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Por fin llegó la noticia: Sapor había cruzado las montañas desde Ecbatana y ascendía hacia nosotros por el otro lado del Tigris. Una oleada de agitación sacudió a todo el campamento.

Timesiteo decidió no salir a su encuentro, sino esperarlo junto a las ruinas de Nisive, en una gran llanura que se extendía al pie de las montañas. Se enviaron órdenes a los destacamentos de Carras y de Edesa, y a todas las fuerzas que se habían ido situando en las áreas montañosas por creer que los persas cruzarían las cordilleras por el norte, desde Armenia o desde el lago Urmia.

Aquel mismo atardecer se pusieron a funcionar sin interrupción los oráculos y las ceremonias sacrificiales. Entre el fragor de los preparativos se escuchaba el sonido ronco de los cuernos, los cantos, los gritos de las pitonisas y los sacerdotes y los mugidos de las reses conducidas a los Taurobolios. El aire se hizo más pegajoso y húmedo, porque no corrían las brisas que antes nos refrescaban junto a Nisive, y se espesaba con el humo de los altares, el incienso y las sustancias resinosas que se quemaban en las múltiples ceremonias religiosas.

La noche, sofocante y quieta, presagiaba la proximidad de la tormenta. No se dormía. Todo el mundo se sentaba o se echaba fuera de las tiendas, aturdido por el aire tórrido e inmóvil. Se hacían conjeturas, se intercambiaban amuletos, se preparaban las armas, se repasaban las correas y una extraña mezcla entre quietud y actividad lo llenaba todo. Nos sorprendió el sol en vela varias veces, esperando a que aquella misma mañana fuera la batalla. Pero pasaron los días y el momento se retrasaba.

El ejército persa se acercaba lentamente por las llanuras de Asur. Una mañana, algunos caballeros acompañamos a Filipo hasta una altura próxima para ver al enemigo. Descendimos hacia el sur por la orilla del Éufrates, pero después de un rato nos desviamos hacia las colinas, para evitar alguna desagradable sorpresa. Las montañas estaban cubiertas de bosques, una mancha verde tras otra. Los riachuelos fluían y brincaban entre los guijarros. Desde un risco empinado, al final de una pared de piedra, oteamos la inmensidad de los campos dorados. Recorrimos con la vista las orillas del Eufrates, hasta una distancia enorme, pero no vimos nada.

—¡Allí, junto a los cerros azulados! —dijo uno de los caballeros.

En una estrecha llanura, más allá del río, se vio la nube de polvo. Después de un buen rato, en la distancia apareció, negreando, una densa columna de hombres y animales que avanzaban pesadamente en el horizonte.

—Ese no es el ejército de Sapor —dijo uno de los heraldos veteranos—, sino la masa de mugrientos campesinos vasallos que avanzan delante de sus caballeros.

El oscuro río humano estuvo pasando durante largo tiempo. Por fin, surgieron detrás de las lomas los caballeros.

—Es un gran ejército —comentó Filipo—. Mucho más numeroso de lo que Timesiteo se imagina.

—¡Mirad! —exclamó alguien.

Tras los caballeros, se desplazaban lentamente unas figuras redondeadas y de gran tamaño, en número considerable.

—Son elefantes —anunció el veterano—. Temibles elefantes acorazados con armaduras de cuero de buey, impenetrables para las flechas.

—¡Por eso han tardado tanto en ponerse frente a nosotros! —dijo Filipo—. Han traído con ellos a todas las fuerzas de Bactria y de más allá de Gordiana.

Detrás de los elefantes iba un sinnúmero de arqueros iranios, y después una interminable fila de animales de carga, carretas, hombres, mujeres y niños a pie, desplazándose trabajosamente.

—¿Podemos algo contra tal inmensidad de enemigos? —preguntó a Filipo uno de sus oficiales de confianza.

—Son muchos más que nosotros —respondió Filipo—, pero por lo que veo la mayoría están mal organizados y pobremente armados. Salvo los elefantes, los arqueros iranios y la caballería, el verdadero ejército, los demás no valen nada.

—¿Y aquello? —preguntó el oficial, señalando hacia el horizonte. Ahora aparecía una columna de fuertes caballos acorazados, con caballeros bien pertrechados con petos y largas lanzas.

—Es la caballería pesada —dijo el veterano—. La forman los nobles mayores y los señores de la Pérsida y la Partía. Es la sección más temible del ejército sasánida. Embisten en formación cerrada cuando los elefantes y los arqueros les han abierto el terreno.

Por último, cerrando filas, iba un nuevo regimiento de la caballería ligera, otro río de carretas y bueyes, mujeres, niños y criados a pie.

—¿Y el rey? —preguntó alguien.

—Es uno de los caballeros —respondió el veterano—. Va entre los «grandes» y lucha como uno más. En los palacios y en los templos ocupa el lugar del «Rey de Reyes», pero en la guerra se alinea como los otros príncipes.

—Sí, ¡cómo la mansa cordera! —dijo Filipo en tono irónico, y todos celebraron riendo la ocurrencia.

Pocos días después dio comienzo la lucha. Lanzamos a nuestros ejércitos auxiliares contra la masa de vasallos, guerreros kusana, hunos blancos y armenios. Murieron muchos hombres. Pero sucedió como había dicho Filipo: a nuestro ejército no le costó tener a raya a tales enemigos, que resultaron efectivos de escaso valor en el combate. Los campos quedaban sembrados de cadáveres y el hedor a putrefacción iba llegando desde varias leguas más allá, donde tenían lugar las refriegas.

Timesiteo, que había estado en la anterior campaña contra los persas en tiempos de Alejandro Severo, quería evitar que se sufriera lo de entonces, cuando los arqueros iranios, habilísimos sobre el caballo, atacaban y se retiraban, desconcertando a nuestro ejército. Había dispuesto para ello una densa barrera de arqueros, entre la que estaban los palmiranos, que servía de parapeto a la caballería ligera. Detrás iría nuestra caballería pesada y, por último, los carros rodeando al emperador.

Una mañana apareció en el horizonte una gran línea de fuego lanzando humo a los cielos. Era la señal. Se estaban quemando los campos para dejarlos expeditos para el gran combate entre las secciones técnicas de ambos ejércitos.

Los arqueros comenzaron a desfilar para alinearse al frente. Luego pasaron los caballeros, los hombres de Arabia en sus camellos y los grandes caballos acorazados. Vi pasar a todos los generales y altos mandos, a Filipo y al propio Timesiteo. El sonido de las trompetas, los tambores y las tubas era ensordecedor.

Los aurigas, con nuestros auxiliares, apretamos bien los arneses y aseguramos las cuchillas en los ejes. El corazón parecía querer escapárseme del peto. Tenía miedo, pero deseaba la batalla. Subimos a los carros. Entonces apareció el emperador en su caballo seguido de la guardia y se colocó en el centro de la formación, justo a mi lado. Me fijé en él: estaba pálido.

Cuando empezamos la marcha sentí la mano de Elis sobre mi hombro. Volví la cara y lo vi sonreír bajo su flamante casco empenachado.

—¡Por fin! —exclamó.

—Venceremos —dije.

En poco tiempo estuvimos cerca del combate. A lo lejos se veía la polvareda y se escuchaba, como un rugido, el clamor de la batalla. Fue todo mucho más rápido de lo que pensaba. Caballeros y carros nos lanzamos hacia una apretada maraña humana donde sobresalían camellos y elefantes. Las saetas volaban por doquier y el estruendo metálico de las armas parecía provenir del mismo cielo. En un momento me vi lanzando venablos y embistiendo con el carro a los hombres que rodeaban a los elefantes. Elis insultaba a voz en cuello y lanzaba flechas adivinando siempre los blancos que yo me proponía. Vi que nuestras fuerzas empujaban con claro dominio al enemigo, hasta que los hombres a pie y la caballería ligera persa huyeron, desconcertados. Entonces un animado grito de victoria surgió de entre nuestros soldados. En el campo de batalla quedaban elefantes heridos y hombres rezagados que fueron implacablemente rematados con grandes hachas.

Se recogieron las armas y todo lo que podía aprovecharse. También los cuerpos de los elefantes y de los caballos muertos, que descuartizaron hábilmente los intendentes para que sirvieran de alimento a las tropas. Nos sorprendió la noche todavía en el campo de batalla, donde el olor a sangre y a tierra quemada se mezclaba como salido del propio infierno.

Ya en el campamento, los hombres estaban eufóricos. El combate había sido rápido y efectivo, y se había visto que los temidos elefantes eran más un golpe de efecto que algo verdaderamente invulnerable. Pero esa misma noche se puso de manifiesto el descontento de un amplio sector de la oficialidad.

Junto con otros pretorianos, me acerqué hasta una gran hoguera donde se había reunido un buen número de jefes y caballeros. Estaba Filipo y, junto a él, otros oficiales de su entorno. También habían acudido los ilirios, los del Ponto y algunos de Antioquía. Se discutía a voces; el ambiente estaba caldeado.

—Nadie debe estar contento y satisfecho por lo que ha pasado hoy —decía Filipo—. Los hombres han tomado como una victoria lo que solo ha sido un empujón. Sí, los persas se han retirado antes; pero lo que pretendía Sapor era tan solo medir nuestras fuerzas. Mientras él ha hecho uso de una pequeña parte de su ejército, nosotros hemos sacado al campo la mayor parte de nuestros efectivos. Lo cual quiere decir que nos iremos debilitando en choques como el de hoy, mientras él guarda lo mejor de sus fuerzas para un golpe final.

—¿Y el emperador? —preguntó alguien.

—Eso, ¿dónde estaba el emperador? No se lo ha visto en la batalla —secundaron otras voces.

—¡Estuvo en la última línea todo el tiempo! —exclamó uno de mis compañeros—. Yo lo vi retenerse y esperar en retaguardia hasta la retirada de los persas.

—Ni siquiera se acercó hasta donde llegaban las flechas —comentó otro.

Tenían razón en lo que decían. Gordiano había emprendido la marcha a caballo, en medio de los carros, pero ni siquiera ocupó el carro que le correspondía. Cuando habíamos llegado al frente a frente no se le había visto combatir.

—¡Timesiteo sí combatió! —afirmó uno de los generales—. Estuvo todo el tiempo a mi lado y lo vi exponerse como siempre ha hecho.

—El viejo es otra cosa —dijo Filipo—. Pero mientras siga protegiendo a su yerno de esa manera seguirá perdiendo autoridad entre los generales.

El ambiente se enrarecía cada vez más. No había unidad entre el mando, y el desprecio hacia Gordiano se hacía cada vez más evidente.

En los días siguientes se repitieron los choques contra los persas. Se combatía durante todo el día y hasta la noche, pero aún no se apreciaba una superioridad clara en ningún sentido. El emperador seguía sin ocupar su sitio al frente de las tropas y la indignación del mando iba creciendo. Aquello empezó a resultar agotador, pues no había respiro y los ánimos decaían.

Corrió el rumor de que Timesiteo había caído gravemente enfermo. Poco después, se supo por su ayudante de cámara que vomitaba todo lo que comía y que el bacín que usaba para sus necesidades aparecía lleno de sangre cada mañana. Dejó de ir a combatir e incluso estaba ausente a la hora en que las tropas se ponían en marcha. El emperador se encerró en su tienda y, durante dos días, hubo un vacío de poder. Pero coincidió con un espacio de tregua que solicitaron los persas para celebrar las fiestas de Ahura Mazda.

Desde las colinas veíamos las celebraciones del enemigo, abajo en su campamento, junto al río: los fuegos sagrados y las multitudinarias danzas al atardecer; los estrados con el trono del gran rey y las procesiones majestuosas de los nobles, vestidos con largas túnicas de vivos colores y tocados con elevados gorros iranios; las brillantes esferas que representaban el sol y la luna y los imponentes machos cabríos que degollaban sobre las barcas y cuya sangre corría río abajo, enrojeciendo las aguas.

Timesiteo murió, presa de espantosos dolores y vaciándose de sangre en su propio lecho. Hubo quien dijo que había sido envenenado, pero ya era conocido desde hacía tiempo que padecía del estómago, y últimamente había castigado demasiado su cuerpo acudiendo diariamente a los combates. Entonces cundió el desconcierto entre las tropas. Cuando el emperador llegó para presidir las honras fúnebres en honor de su suegro, fue estrepitosamente abucheado y, aunque aguantó estoicamente hasta que se consumió la pira, no se lo volvió a ver desde aquel día. Se dijo que había partido hacia Nisive para entrevistarse con algunos señores de las orillas del Caspio que pedían unirse a la campaña. Pero, antes de que se marchara, los generales le presionaron para que nombrara a Filipo prefecto del pretorio. Así, el árabe consiguió lo que pretendía: dominar a sus anchas la cúpula del ejército.

En ese momento Filipo pasó a ocupar el lugar central del campamento, con lo que su tienda no quedó muy lejos de las nuestras. Muchos árabes vinieron también al pretorio y la situación cambió en la jefatura.

Una mañana me despertaron los gritos. Durante la noche los palmiranos habían levantado su campamento y se habían marchado. Aquella deserción nos privaba del mejor contingente de arqueros que tenía el ejército. Filipo estaba encolerizado, pero, en vez de culpar a su antigua enemistad con los hombres de Palmira, hizo circular a través de sus agentes la voz de que el emperador no había sabido mantenerlos en su sitio.

Cuando se reanudó la batalla se notó mucho aquella ausencia. Los arqueros del Ponto y los bitinios se veían incapaces de sujetar la lluvia de flechas que enviaban los iranios y, cuando la infantería llegaba a la línea de combate, era diezmada, sin que nadie le cubriera desde las espaldas. Los caballeros entrábamos en la refriega después de tener que perseguir durante un buen rato a los rápidos jinetes que nos disparaban desde el caballo y, cuando llegábamos frente a la caballería pesada de los persas, ellos estaban de refresco.

Para colmo, empezaron a faltar los víveres y teníamos que conformarnos con una enranciada ración de harina y las amargas hierbas que dan las orillas de la alta Mesopotamia. Entre los soldados descontentos se propagó enseguida el rumor de que el culpable era el inepto Gordiano.

Empezamos a vivir entonces en un estado calamitoso: mal alimentados, soportando un aire nauseabundo, un calor sofocante y las nubes de moscones verdes que llegaban desde los cadáveres a posarse sobre nosotros. No había vino, ni ninguna posibilidad de evadirse de aquella situación angustiosa. Los persas nos diezmaban en el campo de batalla y, agotados, llegamos a aborrecer por completo aquella guerra y a desear que terminase cuanto antes.