CAPÍTULO 40
Palencia. 1231
oco tiempo después de la batalla de Jerez, don Alfonso y el rey don Fernando, que regresaba a Castilla, una vez que el cetro de León estaba firmemente asentado en su mano, fueron recibidos con grandes festejos y honores en la ciudad de Palencia, donde se encontraron a la vuelta de sus respectivos recorridos.
Como era costumbre en aquellos tiempos, se albergaron en el palacio episcopal donde quince años antes muriera el joven rey Enrique. Ejercía de anfitrión el poderoso obispo don Tello Téllez de Meneses, que ya tenía sesenta y dos años y llevaba treinta y dos en el cargo.
En ausencia de la reina Beatriz, que se había retirado a descansar porque se encontraba una vez más en estado, la reina Berenguela cenaba en la intimidad con sus hijos y el obispo palentino.
Al percatarse la reina Berenguela de que su hijo Alfonso estaba desmejorado y apenas probaba bocado, le dijo:
—¿Te encuentras bien, hijo? Tienes aspecto de cansado, pero después de este viaje tan largo que has hecho necesitas comer en condiciones, que te has quedado en los mismísimos huesos.
—Algo me ha debido de sentar mal, porque ya no me sabe igual la comida —respondió cabizbajo el infante, después de apurar su segunda copa de vino.
—Alegra esa cara, hermano, que acabamos de cantar un tedeum y parece que vienes de un funeral —dijo riendo el rey—. Celebramos esta cena en familia en tu honor, porque tanto monseñor como nuestra madre y yo estamos deseosos de que nos cuentes los pormenores de vuestra hazaña.
Maldita la gracia que le hacía al infante ser el centro de atención en aquel momento y volver sobre los sangrientos sucesos de Jerez que le habían quitado el apetito y también el sueño.
El rey Fernando adivinó su pensamiento cuando afirmó:
—Monseñor, a mi hermano no le ha gustado nada la guerra… vivida tan de cerca, ¿verdad, Alfonso?
—La guerra nunca me ha gustado, ni de cerca ni de lejos. Lo sabéis todos de sobra. Yo no he nacido para ser rey y mucho menos soldado. Y además, creo que se deriva poca gloria y mucha vergüenza de estas expediciones de saqueo para destruir poblaciones, talar olivos, incendiar montes y cosechas y aterrorizar o matar a las gentes que viven pacíficamente de su trabajo.
—Ignoro si deriva mucha o poca gloria, pero reporta mucho beneficio, no solo por el botín que se consigue, que sirve para sostener los ejércitos y la moral de victoria de los soldados, sino porque debilita al enemigo. Debes saber, querido hermano, que para un rey la primera obligación es la defensa de la vida de sus súbditos, la de sus familias y también la de sus bienes y medios de subsistencia, y para un cruzado la defensa de la fe cristiana y la extensión del reino de Dios en la tierra. —Al notar el rey que su hermano estaba como ausente, levantó la voz—: Esta derrota de Ibn Hud ante los muros de Jerez tendrá consecuencias demoledoras para su prestigio y sus frutos se verán muy pronto, porque, sumada a otras derrotas anteriores, su autoridad será cuestionada, el descontento que está fermentando entre los suyos se extenderá en sus dominios y los pilares que sustentan la confianza en su poderío están siendo corroídos por la carcoma de los impuestos que tendrá que imponer a sus vasallos para que le dejemos tranquilo por un tiempo. ¿Para qué sirve un emir o un califa que es incapaz de defender a sus vasallos porque va de derrota en derrota? Comprenderás que si antes nos temían, ahora tendrán pavor de nosotros. Se dividirán entre ellos y algunos preferirán aliarse con nosotros, aunque tengan que pagar onerosas parias, a que les corten la cabeza sus hermanos de religión.
—Si se trata de cortar cabezas, nosotros no somos mancos, que degollamos a más de quinientos prisioneros indefensos antes de la batalla de Jerez. Y yo, mísero de mí, autoricé aquella matanza indiscriminada. Y esa orgía de sangre no se olvida fácilmente cuando caminas entre cabezas cortadas que abren los ojos al cielo pidiendo clemencia por las noches cuando vienen en tropel a convertir el sueño reparador en infernal pesadilla. Sabed que sueño a diario que todos esos hombres, mujeres y niños indefensos que hemos matado aparecen un día tras otro esperando pacientemente hasta el día que me muera para acusarme ante el Cristo que nos ha de juzgar de su muerte alevosa —balbuceó el infante después de beber otra copa de vino.
Alfonso no había medido bien sus palabras. Todo lo que había dicho era desmesurado e inadecuado. Su intervención había desbordado la medida protocolaria. No era prudente ni sensato provocar al rey, aunque fuera su hermano, ignorando el principio «donde fueres haz lo que vieres» porque había «mentado la soga en casa del ahorcado», poniendo en cuestión la política de conquista del rey. Este estaba furibundo ante la argumentación de su hermano y, por eso, incapaz de contener su cólera, exclamó:
—Antes de sentir compasión, tú lo que tenías era miedo. Tenías miedo a morir porque no tienes fe. Sabes que todos vamos a morir antes o después. Si tuvieras fe, no tendrías miedo a morir porque tienes la certeza de que te están esperando en los cielos y que, si mueres por la fe de Cristo, te darán un sitio de los mejores. Todo lo que cuentas son disculpas a causa de tu miedo, porque si se tiene miedo a morir, se tiene miedo a matar, aunque sea por una causa justa. Este es el mundo que vivimos. Las cosas podrían ser de otra manera, pero ahora son así y tenemos que lidiar con ellas. ¿Sabes por qué estás vivo? Porque tu aborrecido señor de Castro, al que debes la vida, no tiene miedo a matar ni tampoco a morir. A él le debes la vida porque mandó matar a los prisioneros. De haberlos dejado vivos, le habrían estorbado en la batalla. En la guerra, o matas o te matan. Esa es la ley que rige, porque rige la ley del miedo. Solo ganan los que no lo tienen, como nuestro tío Ricardo, ante cuya sola mención temblaban sus enemigos. Al rey le tienen que amar sus súbditos, obedecer sus nobles y temer y admirar sus enemigos y tener pavor de él las poblaciones enemigas. Álvaro no ganó aquella batalla solo porque no tenía miedo, sino porque sabía que tenían pavor sus enemigos. Y mucho. Sobre todo Ibn Hud, derrotado por nuestro padre hacía poco tiempo. Sus soldados reclutados a la fuerza no solo no creían en la victoria, sino que estaban aterrados por el miedo que se respiraba en el aire.
Fernando estaba remachando el clavo, pensando en su madre y en el obispo para buscar su aquiescencia, sabedor de que era incondicional.
—Más allá del miedo está el terror cuando lo invade todo y lo impregna hasta el fondo —continuó—. El miedo te obliga a huir para salvar el pellejo como sea, pero el terror te paraliza, porque te convierte en una piedra inerte o en una estatua de sal. ¿Cómo es posible que nadie se enfrentara a la hueste de Almanzor cuando iba de ciudad en ciudad y se podía seguir por el humo el rastro de su destrucción? Porque tenían pavor de él.
»Ibn Hud tenía miedo porque le había derrotado nuestro padre y porque, viendo ondear mi estandarte, pensó que estaba yo al frente. Álvaro, que aprendió mucho de su abuelo a través de su padre, hizo lo correcto. Presentar batalla por sorpresa con una estratagema, en vez de escapar como un cobarde, que era lo que esperaba Ibn Hud, infló su ejército como una vejiga haciendo subir a los peones a los burros y las mulas, atacando al enemigo por sorpresa, paralizado por el miedo viendo llegar aquella sorprendente nube de soldados a caballo con Álvaro de portaestandarte al frente, ondeando la enseña de Castilla igual que hizo Álvaro Pérez de Lara en la batalla de Las Navas de Tolosa cuando nuestro abuelo derrotó al Miramamolín. ¿Sabes por qué venció nuestro abuelo? Porque sabía que el Miramamolín tenía miedo y estaba paralizado y encastillado en el Palenque detrás de aquella muralla de soldados negros que tenían que morir para poder salvarle la vida. Por eso salió huyendo con vergüenza y deshonor montado en una yegua, cosa impropia de su condición. El miedo es el padre de la derrota y la osadía y el talento, las madres de la victoria, hermano.
La reina doña Berenguela estaba dividida porque entendía el enojo de Fernando y la angustia y el sufrimiento de su hijo Alfonso. Este era como era y pensaba de aquel modo, porque ella era la responsable de que no hubiera sido educado para la guerra, sino para disfrutar de la vida de modo que nunca tuviera la tentación de hacer sombra a su hermano o de sublevarse para ocupar su sitio, pero no podía salir en su defensa porque era humillarle más todavía.
El rey don Fernando estaba fuera de sus casillas y para dar fuerza a sus argumentos implicó al obispo palentino, que estaba desconcertado porque era inusual que alguien de la familia real cuestionara con tanta crudeza los hechos de aquella cruzada.
—Tengo o no tengo razón, ¿monseñor? ¿No es cierto que el papa considera que esta cruzada nuestra es una guerra santa y así se manifiesta en la bula de nuestro primado el obispo de Toledo, que es el primero en la guerra y en la paz y él mismo ha concedido indulgencias plenarias que aseguran el cielo a los cristianos que bajo mi mando o el suyo mueran en combate?
—Y el infierno interior a los que sobrevivimos con las manos manchadas de sangre inocente —balbuceó el infante sin que nadie le oyera.
—Alfonso, hijo mío, esta es una guerra justa —intervino el prelado—, y como tal se está llevando a cabo desde que los infieles entraron en Hispania, se apoderaron de nuestra tierra, destruyeron nuestros templos y persiguieron nuestra religión. Ellos vinieron de lejos y nos declararon la guerra perpetua si no nos convertíamos a la suya. Desde entonces hasta ahora no hay paz para los cristianos. Debes saber que ellos siempre están en guerra. Pueden firmar treguas cuando les conviene o si se sienten débiles. Pero eso no es la paz verdadera que sale del corazón, sino ausencia momentánea de combates, que regresarán inexorablemente cuando vuelvan a sentirse con fuerzas para derrotarnos.
—Tiene razón monseñor, hijo mío. Esta es una guerra justa. Justa y larga, casi eterna diría yo, pero, ahora que se han unido los reinos de León y de Castilla bajo el cetro de tu hermano y además andan divididos entre ellos, estamos a punto de ganarla porque Dios lo quiere —justificó Berenguela.
—Dios no quiere la guerra, sino todo lo contrario, porque la guerra es un castigo divino por nuestros pecados. La guerra puede ser un mal necesario, pero no me habléis de guerras justas porque la guerra en sí misma es una gran injusticia y no solo para los que mueren o los que resultan mutilados, también para los que hieren o matan porque ellos también sufren la mutilación de sus sentimientos y de su alma. ¿O los que mueren no son también personas de carne y hueso que tienen hijos, padres o hermanos? La guerra solo apareja odio y destrucción, lo demás son solo doctrinas —argumentó Alfonso, al que se le había soltado la lengua porque estaba bebiendo más de la cuenta.
—¿Doctrinas dices, Alfonso? Claro que son doctrinas —exclamó don Tello Téllez. Todos miraban expectantes al obispo que, engolando la voz y adoptando el mismo ademán profesoral que utilizaba cuando enseñaba patrística y teología desde su cátedra en los Estudios Generales de Palencia, se había puesto en pie para dar más énfasis a sus palabras—. Nada menos que San Agustín, uno de los más grandes padres de la Iglesia, es el gran defensor de la guerra justa. Pero pone tres condiciones para que así sea.
»“Que sea un príncipe la autoridad suprema bajo cuya autoridad y mandato se hace la guerra, porque una guerra no la puede hacer cualquiera”. Y este es el caso, porque esta guerra la dirige el rey vuestro hermano.
»“Que vengan por injurias; por ejemplo, si ha habido lugar para doblegar al pueblo o a la ciudad que descuida castigar el atropello cometido por los suyos o restituir lo que ha sido injustamente robado”. ¿Te parece que hay mayor injuria que robar sus tierras y su religión a una nación entera?
»Finalmente dice San Agustín: “Que sea recta la intención de quienes la realizan; es decir, que tengan una intención encaminada a promover el bien o a evitar el mal. Por ello entre los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas, pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz, para frenar a los malos y favorecer a los buenos”. Supongo que esto último no te planteará la menor duda, ¿verdad, Alfonso?
De este modo concluyó el obispo, sentándose satisfecho al ver la mirada de aprobación y la sonrisa complacida que le dedicó el rey don Fernando.
—Entiendo vuestros argumentos, don Tello. ¿Quién soy yo para llevarle la contraria a San Agustín y mucho menos para negar la autoridad del rey mi hermano? No pido que nadie me devuelva el apetito, porque con lo poco que me llevo a la boca me basta, pero necesito descansar en paz para salir de este infierno, porque ¿quién acude en mi socorro en la oscuridad de la noche y en el tormento de mis sueños y expulsa de mi lado a los hombres, mujeres y niños que me suplican clemencia cuando los degollamos? ¿Me escucharán y cerrarán los ojos cuando los enumere los argumentos de San Agustín acerca de las guerras justas? ¿Me dejarán en paz de una vez o me acosarán una noche tras otra hasta que la tierra cubra mi cuerpo como hizo con el de ellos?
Después del desahogo del infante don Alfonso, se hizo un silencio clamoroso que nadie osaba romper. El prelado no sabía qué contestar, doña Berenguela se sentía desolada viendo el sufrimiento de su hijo, pero el rey, que estaba muy contrariado por los derroteros que había tomado la conversación, se revolvía inquieto en su sitial y ni hablaba ni tampoco probaba bocado. Finalmente explotó:
—O sea, que, según tu teoría, yo, que creo firmemente que soy un soldado de Cristo, porque el apóstol Santiago me ha nombrado su alférez, que Nuestro Señor me ha enviado a este mundo y me ha regalado dos reinos, que el papa me los ha confirmado y ha proclamado la cruzada para defender nuestra fe verdadera, salvar nuestra religión y nuestro pueblo de los ataques de los infieles… Yo, Fernando, hijo de Berenguela y nieto del gran y noble rey Alfonso, en vez de acabar lo que él empezó con gran riesgo y esfuerzo en Las Navas de Tolosa para expulsar a los infieles de nuestras tierras, me tengo que acercar desarmado a Sevilla a implorar perdón al miserable de Ibn Hud, que ha exterminado muchos miles de musulmanes, hombres, mujeres y niños también, porque eran del bando de los almohades, para pedirle perdón por nuestras victorias y devolverle todos los castillos y tierras que hemos recuperado con la ayuda del apóstol Santiago los últimos años y suplicarle que tenga a bien firmar unas treguas duraderas… ¿Es eso lo que tengo que hacer para que tú duermas a pierna suelta?
Entonces intervino la reina Berenguela, que entendía perfectamente cómo se sentía su hijo Alfonso.
—Tampoco es eso, Fernando. Tu hermano ni come ni duerme a causa de sus sueños turbadores. A mí también me afligen y atribulan de vez en cuando. Sabes bien que nadie es dueño de sus sueños. Recuerda tus pesadillas cuando eras niño. Temblabas de miedo cuando soñabas que venía a buscarte tu padre y te llevaba lejos de nosotros y no me quedaba más remedio que llevarte conmigo a la cama y tenerte bien apretado contra mi pecho para que durmieras arrullado por los latidos de mi corazón.
—Se me ocurre una solución para el problema de Alfonso —exclamó el rey con sarcasmo—. Si no puede dormir, que beba, y que beba mucho como está haciendo ahora, pero que lo haga antes de acostarse. Yo buscaré para él los mejores vinos de Castilla y prometo que no faltarán nunca en su mesa ni junto a la cama. Estoy seguro de que ellos le darán el consuelo que ni San Agustín ni nosotros hemos podido suministrarle, y si no le dan el consuelo, al menos que le proporcionen el olvido de sus fantasías.
—Dichoso tú, Fernando, y dichosos nosotros que tenemos un rey formidable, que gracias a sus virtudes es grato a Nuestro Señor. Desde los cielos donde mora con los ángeles y los arcángeles Él te bendice, otorga clarividencia a tu cabeza y ordena al apóstol que, si por ventura te acomete el miedo, cosa que no creo que ocurra, infunda valor a tu corazón y preste fuerza a tu brazo para derrotar a los infieles… —respondió Alfonso, poniéndose en pie y tambaleándose y levantando su copa en dirección a su hermano para que todos brindaran con él.
Estas vehementes e inesperadas palabras de Alfonso dejaron en suspenso a los comensales, que no sabían muy bien qué hacer, pero siguieron el ejemplo de Berenguela, que, no queriendo dejar en ridículo a su hijo Alfonso ni desairar al rey, tomó del brazo al obispo y juntos se pusieron en pie y levantaron su copa guardando silencio y expectantes por ver cómo acababa el sorprendente discurso.
—… Acepto el consejo de mi señor y espero el regalo de mi hermano. El vino alegra la existencia y es buen compañero de la música y la poesía para aliviar la tristeza de los corazones. Espero ansioso que con el vino venga a mí el apóstol Santiago una noche de estas y, aunque no me nombre alférez suyo, me deslumbre con su fulgor rodeando mi cabeza de estrellas para que no vea a los espectros que me torturan. Y deseo también que el vino me traiga la tranquilidad del alma con un toque de las manos de Nuestro Señor, que curaba a los enfermos y devolvía a los ciegos la vista, porque, como bien sabe el señor obispo, que nuestro Dios es justo y misericordioso y de quererlo, podría depositar sobre mis cansados párpados un sueño reparador. Pero si ellos no acuden a la llamada del vino, y si a ti no te importa, a partir de esta noche me acurrucaré en los brazos de nuestra madre y dormiré apaciblemente acunado por los latidos de su corazón, no sin antes levantar como ahora mi copa, que tendré junto al lecho, y vitorear repetidas veces al rey don Fernando, que nos traerá la victoria sobre los sarracenos. ¡Viva mi hermano, el rey don Fernando! ¡Viva el rey de Castilla y de Toledo, de León, de Galicia y de Baeza… de Córdoba, de Jaén y de Sevilla y de todos los reinos que nos faltan por conquistar!
Tal como había previsto el rey de Castilla y León, diversos notables de Al-Ándalus se convirtieron en reyezuelos oponiéndose a Ibn Hud. El primero en proclamarse rey fue Ibn Nasr el Rojo, que se sublevó en Arjona en la primavera de 1232 y recibió la adhesión de Jaén y de Córdoba. Enseguida le apoyó su tío Yahya, que hizo lo mismo en las Alpujarras granadinas. También se sublevó Córdoba, pero fue recuperada por Ibn Hud, que, sin embargo, no consiguió hacerse con Sevilla y Carmona, que proclamaron emir a Abu Marwan.
Aquel año, después de celebrar la Navidad con su familia en Toledo, aprovechando las divisiones del enemigo, el rey don Fernando no quiso esperar hasta la primavera y dispuso la salida de su ejército hacia Andalucía para conquistar la ciudad de Úbeda. Aunque devastada en 1212 a raíz de la batalla de Las Navas de Tolosa, había sido reconstruida y fuertemente reforzadas sus defensas por los supervivientes. Enclavada junto a Baeza, dificultaba las comunicaciones de esta con Cazorla y Quesada, que estaban también en poder de los cristianos desde hacía unos pocos años.
Pasado medio año de asedio, los defensores de Úbeda, viendo que escaseaban los alimentos y que Ibn Hud no atendía su petición de socorro, iniciaron conversaciones con el rey para ultimar la rendición. Capitularon con la condición de que se respetaran sus vidas, llevándose consigo todos los muebles, enseres y objetos de que fueran capaces. Después de reforzar sus defensas y abastecer la ciudad, el rey regresó a Castilla, tras acordar unas treguas con Ibn Hud en las que este se comprometía a pagar mil dinares diarios.
Después de algunas traiciones y asesinatos y muchos combates entre los reyezuelos moros en el verano de 1234, Ibn Hud dominaba Córdoba y Sevilla e Ibn Nasr hacía lo propio con Arjona y Jaén. Para entonces Ibn Mahfuz ya se había rebelado en Niebla y, para evitar ser aplastado por Ibn Hud, que había sitiado la ciudad con sus tropas, se hizo vasallo del rey don Fernando, quien acudió con sus fuerzas a socorrerle.