CAPÍTULO 13
Correr era una de las pocas cosas que lo hacían sentirse libre. Si bien dejar salir a su lobo a plena luz del día no era una idea que considerase en una ciudad como Manhattan, no tenía inconveniente en cambiar su traje y la oficina por unas zapatillas, un chándal y la calle. Con los auriculares en los oídos y unas gafas de sol que protegieran sus sensibles ojos de la luz, abandonó el hotel dispuesto a hacer unos cuantos kilómetros.
Necesitaba despejarse, su metabolismo estaba revolucionado, su mente giraba una y otra vez alrededor de la misma idea, de una única mujer y la posibilidad de lo que podía haber detrás lo estaba volviendo loco.
No podía sacarse de encima esa sensación de pertenencia, de necesidad, no era algo tan liviano que pudiese deshacerse de ello y seguir adelante con su vida. La obsesión se había instalado con ánimo de quedarse en sus huesos, la sola posibilidad de que la pelirroja que entró en su vida el viernes pasado fuese en realidad su compañera lo cambiaba todo. Si era ella, su lobo la reconocería y desearía, no habría forma humana de que pudiese mantenerse alejado. Su cuerpo reaccionaría por instinto, todos sus sentidos se centrarían en una única cosa y hasta que lo consiguiera iba a estar de un jodido mal humor.
Quería conocerla, quería descubrir cada uno de sus secretos y hacerlos suyos. Necesitaba saber quién habitaba debajo de toda esa cremosa piel, el motivo por el que alguien como ella tatuaría su piel, ser plenamente consciente de la mujer a la que iba a enfrentarse; no le quedaba la menor duda que su próximo encuentro sería una batalla en toda regla.
El repentino enmudecimiento del auricular anunció una llamada telefónica entrante. Sin perder el paso, se llevó la mano al dispositivo que llevaba anclado a la oreja y cambió el modo del reproductor al de recepción de llamada.
—Evans —respondió. Su respiración sonaba agitada después de veinte kilómetros de carrera.
—¡Noticias frescas y jugosas! —canturreó Eugene a través de la línea—. ¿Qué quieres probar primero? ¿El postre? ¿Los entrantes? ¿Pasamos directamente al plato principal?
Sacudió mentalmente la cabeza y se concentró en regular la respiración mientras se internaba en el puente.
—Nombre completo, edad, residencia, trabajo, ocupación, posibles enfermedades —hizo un rápido resumen haciendo una pausa tras cada palabra—, empieza por lo básico, dame lo que necesito saber para poder armar este maldito puzle en el que me has metido.
—Shanelle Pears, veintisiete años, Piscis con ascendente Aries, nació en Minnesota, cursó sus estudios en Manhattan dónde se sacó la titulación de Ayudante de Dirección y decidió establecer su residencia. Vive en un pequeño apartamento —y lo hace solita— en Yorkville. Vamos, en el extremo contrario de la ciudad a dónde le pidió que la llevasen el pasado viernes. Es una chica lista. Sin embargo, por lo que he podido averiguar, no ejerce su profesión ya que reparte su tiempo entre varios trabajos eventuales. Es camarera a turnos en un exclusivo local del centro, el Tulteca, también hace trabajos de repostería por encargo y sí, esto te va encantar, parece el destino… los jueves por la mañana temprano recoge a un montón de perros en uno de los refugios de la ciudad y los saca a pasear. ¿No te parece pura sincronización? Ahora tendrá su propio chucho peludo al que pasear.
Frunció el ceño ante su informe, la mayoría de la información encajaba con la mujer que había encontrado en el salón de su suite pero al mismo tiempo chocaba estrepitosamente con la reacia dama que le había acompañado durante toda la noche. Oh, sí, su lengua sin duda era afilada, pero había refinamiento en sus modales, especialmente cuando pensaba que él no la miraba.
—¿Qué más?
—Veamos —escuchó el revuelo de papeles—, es hija única, sus padres Sonia y Héctor Pears son dos jubilados que viven cómodamente en un rancho de Minnesota. Puede que te suene el nombre de Héctor Pears, a mí me sonó, ya que fue uno de los mejores abogados del estado hasta que se retiró hace un par de años y… oh, sí, esto es importante y te va a hacer delirar de placer. Su prima, la señorita Carly Cassandra Pears Albus Reford Bacard… Tiene tantos apellidos que me da vértigo y todos ellos pertenecientes a un ex marido —el último de ellos bastante desafortunado por lo que he podido averiguar—, trabaja como asistente personal de uno de los miembros de nuestro clan.
Aquello si era interesante, pensó echando un vistazo rápido al reloj de pulsera para comprobar la hora. Su olfato había empezado a captar un cambio sutil en el ambiente; iba a llover.
—¿Quién es?
—Julian Kelsey —le facilitó el nombre—. Lleva la empresa de importación y exportación que rescataste hace un par de años. Tengo que decir que el lobo sabe lo que hace, no solo la ha levantado sino que acaba de cerrar un trato de lo más ventajoso con una filial japonesa.
Recordaba a Kelsey, un lobo adulto y solitario que no se metía en los asuntos de nadie y a quién no le gustaba pedir favores. Se había presentado ante él dos años atrás para solicitar su beneplácito a la hora de llevar la empresa que acababa de rescatar de la bancarrota por una mala gestión de su anterior propietario.
—¿Kelsey no estuvo en el cónclave? —No recordaba haberlo visto.
—No es uno de nuestros efectivos principales —argumentó Eugene con cierto retintín—. Si en cada cónclave diésemos paso a todo hijo de vecino, aquello sería un desmadre. Para algo existís vosotros, los alfa de cada región. Pero, ¿quieres que lo convoque?
El cónclave anual a menudo era una excusa para reunir en un mismo lugar a los dirigentes de los distintos clanes lupinos que había desperdigados por el país. Cada uno de ellos se encargaba de una zona del país manteniendo el orden dentro de su manada y resolviendo cualquier problema que pudiese darse en su interior o como consecuencia de los actos de alguno de sus miembros. Su cometido principal era no solo regirles, sino evitar que fueran expuestos a los humanos. Si bien tenían miembros y amigos entre la raza predominante en el planeta, seguían siendo una minoría que sin duda sería considerada como una amenaza o como material de estudio. No podían darse ese lujo.
—No, de momento no emitas ninguna convocatoria —ordenó mientras repasaba mentalmente cada dato—. ¿Algo más que debiera saber de manera inmediata?
—¿Su número de teléfono? —sugirió con un tono de voz demasiado satisfecho para su propio beneficio—. ¿Quieres que llame a esa floristería tan indecente dónde siempre te lo solucionan todo y pida un espectacular ramo para ella? O quizá sea más una chica de chocolate, ¿qué opinas? O mejor aún, ¿dónde estás? ¿Estás lejos de su domicilio? Déjate caer por allí y llévale una cesta de fruta, eso nunca falla, ya sabes, como agradecimiento…
—¿Agradecimiento por haberse hecho pasar por quién no era y contribuir a este enorme y rocambolesco error?
Lo oyó resoplar.
—¿Te molestaste en preguntarle quién era en realidad? ¿No verdad? Y hasta donde yo sé la pobre chica no fue sino otra víctima más en tu apresurada necesidad de encontrar acompañante para el cónclave.
Gruñó por lo bajo.
—¿Ahora la culpa es mía?
—Mira que estás irascible —rezongó Eugene—, pero te lo perdono. Todos os ponéis igual cuando estáis a la caza de vuestra compañera.
Si lo tuviese delante lo despellejaría.
—Eugene…
—Míralo de esta forma, querido; si ella no hubiese aparecido, tú no la habrías conocido —insistió con su característico tono inflexivo. Cuando creía tener la razón, no había manera humana o lupina de bajarlo de esa montura—. Todo lo que tienes que hacer ahora es dar con ella y reclamarla. Tus hormonas volverán a ser las mismas irritantes y estiradas de siempre y podrás seguir cumpliendo con tu papel de empresario rico y todopoderoso que tan bien te sienta.
Sí, iba a hacer una bonita alfombra con su pellejo.
—Por cierto, han llamado del taller para avisar que tu coche ya está listo —le informó—. Quieren saber a dónde te lo tienen que enviar; si al hotel o a esa indecente casa tuya de las afueras.
Echó un vistazo a su alrededor y calculó la distancia que le separaba del taller que se encargaba de su pequeño.
—Que lo tengan preparado para salir, lo recogeré yo mismo.
Era bueno poder contar de nuevo con su coche y disponer de autonomía propia. A Eugene podía gustarle toda esa pompa de andar con un chófer propio, pero él prefería conducir, ponerse detrás del volante y pisar el acelerador.
—¿Dónde diablos estás? —rezongó él—. ¿Has vuelto a cruzar el puente? ¿Estás pensando presentarte a la próxima Maratón de Nueva York o qué?
—Haz lo que te he pedido —lo cortó antes de que pudiese seguir divagando.
—¿Reservo mesa para dos en el Fernandos? Está cerca de dónde vive Shane —insistió. Ese lobo no se callaba ni debajo del agua—. Puedes dejarte caer por su barrio e invitarla a comer… o comértela a ella…
El gruñido que surgió de su garganta habría puesto a cualquier lobo de rodillas.
—Eugene… —su tono de advertencia no admitía discusión.
—Llamaré al taller para que tengan el coche preparado para cuando pases a recogerlo —se zafó rápidamente el lobo—. Buena caza, querido.
La línea volvió a quedarse muda evidenciando que su beta acababa de colgarle el teléfono. Casi lo agradecía, si tenía que seguir escuchando su cháchara mucho tiempo más lo mataría. Sin perder el ritmo volvió a activar el reproductor dejando que la música sonara desde los altavoces y continuó con su ejercicio matutino. Necesitaba algo de tiempo, pensar cuidadosamente cada uno de los pasos que iba a dar, no podía permitirse dejarse llevar por el instinto, su papel como alfa era un peso encima de sus hombros que no podía evitar. Necesitaba permanecer firme, mostrar que su poder seguía vigente y ni siquiera un golpe del destino, como el que traía consigo una posible pareja, cambiaría su forma de liderazgo.
Por mucho que le fastidiara sabía que su comportamiento en el cónclave había sido extraño, especialmente con ella a su lado. No podía permitirse volver a sucumbir de esa manera y dejar a la vista cualquier posible vulnerabilidad, su puesto en la manada dependía de ello, de su seguridad y capacidad de liderazgo.
Haciendo a un lado aquellos erráticos pensamientos, aumentó el volumen del reproductor e incrementó también el ritmo. Hasta que pudiese adoptar su naturaleza animal tendría que conformarse con correr sobre dos piernas.