CAPÍTULO 27
Toledo. 1221-1222
or aquel tiempo murieron casi de seguido Fernando y Gonzálo Núñez de Lara, que tanto daño causaron a Berenguela y al reino. Resentidos con el rey de Castilla porque no recibieron de él las tenencias y los honores que esperaban de su magnanimidad, se expatriaron en tierra de moros. Después de compungido arrepentimiento en el lecho de muerte, pidieron ser enterrados en Castilla bajo el amparo de la cruz. Fernando en Puente Fitero, en el Camino de Santiago, y Gonzalo cerca de Córdoba.
Al poco de casarse Leonor, se quedo encinta Beatriz. El embarazo discurrió con normalidad, pero hasta el 23 de noviembre de 1221 —en que nació en Toledo el deseado heredero al que, como no podía ser de otra manera, pusieron por nombre Alfonso— Berenguela no respiró aliviada porque ya había una clave nueva en reserva para, en su día, colocarla en el centro de la bóveda del reino de Castilla colgada como una lámpara del dedo inescrutable de Dios.
Por si su tío el infante don Alfonso albergaba alguna esperanza de reinar algún día en Castilla por causa mayor, todas aquellas esperanzas se disiparon. No era que se pusiese a cavilar adrede sobre ello, pero aquellas ideas tan bizarras se le pegaban a la cabeza como telarañas de bodegas y desvanes y aparecían en su frente siempre que el aburrimiento o el cansancio las dejaban pasar a primer plano.
Aunque la boda de Fernando había sido para su hermano como una piedra que remueve las aguas de una estanque, sacando a la superficie el cieno que duerme en las profundidades, el nacimiento de un heredero fue como la losa del sepulcro que cerró para siempre sus expectativas de ser rey de Castilla, aunque todavía él, Alfonso el segundón, podría heredar el reino de León.
«No quiero pensar ni remotamente en esa posibilidad…», se dijo, intentando alejar de su cabeza semejante pensamiento.
«Se acabó lo de mi reino será tu reino. Sus reinos serán sus reinos, que serán dos y serán para él y para su hijo —pensó—. ¿Qué es lo que me ocurre, después de que haya nacido un heredero? Nunca creí de verdad que fuera a llegar este momento. Me engañaba a mí mismo. Y ahora que constato que su reino ya tiene un heredero, solo pienso en apoderarme de su lecho para no ser tenido a menos allí donde se manifiesta el poder y la hombría. No te engañes, Alfonso. Sabes bien que nunca harás a tu hermano semejante felonía porque ni él se lo merece, ni te creo capaz de ello».
Pasado poco más de un año del nacimiento del heredero de la corona de Castilla, la reina Beatriz de Suabia trajo al mundo otro varón, al que se empeñó en ponerle Federico, en recuerdo del famoso emperador Federico Barbarroja y de su nieto Federico.
El infante, que salió grande y pelirrojo como todos los Staufen —semilla del diablo, que dijera el papa Inocencio III—, no se parecía en nada a su padre, ni al primogénito Alfonso. En la corte dieron en llamarle Fadrique porque Friedrich, que era como le llamaba su madre, era impronunciable para los castellanos.
Beatriz, por su condición de extranjera y por lo difícil que le resultaba aprender el castellano, pasaba por fases como la luna, ya fuera esta nueva, creciente cuando estaba embarazada, llena cuando daba a luz y menguante cuando quedaba a la espera del siguiente embarazo, pero estaba eclipsada por Berenguela, que siempre era luna llena a rebosar y brillaba a veces como el sol del mediodía.
Como el pequeño Alfonso era el primer nieto, fue desde el primer momento el preferido de su abuela, que acaparaba al primogénito todo lo que podía. Eso permitió a Beatriz prestar toda su atención a Friedrich, porque además era el vivo retrato de su difunto padre, Felipe Staufen, asesinado cuando era Rey de Romanos.
Para él reservaba el ducado de Suabia, tal y como figuraba en la dote. Como quería que hablara el alemán, se negó en redondo a entregar al niño a una nodriza y pugnó mientras pudo por alimentarlo de propio pecho, a pesar de la secular costumbre de los monarcas de criar a sus hijos en un ambiente sano y estable fuera de los vaivenes de una corte itinerante.
—No hace falta que vayamos dos reinas a todas partes… sobra con que vaya la reina Berenguela. Yo necesito reposo y me quedo con Friedrich —decía a la menor ocasión, negándose desde el primer momento a llamarle Fadrique.
—Parece mentira que a estas alturas no conozcas a tu suegra —argumentaba el infante don Alfonso—. A Fernando le puedes convencer y quizás acceda a concederte este capricho, pero creo que no sabes cómo se las gasta la reina Berenguela. Fadrique saldrá de tus brazos por las buenas o por las malas, así que mejor será que le dejes partir por las buenas. Y que sea cuanto antes, porque el niño sufrirá menos y tú podrás acompañar a mi hermano en sus viajes por el reino y evitarás que te tomen por enferma o por loca.
Fue el rey don Fernando quien cayó enfermo de gravedad y una vez más se temió por su vida. La reina Beatriz permaneció junto a él con Fadrique a su lado. Ella se entretenía teniéndole consigo, hablándole en alemán en la esperanza de que, siendo tan Staufen como sus primos, también podría llegar a ser nombrado emperador o rey de los romanos, como lo fue en su día su abuelo el malogrado Felipe de Suabia.