CAPÍTULO 45
Córdoba. 1236
nmediatamente después de aquellos milagrosos sucesos, don Juan, obispo de Osma y canciller del rey, acompañado por los demás eclesiásticos, se afanó en rociar todos los rincones del templo con agua bendita para consagrarlo y restaurar el culto que tuvo la primitiva basílica cristiana. Esta había sido utilizada como mezquita por los musulmanes hasta que la demolieron en tiempos del califato para construir con sus restos y muchos otros romanos uno de los templos más hermosos del mundo musulmán.
Al siguiente día, después de lamentar la ausencia de su madre y de Beatriz, don Fernando y su hermano conversaban a solas en la zona reservada para el soberano, que estaba situado junto a la quibla, delante del mihrab.
A punto estuvieron de llorar en el momento en que se encendieron, por orden suya, todas las lámparas del templo, entre ellas las de las campanas que lucirían por última vez antes de emprender el viaje de retorno a Galicia.
Alfonso estaba deslumbrado por la forma de los arcos y la elegante riqueza decorativa de las cúpulas del mihrab y la macsura, que subrayaban la suprema importancia que aquel esplendoroso ámbito del recinto confería a los monarcas, mostrando a los fieles su cercanía a la divinidad y por ello su poder.
—¡Qué pena que no esté oficiando esta ceremonia don Pedro Muñiz el Nigromante, que nos trajo volando desde Compostela a la grupa del caballo de Santiago! —le dijo al oído el infante don Alfonso a su hermano.
—Él nos hizo soñar este día, pero, al igual que Moisés, se quedó a las puertas de la muralla de Jericó y no llegó a pisar la tierra prometida. ¡Quién nos iba a decir a nosotros que la realidad superaría lo que vimos durante el viaje!
—Es un bosque infinito de columnas de mármol, arcos de piedra y ladrillo y artesonados de madera; mucho más extenso y armonioso de lo que podría haber imaginado —exclamó Alfonso—. El vuelo con el apóstol fue más bien corto. Me parece que solo nos trajo para que viéramos las lámparas que habían hecho con las campanas.
—¿Recuerdas si alternaban las dovelas de piedra y de ladrillo en los arcos bicolores? Porque aquí es lo que más me ha llamado la atención —preguntó Fernando.
—No me fijé en ello, sí que había dos familias de arcos, unos que se apoyaban en las columnas y otros que sujetaban el techo, porque pasamos volando por encima de ellos. Lo recuerdo mucho más pequeño, más bajo y más oscuro que esto. Además, todo pasó muy rápido. Se ve que el obispo quería regresar enseguida a Compostela para que nadie notara nuestra ausencia. Él tenía mucha prisa y nosotros, mucho miedo —admitió Alfonso.
—Miedo tendrías tú. Yo no sé lo que significa esa palabra.
—¿Te das cuenta de que estamos todos los cristianos aquí juntos y el templo está medio vacío? —dijo Alfonso.
—Y dentro de unos días se quedará casi vacío del todo, mientras no se repueble esto de cristianos.
—¿Y el palacio? ¿Qué va a ser de semejante palacio cuando nos vayamos?
—El palacio es nuestro y tendremos que cuidarlo como oro en paño. Bueno sería que, sin mengua de tu autoridad, encomendaras a Colodro que se guarde todo como está, para que no haya robos ni saqueos y se conserven en buen estado los jardines, las fuentes y las acequias, porque va a ser el lugar de nuestra residencia. De paso premiaremos su valentía y destreza —concluyó Fernando.
—Esa escritura árabe que contemplas dice más o menos: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso, Mohamed Abderramán mandó al emir consolidar y renovar esta mezquita esperando la recompensa ultraterrena de Dios por ello. Y se terminó aquello en el año 855, con la bendición de Dios y su ayuda». Y me ha explicado el guardián de todo esto que fue precisamente el moro Almanzor quien se ocupó de hacer la última ampliación del templo —relató Alfonso.
Interrumpieron la conversación cuando salió el obispo de Osma vestido de ceremonial. Oficiaban junto a él los prelados de Palencia, de Cuenca, de Baeza y de Plasencia, que, después de santiguarse y lanzar agua bendita con un hisopo al monarca, dieron gracias a Dios y a Santiago por su ayuda en la conquista de la ciudad.
La mezquita-aljama disponía junto al mihrab de una puerta de uso exclusivo del califa que comunicaba con el palacio para facilitar sus desplazamientos y garantizar su seguridad. De aquel pasadizo se sirvió el rey Fernando cuando terminó la ceremonia religiosa para llegar a palacio antes de que lo hicieran los nobles y los dignatarios que iba a agasajar en el salón de embajadores.
Finalizada la recepción, se quedaron a solas, admirando la riqueza de los artesonados y la equilibrada y delicada belleza de aquel espacio de fantasía. Alfonso se quedó estupefacto cuando contempló que Fernando permanecía inmóvil como una estatua de sal llorando a lágrima viva, en la cúspide del poder, sentado en el trono del califa Abderramán III, sintiendo que había revertido cinco siglos largos de ocupación agarena.
«¡Vaya por Dios! —reflexionó el infante—. La reciente muerte de Beatriz, confrontada con la experiencia de ver cómo la vida fluye por todas partes en este recinto, ha despertado sus sentidos y le ha hecho ver el áspero contraste que existe entre el pasado y el presente, la muerte y la vida, la guerra y la paz, el fracaso y la victoria, lo efímero y lo eterno».
Él mismo estaba conmovido porque se daba cuenta de que, del mismo modo que el Pórtico de la Gloria de Mateo era un anticipo del reino de los cielos traduciendo a piedra la Biblia y los Evangelios, todo aquel conjunto palaciego, aquella arquitectura y aquellas acequias, regatos y jardines con sus rumores y sus olores, aquel fluir del agua como fuente de vida; toda aquella exquisitez y belleza contenida en un tiempo detenido; el canto de los pájaros y aquella frescura en pleno verano no solo eran un paraíso en la tierra para ser vivido, sino también una representación viva y material del difuso cielo prometido. Así se lo había hecho ver el aposentador de palacio con sabias palabras sacadas del Corán cuando afirmaba que toda aquella belleza servía «para introducir a los creyentes y no creyentes en jardines del paraíso por cuyos bajos fluyen arroyos de agua cristalina, en los que estarán eternamente felices y servirán para borrarles sus malas obras, lo que para Dios constituye un éxito grandioso».
Como Fernando no paraba de llorar, Alfonso pensó: «No es solo que está afectado por lo de Beatriz. Este pobre viudo se da cuenta de que conquistando Córdoba ha logrado culminar su destino y ahora se encuentra solo, en el fondo de un pozo. Para sacarle, le diré que no se acobarde porque queda mucha vida todavía, muchas batallas que ganar, muchas ciudades que conquistar y muchos placeres que disfrutar. ¡Qué envidia siento ahora de un hombre rústico y simple como Colodro, noble, astuto y de buen conformar, valiente y osado como nadie! Que además vive el día a ras de tierra y con regocijo, sabe disfrutar en el comer y en el beber y con las hembras cuando se tercia. Suele dormir a pierna suelta, y tiene un olfato de sabueso para descubrir dónde hay felicidad y placer. Él me puede ayudar a levantar el ánimo de mi hermano».
Era consciente de que la melancolía era el mayor peligro que se cernía sobre Fernando y, estando todavía todo por hacer en Córdoba, su obligación era alejarle de la tentación de la dejadez, la pereza y la acidia que atacan a los reyes tanto en las proezas como en las derrotas.
Ambos sabían que ningún castillo ni palacio que hubieran visto tenía parangón con el de los reyes moros. A pesar de que los jardines estaban bastante descuidados a causa del asedio, todo les parecía maravilloso en aquel oasis cordobés. Las lujosas estancias decoradas con especial refinamiento, los delicados jardines, todos tan diferentes, poblados de árboles y plantas de diversas especies y variedades, situados con un orden determinado. Pero sobre todo las fuentes, acequias y estanques que se distribuían profusamente por todos los recintos llevando el rumor y la frescura del agua hasta el más pequeño de los rincones.
—En el alcázar de Toledo, salvo lo que queda de los jardines, casi todo lo que había semejante a estos palacios fue destruido hace dos siglos por el rey Alfonso cuando levantó su castillo sobre el antiguo edificio. Todo lo que estamos descubriendo es pura fantasía y es nuestro. ¿Te das cuenta de lo que tenemos entre las manos? —exclamó Fernando, orgulloso de poseer semejante maravilla.
—¡Qué razón tienes, hermano! Este conjunto excede con creces a lo que nos han contado viajeros y embajadores —respondió Alfonso, sabiendo que tanta belleza y blandura adormecían. Mientras las austeras fortalezas de Castilla eran baluartes para la guerra defensiva, las alcazabas de los reyes moros habían sido proyectadas, además, para el disfrute de la vida.
Alfonso percibió con claridad que ese era precisamente su mayor peligro, porque aquellos pabellones y jardines estaban diseñados para el placer, el descanso y la ensoñación más que para la guerra, que era sufrimiento, esfuerzo y penalidades sin cuento. Buen ejemplo de ello era la sacrificada vida de los freires de las órdenes militares que vivían en recios y austeros castillos al servicio de la cruzada.
Para encelar a su hermano y sondear su estado de ánimo, le propuso retornar lo más pronto posible a Castilla para que descansara y recuperara la salud.
—Le damos una alegría a nuestra madre y de paso te justificas por haber emprendido esta aventura sin su permiso —exclamó Alfonso—. Después pasamos una temporada descansando y cazando en los montes de la Pernía, esperando que la pérdida de Córdoba alimente la inseguridad y el descontento de los infieles y encienda la discordia entre unos reyezuelos que se detestan y nos temen.
Fernando torció el gesto al pensar que le sería muy duro volver a Las Huelgas y encontrarse con la tumba de Beatriz y el vacío clamoroso de su ausencia. Y también seguir reinando bajo la capa protectora y la mirada escrutadora de una madre omnipresente.
—¡Qué prisa tenemos, hermano! Mejor enviamos un mensaje con lo más sustancioso de lo ocurrido, añadiendo que nos quedaremos todavía unas cuantas semanas para no dejar sin orden ni gobierno esta ciudad noble y patricia, que precisamos repoblar para que el abandono no convierta en vergüenza nuestra conquista.
Más que un palacio o una ciudad, habían conquistado un caudaloso río, en una vega feraz con un cálido clima en un mundo de fábula, y eran conscientes de ello. El rey y su hermano eran como niños con un juguete nuevo. Al igual que una novia que revisa su ajuar, se prueba sus prendas o abre las cajas de los regalos, a ellos les gustaba pasearse por las estancias del palacio para hacerlas suyas, especialmente aquellas que eran de uso privativo, como las galerías que flanqueaban el salón principal de su palacio. En ambos ámbitos en que alternaban las luces y las sombras había distintos grados de intimidad; pero en el inferior se disfrutaba de la fragancia y del frescor del jardín en toda su intensidad porque la naturaleza entraba por todos los lados en los espacios interiores.
Como las dos galerías eran muy diferentes y cada una resultaba apropiada para determinadas horas del día, subían y bajaban para apreciar sus diferencias y perspectivas. En las galerías bajas, a ras del suelo y de mayor altura, todo el protagonismo era para el estanque y sus fuentes y para las plantaciones que lo rodeaban. Las galerías superiores, protegidas por celosías de madera, eran largas estancias sombreadas más íntimas y muy aptas para el descanso a cubierto e incluso, dada su longitud, para el paseo. En ellas podían disfrutar del frescor de las corrientes de aire, del aroma del jardín, o del cántico de los pájaros y surtidores. También de las amenas vistas por encima de las tapias, no solo hacia el jardín y los estanques del interior, sino también hacia los pequeños jardines laterales.
Las dos galerías que abrazaban el salón del trono eran espacios de sombra que contrastaban con un patio muy luminoso. Su largo estanque refrescaba con el solo rumor del agua el penumbroso salón de audiencias, en cuyo frente fluía el surtidor de una pileta que surtía las canaletas del suelo en dirección a los cuatro puntos cardinales. Un potente alero artesonado coronaba el conjunto del patio y daba sombra, unidad y empaque a la zona más importante del palacio.
El recorrido de aquellos lugares de leyenda era una invitación a la exploración y al descubrimiento. Alfonso contenía su entusiasmo para evitar la excitación y sobre todo la euforia de su hermano, que después se tornaba en melancolía a causa de su reciente viudedad cuando pasaban a un jardincillo íntimo y cerrado del interior. Por eso, cuando observaba que su hermano se ensimismaba y languidecía, subía con él a un torreón rectangular que disponía de una galería cubierta, desde la que disfrutaban de una vista privilegiada de los jardines privados del laberinto, que formaban las dependencias auxiliares y, por encima de ellas y en todo el contorno de la alcazaba, divisaban la mezquita con su minarete, el caserío de Córdoba, el río Guadalquivir con buena parte de su vega y las ruinas de Medina Azahara. Al fondo, las montañas que se perdían en un horizonte en parte ya conquistado y en parte por conquistar, que Fernando escudriñaba con ansias de apoderarse de aquel territorio cuanto antes.
—¿Hasta dónde podremos llegar, hermano? —preguntó Fernando, para conocer su estado de ánimo.
—Hasta donde alcanza la vista, muy pronto, hasta el mar donde llegue el corazón; y más allá del mar, hasta donde lleguen las aguas dulces de los ríos de nuestras vidas. Y eso… Eso solo Dios lo sabe.
Con este interrogante colgando del cuello, bajaron hasta el salón califal, que tenía por cúpula un cielo estrellado impresionante. A Fernando le habría gustado saber que la inscripción que recorría el friso del salón del reino era a la vez una profecía y una alabanza en su honor.
Si luz de majestad brilla en tu corte,
¡oh, tú, alto, liberal, valiente, manso,
de más noble linaje que la estrella,
de divina piedad tu nacimiento fue señal
por blanquear cuanto tiznó lo injusto!
Hasta el ramo proteges de la brisa
y hasta las estrellas asustas en tu cielo.
Si los astros titilan es de espanto.
De gratitud los sauces a ti se doblan.
Cuando en compañía de su hermano finalizó el recorrido de aquel día, sintió que se había enamorado de aquella ciudad, tan bien provista de palacios y jardines, de arroyos y fuentes. Aunque en un principio estaba deseando volver a Toledo para disfrutar de las mieles del recibimiento, después de aquella desaforada cabalgada desde Benavente a Córdoba que le dejó exhausto, y tras varios meses de asedio viviendo las asperezas de la guerra, alejado de su madre y recién enviudado, una vez que empezó a disfrutar de los placeres y comodidades de aquel palacio de ensueño, sintió que el cuerpo le reclamaba una alegría con urgencia.
Las fuentes habían enmudecido en los estanques. En la noche cantaba el silencio. La luna se bañaba en el agua. A la galería alta llegaba el perfume de las hierbas aromáticas. Fernando subió a la azotea para contemplar la luna de cerca. Al cabo de un rato, la calma y la quietud se quebraron a causa de los sollozos de una mujer, que lo tuvieron con el alma en vilo hasta que regresó de nuevo el silencio.