CAPÍTULO 39
Conquista de Quesada. Batalla de Jerez. 1231
quel año y el siguiente los dedicó el rey Fernando a recorrer los reinos de León y de Galicia y Asturias para apaciguar los ánimos y castigar a los revoltosos y de paso darse a conocer a sus súbditos, que le recibían con alborozo celebrando que el reinado de Fernando ponía fin a muchos años de guerra entre los reinos de León y de Castilla. Durante su largo periplo, en el que visitó varias veces las principales ciudades de los reinos, se ocupó de resolver conflictos, impartir justicia y sobre todo de confirmar privilegios anteriores a eclesiásticos y nobles para ganarse fidelidades, tal como era costumbre cuando un nuevo monarca comenzaba a gobernar.
En todo el periplo por el reino de León, el recién proclamado rey se hizo acompañar por su hermano. Cuando no estaba presente la reina Beatriz porque el cansancio que le producía el embarazo de cada año la obligaba a tomarse un reposo en algún monasterio a la vera del camino, el infante don Alfonso seguía a regañadientes a la comitiva regia por villas y ciudades en las que, con algunas variantes, se repetía siempre la ceremonia del recibimiento, con los correspondientes vítores, los solemnes tedeums, los banquetes y discursos interminables y las pesadas sesiones en las que se confirmaban fueros o se administraba justicia.
Pero cuando se incorporaba la reina Beatriz a la comitiva, a Alfonso se le encendían las mejillas, recobraba el ingenio y se afanaba por hacerle lo más placentera posible aquella vida itinerante.
Ella, aunque con mucho esfuerzo, había aprendido un poco de idioma castellano, pero no entendía los dialectos y hablas particulares de las variopintas ciudades y comarcas del reino de León. Como era de suponer, Alfonso era su intérprete favorito y no solo estaba pendiente de ella, sino que por su alto rango siempre se encontraba cercano y disponible. Con la excusa de mejorar en la lengua de sus súbditos, se entretenían con trovas y chanzas.
Un día se reunió con ellos el rey Fernando.
—De buena te has librado con tu ausencia, querido hermano, porque los trabajos y obligaciones que me impone mi condición de rey de León me exigen con urgencia conocer y darme a conocer a mis súbditos y atender los negocios de este reino que nuestro padre había descuidado los últimos tiempos. Esta circunstancia me impide ocuparme de los asuntos de la guerra que libramos contra los infieles aprovechando que, cuando no los matan sus súbditos, se dedican a matarse entre ellos.
—Si se empeñan en degollarse, no los estorbemos en su propósito. No me pidas que vayamos a separarlos. Dejémosles que se maten a placer y acudamos cuando no quede un emir para contarlo.
—De sobra sabes que la paz, la victoria y la abundancia sosiegan los corazones y aúnan las voluntades y que la derrota y las escaseces enturbian los ánimos y engendran el descontento de nuestros enemigos. También conoces que la molicie y el ocio son la herrumbre de los guerreros que solo encuentran en la batalla la razón de su existir y en el botín, el incremento de su hacienda. Por estas poderosas razones permitiré al arzobispo de Toledo adentrarse profundamente en territorio enemigo e incrementar su diócesis con todo lo que pueda conseguir.
—El arzobispo tiene bula papal, indulgencias y dineros, y soldados no le han de faltar. Vaya en buena hora monseñor, regrese victorioso a su sede y sufrague las obras de su nueva catedral, que parece que quiere terminarla en vida.
—Para que aquello ocurra y triunfe don Rodrigo, tenemos que distraer al enemigo con otra operación de mucho fuste.
—¿Quieres que vaya a Sevilla a cantarle mis trovas a Ibn Hud para tenerle entretenido?
—Quiero que ocupes mi lugar para confundirle y vayas por Córdoba hasta Sevilla y, si puedes, hasta el mar, saqueando y destruyendo todo lo que encuentres a tu paso, para provocar el pavor y el descontento entre los suyos y para quebrantar su autoridad.
—Prefiero escuchar el gorjeo de los pájaros a los gemidos de los caballos y los balbuceos de los niños a los ayes de los moribundos. Me gusta más el humo de las chimeneas que la chamusquina de los olivares. Resumiendo: antepongo la trova a la guerra, como has podido comprobar tras la muerte de nuestro padre, que me ofreció el reino hace unos cuantos años. ¿No te fías de mí y me mandas a combatir a los moros para tenerme lejos del reino de León?
—Deja de decir bobadas y prepárate para la campaña de castigo. El objetivo de vuestra incursión es quebrantar la moral del enemigo y preparar la Reconquista de todo el valle del Guadalquivir. No hace falta que seas el primero del ejército. Irás en mi lugar haciendo lo mismo que cuando me coronaron en Valladolid. De este modo, confundiremos a los moros que tanto me temen. Como ostentas mi representación y estarás bien protegido, te mantendrán alejado de los lugares de peligro. Te acompañará tu amigo Gil Manrique, que será tu sombra y se ocupará de proteger tu vida como si fuera la mía.
—Bien dicho. Y si me matan, te morirás del disgusto.
—Calla y escucha. Comandará la tropa Álvaro Pérez de Castro, que es un guerrero formidable y conoce bien a los sarracenos porque ha estado bastantes años a su servicio.
—¿El hijo de Pedro que estaba con el Miramamolín en Alarcos?
—El mismo.
—¿El nieto de Fernando que mató a Manrique de Lara en Huete y asesinó a su esposa Estefanía en León y pateó con el caballo hasta matar a su suegro el conde Osorio en Llobregal?
—Ese es don Álvaro.
—¿El que estaba con los sarracenos defendiendo Jaén cuando no hubo manera de rendirla en muchos meses?
—De tales palos, tal astilla.
Es malvado de los pies hasta la coronilla,
y desde la cabeza hasta los talones;
su consejo es de miserable,
su conversación, pesada e irritante,
sus regalos, pobres y escasos
y sus hechos son como fuego de paja.
—Por eso es el hombre que necesitamos para incendiar los campos y arrasar poblaciones en una gran incursión de castigo que debilite y divida al enemigo.
El primer interesado en combatir al enemigo y ocupar sus tierras cuanto antes fue don Rodrigo, que, con el apoyo del papa Gregorio IX y aunque no necesitaba estímulos para adelantarse en el combate, tan pronto como recibió del rey las villas de Quesada y Toya, que estaban en manos de musulmanes, atravesó el puerto del Muradal con su propio ejército y las fuerzas concejiles toledanas y de otras muchas villas de su diócesis y se adentró profundamente en territorio enemigo hostigando a los sarracenos para conseguir abundante botín, aparte de sumar nuevos territorios a los conquistados anteriormente.
El arzobispo tomó Quesada, que había sido reconstruida después de su devastación anterior, expulsó de la ciudad a sus habitantes y se apoderó de toda la comarca. En ella reforzó y guarneció las treinta y siete fortalezas que la defendían para que no se perdieran cuando regresara a Toledo para continuar su catedral con los recursos obtenidos durante sus incursiones.
Como muy bien había demostrado Almanzor en los albores del año 1000, para una incursión de saqueo y pillaje no se precisaba de una tropa numerosa, sino de un ejército ligero y muy bien cohesionado porque de la rapidez de sus desplazamientos, de la sorpresa de sus apariciones y la dureza y crueldad de sus intervenciones dependía el éxito de semejante empresa.
Tal como había dispuesto el rey, el infante don Alfonso llevaba las enseñas reales para confundir y atemorizar al enemigo, haciéndole creer que el propio rey don Fernando marchaba al frente de la tropa, porque, después de las feroces represalias y continuas victorias del rey de Castilla en los años precedentes, los sarracenos sentían pavor ante el anuncio de su presencia.
Después de saquear los campos y de quemar y destruir todo lo que encontraban a su paso en los alrededores de Córdoba y de asaltar Palma del Río, donde no dejaron a nadie con vida, el infante don Alfonso, al ver lo grande que era la ciudad de Sevilla, sufrió un ataque de pánico que disimuló burlándose de sus temores ante su amigo Gil Manrique:
—Esta incursión puede acabar como aquella desgraciada aventura que nos contaba mi abuelo Alfonso el Noble cuando éramos pequeños. Me siento como Sancho Jiménez el Giboso, adalid de Ávila, que también se llegó con su incursión con las tropas concejiles de su ciudad hacia estas tierras, y después de atravesar el Guadalquivir devastó las tierras de Écija y toda la campiña de Córdoba como nosotros. Él y los suyos se las prometían muy felices cuando regresaban a Castilla con un rebaño de muchos miles de ovejas, más de doscientas vacas y ciento cincuenta cautivos. Pero con tanto botín y tanto rebaño marchaban lentamente y fueron alcanzados por un ejército del califa Abú Yacub cerca de Calatrava. No me gustaría nada acabar como el Giboso y que un mensajero le dijera a mi hermano que, después de torturarme, me habían cortado esta cabeza mía a la que tanto aprecio tengo porque es la única que tengo para hacer trovas, por eso no quiero que nadie la exhiba sin mi permiso en la ciudad de Sevilla y menos colgada de una pica delante del minarete de la mezquita.
Tal como se temía el infante don Alfonso, las cosas se complicaron cuando sobrepasaron Sevilla y, después de llegarse hasta Vejer, regresaban por la vega de Jerez. Alfonso estaba inquieto, porque llevaban muchos días sin que aparecieran fuerzas enemigas que les hicieran frente. Conocedor de la incursión, Ibn Hud pudo juntar a toda prisa un ejército de siete batallones y más de diez mil hombres a caballo, además de otros muchos hombres de a pie, mientras eran solo mil los cristianos que venían a caballo acompañados de dos mil quinientos peones con sus correspondientes acémilas cargadas de un riquísimo botín. En retaguardia traían quinientos cautivos.
Cuando los hombres que comandaba el de Castro divisaron las tiendas de ese gran ejército en una llanada situada entre el olivar en que se encontraban y los muros de Jerez, se dieron cuenta de que no tenían escapatoria. No había otra alternativa que presentar batalla a aquel numerosísimo ejército.
Después de confesarse con el clérigo que los acompañaba y perdonarse los pecados unos con otros a toda prisa, Álvaro Pérez de Castro informó a don Alfonso de sus planes.
—Si su alteza no dispone lo contrario, ordenaré atacar de inmediato. Degollaremos a todos los cautivos porque no tenemos fuerzas suficientes para custodiarlos y no podemos dejarlos libres en la retaguardia. Puesto que será imposible emprender la huida, ordenaré que se descarguen los burros y las mulas de cuanto lleven en sus alforjas y, una vez desprovistos de carga, haré que monten en ellas los peones. Con ellos detrás de los caballeros formaremos un único haz que atacará en tromba a los sarracenos.
Don Alfonso, que seguía viendo su cabeza colgada en una pica delante del alminar de Sevilla, dijo con voz entrecortada:
—¿Degollaréis a las mujeres y a los niños también?
—Ellos nos cortarían la cabeza a nosotros si fuésemos derrotados.
—Haced lo que creáis más conveniente para salir con vida de esta y que el apóstol Santiago acuda presto en nuestra ayuda.
No había pasado mucho tiempo desde que dejaron la retaguardia llena de cadáveres de cautivos cuando, a una indicación de don Alfonso, el portaestandarte enarboló la enseña y disciplinadamente todos los componentes de la algara iniciaron la marcha. Todos iban a lomos de caballerías en una compacta formación con forma de punta de flecha que comandaba don Álvaro Pérez de Castro. Salieron del olivar, ordenada y lentamente, hasta llegar a una distancia prudencial del enemigo. Entonces, al grito de «¡Santiago, ayúdanos!», iniciaron un trotecillo que se convirtió en galope tendido dispuestos a embestir frontalmente en las compactas filas de peones que protegían a los caballeros musulmanes.
Aquella audaz y rápida maniobra, que pilló por sorpresa a las huestes de Ibn Hud, que no se esperaba un ataque semejante, abrió una gran brecha en la formación sarracena y desbarató las vanguardias del apresurado ejército sarraceno, cuyos componentes se vieron arrollados y sobrepasados por los cristianos en su fulgurante embestida y, no sabiendo cómo ni por dónde recomponer su formación, muchos de ellos —que habían acudido obligados por Ibn Hud, al que odiaban— optaron por salvar sus vidas al abrigo de los muros de Jerez.
Viendo la desbandada y la derrota de los sarracenos, don Alfonso, que se había visto envuelto por primera vez en medio del fragor de una batalla semejante, no era capaz de reaccionar. «Cómo me engañaste, hermano: mi trono será tu trono, mi casa será tu casa… y una mierda. No me dijiste mi guerra será tu guerra y mis muertos serán tus muertos», pensó, con desagrado.
Una vez rematados los heridos y arrancado el botín a los muertos ajenos, procedieron al recuento y posterior cristiana sepultura de los propios y se alejaron del campo de batalla, encaminándose a Castilla con el enorme botín que fueron completando al regreso al no encontrar ningún tipo de resistencia.
Durante todo el camino de vuelta, el infante don Alfonso tuvo tiempo suficiente para meditar sobre lo ocurrido. Le salió la vena de filósofo porque sabía que, de no haber sido por la frialdad, estrategia y valentía de Álvaro Pérez de Castro, que en ningún momento había perdido la calma, a esas horas podría haber estado muerto y bien muerto.