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Era otoño, y los vientos comenzaban a soplar. Buscando el viejo camino real, mi comitiva se adentró en los arrasados campos de Mesopotamia, sembrados de pelados huesos de guerreros tendidos al sol. Los henchidos buitres levantaban el vuelo a nuestro paso e iban a posarse en las quemadas ramas de los cedros. Había niños hambrientos en los caminos y mermados rebaños de escuálidas cabras arañando la tierra con los dientes para buscar raíces bajo la capa cenicienta que cubría los suelos.

Sabía que Sapor se había vuelto a Ctesifonte, después de despedir a los sátrapas; pero mantenía guarnecida y como frontera sustancial la línea del medio y del bajo Eufrates. Por mis informaciones tenía conocimiento de que la guerra había quebrantado a los persas, que sintieron un inmenso alivio con la retirada de nuestras tropas; porque habían tenido que desarrollar la lucha en dos frentes: en Oriente, con los nómadas de las estepas, y en Occidente, con el imperio romano. En este momento, se disponían a celebrar el fin de la guerra que, naturalmente, habían considerado una singular victoria.

Aunque el camino habría sido más cómodo por el sur, lo deseché porque Palmira controlaba ahora esa ruta y, como embajador de Filipo que era, a buen seguro que me habrían crucificado nada más poner los pies en sus dominios. Aun así, emprendí la ruta septentrional con miedo, aunque llevaba toda clase de salvoconductos y declaraciones de buenas intenciones en documentos redactados en persa, medio, parto y griego.

La gran carretera partía de Sardes y cruzaba Lidia y Frigia, para entrar en Capadocia y, después, en Cilicia. Nosotros teníamos que tomarla a la altura de Metilene, en el trecho armenio que se consideraba peligroso, por la necesidad de vadear cuatro ríos: el Tigris alto, los dos Zap (Mayor y Menor) y el Diyala. Después de este último trayecto se llegaba finalmente a la ciudad de Susa, que era la puerta de acceso a la Pérsida, tras haber atravesado diferentes paisajes y vegetaciones.

Las tierras altas eran muy duras, como los trayectos, peñascosos y escarpados, donde soplaban los helados vientos otoñales, bajo el dominio de las siluetas de los armenios, que nos contemplaban desde lo alto de los despeñaderos como una amenaza damoclina cerniéndose sobre nuestras cabezas. Pero ignoraron nuestro paso y no dejaron caer ni una de sus temidas rocas. Supongo que su señor persa les había ordenado que respetaran la única vía comercial que les abría paso ahora al Occidente.

Nos juntamos con algunas caravanas que llegaban desde el oeste y con rebaños de ganado extenuado a causa del desplazamiento. Al cruzar las aldeas de las montañas, observé lo delgados que estaban los campesinos y con cuánto rencor nos miraban. Para ellos, persas, partos o romanos eran lo mismo: guerra, malas cosechas, saqueo y hambre. Eran unos campos demasiado pobres y de ellos se habían servido ya muchos ejércitos. Sin embargo, se inclinaban reverentemente a nuestro paso. Para ellos una comitiva con carros y soldados representaba a un señor de la guerra; era algo que llevaban en la sangre desde hacía mil años.

Escogí concienzudamente a quienes habían de acompañarme en aquella misión. A Elis, por supuesto, pues no quise que retornara a Bitinia: se habría gastado pronto la subvención y habría vuelto a hambrear en su poblado de pastores o se habría alistado en el Danubio para terminar en alguna refriega contra los bárbaros. Lo hice jefe del grupo de arqueros que nos acompañaba. Iba también en la comitiva un sátrapa sirio, de los que se habían opuesto a Ardacher, fundador del imperio sasánida; un hombre digno, con porte erguido y barba blanca como la nieve, de nombre Husbiago, siempre vestido con su túnica de lana gris y mangas bordadas. Era un guerrero al viejo estilo, acostumbrado a los tiempos difíciles, de esos que ya no se inmutan por nada. Hablaba poco, pero sus palabras no tenían desperdicio. Accedió a acompañarme para poder retornar a sus tierras, perdidas en tan largos conflictos: se sentía viejo y las echaba en falta.

Comprometido a servir de guía y de intérprete, fue la mejor ayuda que pude haber encontrado, pues había vivido siempre en ambientes medios, partos y persas y no se le escapaba ninguna costumbre.

El resto de la comitiva la componían los sacerdotes mazdeístas con sus esclavos. Puesto que la piedad seduce siempre a los persas, portábamos el fuego sagrado de Emasa en una carreta y diversas imágenes procedentes de los talleres religiosos de Antioquía, que eran los más apreciados.

Nos seguían pocos soldados: los hombres de Husbiago, casi tan ancianos como él; apenas un puñado de arqueros, escogidos por Elis de entre los del Ponto; una veintena de caballeros ligeros y cincuenta legionarios de infantería, toscos e indisciplinados. Después me enteré de que eran reos que estaban cumpliendo penas en los calabozos por diversos delitos y les habían ofrecido la libertad a cambio de este servicio. Con los criados, los cocineros, los negociantes que se habían aventurado a aprovechar el viaje y los escribientes, apenas llegábamos a ser unos ciento cincuenta hombres.

Yo no podía evitar una cierta desazón por haber tenido que aceptar aquella encomienda. Hacía dos años, cuando llegué a Siria, veía las cosas de otra manera, el deseo de aventura ardía dentro de mí; pero apenas quedaban ya unas ascuas encendidas de aquel fuego. Me sentía engañado por las circunstancias, utilizado: me adentraba en Asia para presentar al temible Sapor la rendición de Roma, pero sin aceptar vasallaje, ni condiciones de pago, ni cesión de territorios; era como no presentarla. Si salvábamos la cabeza en aquella difícil tarea sería tan solo por amor de los dioses.

Hacía largas etapas del trayecto solo. Elis era celoso de su cargo: se sentía importante comandando a los arqueros, aunque eran una docena. Iba siempre detrás, y en las paradas se dedicaba a la caza. Husbiago era reservado y circunspecto; no hablaba si no se le preguntaba y, aunque solía cabalgar a mi lado para hacerme indicaciones si venían al caso, iba sumido en sus cavilaciones.

En aquellas largas horas de soledad me asaltaron de nuevo las dudas y volvió a vacilar mi ánimo respecto a las creencias religiosas. Dicen que la soledad lleva a los dioses, pero aquellos páramos yermos, rasos y desabrigados dejaban mi alma en el más infinito desamparo. Era un silencio helador el que nos acompañaba en el camino, apenas roto de vez en cuando por las flautas lastimeras de los pastores que se habían pegado a nosotros buscando protección. Las noches, frías y desoladas, consteladas de estrellas lejanas, se alargaban bajo una negrura que se perdía en el vacío.

Vimos muchos templos en aquel viaje; la mayoría de ellos convertidos en ruinas y ceniza. Quedaban en pie las fachadas de muros destruidos y las bases de las columnas, algunos patios completos, custodiados por toros alados y escaleras interminables horadadas en las montañas, como buscando el ascenso a la morada de los dioses. Pero allí solo vivían chacales y ratas.

Una noche acampamos junto a uno de aquellos monumentos derruidos. Espantados por el ruido de los cascos de los caballos, levantaron el vuelo estrepitosamente las palomas y los gritones tordos. Luego se hizo el silencio, presidido por las estatuas de los genios guardianes, con rostros de leones o de águilas que nos miraban como testigos mudos.

Antes de caer la noche, los sacerdotes avivaron el fuego, entonaron largas letanías de desagravio, para apaciguar a los espíritus intermediarios, y pidieron algunas reses a los pastores para ofrecer sacrificios.

Nadie quiso cobijarse en el interior del templo, aunque la noche estaba fría para pasarla al raso. De aquellas puertas derrumbadas, que custodiaban inútilmente unas fieras de piedra, salía un aliento gélido, como de las mismas fauces del averno.

Antes de retirarnos a dormir, estuvimos echados un buen rato junto a la hoguera, saboreando una tisana endulzada con miel que hacía entrar en calor. Husbiago estaba en silencio, con la mirada perdida en las llamas. La luz del fuego dignificaba aún más su rostro. Deseé hablar con él de cosas elevadas. Pensé que su aspecto de sabio y su porte casi sacerdotal no podrían defraudarme guardando un alma vacía.

—¿En qué dioses crees, Husbiago? —le pregunté.

Mi pregunta debió de sorprenderlo mucho, porque tardó en responder. El viento ululaba arriba en las colinas y las ramas crepitaban en el fuego.

—En el único que existe —contestó con una sonrisa.

—Sí, ya, pero lo invocarás con algún nombre; todos adoramos a las mismas divinidades bajo nombres diferentes.

—Eso es lo que pensáis vosotros los romanos, que seguís en esto, como en otras cosas, a los griegos, y adoráis a múltiples dioses, con tantos nombres que ya no sabéis si son latinos, egipcios, griegos, frigios o persas.

—Pero de alguna manera tendrá que dirigirse el hombre a la divinidad; fueron los mismos dioses los que entregaron la palabra a los hombres para que pudieran entenderse con ellos —repliqué.

—En esto sigo mi fe —respondió Husbiago irguiéndose—, que considera a Dios como el inefable. Dios no tiene principio ni fin, de donde se sigue que no tiene nombre. Porque el padre del universo, ingénito como es, no puede tener un nombre impuesto por los hombres; como quiera que todo aquello que tiene un nombre supone a alguien más antiguo que se lo impuso.

—Entonces, ¿por qué tú mismo lo llamas padre, dios, creador…? ¿No son esas maneras de nombrarlo?

Husbiago sonrió de nuevo. Se lo vio conforme con entrar en la discusión. Adoptó un tono benevolente, como de maestro dispuesto a complacer la curiosidad de su discípulo.

—Lo de «padre», «dios», «creador», «señor», «dueño»…, no son propiamente nombres, sino denominaciones tomadas de sus beneficios y sus obras… —respondió.

—Sí, pero de entre todos habrá que escoger uno, al menos para entendernos —dije—. Me enseñaron que la denominación «Dios» no es un nombre, sino una concepción, ingénita en la naturaleza humana, de una realidad inexplicable. Por inefable que sea el dios para ti, habrá algo, nombrable por supuesto, que te diga algo de él.

—El nombre que mejor le cuadra es el de padre; siendo creador, es realmente el padre de todas las cosas.

—Eso ya lo he escuchado otras veces de boca de los cristianos que había en mi regimiento. ¿Sois acaso cristianos tú y tus hombres?

—Sí, fuimos bautizados en Hierápolis, por su obispo Apolinar, cuando estuvimos destinados allí en tiempos del emperador Septimio Severo. Entonces éramos jóvenes. Siguiendo al ejército romano, hemos conocido lo que muchos filósofos y poetas dijeron acerca de la inmortalidad del alma y de la contemplación de las cosas celestes, y parece que hay en todos unos gérmenes de verdad. Mas solamente los cristianos poseen la verdad entera, porque… Porque Cristo se les apareció como la verdad en persona.

—Ahora comprendo —dije—. Por eso no habéis participado en los sacrificios que los sacerdotes ofrecieron a la caída de la tarde.

—Las oraciones y acciones de gracias hechas por hombres dignos son los únicos sacrificios perfectos y agradables a Dios.

—Pero… Sois hombres del emperador; habéis abandonado vuestras tierras para seguirle y extender el Imperio.

—Honramos al emperador; si bien no adorándolo, sino rogando por él. Adorar, solo adoramos al dios real y verdadero; pero sé que el emperador ha sido creado por Él. El hombre tiene que morar en alguna parte y servir a algún señor. Cuando Ardacher llegó a nuestras tierras nos quiso imponer al dios Ahura Mazda. Entonces nos rebelamos y optamos por servir al rey de los romanos, que no se metía en la religión de sus súbditos.

—Pero Roma también ha perseguido a los cristianos.

—No Roma, sino algún emperador al que habían enardecido sus ministros con mentiras; pero la persecución no llegó nunca a nosotros.

—Solo una pregunta más, amigo Husbiago. Vosotros que habéis vagado tanto de un lugar a otro, ¿qué veis de nuevo en vuestra religión?

—¿Quieres decir qué trajo, pues, el Señor Jesús cuando vino? Has de saber que trajo la mayor novedad, pues se trajo a sí mismo. Porque estaba anunciado que vendría una novedad a renovar al hombre y darle vida.

Me retiré al carro a dormir, mientras Husbiago y los demás sirios hacían sus oraciones dirigidas a su dios. Di vueltas entre las mantas, por causa de aquella empalagosa tisana y de los dulces que habíamos tomado. Durante aquella noche tuve pesadillas. Soñé que era perseguido por alguien y que corría ladera abajo, hasta que llegaba a un llano donde me resguardaba en una especie de templo; entonces desperté y oí silbar el viento arriba en las colinas y aullar a los chacales.