20
Cuando desperté, la luz entraba por una de las ventanas y, al no reconocer aquella estancia, tardé un buen rato en recordar dónde estaba y lo que había sucedido el día anterior. «Estoy en Roma —pensé—, en una casa desconocida, a la que llegué por no tener adónde ir, sin dinero, sin documentos, sin nadie conocido que pudiera auxiliarme». Qué lejos estaba cuanto había imaginado que sería mi llegada a la capital. No conservaba ni tan siquiera la toga viril que me había regalado mi padre, ni conocía otra dirección que la de la interesada escuela de Junio Casio, donde me rechazaron cuando mi dinero les pareció depreciado. Recordé los fieros y despectivos rostros de los pretorianos que me golpearon la tarde anterior y cómo había deseado gritarles: «¡Cuidado, soy el hijo del tribuno Trásilo Turno, nieto del senador Quirino Mario, sobrino de Hiberino Turno el jurista. Mi casa está en la vía Lautitia, junto a la de los más notables lusitanos!». Pero ¿quién podría haber acreditado en aquel momento mi procedencia, rodeado como estaba de rapaces a los que no les importaba otra cosa que mis viejas monedas de provincia? Y, aunque hubieran sabido mi nombre, ¿qué era un noble provinciano en aquella Roma feroz y pretoriana, capaz de llevarse por delante incluso a sus emperadores?
Recordé entonces a la joven que se había compadecido de mí la noche anterior y miré hacia la silla donde la había dejado antes de que el sueño me la arrebatara; pero estaba vacía. Me levanté y salí al exterior. La encontré trabajando con afán en el huerto. Creo que jamás podré olvidar aquel rostro limpio y brillante bajo el sol de la mañana. El esclavo que trabajaba junto a ella fue el primero en advertir mi presencia y se incorporó sin decir palabra. La joven me vio entonces y alzó la cabeza sonriendo.
—Has dormido como si no hubieras tenido un lecho desde hace tiempo, joven de Hispania —dijo.
—En la cubierta de los barcos cuesta mucho conciliar el sueño —observé.
—Ven, quiero mostrarte el templo —dijo, dejando apoyada en un árbol la azada. La seguí, y ambos ascendimos las gradas. Mis miembros se movían pesadamente por el cansancio y el largo sueño. Cuando la vista se hizo a la oscuridad del interior, aparecieron tres grandes imágenes, de pie sobre sus peanas. La joven tiró de mí, me colocó bajo una de ellas y dijo:
—Esta diosa es Higia, la hija de Asclepio. La imagen es tan vieja como el templo, aunque estaba dedicada a Salus. El emperador Adriano quiso personificar en ella a la conservación y arregló el edificio, hace ahora cien años.
La diosa era muy bella, representada de pie delante de la estatua de Asclepio, barbado y de aspecto bondadoso, sosteniendo el bastón con la serpiente enroscada.
—Me llamo Salus en honor a esta diosa —dijo la joven.
Al otro lado del ara central había un dios representado como un glorioso joven de diecinueve o veinte años, de pie, con la mirada perdida hacia el frente.
—Es Antinoo divinizado —dijo Salus—. Desde que Adriano mandó poner aquí su imagen se le rinde culto junto a la diosa que protege la eterna juventud. Desde entonces una chica y un chico se ocupan del templo.
—¿Tú eres esa chica? —pregunté.
—Sí. El sacerdote que me eligió creyó que mi aspecto era más adecuado para representar a la diosa que el del resto de las jóvenes candidatas.
—¿Y el joven?
—Ahora no hay ninguno. El anterior era muy hermoso y lo mataron una noche, aquí mismo. Probablemente lo hizo un pretendiente rechazado. Ahora, el puesto está vacante, hasta que se encuentre a alguien digno. Pero eso debe decidirlo el sacerdote.
—¿Cuál es tu misión?
—Cuido del templo, me ocupo de los jardines y, lo más importante, atiendo con cariño a quien necesita algo de la diosa.
—¿Conoces la medicina?
—Sé algo, pero no es mi trabajo. Para eso están los médicos de la isla tiberina.
—Entonces, no eres una prostituta.
Salus bajó la cabeza tímidamente y por un momento dejó de sonreír.
—¿Hubiera sido peor si lo fuera? —preguntó.
—No, pero no comprendo qué hacías anoche en la calle con aquellas mujeres.
—Quizás estaba esperándote…
—Así lo creo. Si no te hubiera encontrado me pregunto qué habría pasado, y dónde estaría ahora. No sé cómo puedo agradecerte lo que has hecho por mí, pero no quiero serte gravoso, hoy mismo me marcharé.
—¡No! —gritó, cambiando repentinamente su expresión, que se volvió triste—. Bien, quiero decir que es pronto aún, tus golpes no están curados y no tienes adónde ir.
—Pero no tengo dinero… De alguna manera tendré que pagar mi estancia en esta casa, ¿no?
—No debes preocuparte por ello. Las ofrendas que recibe este templo son muy generosas. Además, creo poder ofrecerte una ocupación para que puedas salir adelante, aunque ahora no puedo decirte de qué se trata.
Me dejé convencer, porque estaba tan confuso que no sabía cómo empezar mi vida en Roma. En el fondo, a pesar de lo que me había sucedido el día anterior, me sentí afortunado por haber encontrado aquel lugar. Salus y yo nos sentamos a comer juntos aquella misma mañana, y charlamos de asuntos referentes a la ciudad. Le conté mi viaje y le contesté a cuantas preguntas me hizo sobre mi vida. Aunque al principio me importunaba un poco su curiosidad, pronto me acostumbré a ella y tuve la sensación de que la conocía desde siempre. Su belleza era tan dulce y sus atenciones tan constantes que se me hizo inevitable empezar a amarla enseguida.
En cuanto estuve repuesto me incorporé a las faenas del templo, por contribuir de alguna manera. Pero, más adelante, me sentí empujado por una especie de inercia que me llevaba a poner verdadero empeño en aquella ocupación. Ayudaba a Salus en el cuidado de los jardines, limpiaba las imágenes y retiraba la cera y las lámparas cuyo aceite se había agotado. Pero lo que constituía un misterio para mí era lo que hacía mi benefactora cuando se encerraba con los fieles en una estancia contigua al templo. Hasta ahora, cuando le preguntaba sobre ello o sobre otras cosas que no entendía me contestaba siempre lo mismo: «Todo a su tiempo». El esclavo del templo era muy discreto y, aunque siempre me acompañaba a todas partes, no hablaba más de lo indispensable.
Aquel comienzo de mi estancia en Roma no fue pues tan desagradable, a pesar de las dificultades que encontré a mi llegada; pero pasadas las primeras semanas, empecé a ver que mi vida carecía de sentido. Por eso, una mañana me armé de decisión y me encaminé hacia el Aventino, para hablar de nuevo con Junio Casio y ver si había alguna posibilidad de continuar los estudios de leyes.
El maestro se sorprendió al verme y, después de mirarme con gesto distante, dijo:
—¡Vaya! Sigues en Roma, ¿eh? Pensé que habías decidido regresar a Hispania con el dinero que te quedaba. ¿Has solucionado tu problema?
—No —respondí—. No tengo nada de dinero.
—¿Y bien? Creí haberte explicado que sin dinero no podemos llegar a entendernos.
—Solo quiero tu consejo en algunos asuntos. No conozco a nadie más en Roma. Me gustaría saber qué puede hacer un joven como yo para ganarse la vida.
—Hummm… Depende de cuáles sean sus necesidades. En tu caso es difícil que puedas mantener aquí el régimen de vida que tuviste en tu ciudad. Pero dime, ¿qué has hecho hasta ahora desde que nos vimos?
—Vivo en el templo de Salus.
—¿Cómo? —exclamó extrañado—. ¡Oh, ya comprendo! Un joven de tu aspecto puede resultar ideal para un puesto así. Pero ¿estando allí tienes problemas de dinero?
—Creo que te equivocas —dije—. Aunque vivo allí, no soy el joven del templo.
—¿Conoces ya al sacerdote de Esculapio?
—No, hay una joven que se ocupa de todo.
—Bien, ya lo conocerás; creo que cuando te vea estará conforme contigo. Ahora márchate, tengo mucho que hacer. Si tu oficio te permite reunir el dinero suficiente no tendré inconveniente en admitirte.
Creí comprender de sus palabras que el oficio de servidor del templo de Salus podría ser productivo. Pero hasta ahora Salus no me había hablado de ello en ninguna ocasión. Por el camino, decidí comentarle el asunto esa misma mañana.
Cuando llegué la encontré en el jardín exterior, despidiendo a uno de los fieles. La llevé aparte y le hablé con franqueza:
—He estado en la escuela de Junio Casio, ya te dije que iría a hablar con él.
—¿Qué te ha dicho?
—Que me admitiría si consigo el dinero suficiente. Pero eso no es todo. Me ha insinuado que yo podría ocupar en el templo el lugar del joven asesinado. Es más, él ha creído que yo ya ocupaba dicho cargo.
A Salus se le iluminó el rostro. Me abrazó sin ocultar su alegría y exclamó:
—¡Ha sido el dios! Cuando te vi aquella noche, todo magullado y con la cara cubierta de sangre, supe que era un signo. Después, cuando limpié las heridas y vi tu rostro fue como si el mismo dios me hablase. Ahora mismo mandaré dar aviso al sacerdote y tú y yo iremos a verlo esta misma tarde.
El sacerdote vivía en la isla tiberina. En cuanto me conoció alabó mi belleza y se entusiasmó con la idea.
—Bien, bien —dijo—, hay muchos fieles que echan de menos la comunicación con el dios. Será bueno que tú, Salus, lo instruyas desde hoy mismo. Pero, recuerda, no quiero ningún error, ni que nadie salga descontento; ya hemos sufrido suficientes perjuicios con el anterior joven. Es muy importante la prudencia.
Así me convertí en el «joven del templo», como si aquel cargo me hubiera estado esperando. No obstante, no comprendía aquella forma de religión y no sabía todavía en qué consistiría más concretamente mi misión. Pero confiaba en Salus, que fue desde aquel día mi maestra.