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Dejamos Gaugamela a un lado, evitando su empinada pendiente, y avanzamos sin detenernos hasta las murallas de Arbela, que se encuentra acurrucada al pie de una alta colina. El gobernador se mostró obsequioso cuando leyó los documentos que nos acreditaban, pero tuvimos que resignarnos a pasar la noche fuera de los muros porque recelaba de dejar entrar gente armada en su ciudad.
Una jornada más adelante, salieron a nuestro encuentro los soldados de Sapor para conducirnos a Ctesifonte. Temeroso como estaba ante la incertidumbre de cómo nos recibiría el rey de los persas, me alegré por lo que pareció un gesto de cortesía. Husbiago sin embargo interpretó aquel gesto de otra manera.
—Es una mala señal —dijo—. Sapor nos custodia, pero no para protegernos, sino para hacer ver a sus súbditos que conduce al vicario del emperador a su propio terreno.
—Un recibimiento es un recibimiento —repliqué—, aquí y en cualquier otra parte del mundo. No seamos suspicaces.
—Ojalá tengas razón —repuso él.
Antes de que abandonáramos la montaña para comenzar el descenso hacia el río, arreciaron los vientos fríos y los cielos se cubrieron de gris. Alguien dijo que pronto llegarían las nieves. Más adelante, cerca ya de los llanos del Tigris, empezó a llover y el olor húmedo de las tierras recién roturadas ascendió desde los amplios campos preparados para la siembra.
Divisamos Ctesifonte desde un alto. Es una ciudad de planta circular que recuerda aún el campamento que fue en su día, cuando los partos conquistaron Seleucia, a orillas del Tigris, y acamparon al otro lado del río; solo más tarde, para hacer evidente su dominio, la transformaron en la gran urbe que es, aunque conserva algo todavía de sus fundadores nómadas.
Los alrededores, fuera de las murallas, son un inmenso campamento que se extiende por las márgenes del río, donde hay una mezcolanza general de pueblos llegados desde todos los rincones de Asia. De manera que Seleucia y Ctesifonte forman un vasto conjunto dominado por el monumental palacio, el Taq-i Kesra.
—Esto ha cambiado mucho en cuarenta años —comentó Husbiago.
—¿Ya estuviste aquí antes? —pregunté.
—Sí, cuando la campaña de Septimio Severo. Yo tenía diecinueve años. Arrojamos a los partos al otro lado del Tigris y ocupamos Seleucia y Ctesifonte. Pero fue por poco tiempo, porque luego se estableció una paz por la cual los partos cedieron Mesopotamia.
—Has pasado toda tu vida luchando —le dije.
—Sí, por eso estoy cansado y quiero regresar a mi tierra, para vivir el resto de mis días rodeado de mi descendencia. Pero eso será cuando Dios lo quiera.
Al llegar a la gran aglomeración de tiendas de campaña y cabañas de cañizo, el camino desaparecía en un inmenso barrizal donde las pisadas batían la arcilla y los excrementos de los animales. Eran tantas y tan variopintas las caravanas que llegaban del este que a nadie le impresionó nuestro paso. Solo cuando la carreta del fuego y los sacerdotes estuvieron a la altura de aquella abigarrada población, se acercaron algunas gentes para reverenciar y arrojar juncos de los que crecen en las márgenes del río.
Frente a las murallas, los coloreados elefantes se despintaban bajo la lluvia. Mis hombres se sorprendieron, pues creían que los colores formaban parte de la piel de los paquidermos, y al verlos tornarse grisáceos desapareció para ellos la espectacular visión que recordaban de los combates.
Cruzamos la puerta y, ya en el interior de los muros, nos encontramos con que reinaba el orden y la limpieza. La ciudad era un reflejo de la sociedad sasánida, que quería retornar a las viejas tradiciones iranias, con el rey de reyes y su corte ocupando el centro; después, las grandes familias de tradición aqueménida, los grandes y los nobles elevados por el soberano. Fuera de Ctesifonte, vivía toda la nobleza aldeana, que se ocupaba de la recaudación de impuestos.
Tras recorrer las hermosas calles, donde se apretaban los edificios de espléndidas fachadas, llegamos frente al palacio del rey. Nos tuvieron esperando ante el gran arco de entrada durante un buen rato. Otras comitivas también esperaban bajo la lluvia.
—Es parte del ceremonial —dijo Husbiago—; hacer esperar ensalza al anfitrión y humilla al que solicita audiencia. Por lo que veo, Sapor no está dispuesto a reconocer valor alguno a esta embajada.
—Al menos no nos ha mandado degollar nada más entrar en sus dominios —repliqué.
—Espero que esto no sea la antesala del matadero —repuso él.
Todas las demás embajadas pasaron delante de nosotros. Se hizo de noche y la lluvia arreciaba. Como pudimos, extendimos toldos para protegernos y estuvimos aguantando empapados y muertos de frío. Por fin, en torno al mediodía, aparecieron los ministros del rey y nos hicieron pasar a través del gran arco.
El centro del palacio lo ocupaba el gigantesco iwan: una monumental sala sin ventanas, cubierta por una bóveda altísima cuyas paredes estaban llenas de relieves con representaciones de los dioses y de los reyes persas. Al fondo, un gran velo separaba el lugar donde se situaba el monarca, mientras que en los laterales se alineaban los altos dignatarios.
Mis hombres fueron colocando los regalos frente a la escalinata y yo avancé por el centro de la sala, seguido de Husbiago y de Elis, mientras éramos observados por todos aquellos nobles vestidos con riquísimos ropajes y cubiertos de oro.
—Al llegar al final deberás postrarte —me dijo Husbiago en voz baja.
Caminé hasta la escalinata y me postré. El silencio reinaba en la estancia, a pesar de que había una gran cantidad de gente congregada. Pensaba en ponerme en pie y leer los documentos que el emperador me había encomendado, una vez que los ministros me dieran la orden.
Cuando se descorrió el velo, apareció el lujoso trono, bajo una imponente corona repleta de joyas; pero estaba vacío. Supuse que el rey de reyes entraría espectacularmente, acompañado de los magos y de los grandes, pero no fue así. Todo se desenvolvía con gran lentitud, o al menos a mí me lo parecía. Permanecí tumbado en el frío suelo un rato que me pareció una eternidad. Escuchaba la respiración dificultosa de Husbiago a mi lado y a Elis maldecir entre dientes.
Por fin, un ministro descendió hasta nosotros y habló en lengua irania a los presentes, sin dirigirse para nada a mí.
—¿Qué dice? —le pregunté en voz baja a Husbiago.
—Lo que me temía —respondió—. Prepárate para cualquier cosa; pero, hagan lo que hagan, acéptalo sin envararte; quizá sea esa la única manera de salvar hoy nuestras vidas.
Unos fornidos guardianes entraron en la estancia por uno de sus laterales y nos aprehendieron violentamente. Pusieron sogas alrededor de nuestras muñecas y nos sujetaron con los brazos extendidos tirando desde los lados. Noté que me arrancaban la túnica de un tirón. Luego un látigo se descargó sobre mi espalda, una y otra y otra vez, hasta treinta golpes que conté. A mis compañeros les pasó lo mismo. Vi la blanca espalda y los huesudos hombros del anciano Husbiago descarnados, cuando nos arrastraban por mitad del iwan en medio del regocijo general de toda la nobleza persa.
Un empujón nos arrojó a una oscura mazmorra, cuya puerta de hierro se cerró violentamente dejándonos casi a oscuras.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté a Husbiago.
—Es la manera que tiene Sapor de entender esta embajada, supongo —respondió, con voz quejumbrosa.
—¿Van a matarnos? —preguntó Elis.
—No lo creo —contestó el anciano—. Si hubieran querido hacerlo, ya estarían nuestras pieles llenas de paja y pendiendo del arco que da entrada al iwan.
—Entonces, ¿a qué viene todo esto? —pregunté yo.
—Es una purificación. El rey de reyes considera que ha vencido a los romanos y que tú vienes a rendir ante sus pies el vasallaje que el emperador le debe. Todo es una maniobra para impresionar a su corte y demostrar que no teme a nada ni a nadie. Nuestro castigo es solo un símbolo de lo que según su justicia corresponde a los vencidos.
—Será un símbolo, pero nos han deshecho las espaldas —dijo Elis.
Permanecimos tres días sin probar alimento y sin que nos dieran siquiera agua. Gracias a que llovía en el exterior, pudimos beber chupando el líquido que chorreaba por las piedras. Llegué a pensar que moriríamos en aquella húmeda y fría mazmorra, fatigados del camino, heridos y hambrientos. A veces el sufrimiento se hacía insoportable y nos retorcíamos y gritábamos sin que nadie nos respondiera. Otras veces permanecíamos acurrucados en un rincón, como transidos y ajenos a lo que nos estaba pasando. Pensé: «Filipo el árabe estará ya en Roma celebrando su victoria con todo lujo de festejos; mientras nosotros nos pudrimos en manos del rey de los persas».
—Tened paciencia —decía Husbiago—. No dejarán que muramos. Esto es para purificarnos. Durante aquellos días, el viejo guerrero rezaba en voz alta.
—Los dioses no escuchan —le decía yo.
—Sí, Él sí escucha… Él escucha siempre —replicaba.