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Todo lo que en aquella época poseía más significado para mí se cumplió entonces. Un hombre con veintitrés años que vive con una hermosa mujer en un palacio, en medio de la corte de un gran rey, empieza a pensar que la vida no tiene por qué terminarse nunca.
Los días iban pasando; la lluvia crepitaba en los tejados, el humo de los grandes braseros de las alcobas se escapaba por las chimeneas de colores, y yo era feliz junto a Néfele, sobre nuestros suelos cubiertos de alfombras de cálida lana, tejidas formando interminables laberintos de frutas, pájaros y flores.
«Hay luz y oscuridad —escuché por entonces decir a Mani—, y cuando se está en la una se ha de aguardar a la otra». Yo estaba por entonces en la luz. Desde las ventanas de palacio podía ver cada noche los fuegos sagrados sobre las murallas dibujando sombras y luces anaranjadas cuando el viento los agitaba. Las ascuas del atardecer se apagaban en el horizonte, pero la oscuridad no se apoderaba de Ctesifonte, porque aquellas enormes hogueras lanzaban sus llamas al cielo, luciendo, al negro telón de la noche invernal.
Hablaba con el rey con frecuencia, pues su curiosidad acerca de las cosas de Occidente parecía no saciarse nunca. Medité mucho sobre aquella extraña tensión de fuerzas que impulsaba a ambos extremos del orbe a atraerse y repelerse a la vez.
Sapor tenía especial predilección por los temas religiosos y se asombró cuando le dije que en el mismo corazón de Roma se adoraba a Mitra. Aproveché aquel momento para plantearle sutilmente el asunto de la paz con Roma. Primero me miró haciendo un gesto de extrañeza, luego dijo:
—Si el rey romano vuelve a pisar Siria, tendrá que arrastrarse bajo las patas de mi caballo. Pero, por el momento, no temas por los griegos.
Con ello quería decir que no pensaba volver a marchar sobre Antioquía, siempre que el emperador no volviera. Con un gran rey bastaba en Oriente.
Al poco tiempo supe que había ordenado retirarse a las satrapías que amenazaban desde la línea del Éufrates. Entonces me sentí enteramente satisfecho y di por cumplida mi misión. Envié una explícita carta a Filipo, con algunos de mis hombres, donde le tranquilizaba y le hacía ver que, por el momento, los persas no eran un enemigo para el Imperio, y me dispuse a disfrutar de mi nueva vida.
Entre los persas no bastaba con que uno fuera un personaje importante, además había que parecerlo. Arbatres me aconsejó que me hiciera confeccionar un amplio vestuario en armonía con mi nuevo rango de consejero del rey. Los sastres más afamados me hicieron una hermosa túnica oscura con bordados blancos, los colores de los nobles, para lucirla en las ceremonias. Además me encargué un amplio abrigo de piel y botas tachonadas de oro, y mandé que adornaran los jaeces de mi caballo como solían hacer los hombres importantes del séquito. Mi aspecto difería poco del de los grandes que acompañaban al rey de reyes.
Era difícil sustraerse a la seducción de aquella corte fastuosa. Cuando un personaje está de moda por su proximidad al rey o por representar una novedad, las invitaciones se multiplican. No había noche en la que no tuviera que acudir a la casa de algún noble para sentarme a su mesa.
No es que me emborrachase todas las noches. Pero el vino de Seleucia es fuerte y si se bebe noche tras noche se acaba uno acostumbrando. Durante un tiempo todo fue como un sueño. Pero luego aparecieron las sombras. Me di cuenta de que las cosas no estaban tan claras en la corte como aparentaban. Husbiago había tenido razón cuando me aconsejó desde su experiencia de viejo acostumbrado a cambiar frecuentemente de lugar de residencia. En general, la figura de Sapor quedaba al margen de las mordaces críticas y murmuraciones, pero nadie más se libraba de los comentarios maliciosos.
Llegaban viajeros procedentes de todo el imperio persa y Sapor los agasajaba espléndidamente. Contra estos nadie tenía nada; pues se marchaban pasado cierto tiempo. Las envidias miraban siempre a los que se mantenían cerca del monarca, especialmente a sus consejeros. El rey era dado a la novedad y se entusiasmaba con las nuevas ideas, lo cual enfurecía a los viejos y anquilosados señores de la Pérsida, acostumbrados a ser los únicos que se permitían hacer sugerencias al anterior rey, Ardacher.
Al principio no fui consciente de aquella situación y me incorporé alegremente al grupo de jóvenes que entretenía a Sapor con novelerías. Con frecuencia acudíamos a reunirnos con Mani y con el círculo de sus discípulos. Para ello íbamos a Seleucia, vestidos discretamente para pasar desapercibidos. Al rey le gustaba aquel juego, porque lo sacaba del rigor al que lo sometía el complejo protocolo del palacio. Sin la mitra y los cubrebarbas dorados, podía confundirse con cualquier otro dignatario de los que se acercaban hasta los mercados de Seleucia para hacer tratos o divertirse.
En Ctesifonte los magos mazdeístas controlaban celosamente la vida religiosa; pero no era así en Seleucia, donde se daban cita los cultos más extravagantes y multitud de sectas y ramificaciones desgajadas de las principales religiones. Mani se había aprovechado de aquel mundo multiforme y había creado una elaborada mezcla que satisfacía a una gran parte del pueblo. A sus predicaciones acudía una masa compleja, compuesta por hombres de todas las condiciones y de todas las procedencias; pero el círculo privado de sus íntimos se reservaba para el grupo selecto, en el que figuraba el propio rey.
Las reuniones privadas se celebraban en una casa de Seleucia, conocida entre los discípulos de Mani como «el cenáculo», pues en ella se solían celebrar cenas presididas por el líder, a las que llamaban «el banquete de los amigos».
El propio Sapor me había invitado a una de aquellas reuniones, a las que solía acudir acompañado de algunos jóvenes parientes suyos y, en general, de los miembros de la corte con los que se sentía verdaderamente a gusto. Me sentí honrado, pues aquel gesto evidenciaba que no recelaba en absoluto de mí. Arbatres se sorprendió al comprobar que me había ganado al rey en tan poco tiempo.
Salimos de Ctesifonte por las traseras de la muralla y descendimos hasta los puentes del río bromeando por el camino. ¡Qué distinto era Sapor cuando estaba lejos de los hieráticos ancianos persas y de los lúgubres magos de la corte!
Aquella tarde anunciaba la primavera; el sol lucía con fuerza en el cielo azul y hacía brillar el verde intenso de las arboledas del río; las ranas se desgañitaban recién despertadas del invierno en las orillas repletas de juncos nuevos.
Seleucia fue una ciudad de griegos, pero sus barrios eran entonces la reunión de las gentes más variopintas de Asia. Sus calles estrechas parten de la misma orilla y se van haciendo tortuosas hacia el interior de la ciudad. Abundan las tabernas y los tugurios dedicados a la prostitución, los grandes locales de negocios en decadencia y los casones abandonados o con signos de haber sufrido el fuego en su interior. La basura se amontona en los rincones, las fachadas están ennegrecidas por el moho y la humedad; y todo recuerda un pasado esplendoroso convertido ahora en dejadez y miseria.
En una de aquellas callejuelas, cuya ubicación sería incapaz de recordar, estaba el cenáculo de Mani. En la puerta se amontonaba la gente, esperando ver al líder o a alguno de sus ilustres discípulos. Nadie podría haber distinguido al propio rey cuando nos abrimos paso entre la multitud para acceder al gran portón que daba paso a la casa. Después de golpear con fuerza la aldaba, salió un hombre alto y de espesa barba, vestido con el hábito amarillo de los maniqueos. Reconoció inmediatamente a los miembros del grupo y se inclinó ceremoniosamente para franquearnos el paso.
El cenáculo era un patio con columnas rosadas en el centro, y cuyas paredes estaban decoradas con pinturas alegóricas, hechas por el propio Mani, donde figuraban las constelaciones, el sol, la luna, los sellos sagrados, el nacimiento de Buda, la transfiguración de Jesús, el día final y el último paraíso, abarrotado de pájaros blancos y flores de colores que representaban la purificación de las almas.
Antes de pasar, nos desnudamos por completo, y los servidores nos lavaron cuidadosamente todo el cuerpo, nos secaron y nos perfumaron con agua de rosas. Luego nos envolvieron en una especie de toga amplia, de color amarillo, y nos ciñeron la cabeza con una corona de guirnaldas.
El suelo estaba cubierto de alfombras y en el centro del patio había una colorida montaña de frutos y alimentos vegetales, dispuestos escalonadamente y rematados en el punto más alto por una luminosa lámpara de cristales de colores, espejos y velas, que giraba sobre sí misma cada vez que se tiraba de un curioso mecanismo a base de cuerdas. En los laterales había jardineras con plantas bien cuidadas, colgaderas de vivos colores y aromáticos ramilletes de hierbas de las que crecen en las orillas del gran río.
Mani estaba sentado, con las piernas cruzadas, al fondo, sobre una tarima alfombrada y cubierta de pétalos blancos. A sus lados, dispuestos según el riguroso orden de los discípulos, estaban los demás miembros del grupo de los «amigos». A Sapor se le reservaba un lugar privilegiado, pero apartado del de los que se llamaban «perfectos». Los demás fuimos a sentarnos junto al rey. Cuando todo el mundo ocupó sus sitios, se entonaron himnos, salmos y cánticos de gran espiritualidad, invocando a Jesús, la «luz inmortal del Padre», y al Paráclito anunciado, enviado para la salvación de las almas. Luego habló Mani en actitud de inspiración, con las manos juntas y los ojos cerrados.
La doctrina maniquea se funda en la distinción primordial entre los dos principios, el bien y el mal, cuya disyunción se produjo en un tiempo anterior. En la actualidad hay una mezcla, debido a que se ha producido una decadencia, y en el tiempo final será superada definitivamente la división. Según esto, Mani habló de nuestras almas, que son fragmentos de la sustancia divina; del «conocimiento» de Dios, que debe mostrar a los elegidos de dónde vienen y adónde van y de la salvación que retornará al hombre a su principio original.
—¿Cuándo será eso, divino Mani? —preguntó Sapor.
—En la actualidad, el mal continúa propagándose —respondió—, pero la salvación ya está actuando. El alma del mundo, crucificada en la materia como Jesús en la cruz, expira, pero, al mismo tiempo, las parcelas de la luz se desprenden de la noche carnal en la que estaban inmersas y regresan a su paraíso original.
—¿Podemos hacer algo para acelerar ese proceso? —pregunté.
—El hombre es en el mundo el instrumento liberador de la luz —respondió—. Pero el placer de este mundo lo atenaza. La criatura es ahora una mezcla de bien y de mal. Los demonios saben esto y ahogan el bien que hay en ella con pasiones, deseos y apegos a lo que es perecedero.
Me llenaban de angustia aquellas palabras. Me veía reflejado en el hombre que Mani describía y acudían a mi mente los recuerdos de hechos de mi vida que evidenciaban aquella visión de la realidad.
—¿Cómo será la liberación final? —pregunté.
—Cuando llegue el fin, un gran incendio purificará el mundo, y los dos principios del bien y del mal volverán a su estado de separación.
Se hizo de noche. Alguien se acercó hasta la lámpara que había en el centro de la sala y encendió las llamas. Los espejos dibujaron figuras de luz en las paredes, y el ambiente de aquel lugar se volvió inquietante.
—Es la hora del amigo luminoso —dijo Mani.
Entonces tuvimos que abandonar la estancia los que aún no éramos considerados «perfectos», pues el resto de la ceremonia tenía lugar solo entre ellos y el «maestro». Por el camino, de regreso a Ctesifonte, me sentí invadido por el temor. Deseaba llegar cuanto antes a casa para encontrarme con Néfele, pues todo aquello había revuelto mi alma y ansiaba cerciorarme de que lo que más amaba era real.
Una vez seguro entre sus brazos, tardé en dormirme. La luz de los fuegos sagrados entraba por las ventanas, tiñendo la estancia de una penumbra que me pareció desconcertante. Por primera vez, los reflejos de aquellas hogueras no me daban tranquilidad, pues me llevaban a pensar en el incendio del final de los tiempos.
—Néfele, ¿duermes? —dije aferrándome con fuerza a ella.
Musitó algo parecido a una queja y se revolvió entre las mantas.
—Néfele… —insistí.
—¿Qué pasa? —respondió por fin.
—¿Cuál es tu dios? —le pregunté.
—Supongo que el de los griegos —respondió—. O el de los seléucidas… Pero… ¿a qué viene esto ahora?
—¿Qué piensas que habrá después de aquí? —volví a preguntar.
—¿Después de aquí?
—Sí, ya sabes, después de la muerte.
—Oh, creo que no deberías volver a frecuentar las reuniones de ese Mani —contestó, con tono de disgusto—. Los predicadores siembran el temor en las almas para ganar adeptos.
—Lo siento, pero no puedo dejar de pensar en ello. ¿Crees que habrá un lugar donde volver a encontrarse?
—¡Chsss…! —susurró—. Ahora estamos juntos y eso es lo que importa.
Volvimos a sumirnos en silencio. La respiración de Néfele era tranquila; señalaba que iba a entrar en el sueño. Yo seguí un buen rato sin poder dormir. Pensé: «Necesito un hijo. Los hijos son la continuidad del mundo».
—Néfele —dije, sujetándola por el hombro.
—Hummm, ¿es que no vas a dormir?
—Quiero un hijo —anuncié—. Un hijo tuyo y mío.
Se incorporó y me miró fijamente.
—¿Crees que será todo igual? —preguntó—. Vamos, duérmete. Creo que no deberías volver a esas reuniones de Mani. Tu alma es complicada; debes alejarla de lo que hace pensar.