CAPÍTULO 20
Valladolid. 1217
erenguela estaba muy preocupada por la enfermiza condición de Fernando. Aunque no quería ni pensar en ello, no descartaba en absoluto que se ahogara en alguno de los virulentos ataques de asma que padecía durante las primaveras. Imaginando el peligro que podía suponer para el reino aquella adversidad de su hijo, convino que, durante sus ausencias a causa de las múltiples ocupaciones del reino, alguien de la familia tendría que hacerse cargo de la correcta educación del infante don Alfonso, que su padre había descuidado por completo. «Nadie mejor que Leonor para estos menesteres. Es paciente y generosa. Quiere mucho a su sobrino y Alfonso le tiene afición y respeto».
—Aunque no tienes hijos, por la educación que hemos recibido de nuestros padres, bien sabes que, según dijeron los sabios, «los mozos son muy capaces de aprender las cosas mientras son pequeños, porque son como la cera blanda, que queda estampado en ella aquello que figura en el sello, mas si se los quisiere corregir cuando se hacen mayores y comienzan a entrar ya en mancebía, no lo podrán hacer tan ligero, a menos que antes no se ablanden con grandes apremios, y aunque lo aprehendiesen entonces, las olvidarán más pronto por las otras cosas a las que estaban acostumbrados».
—Tengo para mí, querida hermana, que tu hijo Alfonso ya es mancebo y muy mancebo, y que para ablandar la cera que ya ha endurecido siguiendo malos ejemplos, harán falta grandes apremios.
—Tú eres recia de carácter, de trato sutil y de dulces modales, por eso te pido que endereces lo que ha torcido su padre. Hazlo para que, en ausencia de su hermano Fernando, sepa presentarse ante el público de tal manera que todo el que le vea se percate, a causa de su apostura, de que es señor de todos los allí presentes.
«Adiós matrimonio conveniente para mí. Adiós marido soñado. Adiós hijos por venir», se dijo Leonor, porque, si bien la propuesta de su hermana le halagaba por la confianza que depositaba en ella al elevarla a la categoría de educadora, solo reservada a los obispos y a los abades, no ignoraba que, para Berenguela, la prioridad de las prioridades era asegurar el dominio de los reinos para su hijo Fernando, casar lo mejor posible a Berenguela hija y reeducar a Alfonso de modo que, sin ambicionar la corona en el presente, estuviera preparado para reinar en cualquier momento, si ese fuera el designio de la Divina Providencia. Estas reflexiones la llevaron a confirmar que su hermana movía a sus familiares de un lado para otro según las necesidades de la partida en cada momento. Ahora tocaba mejorar la posición de Alfonso para aproximarlo al final del tablero por lo que pudiera ocurrir. A ella le asignaba el papel de obispo para proteger al infante en su avance. Con ello su matrimonio se estaba convirtiendo en un objetivo cada vez más difícil a medida que pasaban los años.
Pero, a la vez, Leonor se dio cuenta también de que la propuesta de su hermana había llevado la alegría a su corazón por las posibilidades que le ofrecía de encontrarse a menudo a solas con Alfonso, con el que tenía tantas cosas en común. Los fugaces encuentros íntimos que había tenido con su sobrino desde que se encontraron en Autillo, aparte de acercarle al disfrute de placeres prohibidos hasta el matrimonio, cosa que le producía mucha dicha, le habían permitido descubrir que el infante, al igual que su hermano Fernando, era experto cazador, así como buen jugador de tablas y ajedrez y otros muchos buenos juegos. Le deleitaban los buenos cantores y él mismo lo sabía hacer con mucha donosura; gozaba de la presencia en la corte de hombres duchos en cantar y trovar y de los juglares que tocaban bien los instrumentos, cosa que le entusiasmaba mucho, y entendía quién lo hacía bien y quién no. Pero a ella no se le ocultaba que tenía unos defectos propios de su temperamento y la influencia de su padre que era necesario corregir para que tuviera la elegancia y la apostura exigibles a una persona de su dignidad.
Como no podía ser de otra manera, y menos en aquellos momentos de tanta agitación, Leonor aceptó la encomienda y mandó buscar al infante, que acudió solícito al reclamo de su tía. Pero, tan pronto como se encontraron a solas en los aposentos, el alumno, incapaz de sujetar sus instintos, se abrazó a ella de tal modo que mostró palpablemente sus libidinosas intenciones.
—Aprecio tu afecto y entiendo tus efusiones —exclamó Leonor, desembarazándose del infante como pudo y mostrando un semblante circunspecto—. Querido sobrino, veo con mucha preocupación que, ante la cercanía de una mujer de tu gusto, muestras tales urgencias por poseerla que a ti te delatan y te empequeñecen, al tiempo que a ella la denigran.
Alfonso se quedó tan desconcertado por la inesperada acogida de Leonor que no osó decir palabra porque no comprendía el motivo de la frialdad de su tía, que, en su fuero interno, consideraba territorio conquistado de antemano.
—Deberías comportarte como si fueras un rey, sujetar tus instintos y no mostrar nunca la incontinencia y voracidad de tus apetitos, tal como hacen los animales cuando les ponen delante del hocico la comida en un pesebre. ¿Te parece bien que alguien que puede estar llamado a ocupar el trono si ocurre una desgracia (Dios no lo quiera) ande corriendo tras las sirvientas y las costureras de la corte mendigando sus favores? No pongas esa cara y siéntate junto a mí, que tienes que aprender cuatro cosas para que todo quede claro entre nosotros.
—Yo lo tengo claro. Tú eres mi tía y yo soy tu sobrino.
—Y algo más que todavía no sabes, porque tu madre me ha encargado que, en estos tiempos de tribulación e incertidumbre, sea tu educadora y yo añado de mi cosecha… a lo mejor también tu amante, que es algo que ella no sabe y que en todo caso es un secreto que debe quedar entre nosotros. —Leonor le miró de frente y agregó—: Por el destello de tus ojos compruebo que mis palabras han llenado tu mirada de codicia, pero para llegar a ser mi amante tienes que merecerlo. Esta fortaleza no es una ciudad que se conquista mediante asedio, sino un delicado huerto que hay que trabajar, cuidar y regar con esmero para que dé los frutos más sabrosos y las frutas más apetecibles y jugosas.
—¡Ay, tía Leonor, que se me está haciendo la boca agua!
—Pues cierra bien la boca cuando alguna cosa te digan y no lo escuches con la boca abierta para que no se te caiga la baba y parezcas un tonto. Y aguza el entendimiento, porque se nota a la legua que, aunque te crees que tienes mediada para mucho, no tienes mesura para nada. ¡Mesura, Alfonso, mesura es lo que tú necesitas más que el comer! Porque lo que se hace con mesura es siempre bueno —le repitió Leonor, pero, como él solo aprendía mediante ejemplos, por más que su maestra se lo explicara, el pupilo seguía boquiabierto porque no alcanzaba a captar su significado—. Por tu bien y el de nuestros súbditos, tienes que comprender cuanto antes que todas las cosas del mundo tienen medida, pues quien se pasa de medida desborda y quien no cumple la medida estipulada yerra siempre.
—¿A qué te refieres cuando hablas de pasarse de medida? No estarás pensando en lo que ambos sabemos y a ti te complace.
—No me refiero a lo que tú piensas con mucha malicia, haciendo alarde y ostentación de algo que no viene a cuento, porque en las cosas del gobierno y en la vida es preferible apoyar a quien gasta con mesura que al que tiene grandes riquezas y es derrochador.
—Hablando de gastar con mesura las grandes riquezas que atesoro. ¿Cuándo podré conseguir lo que añoro y lo que sueño?
—Solo estará a tu alcance cuando hayas demostrado tu honradez, observado el decoro y ejercido la bondad.
—La bondad y la honradez sé lo que significan porque era lo que tenía en abundancia mi abuelo Alfonso, que en gloria esté. Pero nunca me han explicado bien en qué consiste el decoro.
—El decoro es amor de Dios. El decoro es la suma de las bondades y su culminación es tener vergüenza de Dios, de los hombres y de uno mismo. Además, decoro es que se refrene el hombre en tratar de conseguir al momento todas las cosas que desea. Es coger la fruta del árbol una a una con cuidado en vez de azotar las ramas con una vara. Es comportarse en cada situación y lugar con prudencia, respeto y sabiduría. —Al ver Leonor que al sobrino se le cerraban los ojos, concluyó—: Me parece que te estoy aburriendo a estas horas con tantas explicaciones y que te pueden las ganas de meterte en la cama.
—Es que desde que salí de León no he parado de ir de un sitio para otro.
—Si debes lavarte las manos antes de comer, también debes hacerlo antes de irte a la cama, porque la vianda cuanto más limpia es comida, tanto mejor sabe, y tanto mayor provecho hace, y después de comer, te las vuelves a lavar y a limpiarlas con toallas y no con otra cosa, y no las debes limpiar en los vestidos, que es lo que hacen las gentes que no saben de limpieza ni de apostura.
—Entiendo lo de lavarse las manos antes de comer, pero ¿por qué hay que hacer lo propio antes de ir a la cama?
—Para que estando dormido no se lleven sucias a la boca o a los ojos y estando despierto tampoco se lleven sucias a otras partes del cuerpo. Y sobre todo, acostúmbrate a comer despacio y saborear la comida y a no levantarte de la mesa hasta que no estén bien servidos y comidos los demás comensales. Y esto que te digo para la comida vale igualmente para el descanso —le dijo Leonor, sonriendo para después cogerle de la mano y conducirle directamente hasta la alcoba.
Leonor no sabía muy bien qué hacer. Por un lado deseaba meterse con su sobrino de nuevo en la cama para darle ocasión de regocijarse con sus excesos de medida. Y por otro lado, pensó que mejor sería irse cada uno por su lado para que no se malacostumbrara. Al final decidió quedarse porque así podría enseñarle que los modales que hay que usar en la cama son similares a los que hay que usar en la mesa.
—Pues si esta es su alcoba y aquella fue la cama de tus padres, aquí vamos a dormir nosotros para celebrarlo como se merecen ellos, siempre que esta misma noche no le dé a él por presentarse en Valladolid con su ejército y nos sorprenda retozando en el lecho.
Al ver ella que, después de lavarse las manos y tan pronto como se introdujeron en el lecho, Alfonso, haciendo caso omiso de las lecciones acerca de la mesura y el decoro, no se andaba por las ramas e iba derecho a lo suyo, le contuvo como buenamente pudo y le dijo:
—Puesto que lo que vamos a hacer es cosa que casi ninguna criatura puede excusar, con todo, los hombres no lo deben hacer bestialmente, sobre todo los hijos de los reyes, y tanto por el linaje de donde vienen como por el lugar en que se encuentran deben hacerlo apuestamente.
—¿Cómo se hace apuestamente en nuestro caso?
—Hacerlo apuestamente es como el andar, que hay que hacerlo ni muy enhiestos de más, ni otrosí encorvados, ni muy aprisa ni muy despacio, que no se dejen caer súbitamente ni se levanten otrosí con arrebatamiento. O haciendo mal continente con los miembros, moviéndolos muy a menudo, en manera que semejasen a los hombres que más se atreven a mostrarlo por ellos o por palabra y esto es gran falta de compostura y mengua de razón, otrosí es menester que la obra sea cumplida, pues así como sería mal cuando fuese de más, otrosí no sería bien cuando fuese de menos. ¿Entiendes lo que te quiero decir con todas estas razones para explicarte lo que es la mesura en el continente?
—Entiendo que estamos perdiendo el tiempo, porque como enseña el arzobispo don Rodrigo: «El que aprende y aprende y no practica es como el que ara y ara y no siembra», que es lo que les ocurre a los eclesiásticos en estos menesteres.
—Pues aviados estaríamos si esto fuera solo de arar y sembrar, ¡hijo!
Después de practicar la mesura con Alfonso y dejar a este dormido, a punto estuvo Leonor, que entraba sigilosamente en su aposento, de encontrarse con Berenguela cuando esta se preparaba para entrevistarse con los representantes de los concejos de Segovia y Ávila y también los venidos del reino de Toledo, justo en el momento en que Fernando había caído nuevamente enfermo con un ataque de asma.
—No puedo… madre… No puedo acompañarte. Me estoy… ahogando… —musitó Fernando, que yacía en el lecho con la cabeza tapada con una toalla tomando vahos de plantas aromáticas para mejorar su respiración.
—¿Y ahora qué hacemos? —se lamentó Berenguela, desolada—. Tal como están las cosas, no podemos aplazar la proclamación. Estas gentes tienen que volver a sus pueblos y los obispos, a sus púlpitos esparciendo la noticia de que hay nuevo rey en Castilla para tranquilizar a sus convecinos y asustar a nuestros enemigos. ¡Santo cielo, qué desgracia…!
Unas toses interminables fueron la única respuesta del interpelado.
—Tienes que venir conmigo por lo que pueda ocurrir —continuó la reina—. Conozco bien a nuestros súbditos y sobre todo a los nobles y a los obispos y no digamos a vuestro padre, que está con su ejército en Arroyo esperando noticias. Los nobles no quieren en ningún modo que una mujer se siente en el trono de Castilla. Este ha sido el origen de todos nuestros males recientes. Necesito tenerte a mi lado cuando me encuentre con ellos, porque si aplazamos tu proclamación ahora, volverán las sospechas, las calumnias y las insidias…
—Estoy muy enfermo, no puedo ir en estas condiciones.
Un nuevo ataque de tos con los subsiguientes jadeos fue todo lo que Berenguela obtuvo por respuesta.
—¿Y ahora qué hacemos, hijo mío? —repitió la madre, abatida—. No podemos decir que estás enfermo ahora que estamos a punto de recuperar el reino que me pertenece. No se lo creería nadie…
—¡Que vaya… mi hermano!…
—¿Cómo? —exclamó sorprendida Berenguela.
—Con mi ropa. Es de noche y con el barullo que hay nadie se dará cuenta.
Un rayo de luz iluminó la cabeza de Berenguela.
«¿Cómo no se me había ocurrido antes semejante idea? Dos personas distintas y un solo rey verdadero. Que digo dos. Con Alfonso somos como la Santísima Trinidad».
—¡Pero qué listo eres, hijo mío! Enfermizo sí, pero listo como el hambre. ¡Lástima de salud tan endeble!
Y en verdad que era sufrido el infante. Tosía y jadeaba como un perro, pero nunca se quejaba, ni siquiera cuando era niño. «En Galicia casi se me muere, menos mal que le traje a Castilla y aquí revivió, que si le dejo un poco más con su padre, no resiste otro invierno. En cambio Alfonso… es todo lo contrario, fuerte como un roble y noble como mi padre, pero no es tan sufrido como Fernando».
—A saber dónde estará tu hermano. ¿Sabes tú dónde puede estar a estas horas?
—Supongo que durmiendo en su alcoba, pero no tienes por qué molestarle ahora. Esperemos a mañana, que esta noche a lo mejor me pongo bueno para acudir mañana a las deliberaciones de las gentes del común.
—Aunque seáis muy parecidos, estas cosas hay que prepararlas con un poco de tiempo para que nadie se dé cuenta. Él está un poco más fuerte… y tiene la cabeza más grande. Ahora mismo ordeno que vayan a buscarle. Habladlo entre vosotros, que hermanos de padre y madre sois y como hermanos os entenderéis… por la cuenta que nos tiene a todos para salir con bien de este maldito embrollo… Así que si no puedes venir, arréglatelas como puedas con tu hermano, que me están esperando los obispos de Burgos, de Palencia y de Toledo con los nobles que están de nuestra parte.