25

Antioquía es una ciudad entre dos mundos. Está situada en una región de paso, que abre el mar Mediterráneo al Oriente más genuino: por allí se llega a Siria, tras haber evitado la cadena del Tauro en Issos, como lo hizo Alejandro Magno, que unió a griegos y orientales, bordeando primero la costa para atravesar luego el monte Amanus Dag en Belén. El Orontes permite el paso de norte a sur, y el desfiladero entre colinas, más al norte, sirvió siempre a la ruta de Asia, hacia Alepo, Harran y el Eufrates. La ciudad fue construida entre el río y la montaña de Silpos, desde donde domina su ciudadela majestuosa. La llanura se extiende por la otra orilla, hacia los contrafuertes del Tauro.

Precisamente, por ser ciudad libre y de paso, reúne una población abigarrada, frívola y turbulenta que, por su número, la convierte en la cuarta ciudad del mundo, después de Roma, Alejandría y Ctesifonte. El miedo a los terremotos, los confusos ritos mistéricos y el desmesurado afán de dinero configuran su ser ardoroso, desasosegado y violento, que acababa de llegar al paroxismo con el reciente pánico ante los persas sasánidas.

La arribada a las costas fue a la caída de la tarde, con el mar en calma y el cielo amarillo por el polvo levantado por la muchedumbre que, a pie y a caballo, venía apresurada y jubilosa para ver la llegada de las naves. No había sido el mismo Sapor el que había asediado la ciudad, sino una masa de armenios y campesinos envalentonados por el empuje del nuevo rey persa entronizado en Ctesifonte, junto al Éufrates. La visión de la flota imperial en el horizonte, y el avance de la caballería y la infantería auxiliares desde Alejandría y Palestina, pusieron en retirada a aquellos primeros invasores. La población antioqueña se vio entonces libre del asedio y corrió hacia la costa para recibir al emperador. Todo el puerto fue acordonado por los legionarios para que el gentío no estorbara en las maniobras de desembarco. Cuando descendimos de las galeras nos alcanzó el griterío de la multitud que esperaba contenida.

La última en entrar a puerto fue la nave imperial. Antes, el tribuno nos formó frente a la ensenada y nos pasó revista con minuciosidad. Al llegar a mí se detuvo, me miró un rato y dijo:

—Siendo tan joven, no has podido ganar esas phaleras en campaña; ¿o es que las heredaste de tu padre?

Como solo me había puesto aquella armadura dos veces, nadie me había advertido de que las phaleras eran condecoraciones destinadas a los centuriones, y que no las podía lucir, a no ser que las hubiera heredado de mi padre.

—Mi padre es tribuno retirado en la Lusitania, sirvió en la séptima —respondí mecánicamente—. Mañana las quitaré de mi armadura, no sabía que no podía llevarlas.

—¡Vaya! Eres hijo de tribuno y no lo habías dicho. Si hubieras servido en el regimiento de tu padre habrías conseguido distinciones y rápidos ascensos. ¿Qué haces aquí, en la guardia pretoriana? Al verte, te confundí con un ilirio; está de moda entre los ilirios acudir a Roma para alistarse. Pero, un lusitano…

—Fui auriga en el circo y me sedujo la idea del nuevo regimiento de carros.

—Bien; si estuviéramos en Roma te ordenaría quitarte esa armadura tan ostentosa, pero esto es Siria y aquí las cosas funcionan de otra manera. El carro del emperador debe ir flanqueado por otros dos carros al entrar en Antioquía y, con ese aspecto, no veo a nadie más apropiado para acompañarlo. Las gentes de estos lugares se maravillan con la pompa y el boato.

De este modo determinó la armadura del templo de Salus el lugar que yo había de ocupar en el desfile. Pensé que aquella circunstancia era un signo de que el dios aceptaba que le hubiera quitado su ofrenda y me sentí protegido dentro de la coraza. Pero de momento no sabía que el tribuno había dispuesto que en la comitiva yo figurara justo a la derecha del soberano. El desfile se puso en marcha: delante la infantería; a continuación las centurias de caballería, con los estandartes y las insignias rematadas por las victorias aladas; los músicos; los carros recién llegados de Roma; los generales y los jefes de los ejércitos auxiliares de árabes, capadocios y palmiros; y, por último, debía ir el emperador en su carro, flanqueado, a la izquierda, por un auriga tracio de aspecto imponente y, a la derecha, por mí. Mientras toda aquella fila iba situándose y avanzando por la carretera que conduce a la ciudad, el emperador aún no había descendido del trirreme. El tribuno esperaba junto a nosotros al pie de la nave. Un momento antes nos dio las instrucciones.

—Id siempre al lado de su carro. Cuando la vía se estreche, al cruzar la puerta, el de la izquierda pasará delante de él y el de la derecha detrás. Si se detiene a saludar, haced lo mismo, pero jamás os apartéis de su lado.

No podía dar crédito a lo que me estaba sucediendo. Pensé en mi padre y en todos sus conocidos y deseé que pudieran verme allí, junto al emperador, entrando en Antioquía. Recordé las imágenes de los soberanos en los foros de Emerita y las plegarias de los ritos del culto imperial. Había sido todo tan rápido… Como si me hubieran transportado en volandas hasta allí. Una vez más, sentí en mi vida que algo, fuera de mí, dirigía los acontecimientos.

El emperador descendió por la rampa, vestido con una brillante armadura dorada, envuelto en el manto púrpura y tocado con el yelmo rematado con laureles de oro. En su carro esperaba un esclavo, pero las riendas debería manejarlas él mismo. Subió con pies poco firmes y agitó las correas para arrear a los caballos. Enseguida me di cuenta de que quizá sería un buen jinete, pero no tenía estilo de auriga. Al arrancar se tambaleó, pero logró mantenerse en pie. Luego miró a derecha e izquierda y nos sonrió, buscando justificación.

Pero el pueblo de Antioquía veía al emperador. A lo largo de la calzada, la multitud se apretaba, enardecida, para ver de cerca al soberano. Para ellos era la parusía, la venida gloriosa del rey. Frente a los muros estaban dispuestos los estrados, con las autoridades de la ciudad y los sumos sacerdotes de todos los cultos que se unieron a la comitiva. Ascendimos por el cardo máximo hasta los foros imperiales, desde donde los turiferarios incensaron al emperador, que ocupó el trono instalado delante de la imponente columnata roja. Detrás del foro, la montaña del Silpos y la ciudadela, edificada en terrazas robadas a las laderas, eran como un escenario, ideal para aquel recibimiento. Allí el emperador era el emperador, y nada podía alterar aquel sagrado estado. Se acercaban a él como a un dios. Depositaron ofrendas, entonaron himnos y alabanzas de sabor oriental y se fueron postrando en su presencia los representantes de las diversas comunidades religiosas. Se leyeron discursos, se presentaron innumerables regalos y todo empezó a hacerse pesado y empalagoso. Gordiano bostezaba, pero, aunque lleváramos muchos días de viaje, aquella era la forma del ceremonial sirio y había que respetarla.

Por fin, el emperador se retiró a los palacios y pudimos nosotros tomar posesión de la ciudad. Antioquía se derrama desde las laderas hacia la llanura del Orontes en un abigarrado y multiforme conjunto de barrios cuyas calles huelen a especias y a vino, excepto cuando pasa una procesión o se está junto a algún templo, porque entonces el denso humo del incienso se come los demás olores. No he visto jamás tantas tabernas juntas, ni a la gente divertirse con la euforia de aquellos días.

Me entregué con fruición a la tarea de familiarizarme con mi nuevo ambiente. ¿Cómo no hacerlo? En toda la ciudad se respiraba el aire de la fiesta, y las calles trepidaban al ritmo de la música y de las danzarinas sirias que se movían convulsivamente en todos los rincones. Tener veinte años, lucir aquella armadura y haber sido visto por la multitud al lado del rey máximo era un infinito placer que debía saborear en su justa medida. En cualquier lugar que entrábamos, hasta los heraldos y los oficiales de los otros regimientos nos saludaban con respeto y nos cedían los lugares de preferencia. Íbamos juntos un grupo de jóvenes aurigas y algunos pretorianos más, y en ningún sitio tuvimos que pagar el vino que nos sirvieron. Era una sensación extraña aquella de tener dinero abundante y de disfrutar de las cosas sin gastarlo.

A la caída de la tarde fuimos a una amplia plaza donde se celebraban sacrificios en acción de gracias. Las víctimas acababan de ser consumidas y las brasas humeaban extendidas por el suelo. La gente bebía y danzaba frenéticamente alrededor de las hogueras, y se entonaban cánticos que me parecieron gemidos de pordioseros. Aquello despedía como una llama de ansiedad de la que todos nos contagiamos.

Cuando llevábamos allí un buen rato, como absortos, aparecieron en la plaza unos nobles que, con gestos y expresiones griegas, nos pidieron que los siguiéramos hasta una especie de corralón donde se amontonaban mujeres y efebos.

Elegí a una joven que me recordó a Salus, aunque en nada se le parecía; pero cuando me acerqué a ella, me vi enseguida entre dos cuerpos ardorosos y perfumados.

Cuando desperté, al día siguiente, estaba junto a unos establos, envuelto en una manta y con la mente confusa. Sentada junto a mí, una muchacha de cabellos rubios y espesos dormitaba con la cabeza entre las rodillas.

—¡Eh, muchacha! —dije despertándola—. ¿Dónde estoy?

Me miró con ojos oscuros y asustados.

—En los establos de mi señor Erios —respondió—. Anoche perdiste la razón, tras apurar sin mesura varios vasos de vino. Aquí es pecado introducir a alguien en una casa extraña sin la formalidad de la invitación, y mi señor me pidió que te cubriera y que vigilara tu sueño. Aquí desvalijan a los que el vino rinde, ¿sabes?

Eché mano a la bolsa; estaba llena. Alargué unas monedas a aquella muchacha y recogí la armadura que alguien me había quitado y dejado a un lado. En mi camino hacia el castro me tropecé con numerosos soldados de pasos vacilantes y con otros signos claros de haber bebido en exceso. Los gallos se contestaban desde los corrales y las hojas de las palmeras brillaban bajo el sol de la mañana. Los mercaderes comenzaban a extender sus productos: puñales con vainas doradas, figuras, cabezas de caballo, vasijas, telas, frutas, especias, carnes secas, dulces y amuletos. Era el primer día de la semana.

Al pasar por uno de aquellos barrios, me encontré con dos de los aurigas de mi sección.

—¡Eh, compañeros! —dije—. ¿Adónde vais?

—Este el barrio de los cristianos —respondió uno de ellos, al que llamaban Niceo—. Vamos a celebrar el día del Señor a la casa del obispo.

—¿Ah, sois cristianos?

—Sí. Puedes acompañarnos si lo deseas.

Vacilé un momento, pero pensé: «Hasta la caída de la tarde no he de regresar al campamento. Estos muchachos son buenas personas y no tengo nada mejor que hacer».

—Bien, os acompaño —declaré—. Pero no conozco nada de los cristianos; espero no meterme en ninguna situación comprometida.

—No te preocupes. Se cantará, se recitarán oraciones y hablará el obispo, pero no hay nada extraño entre los cristianos. Quedarás contento después de la reunión.

Aquella fue la primera vez que tuve contacto con cristianos. En Emerita había conocido a algunos, pero solo de vista. Mi padre era tajante en ese asunto: ni cristianos ni judíos. Sabía que celebraban el primer día de la semana, que su dios venía de Jerusalén, que en varias ocasiones se habían enfrentado al gobierno, que habían sufrido la persecución de las autoridades y poco más. En Emerita no eran muchos por aquel entonces y su vida se desenvolvía al margen, según tenía entendido.

En Antioquía, como en otras grandes ciudades, era distinto. Los cristianos tenían sus propios barrios, sus centros de reunión, sus cementerios y sus autoridades, que eran tenidas en consideración por el gobierno de la ciudad, pues representaban a una amplia comunidad. En aquella reunión pude comprobar la importancia que tenían los cristianos entre los antioqueños. Su obispo se llamaba Babilas, y gozaba de una veneración y un afecto singular entre el pueblo. Cuando se hubieron leído las escrituras y unas cartas, habló con tono pausado sobre la «verdad». Dijo que Cristo era la verdad misma y que los cristianos tenían el deber de custodiarla hasta el fin de los tiempos, cuando apareciera él sobre la tierra para esclarecer las cosas y relucir a los ojos de todos los hombres. Por eso, los cristianos debían estar vigilando atentamente, para que otras «verdades» no vinieran a suplantar el lugar que correspondía a Cristo en el mundo. Según él, los pitagóricos, los platónicos, las gnosis procedentes de los persas, los indos, los egipcios y los caldeos eran un peligro para el conocimiento verdadero de la revelación. Advirtió especialmente frente a las ideas de un tal Saturnilo, que había enseñado en Antioquía confundiendo a muchos fieles cristianos. Dijo que lo importante para los cristianos no era tener muchos conocimientos, ni indagar en la sabiduría de los hombres, sino amarse de verdad y esperar el día de la resurrección.

Lo que dijo Babilas no me convenció del todo, pero sonó bien a mis oídos, saturados por las complicadas y extraordinariamente fantásticas doctrinas que recibí en Roma, cuando mi servicio en el templo de Salus.

Fue una mañana luminosa aquella del segundo día de mi estancia en Antioquía. Sentía ese placer de poder hacer lo que quisiera y escuchar a quien quisiera, porque allí era libre del todo y no me sentía atado por ningún orden interno de cosas, ni por la prohibición de acercarme a ninguna idea, por lejana o exótica que pareciera.