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Cuando las oraciones de Husbiago eran ya casi inaudibles, porque apenas le salía la voz del cuerpo, la puerta de la mazmorra se abrió. Nuestros guardianes nos arrastraron hasta un patio; donde, deslumbrados por la luz exterior, sentimos el escozor del agua con la sal con la que nos frotaron el cuerpo. Luego nos llevaron hasta una estancia cuyo suelo estaba cubierto de tapices y su ambiente caldeado por un gran horno que había en uno de los rincones. Allí nos dieron una papilla ácida a base de leche fermentada y mijo.
Me sorprendía la naturalidad con la que el viejo Husbiago aceptaba todas aquellas tribulaciones. Se cubrió con una manta y se dispuso a comer como si no hubiera pasado nada. Mientras que Elis y yo no podíamos ocultar el miedo y la turbación que nos causaba todo aquello.
—¿Qué puede sucedernos ahora? —le pregunté a Husbiago.
—Supongo que lo peor ha pasado ya —respondió—. No puedo saber qué pretende el rey de nosotros; pero, en todo caso, no creo que nos vaya a hacer nada malo. Lo que ahora me preocupa es la suerte que hayan podido correr mis hombres.
—¿Piensas que nos mantendrá como rehenes o algo así?
—No, no necesita hacerlo. Con habernos humillado delante de su corte se ha servido ya suficientemente de nosotros; ha contentado así a sus guerreros. Ya no le servimos de nada.
—¿Nos dejará marchar?
—Eso no puedo saberlo.
El látigo había sido doloroso, pero nuestras heridas eran superficiales: en pocos días estuvimos repuestos. Después nos trasladamos a uno de los palacios, donde nos entregaron nuestras ropas y efectos personales. Durante unas semanas estuvimos allí bien alimentados y sin que nadie acudiera a darnos ninguna explicación.
Por fin, una mañana se presentó a nosotros un ministro del rey; un tal Arbatres, que hablaba correctamente el griego.
—Mientras permanezcáis en Ctesifonte, yo seré el encargado de que no os falte de nada —dijo.
—¿Somos prisioneros? —pregunté.
—No, sois enteramente libres —respondió.
—Entonces, ¿por qué hemos sido maltratados?
—El dolor purifica —respondió—. ¿Pensaba el rey de Roma que podía presentarse ante nuestro dios y señor como si tal cosa, después de haberlo ofendido?
—¿Podremos entonces presentarnos ante el rey de reyes, ya que hemos sido purificados?
—Sí, pero solo cuando él lo decida.
—¿Qué ha sido de nuestros hombres? —le preguntó Husbiago.
—Están bien, ellos no han sufrido castigo alguno, puesto que son solo servidores. Podréis verlos hoy mismo si lo deseáis.
Ese mismo día anduvimos libremente por Ctesifonte, sin que nadie nos vigilara, ni nos tuviera siquiera en cuenta. La ciudad imperial era verdaderamente impresionante; dentro de sus muros albergaba a toda la corte, rodeada de un fasto que realzaba la majestuosidad del monarca. Cualquiera de aquellos nobles, llamados «hijos del rey», podía haber sido confundido con un rey, a pesar de que eran muy numerosos. Usaban ricas coronas y vestidos deslumbrantes de seda, bordados en oro y adornados con piedras preciosas; se hacían trasladar en literas portadas por ocho o más esclavos y cubiertas por señoriales toldos; los saludos entre ellos eran interminables, sometidos como estaban a un riguroso ceremonial protocolario donde se multiplicaban las reverencias, los golpes de pecho y las palabras de cumplido. Había oído hablar del boato persa, pero nunca pensé que las cosas llegaran a tanto.
Pronto pudimos comprobar que nuestra comitiva no había sufrido ningún daño, y que nuestros bienes estaban intactos, pero supimos que los regalos que trajimos para Sapor habían sido repartidos entre los nobles.
Al cabo de ocho días, Arbatres me anunció que debería comparecer ante el rey de reyes. Para ello tuve que someterme a la regla palatina establecida, por lo que me vistieron de sedas y me cubrieron de joyas a la manera de los caballeros persas.
La ceremonia de recepción fue fastuosa, como todo lo que se hacía en aquella corte. Primeramente los sacerdotes condujeron nuestro fuego hasta la torre donde se custodiaba el fuego real. Allí unieron la llama que habíamos transportado desde Edesa a una superior, para que, según el culto, le otorgara sus virtudes y lo purificara. Una vez cumplimentado este requisito, pudimos presentarnos en el iwan.
Mientras avanzábamos por la gran sala, sonaba la música y los cantos. Temí que se repitiera la escena del día que llegamos.
—¿Nos azotarán de nuevo? —le pregunté a Husbiago.
—No, no temas —respondió sonriendo—. Esto es una ceremonia festiva; los trajes de los grandes y la música así lo indican.
Al llegar frente a la escalinata, nos postramos en tierra. El gran cortinaje estaba echado y custodiado por un dignatario. Cuando sonaron las invocaciones y las alabanzas, se descorrió y apareció el trono suntuoso, bajo la corona sujeta al techo, y el rey sentado en él, rodeado de sus íntimos, entre una nube de incienso.
Arbatres nos presentó. Entonces pude leer por fin los escritos que Filipo el árabe me había encomendado. Cuando terminé de exponer las intenciones del emperador romano, uno de los ministros descendió hasta donde yo estaba y me entregó una espada.
—Es el signo de que el rey acepta tu sumisión —me dijo Arbatres.
Después me situaron en uno de los laterales, junto a los nobles. La ceremonia continuó y otros embajadores fueron presentándose: hunos blancos, indios, nómadas de las estepas, judíos, sátrapas de las montañas e incluso griegos de las antiguas colonias que habían quedado atrapadas dentro de los límites del imperio persa. Se nos trató como a todos ellos, sin ninguna distinción.
Cuando terminaron los largos discursos, el rey se retiró. Desde allí nos condujeron a los salones del palacio, donde se sirvió un espléndido banquete, tras el cual hubo espectáculos de danza, escenificaciones teatrales y actuaciones de saltimbanquis, enanos y bufones.
Arbatres, siempre a mi lado, disfrutaba con todo aquello y constantemente estaba pendiente de que me divirtiera, explicándome el sentido de las representaciones y el contenido de los platos que se servían.
—En tiempo de paz los dioses gozan —dijo—; en tiempo de guerra sufren por sus obligaciones.
Las bóvedas pintadas de azul y decoradas con brillantes estrellas de oro, así como las paredes azulejadas, daban a las estancias el aspecto de un firmamento.