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El prefecto de la guardia pretoriana era Cayo Furio Timesiteo y, en realidad, era él quien gobernaba en Roma, pues el emperador era muy joven y algo apocado e inepto, según el rumor generalizado. Por entonces Gordiano no estaba en Roma, sino en el Danubio, luchando contra la tribu dacia de los carpos, que había saqueado la provincia de Mesia.
El prefecto del pretorio dirigía personalmente la vida económica y política. Timesiteo era un hombre instruido y, al mismo tiempo, fuerte. Sabía manejar con destreza al Senado y al ejército, y gozaba de autoridad y prestigio entre los mandos militares. Como había iniciado su carrera política ya bajo Caracalla y había disfrutado de la confianza de Máximo, el tiempo lo había dotado de una cierta aureola de inviolabilidad, y de la honrosa reputación de haberle devuelto un poco de orden a Roma tras los desórdenes de la época de Pupieno y Balbino.
El ambiente que encontré en el pretorio era el que correspondía al período que sigue a una guerra civil: se buscaba a toda costa la lealtad y se pretendía reconstruir la guardia con caballeros fieles al viejo espíritu pretoriano. Pero esto era muy difícil, pues los veteranos estaban acostumbrados a cambiar de simpatías y antipatías con gran facilidad, arrojándose ciegamente de un extremo a otro, según las regalías y sueldos que se les prometieran. Aun así, en el cuartel se obedecía y se admiraba a Timesiteo, y había un incipiente deseo de luchar contra la corrupción que había dominado hasta entonces.
Creo que fueron estas las razones que hicieron que nos mimaran tanto a los que nos alistamos en aquel llamamiento. Desde el principio me sorprendí. Había escuchado tantas historias acerca de la dureza de la vida castrense que nada se me hizo difícil. La comida era aceptable y el alojamiento dispuesto en el castro, mejor de lo que se suponía que serían las instalaciones para soldados.
Lo primero que hicieron fue acostumbrarnos al orden y a la sistemática del ejército romano. Pude sentir que en aquel espíritu radicaba la extensión y la antigüedad del Imperio. Pero, desgraciadamente, no todos los soldados de nuestra época estaban recibiendo el mismo tipo de instrucción que nosotros: en las fronteras y en las provincias limítrofes se incorporaban cada vez más tropas auxiliares formadas por bárbaros; se reclutaba a cualquiera y el ejército ya no era lo que fue, sino un refugio para mercenarios y oportunistas. Por eso el prefecto quería recuperar el viejo estilo, para hacer retornar las cosas a sus gloriosos orígenes. Al principio nos tuvieron sin paga. Era la forma de evitar que los aprovechados se fugaran nada más recibir el primer sueldo, pues las asignaciones eran muy generosas. Pasados tres meses se sabría quién iba a permanecer. Mientras tanto, el mejor adoctrinamiento eran las historias que contaban los veteranos y el engolosinamiento de los relatos de pingües ganancias obtenidas en los botines de las ricas ciudades orientales. Aquella mezcla de aventuras y codicia tenía su propio encanto.
Pasaron los meses y llegué a sentirme como en casa; pensé que había nacido para este tipo de vida. La nueva guardia iba tomando forma, aunque aún no nos dejaban vestir la armadura. Nos familiarizamos con las órdenes y con la trompeta; saltábamos sobre los carros y nos poníamos en movimiento como un solo hombre; ensayábamos maniobras envolventes, fulminantes ataques y rápidas retiradas. La división se desplegaba o replegaba con la precisión de un coro de danzarines en la escena.
Cuando el general Lauricio Panphilio estuvo convencido de que habíamos comprendido la sistemática, nos lanzó un emocionante discurso desde un estrado, y luego apareció una carreta cargada de monedas, por la que fuimos pasando en orden para recibir la soldada. Las armas las entregaba el mando. Recibimos la espada corta y los venablos, pero el casco, los escudos y la armadura corrían por nuestra cuenta. Esa era la tradición del pretorio. Solían encargarse a los armeros que tenían sus establecimientos en torno al acuartelamiento, pero los precios eran elevados y por el momento había que conformarse con una de cuero.
Recordé dónde podía conseguir una espléndida armadura sin gastar un denario: en una de las aras del templo de Salus había una, depositada como ofrenda por algún militar retirado. Cuando serví en el templo me fijé en ella. La catapharta era de mallas entrelazadas, con phaleras doradas y una imagen de Minerva en relieve, lanzando un venablo. Entonces pensé que si fuera soldado desearía llevar una armadura como aquella. La primera noche que pudimos salir del castro, salté los muros del templo y tomé la coraza, el casco y el escudo que estaban junto a ella. Antes de salir, me fijé en los ojos del dios, que parecían mirarme. Le dije con el pensamiento: «No me negarás esto; me lo merezco por el tiempo que te dediqué». Al día siguiente, el armero pulió la armadura y le puso correas nuevas.
—Es perfecta para un auriga —dijo—. Bien cerrada, y ligera. Ha debido de costarte una fortuna. Ninguno de los centuriones lleva una mejor.
El prefecto puso especial empeño en la vistosidad y el equipamiento de nuestra cohorte. Mandó reforzar los carros, cambiando los frontales de madera por otros acorazados, más altos y mejor guarnecidos. Hacía tiempo que el ejército los usaba solo en los desfiles y las carreras, por lo que resultaban ligeros y decorativos, pero inseguros en el combate. Cuando estuvieron terminados perdieron velocidad, pero su aspecto era imponente.
La división se componía de cincuenta carros, protegidos por dos alas de sesenta jinetes cada una. En cada biga iba un auriga para gobernar el carro y un arquero de los que esperaban en Antioquía para incorporarse a nuestra llegada.
Cuando todos aquellos preparativos hubieron finalizado, se nos anunció la próxima llegada del emperador para celebrar sus bodas con Tranquilina, que era hija del prefecto Timesiteo. Con ello, el jefe de los pretorianos aseguraba su dominio sobre la situación, al convertirse en suegro del soberano.
Una tarde formamos frente a la Puerta Pretoria. Los tambores redoblaban con fuerza y la tubas anunciaron la entrada de la comitiva. Gordiano llegó a caballo. Era muy joven; apenas un muchacho imberbe de piel rosada y aspecto delicado. Pasó revista a la caballería y a los carros y luego hicimos una exhibición de los movimientos que habíamos aprendido.
Esa misma tarde pronunciamos el sacramento para jurar fidelidad. Luego nos entregaron nuestras lacernas y nos convertimos súbitamente en la nueva guardia del emperador. Con ello se cumplía el compromiso al que se había llegado entre los pretorianos, amotinados tras el asesinato de Pupieno y Balbino, y el Senado, que exigía la renovación del Pretorio, a fin de cuentas formado por rebeldes. Para que Gordiano pudiera escapar a la suerte de sus antecesores, Timesiteo no tenía otro remedio que rodearlo de escuadrones nuevos, con otro aire, sin la influencia de los viejos y resabiados. Los antiguos se licenciaron en su mayoría o aceptaron los cambios, recibiendo una suculenta indemnización.
Después de la boda del emperador se precipitaron las cosas: se supo que Antioquía había sido asediada, casi por sorpresa, y que apenas había tenido tiempo de cerrar sus puertas. Los ciudadanos que disfrutaban de una representación teatral vieron caer una lluvia de flechas sobre ellos. En cuanto la noticia llegó a Roma, comenzaron los preparativos para la partida de nuestro regimiento hacia Siria.