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Permanecí casi un año en Bostra, abusando de la hospitalidad de Gayo Ticio y frecuentando cada vez más al obispo Berilo y al círculo de los cristianos. Mientras me duró el dinero que me mandó el emperador, no pensé en regresar a Roma. No voy a decir que por aquel tiempo perteneciera ya a la Iglesia, pero estaba fascinado por la figura de Jesús y me dediqué en cuerpo y alma a descubrir cómo fue su existencia. De manera que, aprovechando la proximidad de Palestina, recorrí los lugares que guardaban algún recuerdo del galileo en una peregrinación de cristianos organizada y presidida por Berilo.
Emprendimos la calzada que cruzaba las regiones de Traconítide y Gaulanítide, hasta llegar a la orilla misma del lago de Genesaret, también llamado Tiberíades, en los límites inmediatos de Galilea. En el lugar conocido como Betsaida, que recibió el sobrenombre de Julias, en honor de Julia, la hija de Augusto, solo había ruinas, aunque en tiempos del Tetrarca Filipos había llegado a tener la categoría de polis. La ciudad llevaba abandonada casi cien años, y actualmente estaba siendo reocupada por judíos harapientos, expulsados quizá de otros lugares.
La carretera desciende, en fuerte pendiente, monte abajo. A través de la garganta del camino se ven las aguas, allá lejos, como un cielo repetido, brillante. El lago es más grande de lo que se imagina; quizá por ello también se lo conoce como «mar de Galilea». Los judíos sienten una especial veneración hacia este mar, y ponen en los labios de Dios estas palabras: «Siete mares creé; pero me reservé uno solamente: el de Genesaret».
El paisaje allí es dulce. Los contrafuertes del nevado monte Hermón y las orillas salpicadas de numerosas pequeñas ciudades formaban un conjunto verdaderamente hermoso. Desde Betsaida Julia fui recorriendo Cafarnaum, Magdala, Tiberíades y Tariquea, todas ellas en la costa occidental, porque en la oriental las rocas caen a plomo sobre el agua y no ofrecen otros accesos que las gargantas por las que se precipitan al mar los torrentes invernales.
La orilla de Cafarnaum se ve inundada de luz más que ninguna otra del lago. La vegetación crece por doquier, y el color verde oscuro de las plantaciones y el más claro de los pastizales matizan el paisaje. Como era el despertar de la primavera, el campo estaba cubierto por un sinfín de flores silvestres, entre las que destacaban los lirios de los valles y las tempranas anémonas que salpicaban todo de un vivo color rojo escarlata, alimentadas por una tierra fértil y el frescor de las recientes lluvias invernales. Antes de entrar en la ciudad, nos detuvimos para contemplar los paisajes. El agua jugueteaba con la tierra dibujando un perfil de curvas suaves, mientras grandes bancos de peces se acercaban en rápidos movimientos a las tibias corrientes de la orilla. En la misma ribera, pendiente arriba, pero no lejos del lago, Berilo nos mandó retirarnos separados para hacer un rato de oración en la soledad. Él se retiró en unas rocas cercanas, donde estuvo meditando concentrado. Después de un rato, se puso en pie y aspiró profundamente el aroma de la intensa vegetación y el dulce vaho que despedía el néctar de tantas flores. Me miró con su bondadoso rostro enrojecido por el sol y me dijo:
—¡Hummm! No es de extrañar que aquí Jesús hablara a las multitudes de los lirios del campo y de las aves del cielo que «ni siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros»: Dios se ocupa de los unos y de las otras.
Ciertamente, no es de extrañar que Jesús dijera algo así; la tierra que rodeaba el lago, especialmente en la costa occidental, era hermosa y fértil. La abundancia de aguas convertía a Galilea en el paraíso de Palestina. El trigo alcanzaba casi la altura de un hombre en el mes de marzo, mientras que las espigas de Judea raramente llegan a las rodillas de los segadores. La cebada alcanza la cintura en las orillas del lago y difícilmente supera un palmo en Judea. Y la mezcla de cosechas es notable. El trigo se siembra en abril y en ese mes maduran las lentejas y las habas. A pesar de lo temprano de la primavera había fruta normal en los árboles que bordeaban los caminos, higos en sazón y uvas casi listas para ser vendimiadas. En verdad, no he visto una tierra como aquella.
Cafarnaum es un pueblo pequeño, pero populoso y bastante concurrido, por estar en el centro de una región muy habitada; situado entre el lago y la Vía Maris, que casi lo bordea por el lado norte, es el centro comercial de toda la comarca. Sin embargo, no es un pueblo que presuma de ser rico. Las viviendas son en su mayoría estrechas, de muros levantados con la dura piedra local y con mortero pobre o pura tierra, están apiñadas y techadas pobremente con cañas y ramas, sin que apenas se vean tejas. Pero esto no quiere decir que las gentes de Cafarnaum vivan en la miseria, pues ya he descrito la abundancia de frutos que se cultivan en los alrededores. Además, se beneficia también de los impuestos aduaneros, debido a su posición de pueblo fronterizo de Galilea con Gaulanítide, en el paso de una de las vías comerciales más importantes de esta zona del Medio Oriente.
Al fondo del mismo paseo de la entrada, subiendo desde el lago, nos encontramos con el primer sitio importante de nuestra peregrinación: la casa de Pedro, el príncipe de los apóstoles.
La casa, convertida en un lugar de veneración y culto, no solo para los cristianos de Cafarnaum, sino para los numerosos devotos venidos de fuera, era ahora la domus eclesia de la comunidad local. Se trataba de una edificación amplia, de construcción irregular y sencilla, casi rústica, como la mayoría de las casas de Cafarnaum, y reedificada en diversas fases, según se veía claramente. La única puerta exterior, que daba a la calle del nordeste, comunicaba con un gran patio de pavimento arcilloso, en el que se amontonaban los peregrinos, algunos venidos de muy lejos para satisfacer su piedad o, como yo, su curiosidad acerca de aquellos galileos sencillos que llevaron el mensaje de Jesús al mundo entero. Allí, Berilo saludó a los obispos de Pella, Apanea y Sebaste, que habían acudido también al frente de sus comunidades para recorrer los lugares de peregrinación. Pero el encuentro más significativo para mí tuvo lugar más tarde, en la habitación más espaciosa de aquella casa, situada en el lado oriental, donde los visitantes se concentraban para orar y para honrar a Cristo y a Pedro, frente a una especie de altar saturado de lámparas de aceite, sobre el que había pinturas hechas en las mismas paredes representando a Jesús entre los tradicionales símbolos cristianos.
Cuando nos correspondió entrar, nos topamos con un aire espeso, por el humo de las lámparas y la aglomeración de personas, de pie y arrodillados, musitando plegarias en arameo, griego, siriaco, latín y otras lenguas. Berilo y los demás peregrinos, hombres, mujeres y niños, que nos acompañaban, se sumaron a las invocaciones y oraron durante un buen rato. Yo me sentía extraño y solo, frente a aquellas paredes que representaban algo para toda aquella gente, algo que yo no era capaz de descubrir todavía.
Antes de salir, Berilo me dio con el codo suavemente, reclamando mi atención.
—Allí, en la esquina —dijo en voz baja, señalándome a un hombre que estaba acurrucado en un rincón—. Es una sorpresa que te he reservado para hoy en Cafarnaum.
Yo veía muy mal al hombre que me señalaba Berilo, puesto que estaba en cuclillas, casi de espaldas, cubierto por un manto pardo y, como otros peregrinos, encorvado sobre sí mismo en actitud concentrada.
—¿Quién es? —le pregunté.
—Es el maestro Orígenes —respondió—; el hombre más sabio y lleno de Dios de todo el medio Oriente.
Salimos al exterior y aguardamos junto a la puerta a que saliera el maestro alejandrino. Mi corazón estaba inquieto. Había oído hablar tanto de Orígenes desde que llegué a la provincia de Siria que presentía que alguien verdaderamente excepcional iba a entrar en mi vida.
El maestro salió por fin, despertando una gran expectación entre los presentes; pero mi primera impresión fue decepcionante. Mi imaginación me había hecho verlo como un gran hombre, revestido de la dignidad y el aplomo de los que son admirados por su sabiduría; pero su extraño aspecto me desconcertó. Orígenes tendría entonces sesenta años. Era menudo, seco, flaco, de nariz afilada y cabeza grande, con una amplia frente, despejada y blanca. Sus ropas eran pobres y casi grotescas; estaban descoloridas y dispuestas con descompostura, cayéndole hacia atrás, hasta el punto de que arrastraba algunos picos del manto. Llevaba las manos juntas, entrelazadas, y sus andares, rápidos y de pasos cortos, resultaban cómicos en un hombre de su edad.
Avanzó entre la gente, siendo saludado por unos y por otros. Cuando llegó frente a nosotros, dio un paso atrás y nos miró de arriba abajo, sin dejar de sonreír. En sus ojos, brillantes y pequeños, llevaba escrito su destino, cuanto era y cuanto había de ser para la Iglesia y para los hombres de su tiempo.
Berilo y él se abrazaron con el entusiasmo de quienes se aprecian de verdad y llevan ya cierto tiempo sin verse. Luego prosiguieron los saludos. Junto al maestro estaban su mecenas Ambrosio, la esposa de este, su amigo Protocteto y algunos discípulos. Berilo presentó a sus acompañantes y, entre ellos, a mí, que me había retirado prudentemente a un lado.
—Es Félix, embajador del emperador en la corte sasánida —dijo el obispo—. Ya te hablé de él en mis cartas.
—¡Ah, sí! El joven legado que ha conocido a Mani en persona —dijo Orígenes.
Su vocecilla, aguda, femenina casi, terminó de decepcionarme. Pero, aun así, le sonreí, pues pensé que si era tan amigo de Berilo, debía de ser porque guardaba dentro de sí un fondo rico de sabiduría, a pesar de su lamentable apariencia.
Algo se escondía en aquel hombre, algo puramente interior. Si no fuera así, no habrían acudido a él hombres de todo el mundo para sacar agua del pozo de sus conocimientos. Agua que se repartía en su escuela, llamada de Alejandría, a pesar de que llevaba ya largo tiempo ubicada en Cesarea de Palestina. Sabía que había sido invitado por la propia Julia Mamea, la madre del emperador Alejandro Severo, que tenía su corte en Antioquía de Siria, para que instruyese en la religión cristiana a personas de su séquito. Sí, Orígenes había entrado en diálogo con todos: paganos, judíos, herejes, obispos… Era un hombre que había abierto caminos. Quizá su misteriosa popularidad se debía precisamente a eso: a que vivía humildemente, a pesar de estar en boca de medio mundo, sin caer en la tentación de situarse cómodamente en la vida rutinaria.
Así fue mi tropiezo con él, junto a la casa de Pedro en Cafarnaum; algo contradictorio, decepcionante y original; pero, en todo caso, algo muy distinto a lo que después sería mi verdadero encuentro con él. Pero entonces yo aún no entendía, porque me fijaba en las apariencias y no en el corazón.
Fue cerca de allí donde se despertó por primera vez algo en mi interior. En otra de aquellas viejas casas a la que acudían los peregrinos para recordar los hechos y las palabras de Jesús, la de un tal Jairo, que fue jefe de la sinagoga, a quien, según la tradición y el relato evangélico, Jesús le había resucitado una hija.
Cuando llegamos a la llamada casa de Talithá qum nos encontramos, como antes en la casa de Pedro, con la aglomeración de los devotos; pero aquí el desorden y la algarabía eran dueños de la situación. La casa era apenas un caserón en ruinas, en cuyos muros la gente escribía sus nombres y arrancaba esquirlas de piedra, terrones y arenas de la construcción para llevárselas como recuerdo. Pensé que en pocos años aquella casa se habría desvanecido, repartida en infinitas partículas por el mundo entero. Se entonaban letanías y plegarias implorando la resurrección. Era difícil comprender aquel desconcierto.
Berilo pidió silencio; palmeó varias veces y enarboló su condición de obispo para reclamar la atención de los fieles. Costó un rato, pero al cabo la gente permaneció en silencio. Entonces, uno de los lectores del grupo comenzó el pasaje del evangelio de Marcos donde se narra la resurrección de la hija de Jairo:
«Estaba todavía hablando cuando se le acercaron algunos de la casa del jefe de la sinagoga para informarle: “Tu hija ha muerto. ¿Para qué molestar al maestro?”. Jesús se hizo el desentendido y dijo al jefe de la sinagoga: “No tengas miedo, solamente ten fe”».
No era difícil imaginarse la escena que había tenido lugar allí, hacía apenas doscientos años: un padre angustiado acude a Jesús, pues su hija de doce años está agonizante. Mientras hay vida, hay esperanza. Pero cuando le comunican que la niña ha muerto, ¿cómo esperar a que regrese desde el otro lado de la muerte? Es una escena repetida, algo que pertenece al hombre. ¿Quién no ha vivido un momento semejante?
La gente permanecía en silencio. El lector prosiguió:
«Cuando llegaron a la casa del jefe de la sinagoga había gran alboroto: unos gritaban, otros lloraban. Jesús dijo: “Talithá qum”, que quiere decir: “Niña, a ti te lo digo, levántate”».
En ese momento el lector hizo una pausa. Todos aguardaban el desenlace, a pesar de conocerlo; a pesar quizá de haberlo escuchado o leído muchas veces; la última, tal vez hacía un momento…
Con voz más elevada, viviendo lo que leía, prosiguió el lector:
«Y ella se levantó al instante y empezó a corretear, pues tenía unos doce años».
—¡Bendito sea Dios! —exclamó alguien.
—¡Alabado, sea alabado! ¡Sálvanos, Señor! —secundaron otras voces, mientras muchos se arrodillaban.
Aquel texto me sobrecogió. Era sencillo, como la misma vida. No tenía aspavientos ni gestos dramáticos. En un momento pasaron por mi mente las muertes que había conocido. Recordé los rostros lívidos, los ojos vidriados, las máscaras fúnebres con su falsa sonrisa… imaginé a aquel Jesús, señor de la vida y de la muerte, penetrando en cada casa, en cada velatorio, frente a cada túmulo, sosteniendo cada urna de cenizas, en medio de los columbarios, junto a las frías losas…, repitiendo: «¡Talithá qum!», «¡Qum!», «¡Levántate!»…
Me asaltaban violentamente deseos de llorar y de arrojarme de rodillas, pero no me movía, porque al mismo tiempo me analizaba a mí mismo, buscándome, intentando comprender mi deseo de creer…