CAPÍTULO 3

—¡Quieres hacer el favor de calmarte! Estoy a punto de entrar así que cuelga el maldito teléfono y espérame con la puerta abierta. Quiero entrar y salir a la velocidad de la luz.

Shane suspiró, devolvió el móvil al bolsillo del abrigo y se preparó para cruzar la calle y entrar en el edificio. Si el exterior del hotel ya era imponente, el interior no se quedaba atrás. El lujo y la elegancia hablaban por sí solos. Respiró profundamente y entró con decisión dejando a la izquierda el mostrador de recepción dónde un par de parejas eran atendidas, rodeó el pilar central que alternaba la función de asientos con la ubicación de enormes maceteros y fue directa a los ascensores.

El corazón le latía a toda prisa, tenía los nervios a flor de piel y la razón de todo ello era esa absurda misión que le había endilgado su prima.

—Tranquila, no has entrado a robar ni estás haciendo nada malo —se dijo a sí misma en voz baja—. Llama el maldito ascensor y sube a buscar a Carly, después podrás retorcerle el pescuezo y salir de aquí.

Extendió una temblorosa mano hacia el botón y lo oprimió esperando que las flechas cambiasen indicando que alguno de los tres ascensores bajaba.

Y pensar que a esas horas podría estar en su casa, dándose un baño relajante, mientras disfrutaba de las deliciosas pastas que había dejado hechas aquella misma mañana. Era una nueva receta, algo que le había estado rondando en la cabeza desde hacía varios días y si salía como esperaba, podría añadirla al catálogo de repostería que estaba elaborando.

Rocco le había dado el fin de semana libre; una condición que le había impuesto ella misma, cuando la llamó para que le hiciese el favor de cubrir el turno doble de la camarera enferma. Unos días que pensaba aprovechar para descansar y revisar los pedidos para la próxima semana.

—Tengo que preparar esos cupcakes de albaricoque para entregar el martes —rumió perdiéndose momentáneamente en sus pensamientos.

Si bien la repostería era más un placer que un trabajo, gracias a ella y los encargos a domicilio conseguía sacar lo suficiente para vivir. Carly tenía razón, por mucho que le fastidiase reconocerlo, necesitaba un trabajo estable.

Miró brevemente por encima del hombro en dirección al mostrador de recepción y suspiró. Cuando decidió quedarse en Manhattan después de haber terminado sus estudios, lo hizo con la perspectiva de encontrar un trabajo basado en su profesión. Pero las ilusiones de una chica recién graduada empezaron a morir lentamente, cuando tuvo que poner los pies en la tierra y aferrarse a cualquier empleo eventual que le permitiese sobrevivir. El volver a casa con el rabo entre las piernas no era una opción y a pesar de que su sueño se le hubiese escapado de las manos en el último momento. La casa victoriana por la que tanto había ahorrado se había vendido dos meses atrás.

La campanilla que anunciaba la llegada del ascensor la obligó a centrarse de nuevo en el motivo de su presencia allí.

—Si no acabamos echadas a la calle de una patada en el culo o escoltadas por los guardas de seguridad, quizá me plantee presentarme a la entrevista —murmuró pensando en el mail que le había mencionado.

Entró en el lujoso interior del ascensor, buscó la planta que le había repetido una y otra vez y respiró aliviada cuando las puertas volvieron a cerrarse dejándola aislada del mundo.

—Aquí vamos —musitó apoyándose contra la pared mientras contemplaba el lento cambio de los números—. ¿Por qué siempre parece que los ascensores van más lentos cuando tienes prisa?

Su teléfono móvil empezó a vibrar seguido de esa melodía estridente que no había podido cambiar todavía. Le habían ofrecido ese infernal aparatito de última generación como incentivo para la renovación del contrato que tenía con la compañía telefónica que le suministraba la fibra óptica y todavía estaba aprendiendo cómo funcionaba. Introdujo la mano en el bolsillo y maldijo al darse cuenta de que el forro de su abrigo tenía un agujero, el aparato se había deslizado por él y ahora tenía que bucear para encontrarlo.

—Oh, por favor —gimió contorsionándose mientras intentaba alcanzar el perdido móvil—. Ya va, ya va… sí… ya está… ¡No me jodas!

Cuando vio el número danzando en la pantalla gimió una vez más. Su suerte había decidido escapar corriendo esa noche, no había otra explicación.

—Hola mamá —contestó en un tono más irritado del que pretendía—. Ahora no es un buen momento, te llamo…

—Shanelle, cariño —la interrumpió su progenitora con esa voz que nunca dejaba lugar a réplicas—, tenemos que hablar.

Aquello ya era de por sí un mal comienzo, pensó al escuchar su nombre completo surgiendo de labios de su madre. Solo lo utilizaba cuando quería algo y esa coletilla de «tenemos que hablar» no presagiaba tampoco nada bueno.

—¿Ha ocurrido algo? ¿Papá está bien?

—No pasa nada, cariño. Tu padre está con sus cosas, ya sabes, unos días mejor y otros peor, pero nada que lo mande prematuramente a la tumba —aseguró con total franqueza. Su madre podía ser brutalmente directa cuando quería—. Solo quería saber cómo te iba.

No pudo evitar poner los ojos en blanco.

—Mamá, son las once de la noche y es viernes —le recordó—, y hemos hablado el miércoles por la noche. ¿Qué quieres?

—¿Es que una madre no puede hablar con su hija cuando quiere hacerlo?

—Mamá… —le advirtió.

—Tu padre se ha empeñado en hacer una barbacoa el próximo sábado para celebrar su cumpleaños.

Arrugó la nariz. Su padre no era de hacer barbacoas, por no mencionar que ni siquiera le gustaba cumplir años.

—No puedo ir.

—¿Has quedado con alguien? —La curiosidad no superaba la esperanza que se escuchaba en la voz materna—. ¿Una cita, quizá?

—Sí —aseguró con más brusquedad de la que pretendía—, con el trabajo.

La oyó resoplar, un gesto muy familiar.

—¿Todavía sigues sirviendo mesas en ese local?

No iba a responder a eso, sus padres ignoraban por completo que ella hacía algo más que servir mesas en el Tulteca y pensaba dejar que siguiesen en la ignorancia eternamente. A su madre le daría una apoplejía si sabía que su hija se desnudaba para el público, aunque fuese detrás de un biombo dónde todo lo que se veía de ella era la silueta de su cuerpo.

—Sí, mamá, sigo trabajando en el Tulteca los fines de semana.

—¿Y no podrías cogerte un día libre? —insistió con ese tono zalamero que sabía le daba resultado—. Puedes venir el viernes después del trabajo. Connor puede pasar a recogerte.

¿Connor? ¿Se había repuesto ya del retorcimiento de pelotas? Sacudió la cabeza ante la incansable necesidad de su madre de emparejarla, pero que insistiera con el capullo que tenía por hijo una de sus vecinas más cercanas después de lo ocurrido la última vez la enfurecía.

—Mamá, si vuelves a intentar emparejarme con ese hijo de puta, rompo toda relación contigo… ¡y para siempre!

—No seas melodramática —se quejó con un bufido—. Todo fue un gran malentendido, de hecho fue él quien terminó con una bolsa de hielo en las pelotas…

Sí, después de que el muy cabrón le hubiese dejado los dedos escritos en las tetas, cuando intentó arrinconarla en la parte de atrás de la casa durante la última barbacoa que dieron sus padres.

—Ha tenido suerte de que no se las arrancase de cuajo —siseó—. Ese tío es un auténtico cerdo que no reconoce la palabra «NO» como respuesta.

Su madre suspiró.

—¿Y qué me dices de Edgar? Es el nuevo propietario del rancho que está un poco antes del nuestro, un chico respetable, educado y…

—Mamá, basta —se erizó como un gato. Volvió a mirar los pisos del ascensor y suspiró de alivio al ver que faltaban tres para alcanzar el suyo—. Mira, tengo que dejarte, te llamaré…

—Sí, sí, sí. Contamos contigo el sábado, cariño, procura llegar antes de las dos —le dijo antes de que la línea se quedara totalmente muda. Al instante escuchó el sonido que marcaba el fin de una llamada.

—Me ha colgado —balbuceó al tiempo que miraba el teléfono con incredulidad—. ¡Me ha colgado!

Su madre se había salido una vez más con la suya al quedarse con la última palabra. Suspiró y sacudió la cabeza, tendría que llamarla durante la semana e inventarse cualquier excusa para no ir a casa. A decir verdad, ni siquiera le apetecía coger el avión y hacer cuatro horas y media de viaje hasta Minnesota; menos aun cuando su intención era la de emparejarla con el primer soltero que se encontrase a mano.

El ascensor se detuvo por fin, las puertas se abrieron y no dudó en abandonar el habitáculo para encontrarse en un lujoso y enmoquetado pasillo. Devolvió el teléfono al bolsillo que no tenía un agujero en el forro y tomó la dirección que le había indicado previamente. El corredor era interminable y parecía un jodido laberinto, buscó los indicadores que dividían la planta y numeraban las habitaciones y jadeó ante la inesperada complicación.

—¿Manhattan Suite Dawn? ¿Manhattan Suite Night? —leyó la placa que indicaba en dos direcciones distintas cada una de las Suites entre otras habitaciones—. Esto tiene que ser una broma.

Miró en una dirección y en otra sin saber a dónde dirigirse. Carly solo le había dicho que era la Manhattan Suite, sin más datos.

—Oh, joder.

Iba a empezar a tirarse de los pelos de un momento a otro. Miró en una dirección y en la otra, finalmente resopló y sacó de nuevo el teléfono del bolsillo solo para quedarse con la boca abierta al ver las barras que marcaban la cobertura.

—¿Es una jodida broma? ¿Solo llamadas de emergencia? ¡Venga ya! —agitó el aparato como si de esa manera pudiese volver la cobertura. Intentó marcar pero ni siquiera consiguió establecer la llamada—. Esto tiene que ser una broma, una jodida y malísima broma.

Levantó el teléfono y lo paseó de un lado al otro del pasillo moviéndose hacia la zona en la que la cobertura parecía aparecer por momentos.

—Se acabó —siseó, bajó el teléfono y tras fulminarlo con la mirada lo devolvió al bolsillo—. De acuerdo, si no es una, es la otra.

Le había dicho que dejase la puerta abierta, así que cuando llegó a una de las suites situadas al final de un largo pasillo, descripción que concordaba con la dada por la mujer, se dio prisa en acercarse.

—¿Carly? —llamó esperando que la chica surgiese de un momento a otro a través de la puerta con su incesante parloteo—. ¿Carly, estás ahí dentro?

Oyó sonidos en el interior de la habitación y dudó un breve instante antes de permitir que la poca salud mental que le quedaba volase por la ventana. Empujó la puerta con suavidad, las luces estaban encendidas mostrando una lujosa estancia. Un amplio salón en tonos arena y rojos terruños que destilaban elegancia y al mismo tiempo lo hacían acogedor. Se aseguró el bolso en el hombro y se movió casi de puntillas sobre la mullida moqueta color chocolate que cubría esa zona de la habitación. La puerta del dormitorio estaba abierta de par en par, las luces encendidas y la cama obviamente deshecha.

—¿Carly? —llamó una vez más—. ¿Car… estás ahí dentro?

Apenas había dado dos pasos en dirección al dormitorio cuando se dio de bruces, o cabría decir mejor que de espaldas, con un atractivo hombre que la superaba en altura.

—Ah, ya estás aquí —la recibió con un profundo acento británico. Su afable sonrisa empezó a mudar por una mueca de disgusto al recorrer su figura, frunció el ceño y no tuvo inconveniente en señalarla con el dedo—. ¿Qué llevas puesto, querida? Creí haber dejado claro que sería una fiesta de gala.

Para su completo estupor, se quedó congelada cuando lo vio atacar los botones de su abrigo e hizo a un lado la tela para examinar lo que este ocultaba.

—Um… definitivamente ese no es el atuendo que esperaba —rumió dando un paso atrás, cruzó los brazos y sujetó el codo con una mano mientras se daba golpecitos en el labio con los dedos de la otra—. Pero creo que puedo encontrar algo que se adapte a tu figura. Acompáñame, el señor Evans todavía está acicalándose. Como ya te habrán dicho, solo necesita una acompañante. Así que limítate a permanecer a su lado con aire elegante, sonríe, habla lo menos posible e ignórale cuando gruña. Hoy está un poquito irascible.

Parpadeó sin salir de su asombro. ¿De qué diablos estaba hablando ese chalado y dónde estaba Carly? Al ver que el desconocido la cogía por el codo en un obvio intento de hacer que se moviese, clavó los tacones de sus botas en el suelo y se soltó.

—¿Dónde está Carly?

La pregunta surgió de sus labios casi al instante y la respuesta del hombre no pudo ser más genuina.

—¿Carly? ¿Quién es Carly?

Se lamió los labios.

—Estupendo, me he equivocado de suite —murmuró al tiempo que empezaba a retroceder—. Temo que ha habido un pequeño malentendido.

Él ladeó la cabeza, entrecerró los ojos y la miró.

—No te ha enviado la agencia Chaston, ¿verdad?

Negó con la cabeza. Ni siquiera sabía de qué le estaba hablando.

—Ya veo —aceptó mientras la recorría una vez con la mirada—. ¿Y quién eres entonces?

—Alguien que está en el lugar equivocado en el momento menos oportuno —musitó. Casi podía sentir cómo el suelo se abría bajo sus pies dispuesto a tragársela.

Sí, esa noche estaba resultando ser un verdadero infierno.