CAPÍTULO 6

Sahagún. 1214

B

erenguela habría deseado posponer la cena para darse tiempo a reflexionar sobre la situación sobrevenida, pero consideró que tener enfrente al primogénito le permitiría conocer si, por su comportamiento en la mesa, por su actitud y conversación, estaba preparado para heredar el trono de León. Nada más ver cómo estaba sentado y cómo gesticulaba se extrañó de que, siendo su hermana Urraca la reina actual de Portugal, la corte en la que se había criado ese chico, no se siguieran allí las estrictas reglas que al respecto habían establecido sus padres en la corte de Castilla.

Para dar una muestra de ello hizo un aparte con sus hijos, Fernando, Alfonso y las infantas Constanza y Berenguela y con su hermano Enrique.

—Ya sabéis que los hijos de los reyes deben comer y beber limpia y apuestamente —les advirtió— y no deben hacerlo como las bestias por el linaje de donde vienen, el lugar elevado que les corresponde y porque los demás han de tomar ejemplo de ellos. Hoy tenéis que hacer una demostración de ello ante vuestro padre y vuestros hermanos. Enrique, tú que eres el más pequeño, ¿qué harás durante la cena?

—Ese rey no es mi padre y ellos no son mis hermanos. Que responda Fernando, que al fin y al cabo está destinado a ser rey.

—No podemos meter en la boca otro bocado hasta que hayamos comido el primero, ni tomaremos con los cinco dedos de la mano los bocados, porque así los hacen grandes y no nos caben en la boca —les recordó Berenguela con paciencia.

—Tenemos que comer despacio, porque si se mastica deprisa no se puede mascar bien lo que se come. Y no hablar mientras se mastica para que no salga de la boca lo que se come —señaló Fernando.

—Ni comer mucho, ni comer poco. No beber vino pero si acaso un poco de agua. Hay que limpiarse en paños y toallas y nunca con los vestidos o las bocamangas —apuntó Berenguela hija.

—Recordad también que no se puede empezar a comer hasta que todos estén servidos. Ni tampoco os podéis levantar de la mesa sin permiso y, si tenéis alguna necesidad o duda, nos lo preguntáis a la tía Leonor o a mí. ¡Hijos míos, acercaos corriendo a abrazar a vuestro padre y a vuestros hermanos!

Obedeciendo de inmediato a su madre, Fernando el Montesino se presentó en la mesa de tal manera que, a pesar de tener solo doce años, parecía que era el señor de todos los allí presentes. Tanto él como Enrique, Alfonso y sus hermanas hicieron un saludo reverencial a sus hermanos de padre, besaron a este con exquisita cortesía y después se dirigieron a sus asientos con lentos andares y altivos gestos de dignidad.

Don Miguel Grajal, el contestado abad de Sahagún, había preparado a conciencia el mejor salón de su palacio para, una vez convertido en refectorio, obsequiar a los reyes con una cena en familia, pero, dado su corto entendimiento, había dispuesto el tablero como si de un campo de batalla o una partida de ajedrez se tratara.

En ausencia de los reyes de Castilla, que no acudieron a causa del cansancio, no se le ocurrió otra cosa que situar a la parte portuguesa y la castellana del rey una enfrente de la otra. A Berenguela, que había perdido el apetito y tenía un nudo en el estómago, le tocó sentarse justo frente a Fernando el Portugués y al que fuera su marido. Para que el padre los contemplara durante toda la cena y viera lo hermosos que eran sus hijos, ella aceptó el reto y se colocó enfrente con los cuatro que habían sobrevivido. A espaldas de la chimenea, en el centro del lateral corto de la mesa, estaba el pequeño Enrique, de solo nueve años, heredero de la corona de Castilla, flanqueado por su hermana la infanta doña Leonor y por don Diego López de Haro, el noble más importante de Castilla, a quien el rey había designado tutor de Enrique en su testamento. Cerrando el tablero, en el lateral junto a la ventana, se colocó el propio abad, acompañado por don Rodrigo Jiménez de Rada y don Pedro Muñiz el Nigromante, arzobispos de Toledo y de Compostela respectivamente, que, a su vez, se disputaban la primacía de la Iglesia española.

El rey de León tenía a su derecha al primogénito Fernando el Portugués, que ya contaba veintitrés años, y a su izquierda a su hermano bastardo Sancho Fernández. A ambos lados se habían situado las infantas Sancha y Dulce, que tenían veintitrés y veintiún años respectivamente, habidas por don Alfonso de León, al igual que el Portugués, con doña Teresa de Portugal.

Fernando el Montesino y su hermano Alfonso, que no se esperaban ni remotamente que don Pedro Muñiz el Nigromante estuviera sentado en la misma mesa que ellos, estaban muy cohibidos y casi perdieron el apetito cuando le vieron. En cambio Berenguela se alegró mucho de verle allí porque le tenía gran aprecio desde los tiempos en que era reina de León. Él, a su vez, le estaba muy agradecido porque el apoyo que le brindó Berenguela fue decisivo para su designación como deán de la catedral, lo que le permitió sentarse en la silla episcopal unos pocos años más tarde cuando ella era todavía reina de León.

A los mayores les sirvieron los mejores vinos de su afamada bodega y otros traídos de los monasterios benedictinos cercanos a Burdeos. A los pequeños les obsequiaron con zumos, refrescos y limonadas. Después vinieron los embutidos y los quesos, trajeron lustrosos cangrejos de los arroyos de Sahagún y las mejores truchas frescas capturadas en el Cea y el Valderaduey. A la reina no le pasó desapercibida la presencia de don Anselmo y don Guillermo entre los frailes que servían el comedor. El primero trajo las truchas y el segundo, los cangrejos.

Perniles y costillares de cordero lechal hubo para los varones porque las infantas y la reina comieron frugalmente. Y de postre higos, pasas, avellanas y nueces. También confituras y mermeladas de todas clases, hojaldres, pestiños, orejuelas y bizcochos para niños y mayores. A estos se les obsequió con licores elaborados por los propios benedictinos del convento, siendo el primogénito de León el más bebedor de todos los comensales.

Pero el trajín de los frailes con sus manjares no distraía a Berenguela y sus hijos en su severo examen de urbanidad y buenos modales a sus hermanastros. No paraban de hacer señales con los pies o las rodillas a la vista de la glotonería y rudos modales del Portugués o cuando sus hermanastras Sancha o Dulce quebrantaban las reglas de buena educación en la mesa. Sus hermanastros, en contrapartida, hacían risitas entre ellos a la vista de la rigidez e impostada apostura con que comían los niños que tenían enfrente.

Ajeno a la conversación de los mayores, que hablaban acaloradamente, el pequeño don Enrique, heredero del reino de Castilla, pidió a fray Guillermo unos cuantos cangrejos vivos para hacer carreras con ellos junto a su tío el infante don Alfonso.

En ausencia de los reyes de Castilla, una vez terminada la cena, con el fin de ratificar los acuerdos firmados meses antes en Alcántara, quedaron en el salón por parte del reino de Castilla Berenguela, don Rodrigo Jiménez de Rada y don Diego López de Haro. Por la parte leonesa se encontraban el rey don Alfonso; su hermanastro el infante don Sancho, sobrino de don Diego; y don Pedro Muñiz, arzobispo de Santiago.

Para regocijo de los infantes, el abad Miguel Grajal, después de disponer unas bandejas con dulces de todas clases para los pequeños, y copas y jarras de benedictine para los mayores, mandó despejar una gran mesa y ordenó a fray Guillermo traer una cesta de caracoles para que disputaran carreras entre ellos en representación de sus reinos respectivos. Los que ganaran quedarían absueltos y los perdedores irían a la cazuela al día siguiente.

Las carreras de caracoles, que incluían jugosos premios y arriesgadas apuestas, fueron un acontecimiento inolvidable para todos los participantes en ellas, sin apercibirse de que aquella competición era una metáfora de las que todos aquellos infantes de distintas camadas estaban emprendiendo por llegar a la meta que les ofrecía la vida, que no era otra que sentarse un día en el trono por encima de sus competidores.

Aquellos animalitos, escogidos al azar de la huerta por fray Guillermo, no sabían muy bien hacia dónde dirigirse; tan pronto como se veían en libertad sacaban una parte de su cuerpo de sus conchas espirales, unos buscando copular de modo insensato para quedar descalificados de inmediato y otros deslizándose por la mesa babeando con todas sus fuerzas hacia los límites del terreno de juego para desviarse hasta los laterales o llegar victoriosos a la meta premiada, que solo muy pocos de entre ellos sabían encontrar en el grito de ánimo de sus propietarios para proseguir el tortuoso camino que los conducía hasta la victoria o hasta la cazuela de los frailes, si empujados por los niños se despeñaban.

Aunque la imponente presencia arbitral del abad de Sahagún, cuyo juicio era inapelable, obligaba a moderarse a los infantes, hasta el salón donde se discutía el acuerdo de paz para Castilla a cambio de castillos para León, llegaban las risas, los vivas, los gritos de las infantas o las quejas del príncipe Enrique, que exclamaba después de cada carrera de caracoles: «¡Alfonso es un tramposo, Alfonso es un tramposo, que siempre coge los más gordos porque quiere ganar todas las veces!».

Aunque el rey de León no se daba por aludido, Berenguela tuvo que advertirle irónicamente que contuviera sus ansias de ganar a toda costa porque hasta aquel salón llegaban las protestas del pequeño Enrique de Castilla quejándose de su sobrino.

Al contrario que Dulce, Sancha y Berenguela hija, que se mostraron dispuestas al combate contra los varones, tanto Leonor como Fernando el Portugués, que había comido y bebido más de la cuenta y no había quitado ojo a su tía durante la cena, sabe Dios con qué propósito, declinaron la invitación a sumarse al juego y se colocaron en otra mesa que estaba cerca de la chimenea. Ambos eran más bajos que altos y más gruesos que menudos y menos agraciados que Alfonso y Berenguela. En eso era en lo único que se parecían entre sí, porque el Portugués, que ya tenía veintitrés años, carecía del arrojo y la valentía de su padre y era más simple que este y la infanta, que tenía quince, hacía gala de una simpatía y una frescura cautivadoras. Comoquiera que él había vivido casi siempre en Portugal y ella estaba siempre en Toledo o en Las Huelgas de Burgos, se acababan de conocer en Sahagún.

Después de mofarse de las infantas Dulce y Sancha por participar con entusiasmo en un juego tan absurdo como era la carrera de caracoles, más propio de niños de corta edad que de infantas casaderas, y de protestar por el alboroto que producían, Leonor, aprovechando que el infante tenía la lengua suelta, con el fin de conocer las aspiraciones del «primogénito de León», hizo derivar la conversación hacia los asuntos de la familia.

—Yo tenía solo nueve años cuando el papa Inocencio, después de excomulgarlos dos o tres veces, separó a tu padre y a mi hermana, y me acuerdo perfectamente del disgusto que se llevaron mis padres y de lo contenta que me puse cuando regresó Berenguela con nosotros trayendo cuatro sobrinos —empezó Leonor.

—Pues yo tenía dos o tres años cuando otro papa, que no sé cómo se llamaba, separó a mi padre y a mi madre y no me enteré de nada porque estaba al cuidado de una nodriza. Después estuve con tu hermana Berenguela y con mi padre unos años, y más tarde me mandaron a Galicia con el obispo, luego a Portugal con mis tíos y con tu hermana Urraca y ahora estoy contigo, que eres hermana de las dos. Como ves, siempre me han llevado de un lado para otro.

—Conmigo estás solo de momento, porque tú y tus hermanas habéis regresado con vuestro padre con intención de quedaros para siempre. ¿Tan mal os trataba mi hermana Urraca? —inquirió Leonor, que, como veía que el infante era tan simple como su padre y seguía bebiendo, le tiraba de la lengua sagazmente.

—Tu hermana no es mala, pero mi tío Alfonso no se ha ocupado de nosotros. Se desentendió de casar a mis hermanas y a mí no me quería ni ver. Mi madre lo ha arreglado todo para traernos con mi padre para ver si todavía está a tiempo de casarlas y para ver lo que puede hacer conmigo de ahora en adelante.

—Digo yo que querrá hacerte rey de León y llegar a tiempo de casar mejor a tus hermanas.

—A lo mejor es por eso…

Leonor se dio cuenta de que el infante no negaba la mayor.

—Y siendo tú tan buen partido, ¿por qué no te busca tu padre una buena infanta? ¡Que ya no eres un muchacho y vas teniendo edad para ello! ¿No te parece? Aunque los hombres no tenéis ninguna prisa, que os buscáis solitos las oportunidades.

—Cuando todavía era mancebo, yo ya estuve prometido a tu hermana Mafalda, pero la pobre se murió en Salamanca al poco de marcharse tu hermana Berenguela.

—¿Se sabe de qué murió?

—Seguro que si no fue en accidente, se murió de alguna enfermedad de esas. Yo tenía doce años más o menos. Nadie me dijo nada cuando volví de Compostela. Ya no estaban ni ella, ni tu hermana Berenguela, ni mis otros hermanos. Solo Sancha y Dulce, pero enseguida nos llevaron a Portugal con mi madre.

—¿Por qué no has dejado de mirarme durante la cena?

—Porque te pareces mucho a Mafalda, aunque eres un poco mayor.

—¿Crees que soy mayor para ti?

—¡Para mí no lo eres! Quería decir mayor que Mafalda cuando se murió.

—Si fueras algún día rey de León, ¿me pedirías en matrimonio?

—Eso tendría que hacerlo mi padre, pero a lo mejor no quiere porque tiene miedo de Berenguela y del papa.

—Cuando seas rey, podrás decidir por ti mismo. Pero para que tú puedas ser rey se tiene que morir tu padre.

—Vete a saber si a lo mejor no me muero yo mucho antes.

Todavía seguían las carreras de caracoles cuando ambos reinos llegaron a un acuerdo para la firma de una prórroga de las treguas y, como consecuencia de ello, los infantes tuvieron que dejar su entretenimiento con gran disgusto, aunque no todos, porque Fernando el Montesino había ganado la partida a todos sus hermanos e incluso a su tío Enrique, que se fue a la cama protestando a regañadientes.


Cuando Berenguela despertó, a Alfonso le había dado un pronto repentino y tanto él como su familia y séquito habían emprendido el regreso a León, porque llevaban ya muchos días en Sahagún deseando que escampara de una vez. Alfonso había conseguido que se ratificara el acuerdo sobre los castillos que había logrado en Alcántara, pero se marchaba contrariado porque Berenguela no le había permitido intimidad alguna ni esperanzas de un posible acercamiento y, para rematar, consideraba un desprecio que el rey de Castilla no hubiese acudido a la cena pretextando una enfermedad que le pareció una mera disculpa.

Berenguela encontró una breve nota que don Pedro Muñiz había hecho pasar por debajo de la puerta a modo de despedida.

Señora:

He visto el sufrimiento pintado en vuestro rostro. Entiendo vuestras razones y comparto vuestra preocupación y zozobra y siempre he procurado serviros cumpliendo vuestros deseos. Conviene que sepáis que nunca he olvidado ni agradecido lo suficiente que solo gracias al empeño y a la insistencia de vuestra majestad pude ser consagrado como obispo de León y poco después de Compostela.

Vuestro más humilde siervo,

Pedro Muñiz

«Pues muy bien y que os vaya bien, don Pedro, pero esperaba de vuestra eminencia mucho más que vuestro agradecimiento», pensó Berenguela, distraída, porque llamaban a su puerta.

Desconcertada, salió de su cámara y en el claustro encontró al arzobispo de Toledo, que había salido a pasear aprovechando que había escampado.

—Parece que os envía la Divina Providencia, don Rodrigo —exclamó—. Me imagino que ya sabéis que el rey de León nos ha abandonado y estoy asustada porque no encuentro a mis hijos por ninguna parte y no sé en qué ha parado el asunto que nos preocupa, ni si se los ha llevado sin mi beneplácito.

—No tenéis nada que temer, señora mía; aunque los niños no estén con su padre ni con su madre, y tampoco perdidos entre los doctores del templo de Jerusalén, podéis hallarlos con fray Anselmo y fray Guillermo en los gallineros de Sahagún, contemplando el milagro del nacimiento de un polluelo cuando se asoma vacilante a la vida, desde la cuna de su cascarón. En cuanto a lo «otro», espero que entre todos encontremos la solución definitiva —exclamó el prelado, mirando a la reina con intención, para después quedarse en suspenso sumido en sus pensamientos.

«Ni por Escila ni por Caribdis. Cómo se ve que don Rodrigo no es Ulises —razonó Berenguela pensando que todo seguía igual—. El barco se ha quedado sin rumbo y no hemos salido del atolladero».

No queriendo saber más del asunto, fue a visitar a sus padres para comprobar su estado de salud.