CAPÍTULO 14

Castillo de Autillo de Campos (Palencia). 1217

D

el mismo modo que la claridad del amanecer termina por mostrarnos la condición material de los objetos que esconden sus defectos entre las sombras, el horizonte del infortunio se despejaba para Berenguela en Castilla, porque los abusos de poder, los desafueros y los desmanes que cometían a la luz del día los hermanos Lara gobernando en propio beneficio les hicieron granjearse muchos enemigos entre el resto de la alta nobleza y en el clero, de tal modo que algunos de ellos se unieron al bando de Berenguela junto con los Ruiz Girón, los Téllez de Meneses, los hijos de Diego López de Haro y los Díaz de Cameros, para hacer frente a los usurpadores.

Doña Berenguela se hizo fuerte en el entorno de Valladolid, que era ciudad de su propiedad, y en Palencia, cuyo obispo era don Tello Téllez de Meneses. El conde Álvaro Núñez de Lara, por su parte, se retiró hacia tierras de Ávila y de Toledo, donde consiguió el apoyo de las principales villas y ciudades, asumiendo el poder absoluto. El magnate, además de seguir siendo alférez real y mantener la regencia en su mano, seguía teniendo al rey consigo. No contento con ello, se tituló a sí mismo procurador o ministro plenipotenciario universal del reino, título nunca utilizado, que era equivalente al de virrey.

Con la división de la nobleza, del pueblo y de los territorios, la guerra civil estaba servida. Por la Pascua de Resurrección de 1217, el señor de Lara inició por Tierra de Campos una campaña de saqueo y castigo a los territorios y propiedades de sus enemigos, que no se atrevían a presentar batalla porque el rey Enrique acompañaba al de Lara en el ejército que los combatía. La presencia de Berenguela y el rey su hermano en cada uno de los bandos en aquella inexplicable guerra civil hacía que la confusión y el desconcierto en las poblaciones fueran creciendo según avanzaba aquella contienda, que añadía más sufrimiento y penalidades a las sufridas por las gentes a causa de las inundaciones y las heladas de años precedentes.

La situación se hizo tan insoportable para Berenguela que optó por refugiarse en el castillo de Autillo bajo la protección de don Gonzalo Ruiz Girón, un leal caballero que había sido mayordomo con el noble rey don Alfonso y gozaba de toda su confianza.

«¡Quién le mandaría al papa Inocencio convocar el Concilio de Letrán dejándome a merced de la ambición de don Álvaro y sus hermanos, al privarme del apoyo de los prelados que me protegían y defendían…!», pensaba la reina Berenguela, que había subido a una de las torres del castillo de Autillo mientras oteaba el horizonte desde lo alto, temerosa de que los usurpadores atacaran la fortaleza y la hicieran cautiva o la asesinaran para acabar con su tenaz resistencia. Al cabo de un rato le dio un vuelco el corazón al divisar en el horizonte una polvareda al tiempo que el centinela gritaba: «¡Viene un jinete al galope por el camino de Palencia!».

A los pocos minutos llegaba al puente del foso un clérigo, que, perdido el resuello, apenas si podía balbucear.

—¡Tengo que hablar de inmediato con la reina! Me envía el obispo don Tello. ¡Es un asunto muy grave! ¡Es un asunto muy grave!

En el patio de armas rodearon al canónigo numerosos caballeros, entre ellos don Lope Díaz de Haro y el señor de los Cameros, que habían puesto sus hombres y posesiones al servicio de la reina.

—El rey don Enrique se muere sin remisión…

Estas fatídicas palabras golpearon como piedras los oídos de Berenguela, que se precipitó por la escalera.

Cuando el clérigo vio que llegaba la reina, dobló la rodilla, humilló su cabeza y después de besar su mano musitó:

—¡Una desgracia irreparable! ¿Quién lo iba a pensar? Diabluras de los muchachos.

La reina enmudeció e hizo un gesto de incredulidad y le indicó por señas que fuera más explícito.

Todos en el castillo, empavorecidos, escucharon el relato.

—Al parecer, don Enrique estaba jugando con unos donceles de su compañía en el patio del palacio del obispo y no se les ocurrió otra cosa que tirar piedras a las campanas de las torres con tan mala fortuna que uno de los guijarros que lanzó don Íñigo de Mendoza rebotó en la torre y partió una teja del alero, que salió volando y fue a parar a la cabeza del rey. Este se desplomó como un pichoncillo sobre el enlosado. La sangre le manaba a borbotones de la cabeza y casi murió allí mismo. Enseguida llegó el médico y acertó a parar la sangría.

El correo pidió agua, sació la sed, se secó la boca con la manga del hábito y, ante la expectación de la concurrencia, exhaló un profundo suspiro y prosiguió su relato:

—Avisado del grave percance, el regente don Álvaro puso centinelas en las puertas y ordenó que nadie saliera del palacio sin su permiso bajo pena de muerte.

—¿Cómo habéis podido burlar vos el encierro?

—Llegó el obispo don Tello, administró los últimos sacramentos al moribundo y, dado que la herida es gravísima, sabedor de que solo un milagro puede salvarle, me llamó aparte y me ordenó que sin más tardanza me acercara a traeros la funesta noticia para que obréis en consecuencia. En cuanto se hizo de noche me escapé por el pasadizo que va del palacio a la cripta de la catedral.

—Correréis mucho riesgo si se entera don Álvaro.

—Pude pasar desapercibido porque había muchos clérigos y no notarán mi ausencia. Don Álvaro, vista la gravedad del rey, ordenó operarle a vida o muerte. A pesar de que el médico dijo que era inútil porque, de sobrevivir, quedaría muy dañado, le amenazó si no obedecía. Cuando estaban afilando el cuchillo, me escabullí aprovechando el barullo.

El relato del emisario de don Tello tenía a todo el mundo sobrecogido, especialmente a Berenguela, a quien le faltaba el aire porque aún no le habían brotado las lágrimas, pero un sudor helado como de escarcha le corría por la frente recordando las palabras del papa Inocencio: «Procederé contra ti y contra tu reino y a esta admonición seguirá una venganza mucho más acre de lo que te puedas imaginar».

«¡Ay, Dios mío, ayúdanos en esta hora funesta!», imploró recordando las palabras de su madre en el lecho de muerte, cuando le pidió que cuidara de Enrique como si fuera su hijo.

Viéndola tan descompuesta, el mensajero interrumpió su relato y hacia ella se dirigieron las miradas de todos los presentes.

Ella sabía que era mucho lo que estaba en juego en aquella encrucijada. Nada más y nada menos que el futuro del reino de Castilla y el de la cruzada. Las ideas sobre lo que convendría hacer y los temores sobre sus consecuencias restallaban en su cabeza como relámpagos. Enrique había muerto o podría quedar incapacitado a causa del accidente sufrido en el palacio de don Tello. Al igual que hicieron cuando ahorcaron a don Rodrigo Valverde después de acusarla de enviarle a Maqueda para envenenarle, don Álvaro y sus secuaces harían correr la especie de que ella había sido instigadora del accidente de su hermano. Aunque por derecho le correspondía el trono de Castilla por ser la primogénita, los hermanos Lara, confabulados con su antiguo marido, reclamarían para este el reino de León y se pondrían de su parte las ciudades y villas de Castilla, como ya había comprobado en las Cortes de Burgos cuando le privaron de la tutela y de la regencia. Tenía por cierto que no admitirían por reina a una mujer por el mero hecho de serlo y mucho menos bajo sombras de sospechas. No contaba con apoyos suficientes para resistir en una guerra civil interminable que a nadie beneficiaría. Pero bajo ningún concepto quería volver al lecho del rey de León. Estaba de nuevo entre Escila y Caribdis. Solo había un modo de salir de aquel atolladero. Lo tenía claro. Como ella era la heredera legítima, ella misma heredaría el reino y asumiría el poder para gobernar junto a su hijo. Ella sería la reina legítima y Fernando el rey nominal, pero le debería el reino y tendría que seguir en todo sus directrices, tanto en lo político, como en lo militar y en lo moral.

De pronto se rehizo, recobrando el ánimo y el color, y con un timbre emotivo y decidido y la voz entrecortada por el dolor del momento exclamó, dejando estupefactos a todos los que la observaban:

—Hay que sacar a mi hijo Fernando del reino de León como sea y hay que hacerlo antes de que sea demasiado tarde para todos nosotros.

Recuperada la entereza, invitó a los nobles a que pasaran al salón del homenaje para recabar su consejo mientras les era servida la cena.

—No me cabe duda de que los hermanos Lara, tanto si el rey fallece como si queda incapacitado, se darán mucha prisa en ofrecer el reino de Castilla al rey de León. Lo harán invocando el Tratado de Sahagún. Me imagino que sabéis que don Álvaro y sus hermanos se titulaban a sí mismos hijos de la reina de León cuando al enviudar don Nuño, doña Teresa Fernández de Traba, se casó con el rey don Fernando de León —explicó don Lope.

Todos miraron a la reina Berenguela, que estaba ensimismada y guardaba silencio, pero no abrió la boca ni para hablar ni para comer.

—Vuestro antiguo marido aducirá que, como ya no queda ningún descendiente varón de vuestro padre, le toca a él heredar el reino de Castilla —apostilló Girón—. El tratado que firmaron don Fernando de León y vuestro abuelo Sancho dice filius, que puede ser hijo o hija. Creo más bien que significa descendencia, y vos sois la legítima heredera porque así fuisteis jurada por las Cortes castellanas por dos veces. Pero dada la situación de indefensión en que os encontráis, prácticamente sitiada por los señores de Lara, si estos se alían con el rey de León y nos atacan por ambos flancos, no creo que podamos ofrecerles resistencia alguna, y el reino de Castilla desaparecerá.

—Me tendrán que matar si quieren que renuncie a mi derecho a poseer el reino de Castilla.

Admirando su determinación, todos miraban a Berenguela cuando vieron que un chispazo de energía y una sonrisa de malicia iluminaban su pálido rostro.

—Tenemos que traer con nosotros a mi hijo Fernando antes de que sea demasiado tarde… —afirmó con firmeza, señalando al de Haro y al de Girón—. Creo que por vuestro parentesco y amistad con ese rey, sois los más indicados para hacerlo. Marchad de inmediato hacia Toro, donde, según mis noticias, se encuentran desde hace días. Haced que venga con vosotros mi hijo Fernando, que ya es mayor de edad. Os lo pido por el amor de Dios para que podamos proclamarle rey de Castilla si fallece mi hermano, cosa que, por desgracia, parece inminente. Hacedlo con osadía, con sigilo o con fingimiento, pero traedme a mi hijo cuanto antes. —Dicho esto y dejándoles con la palabra en la boca, se puso en pie y exclamó—: ¡Señores! Una vez decidida su venida, sobran deliberaciones. ¡No perdamos más tiempo! Salid de inmediato. Aguzad el ingenio, jugad vuestras cartas y actuad según requieran las circunstancias. Dios proveerá y Castilla, el nuevo rey y yo misma os recompensaremos.