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En la nueva marcha se cambió de táctica para evitar los terrenos pantanosos del sur y a los numerosos ejércitos de pueblos vasallos de Sapor que se ocultaban entre los bosques que hay en las márgenes del río. Emprendimos el camino del septentrión, que parte desde Kirkesion y sube hacia el norte siguiendo al Chaborus, que es afluente del Eufrates.
Excepto en los largos desfiladeros, los hombres no se desplazaban nunca como antes, en una columna interminablemente larga, sino esparcidos por los llanos. Era una inmensidad de soldados a caballo, a pie y a lomos de camellos, siguiendo las márgenes del río y extendiéndose hasta las montañas. A medida que ascendimos, el Chaborus se fue haciendo menos caudaloso, hasta que se redujo a un torrente que aparecía y desaparecía entre las peñas.
Al llegar junto a las altas cordilleras divisamos la ciudad de Nisive. Nos detuvimos junto a las fuentes donde nace el río y comenzamos a tomar posiciones para el asedio. Aunque habían sido pocas jornadas de camino, la pendiente y el calor habían agotado a hombres y a animales; aun así, la euforia no había disminuido, y se apreciaba el deseo de combate.
Poco pueden hacer los carros en el asedio de una ciudad, por lo que permanecimos largo tiempo en la retaguardia. Por fin Nisive abrió las puertas y entregó al sátrapa que Sapor había nombrado gobernador. Todos los persas fueron crucificados fuera de las murallas. El emperador tomó posesión de los palacios y puso a un gobernador romano al frente de un destacamento.
Timesiteo se dio cuenta de que era excesivo tratar de desplazar un ejército de treinta mil hombres en unos territorios tan montañosos, por lo que procedió de nuevo a dividir las fuerzas, como había hecho en el sur, frente a Babilonia. Un ejército marchó contra Edesa, otro contra Amida y un tercero, donde nos correspondió estar a los aurigas, contra Carras. Las ciudades caían una tras otra, y los persas se replegaban hacia las montañas volviendo a ser un enemigo invisible.
En ninguna de aquellas batallas nos tocó combatir. El emperador tampoco iba a la primera línea, lo cual creaba malestar entre los más veteranos. Timesiteo en cambio no faltaba a ningún combate, sobre su caballo y soportando una pesada armadura, a imitación de las que usaban los hombres de Bactria, de las que ahora se fabricaban. Estaba mayor para esa actividad, y se lo iba viendo cada día más desmejorado, lo cual no pasaba inadvertido entre los oficiales, que empezaron a llamarle entre ellos «el viejo». Cuando regresó de Carras, después de someterla, lo vi cubierto de polvo, con el rostro descolorido, la barba blanca crecida y los ojos hundidos por el agotamiento. «Así durará poco», dijo alguien de entre los pretorianos que fuimos a recibirlo a las puertas del campamento. Cuando descendió del caballo, estaba tan vacilante que algunos se apresuraron a sostenerlo, porque pareció que iba a desplomarse, pero los rechazó con orgullo.
Más adelante cayó también Dara. Aquellas rápidas victorias causaron un ambiente de optimismo en las ciudades limítrofes que habían sufrido las embestidas de los armenios envalentonados por sus señores persas. Desde Samosata y desde toda la Capadocia llegaron destacamentos para sumarse a la campaña.
Filipo era cada vez más popular. Invitaba a su tienda a los jefes y constantemente hacía regalos a los que se movían a su alrededor. No perdía el tiempo, pero era evidente que guardaba las distancias con Timesiteo y, desde luego, odiaba al emperador. Sus hombres solían hacer bromas acerca de Gordiano y constantemente manifestaban su desprecio hacia él. Alguien me dijo que en el círculo de Filipo se solían referir al emperador con el ridículo apodo de «la mansa cordera».
Cuando se celebraba el culto al emperador, Filipo, como muchos otros generales, acudía tan solo para cumplir con la formalidad, y su actitud era displicente ante las fórmulas del ceremonial, que trataban al soberano como «señor del mundo», «hipótesis del Sol» y «dios y señor nato».
Incluso empezó a decirse por entonces que el árabe era cristiano, pues últimamente se lo veía acompañado frecuentemente de un tal Saturo de Pérgamo, que predicaba la fe cristiana entre los soldados. Pero también se lo veía frecuentar a los sacerdotes caldeos y sacrificar en las aras de Baal. Dudo de que creyera en otra cosa que en sí mismo, pero el seguir uno u otro culto le servía para irse congraciando con los diversos sectores del ejército.