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La vida en Ctesifonte estaba orientada al placer y seguía la moral de Zaratustra, que era un llamamiento vehemente a la acción, no a la ascética. Se trataba de que cada hombre cumpliera con su deber: los labradores siembran el trigo y los príncipes siembran la justicia. Como eran tiempos de paz, a los grandes les correspondía ahora divertirse y descansar en sus espléndidas residencias.

Nosotros fuimos a ocupar las estancias que nos asignaron en los palacios reales y, como representantes del reino de Roma, nos incorporamos a la forma de vida de la corte.

Nuestra primera actividad en aquella fastuosa sociedad fue participar en una cacería de tigres y jabalíes. La noche anterior, Arbatres vino a comunicarnos la invitación. Husbiago decidió permanecer descansando; pero Elis y yo no dudamos en aceptar, puesto que ya habíamos escuchado que era el más fascinante de los entretenimientos que podían disfrutarse en Mesopotamia.

Desde las primeras horas de la mañana nos despertaron los tremendos barritos de los elefantes que eran conducidos por las calles para ir en busca de los señores. Arbatres se presentó en nuestra puerta con un enorme paquidermo, en cuya cesta nos encaramamos desde la misma ventana de nuestra estancia. Fue impresionante salir de la ciudad a lomos de aquella mole, siguiendo a la solemne comitiva de cazadores, al ritmo de los tambores y de los cuernos de los ojeadores.

El viaje duraba todo un día, hasta el interior de los bosques, que eran oscuros y apretados entre los dos ríos. A última hora de la tarde, en un amplio claro, se levantaron las tiendas y se encendieron grandes hogueras, en torno a las cuales los esclavos estuvieron cantando, y los magos que nos acompañaban hicieron sus rituales para purificar la jornada de caza.

De madrugada, emprendimos la marcha, hasta la mancha de bosque que los ojeadores habían acordonado desde la noche anterior. Elis saltó de contento cuando vio a los ciervos tan cerca y pudo disparar sus flechas, mientras que nuestro elefante nos llevaba hasta las presas como si conociera a la perfección su cometido.

Yo había visto leones y leopardos en el anfiteatro de Emerita, pero el tigre es otra cosa. Su pelo es como el fuego y sus ojos brillan como si tuvieran luz. Cuando nos vimos frente a aquellas imponentes fieras, de momento quedamos paralizados. Luego, Elis lanzó sus flechas y Arbatres y yo nuestros venablos, hasta que los dos tigres que nuestro elefante había acorralado se desplomaron entre terribles rugidos.

Cuando retornamos al claro donde estaba el campamento, desollaron las piezas y asaron las carnes. Todo el mundo estaba de acuerdo en que la carne del tigre era un remedio muy efectivo contra muchos males: la tristeza, la falta de deseo de la mujer o el dolor de los huesos. Y, aunque se gozara de salud, era muy conveniente comerla, pues alejaba las enfermedades y alargaba la vida. Pero, si no hubiera sido por estas recomendaciones, yo habría preferido la carne del jabalí, pues el asado del tigre tenía un olor extraño, como a manteca enranciada.

Cuando no estaba por medio el complejo ceremonial cortesano, la abigarrada cúspide de la sociedad persa era un mundo donde reinaba una constante animación. Era fácil hacer amigos, y nadie se manifestaba distante o receloso por el hecho de encontrarse con un extranjero. Pero, desde aquellos primeros momentos, me di cuenta del casi total desconocimiento que los persas tenían de los romanos, hasta el punto de que creían que griegos y romanos eran una misma cosa. Por eso, desde que me conocieron, me apodaron «el graeyo»; pues para ellos todo lo que procedía de Occidente era considerado griego.

Por mi parte, aprendí a distinguir los distintos pueblos y razas que se agrupaban al servicio del rey de reyes: pequeños reyes de la Pérsida pártica; vasallos medos; principados secundarios, como Osroenes, Adiabena o Hatra (regido por una dinastía árabe); funcionarios imperiales de algunas ciudades de origen griego, que conservaban aún su estilo heleno en curiosa mezcla con las costumbres del Oriente; hombres de Gandhara y refinados indios; rudos y tradicionalistas nobles de Corasmia y Sogdiana; hircanios, partos, gedrosios y extraños embajadores de rostro amarillento y ojos rasgados.

Las piezas estaban extendidas delante de cada tienda de campaña: tigres, jabalíes, ciervos y faisanes. Había que recorrer el lugar escogido por cada caballero y degustar los manjares que exhibían en bandejas de plata y decorados platos. Se llegaba frente al tapiz sobre el que el señor estaba con sus íntimos, se saludaba ceremoniosamente, y luego se hablaba de la caza y de la guerra mientras se comía y se bebía. El ser guerrero era muy apreciado y había que escuchar pacientemente los relatos de batallas y contemplar una por una las heridas de guerra que mostraban como tesoros ocultos entre los ricos ropajes.

En torno a la tienda de cada señor, había un verdadero campamento; de manera que todo el bosque era como una ciudad alfombrada y profusamente iluminada por la multitud de lámparas. Arbatres, Elis y yo recorríamos aquellos salones improvisados bajo los toldos, donde los invitados estaban sentados en cojines, cerca de mesas bajas de maderas preciosas, en las que había jarras y cuernos con remaches de oro para beber. No puedo precisar cuántas de aquellas reuniones visitamos, pero llegué a estar ahito de dulces y cercano a la embriaguez.

Estando en la más hermosa y grande de las tiendas, la de un tal Pasargates, de la familia real, conocí al propio Sapor. Cuando entramos, los músicos ubicados al fondo tañían sus instrumentos, flauta, arpa, címbalos y tamboriles, mientras que algunas bailarinas se contoneaban en una tarima de madera. Hicimos los saludos y Pasargates nos invitó a su lado, para que disfrutáramos con la danza.

De repente, todos los invitados se pusieron en pie. Entró un caballero alto, joven y de barba oscura y cerrada. Los saludos y el silencio que reinó hacían ver que se trataba de alguien muy importante. El anfitrión lo condujo hasta el lugar de honor, por lo que se vio que se le estaba esperando, pues era un asiento vacío, situado en un pequeño estrado, sobre el nivel de los demás y cubierto por tapices de colores más vivos. Un joven sirviente se acercó y arrojó a sus pies brazadas de pétalos de rosas frescas, cargados de perfume. El propio Pasargates le llevó la copa de vino y la puso en sus manos. Luego continuó la música y la danza.

—Es el rey —me dijo Arbatres al oído.

Había visto a tantos príncipes y reyes en aquella cacería que le pregunté:

—¿Qué rey?

—El rey de reyes —respondió—. Fuera del palacio y sin sus ministros es como uno más. Le gusta divertirse y andar a su aire entre los cortesanos.

—Pero… No parece el mismo.

—En el trono usa postizos y tocados que realzan su majestad, dándole aspecto de anciano venerable, pero es joven, apenas algo mayor que tú.

Las mejores actuaciones se habían reservado para aquel momento. Un ilusionista hizo salir un bando de tórtolas blancas de un caldero en llamas, y un extraño y delgado hombre de piel cetrina se hizo atravesar por una veintena de espadas sin que resultara con daño alguno. Pero la sorpresa llegó cuando irrumpió de entre los doseles una joven montada en un inmenso tigre blanco. Una exclamación de fascinación y terror salió de toda la concurrencia; algunos se pusieron de pie, como para salir corriendo, pero la fiera era mansa como un cordero. Conducida por la muchacha, dio una vuelta por la tienda y quien quiso pudo pasar su mano por el pelaje denso y suave.

El tigre se echó a un lado y la joven atrajo entonces todas las miradas. Era una adolescente de larga y oscura cabellera, resplandeciente, ataviada con un vestido amplio bordado en plata. Delicada y elegante, parecía hecha para ser acompañada por el inmenso felino, guardián y contraste de su belleza.

El arpa y el címbalo sonaron al unísono y la muchacha ocupó el centro de la tarima. Desde los hombros, dejó deslizarse la túnica hasta que cayó revuelta a sus pies y la apartó delicadamente hacia uno de los laterales. El cuerpo desnudo, pálido y fino, parecía una pulida estatua bajada de un altar.

—¡Qué atrevimiento! —gritó alguien, pero los siseos fuertes ahogaron la protesta.

—Esto es nuevo —me dijo Arbatres al oído—. Entre los persas no se estila el cuerpo desnudo; son nuevas costumbres rescatadas del pasado griego de Seleucia.

La joven se contorsionaba delicadamente, en dificilísimos movimientos, dejando pasar su cabeza entre las rodillas o sosteniendo todo el cuerpo en una mano, mientras se retorcía en imposibles posiciones. Largos suspiros de asombro y emoción surgían de cuantos la rodeaban, fascinados por aquel sorprendente y dulce espectáculo.

Cuando concluyó el número, Pasargates dio la orden y los escanciadores comenzaron a servir un vino denso y aromático.

—Es el momento de emborracharse —me dijo Arbatres—. Ahora cerrarán las cortinas y ya no será conveniente que nadie más se agregue a la reunión. Recuerda, no deberás marcharte hasta que el rey y el anfitrión decidan concluir el festín. Otra cosa sería una grosería imperdonable.

En poco tiempo, la embriaguez empezó a notarse en el ambiente. Todo el mundo charlaba y reía animadamente, mientras el trato se iba relajando y se acortaban las distancias.

Me fijé en Sapor. «No encontraré mejor momento que este para acercarme a él y transmitirle lo que Filipo el árabe me encomendó», pensé. Pero no deseaba quebrantar ninguna norma protocolaria, por lo que pregunté a Arbatres:

—¿Sería conveniente acercarme ahora al rey?

—Espera un poco —respondió—. Seguramente será él quien se acerque a ti, pasado un rato. ¿Crees que ha sido pura coincidencia que ambos estéis en la misma reunión? Mira, Graeyo, en esta cacería han participado más de doscientos hombres principales llegados de todo este imperio; si no hubiera un cierto orden, aunque disimulado, en la organización de las cosas, el caos haría imposible que cada uno se encontrara con quien desea.

—¿Quieres decir que todo está ya dispuesto? Creía que el protocolo no funcionaba fuera del palacio; al menos eso me dijiste.

—Pongamos que se trata de una naturalidad dirigida —repuso.

En efecto, pasado un rato, noté que Sapor me miraba. Cuchicheó algo al oído de uno de los que estaban a su lado y, al momento, este se acercó hasta mí. Me habló en su lengua, por lo que Arbatres hubo de traducir:

—Dice que recojas tu copa y vayas hasta aquel sitio, para beber con ellos.

—¿Tengo que postrarme? —pregunté a mi traductor.

—No —dijo divertido—. Es el momento en que el vino disipa el tratamiento y desnuda el corazón de los guerreros.

Tuve que beber, una tras otra, varias copas de aquel vino fuerte y dulzón, hasta que desapareció de mí el nerviosismo que provocaba aquel encuentro y me sentí más seguro.

Sapor quería saber cosas sobre Roma. Se interesaba especialmente por los espectáculos del circo y del anfiteatro. Cuando le describí los juegos y las representaciones, escuchó atento y rio con gusto al explicarle las comedias picantes donde los actores fingían escenas sexuales con artificiales y prominentes falos de cartón. Los que estaban a su lado incluso enrojecían y soltaban risitas nerviosas, como niños traviesos en una conversación soez.

Me di cuenta de que el vino me había vuelto ocurrente, y de que mis gestos y la manera de satisfacer la curiosidad del rey me estaban haciendo grato en su presencia.

La noche avanzaba, y casi todo el mundo estaba embriagado. Entonces entraron las bailarinas. Cada uno pudo elegir a la que le gustó, porque eran muy numerosas; incluso algunos se agenciaron a dos. A partir de entonces el ambiente empezó a languidecer, la música se hizo más suave y aquellas mujeres empezaron a prodigar caricias, besos y arrumacos a los invitados.

El rey se puso en pie y salió de la tienda por unos cortinajes que había en la parte trasera. Le acompañó el noble anfitrión y ni siquiera se despidió de nosotros, lo cual me desconcertó. Arbatres, que pareció adivinar mi extrañeza, se apresuró a decirme al oído:

—No está bien visto que el rey satisfaga sus pasiones delante de sus súbditos. Detrás hay una trastienda donde él continuará la fiesta fuera de la vista de los demás. Es como si estuviera presente, pero sin estarlo.

Vi que Elis había caído en los brazos de una de aquellas danzarinas y que se dedicaba a ella apasionadamente. Miré a mi alrededor y busqué alguna que me gustara, pero las que quedaban no eran mi tipo. Arbatres cayó sobre los cojines, vencido por el vino.

Sentí que alguien me abrazaba por detrás. Me volví y me topé con una mujer gruesa y de piel resbalosa, impregnada en perfume intenso y empalagoso. Deseé apartarla de mí, pero temí hacer una escena y violentar la situación. Afortunadamente, al momento se presentó un criado que tiró de mí y me rescató de aquella enorme bailarina de brazos poderosos. Fui conducido hasta la trastienda. En ella estaba Sapor, echado sobre una piel. La bellísima mujer que había aparecido sobre el tigre estaba a su lado. Mediante gestos, el rey me hizo saber que la muchacha le correspondía, pero que me la cedía porque estaba muy cansado. Se puso en pie y la levantó en brazos para entregármela. La tomé en mis brazos; apenas pesaba, era suave y de contornos delicados.

Me abrieron la trastienda al exterior y salí con ella como si transportara un precioso regalo. El aire de la noche estaba impregnado de los aromas del otoño. La luna bañaba los árboles y las nevadas colinas que parecían de plata. Qué misterioso contraste: invierno en los montes Zagros y otoño aún en Mesopotamia.

Busqué mi tienda por entre el campamento. Del interior de las bordadas lonas, entre las rendijas, salía música, calor y luz. Sentía la respiración de la muchacha junto a mi cuello y deseaba llegar cuanto antes, pero anduve perdido un buen rato. Por fin, vi el estandarte de Arbatres y la cortina de entrada, donde esperaban despiertos dos esclavos. Una vez dentro del habitáculo, dejé a la joven sobre las pieles y me fijé en su rostro, que formaba un todo armonioso, en el que sus ojos, negros y brillantes, me miraban sin mostrar temor alguno. Me senté junto a ella y el vino me hizo hablarle como si pudiera entenderme:

—Es como si hubieras descendido del mismo cielo poblado de estrellas.

La abracé y la besé, saboreando largamente su perfume.

—Sapor, que los dioses te bendigan —dije—. Este regalo bien vale aquellos latigazos.

Ella me miró entonces con semblante grave, al tiempo que, para mi sorpresa, preguntaba en perfecto griego:

—¿No conoces mi nombre y ya quieres tener mi cuerpo?

Me enderecé, sobresaltado.

—¿Eres griega? —le pregunté.

—Soy de Seleucia, donde muchos somos descendientes de los griegos. Mi nombre es Néfele. ¿Cuál es el tuyo, romano?

—Me llamo Félix.

—Perdona mi atrevimiento —dijo—, pero he pasado de las manos del rey de reyes a ti, señor, y al menos creo tener el derecho de conocer a quien me va a poseer, ya que soy mujer libre.

—¿Entonces, no eres esclava? —pregunté.

—Sí, pero solo del deseo que me ata ahora a ti.

—Entonces, te gusto —dije.

—Eres más hermoso que Sapor —reconoció ella—, aunque él sea el hijo del sol.

Ya no hubo más palabras. Unió sus labios a los míos y la abracé con fuerza. La muchacha se entregó sin reservas. Aunque era muy joven, conocía bien el amor y supo hacerme ver que yo era el inmaduro.

Desperté sumido en la miel del placer cuando unas voces llegaron desde el exterior. Sobresaltado, me asomé para ver qué pasaba.

En mitad del claro, encaramado en un montón de leña, había un extraño hombre, cubierto con un hábito amarillento, con el cabello y la barba largos, oscuros y enmarañados. Hablaba con voz grave y potente, con los ojos muy abiertos y las cejas enarcadas, como si estuviera enojado. A su alrededor se iban congregando los criados, los guías y los palafreneros. Los señores aún dormían, aunque la mañana estaba ya avanzada y el sol lucía claro entre los árboles.

Permanecí un rato contemplando a aquel individuo, mientras una multitud abigarrada se iba apretujando a su alrededor.

—Es Mani —dijo una voz detrás de mí.

Miré y vi a Néfele sobre las pieles, con los cabellos revueltos y sus ojos brillantes fijos en mí.

—¿Quién? —pregunté.

—Mani —respondió—. El gran Mani, el predicador. Aparece siempre detrás de cada fiesta que da el rey, para echarnos en cara nuestros pecados.

—Y ¿qué es lo que dice?

—Está diciendo que el placer es el aguijón de la muerte.

Permanecí en silencio. Néfele me miraba desde su rostro de rasgos perfectos. La luz se colaba por las rendijas de las costuras y formaba curiosas figuras en el suelo, en su cuerpo y en las mantas. Me acerqué y la abracé.

—¿Qué más dice? —pregunté.

Escuchó un rato con atención, luego fue traduciendo:

—Dice que… Dice que nuestras bajezas corrompen la luz que hay en nosotros. Que en el mundo hay una parte de luz mezclada con la materia; igual que en nosotros está la luz del dios, de Ormuz, clamando por ser liberada. Pero que las tinieblas nos envuelven y cedemos a ellas sin luchar, porque nuestras pasiones ciegan y ahogan el espíritu puro. Que ensuciamos y ennegrecemos nuestro ser con el vino, la carne y los placeres del cuerpo; con lo que pagamos tributo a las tinieblas y ayudamos a que su reino se extienda…

Después de un buen rato, cesó la predicación de Mani. Néfele y yo comimos algo y permanecimos durante todo aquel día en la tienda, dormitando; pues, tras la cacería, solía dedicarse una jornada completa al descanso, más por la fatiga de la fiesta de la noche que por el día de caza.

Por la tarde arreció el viento, se agitaron las hojas de los árboles y se nubló el cielo. El campamento se sumió en el silencio. Nadie se atrevía a levantar la voz. Solo llegaban los barritos de los elefantes, los rebuznos de los asnos y los ladridos de los numerosísimos perros. Luego llovió: se oía el repiqueteo de las gotas de agua que golpeaban las hojas secas y los toldos.

Antes de que cayera la noche, sin haber salido en todo el día al exterior, deseé preguntarle más cosas a Néfele acerca de Mani; pero ella dormía, y me pareció un atrevimiento violar aquel sueño tan bello. Ni siquiera encendí las lámparas cuando la tiniebla se apoderó de cuanto nos rodeaba.