infante perdido entre la multitud que se acercaba para postrarse ante el apóstol, mandó a un diácono en su busca para que le llevaran a su presencia.
—El hijo del rey que finalizó esta catedral, por muy humilde que se quiera mostrar y por grandes que sean las dudas que tiene que resolver, tiene derecho preferente a visitar la tumba del señor Santiago y demandarle las mercedes que espera recibir de su mano milagrosa —exclamó don Pedro, dando un fraternal abrazo al sorprendido infante, que no encontraba el modo de soltarse del efusivo prelado.
—Hagámoslo cuanto antes, porque la mayor merced que espero recibir es la curación de mi hermano Fernando, que adolece de mala salud y está postrado en Carrión.
Después de arrodillarse unos instantes ante el sepulcro porque se impacientaban los peregrinos que esperaban su turno, regresó a la conversación con el arzobispo.
—Que no os confunda mi deterioro físico porque, si no estáis muy cansado del camino, estoy presto a emprender con su alteza otro viaje portentoso para preparar entre ambos el retorno de las campanas de bronce, porque, aunque yo no contemplaré ese grandioso prodigio, siento que se acerca la hora en que se realizará el gran milagro de la resurrección de las campanadas en las torres de esta basílica.
—¿Cómo hicisteis el prodigio, monseñor? Porque tanto el rey mi hermano como yo recordamos aquel episodio como uno de los mayores milagros del apóstol santo.
—Más que milagro fue premonición que solo pudieron disfrutar en aquel momento los limpios de corazón.
Sin apercibirse de ello, el infante se encontró de pronto delante de la tumba de su abuelo el rey don Fernando.
Alfonso no necesitaba ir más lejos para sincerarse con don Pedro:
—Desde que mi tatarabuelo el Emperador dividió el reino entre sus hijos en el Concilio de Valladolid, hace tres cuartos de siglo, a pesar de las treguas sucesivas, el conflicto entre los reinos de León y de Castilla sigue latente incumpliendo lo acordado en diversos tratados, entre ellos, según tengo entendido, el que vos mismo firmasteis y rubricasteis con muchos otros nobles y obispos, en Cabreros, cuando erais obispo de León. Sois, pues, testigo de que, para lograr la paz definitiva y resolver los litigios y enredos provocados entre ambos reinos por la anulación del matrimonio de mis padres, estos estipularon, de modo muy preciso, unas generosas donaciones de castillos, tierras y alfoces de los Campos Góticos a mi hermano Fernando. Y, además, mi padre aseguró una renta de ocho mil maravedís anuales a mi madre a cuenta del portazgo de diversas villas que eran suyas por dote.
—Es exactamente como decís. No recuerdo de qué villas se trataba, pero lo más importante de lo acordado fue que, cuando aconteciera la muerte de tu padre, este dejaría a tu hermano todo su reino, con el compromiso de que le hicieran homenaje de él sus obispos, nobles y caballeros. Así consta en los primeros párrafos del documento. En el siguiente párrafo se añadía: «Y ordenamos y mandamos que si muriese don Fernando, hijo del rey de León y de la reina doña Berenguela, sea rey de León su otro hermano, hijo del rey de León y de la reina Berenguela». Aunque no te cita por tu nombre, es evidente que se refería a ti, si es esto lo que querías saber.
—Como sois el prelado más importante del reino de León, quería confirmar, por boca de un testigo tan cualificado como vuestra eminencia, los aspectos más significativos de dicho tratado, porque mi padre ya presume de anciano y, si no deja claras las cosas ante su pueblo, puede haber disputas entre sus hijos cuando finalicen sus días.
—En Cabreros y después en Valladolid quedó todo aclarado. De tal modo fue así que, posteriormente, el papa Honorio dio por bueno lo acordado entre vuestros padres. Además, una vez muerto el hijo primogénito que tuvo de Teresa de Portugal… espero que no vuelva tu padre sobre sus pasos.
—Eso es precisamente lo que me preocupa (y guardádmelo bajo secreto de confesión), porque mi padre no quiere dejar el reino a mi hermano, alegando que mi madre envenenó al otro Fernando. Vos estabais en Sahagún la última vez que le vimos con vida y, a juzgar por lo que comía y bebía, parecía gozar de buena salud. ¿Podéis decirme cómo y de qué murió, si es que acaso lo sabéis? Porque nosotros nunca llegamos a conocer los pormenores de aquella desgracia y a mí me interesa mucho despejar toda sombra de sospecha que pueda recaer sobre mi madre.
—Al poco de regresar de Sahagún, empezó a respirar con dificultad y poco a poco se fue acabando como los peces cuando los sacan del agua. Después vinieron las fiebres y el flujo del vientre. Pero no es conveniente que sigáis indagando sobre la causa o los causantes de la muerte del primogénito de vuestro padre. Es mejor no conocerla, puesto que no servirá para devolverle la vida y quizás no os guste lo que podáis descubrir. Su muerte, forzada o no, unida a la posterior desgracia de vuestro tío, el pequeño Enrique de Castilla, dejó el camino expedito para vuestro hermano Fernando.
—Mi padre me ha ofrecido el reino de León para el día en que se muera.
—No hagáis caso de las promesas que solo al rencor se deben, porque no van a favor de su alteza, sino en contra de vuestro hermano y de vuestra madre. Un solo rey, un solo reino y una sola misión es lo que prevalece sobre cualquier otra consideración: sacar de Córdoba las campanas que se llevó Almanzor y devolverlas a las torres de esta catedral es lo que la cristiandad necesita. Lo demás son juegos de ajedrez que solo favorecen a los enemigos de nuestra religión.