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El veneno me había desecho por dentro, y sufrí un largo período de postración, terriblemente debilitado por vómitos y convulsiones. Pero fui saliendo del peligro y recobrando las fuerzas perdidas. Entonces supe que estaba en Seleucia, en una casa que los cristianos destinaban a la convalecencia de los enfermos, donde un diácono médico y algunas mujeres se dedicaban a mi cuidado y al de otros miembros de la comunidad.
Husbiago y Elis me lo contaron todo. El día del incendio, alguien se dio cuenta de que me habían dado un gran vaso de veneno y consiguió que expulsara parte del líquido introduciéndome los dedos en la garganta. Luego Elis me transportó rápidamente fuera de Ctesifonte, camuflado en una carreta, para evitar que los que trataban de acabar con mi vida culminaran su obra, y me trajo hasta Seleucia, a casa de Husbiago; él fue quien me puso en manos del médico cristiano.
Una vez más pregunté por Néfele. Constantemente preguntaba por ella. Mientras estuve sin fuerzas se libraron de tener que contestarme, porque el sueño me vencía y con frecuencia olvidaba lo que había hablado en mis escasos momentos de vigilia. Pero ya no podían negarse a darme una respuesta, porque, aunque mis piernas vacilaban, los amenacé con ir a Ctesifonte para buscarla.
—Si regresas allí te matarán —dijo Husbiago.
—Pero he de saber dónde está ella. ¿No puedes comprenderlo?
—Está bien, cálmate —dijo con gesto apesadumbrado—. Será mejor que sepas la verdad.
—¿La verdad? ¿Qué pasó? ¿Ella se salvó, no es cierto? —le pregunté ansioso.
—No, Félix, no se salvó. El incendio la sorprendió dentro de las habitaciones y no tuvo tiempo de escapar.
—¡No! ¡No puede ser! Alguien me dijo que la había visto huir por los patios traseros. Sí, alguien me lo dijo, lo recuerdo muy bien.
—Lo siento —dijo entonces Elis—. Siento mucho tener que decirte esto, pero yo mismo regresé luego a tus dependencias, para ver si podía salvar alguna de tus cosas y…, y vi lo que había quedado de ella. Créeme, el mismo hombre que te dio el veneno te engañó para retener tu atención y conseguir que bebieras aquella copa.
—¡Oh, dioses! —recé—. ¡Pobre Néfele!
Nunca había sentido la muerte tan cerca. Me vi descorazonado y sin deseo alguno de vivir.
—Ahora debes huir —dijo Husbiago—. Aquí tu vida corre peligro. Los persas odian a los romanos y tú ahora representas al emperador Filipo.
—Pero el rey de reyes me aprecia —objeté—. Él quiso salvarme.
—No te engañes. En la confusión de la corte no estás seguro. El rey no puede nada contra las intrigas de sus ministros. Bajo el esplendor y la belleza del mundo de los «grandes» persas, subyace la conspiración, y la muerte acecha. Ayer fue el veneno; mañana será una flecha, o el fuego otra vez, o quién sabe…
—Sí, Félix, Husbiago tiene razón —terció Elis—. Aquí ya no tienes nada que te retenga. Marchémonos a territorio romano. El emperador sabrá recompensar cuanto has hecho por él en este país.
No me interesaba regresar a Roma, y no se me ocurría ninguna otra parte donde pudiera estar. En Mesopotamia me había encontrado cerca de la felicidad y, de la noche a la mañana, todo se había desvanecido. Me vino entonces a la mente el recuerdo del palomar de mi abuelo Quirino, en Lusitania, y retornaron mis viejas dudas sobre los dioses caprichosos e injustos. «No, no existen —dijo algo en mi interior—; no existen dioses luminosos y amables. Solo hay oscuridad y tinieblas». Pero algo en mí no estaba aún derrotado, porque me dejé convencer para ponerme una vez más en camino.
Husbiago nos acompañó hasta el límite de las tierras fértiles, más allá del Eufrates, donde empiezan los áridos desiertos de Arabia. Se trataba de eludir el camino de la seda, para evitar el paso por Dura Europos y Palmira. Una antigua ruta parte de los muros de Babilonia, cruza el desierto amparándose en los oasis y pozos que custodian los fieros nómadas, y llega hasta Bostra. Es el recorrido que siguen las caravanas de Egipto, Palestina y Damasco para llegar a Mesopotamia.
La carretera de Babilonia al país de los nabateos había sido ya apisonada en tiempos del emperador Trajano para que los ejércitos avanzaran rápidamente. En esos momentos el final de la ruta lo controlaba Petra, una majestuosa ciudad tallada a pico en la roca viva que surge de la tierra.
Antes de llegar a Hira, los fuertes y campamentos romanos habían sido abandonados, quizá por orden del propio emperador Filipo, para evitar problemas con los persas. Por eso, Husbiago y sus hombres nos custodiaron hasta el primero de los oasis, y luego se despidieron para retornar sobre sus propios pasos y dirigirse definitivamente hacia Alepo, su tierra, donde pensaban asentarse junto a los suyos para esperar el fin de sus días.
No pude agradecerle al viejo mercenario sus servicios, recompensándole como se merecía, pues en el incendio perdí todo el dinero que tenía para hacer los pagos. Aun así, tanto él como sus hombres guardaron la compostura hasta el final. Yo representaba para ellos al emperador de Roma, al que habían jurado fidelidad, según los sagrados usos de los auténticos soldados. Si les hubiera pedido que me acompañaran una vez más, lo habrían hecho sin dudarlo, a pesar de que eran apenas media columna de ancianos, que se hubieran quedado muertos por el camino sobre las sillas de sus caballos.
Los habitantes de Hira eran lajmíes, gobernados por interesados jeques que recientemente se habían declarado vasallos del imperio sasánida. Curiosamente, el árido e improductivo desierto es para ellos una sustanciosa fuente de beneficios, pues controlan la gran travesía que les une con Petra, Damasco y Jerusalén desde el golfo Pérsico o desde el mar de Omán.
Entre las palmeras, las negras acequias y las rojas construcciones de barro y paja, se extendía una inquieta masa de camellos, llenando sus secretos tanques de almacenamiento; las mujeres lavaban la ropa y los caravaneros se ofrecían a gritos a los viajeros para incrementar sus expediciones.
El viento tibio y seco de las arenas del sur apenas empezaba a soplar.
No me fue difícil convencer a uno de aquellos jefes de que yo era un importante dignatario, por cuyo transporte hasta Damasco recompensaría sustanciosamente el gobierno de Roma. Los lajmíes están acostumbrados a arriesgarse con su clientela.
Nunca pensé que un viaje pudiera ser tan terrible. Cuando la última brizna verde desapareció, el fuego del desierto nos envolvió por todas partes, como si hubiéramos penetrado en las fauces de un gran horno. Había que completar cada etapa y, a pesar de las tormentas de arena, avanzábamos sin tregua y con el deseo constante de encontrar el próximo oasis.
Alrededor de los pozos, las fogatas florecían, pues las noches eran muy frías, y compartíamos el pan, las aceitunas, los dátiles y el queso picante, que bajábamos con un áspero vino. Entonces empezaba para mí un fuego peor que el del sol: el de mi estómago, abrasado por el veneno, que me hacía retorcerme cada noche por los angustiosos ardores, hasta que vomitaba lo poco que comía y entonces podía por fin dormir.
Odiaba mi propia vida, y empecé a odiar también la de los demás. Cuando los hombres charlaban ociosamente, en la hora entre la cena y el sueño, contaban historias o cantaban, me invadía un incontrolable malhumor. No podía comprender que alguien se divirtiera o fuera feliz. La conformidad con la vida de los otros me parecía un imperdonable estado de zafiedad y de torpeza. Y Elis pagaba más que nadie mi enojo con la existencia. Me enfurecía verlo comer con deseo, o alabar cualquier circunstancia de aquel viaje. A veces, al caer el sol, cabalgaba a mi lado, y se esforzaba por arrancarme algunas palabras.
—Al fin y al cabo hemos tenido suerte —dijo en cierta ocasión—. Pudimos escapar de los persas y no nos van mal las cosas.
—Mejor hubiera sido morir en Ctesifonte —repliqué con crueldad.
—Mi padre solía decir que mientras hay vida hay esperanza —repuso él entonces.
—Mi vida se quedó allí. ¡Ojalá no hubiera despertado del veneno! Soy un enfermo sin fuerzas. No creo que llegue a conseguir cruzar el desierto.
Después de un mes de agotadora travesía me vi convertido en un manojo de huesos. A veces, sobre el camello, después de las largas horas de camino, perdía la noción de las cosas; me parecía ver el río Anas, con sus puentes y sus barcas, o los ondulados paisajes lusitanos, con sus cerros tapizados de verde en primavera, los pardos encinares y las azuladas montañas de Metellinum a lo lejos. Pero enseguida despertaba y no parecía haber más realidad en este mundo que el desierto abrasador.
No puedo precisar en qué momento sentí que no iba a ninguna parte, sino que me llevaban. Mi garganta se cerró por completo y se negó a tragar otra cosa que no fuera agua. Tengo grabado en mi memoria el bronco y doloroso ronquido del aire de mis pulmones, escapando por las vías respiratorias endurecidas y secas. Iba envuelto en una maraña de gasas, atado a la silla y ausente ya. Con frecuencia oía hacer bromas a los camelleros: «El romano se muere sin pagarnos», o «esto son ganas de cargar con comida para los buitres», decían entre risas, y yo no era capaz de reaccionar.
Buscaba en la hondura de mi alma a algún dios a quien implorar que me librara de aquello. Quise encontrarme con Helios o con Mitra, pero aparecían ante mí con el semblante de aquel sol cruel e implacable que gobernaba el desierto. Recorría templos, buscaba la frescura y la oscuridad de las naves de piedra que recordaba; añoraba las fuentes y estanques de las purificaciones rituales; el agua sagrada de la primera lluvia de otoño, que recibíamos al descubierto en los jardines de Villa Camenas para agradecer sus dones. Invoqué a los jóvenes vigorosos del templo de Salus, pero sus rostros se borraban y me encontraba de nuevo perdido en un ardiente mar de arenas rojas.
—¡Félix, Félix, mira, es Bostra! —gritó Elis desde su camello.
Entreabrí los ojos y vi a lo lejos una verde hilera de palmerales, y un conjunto de murallas y torres sobresaliendo de entre ellas.