Capítulo 8
André Saint-Clair
Para guardar su anonimato, André Saint-Clair, conde de Biron, tuvo que entrar al serrallo de Madame Gautier por una puerta excusada que había en la parte de atrás de la casa, junto al jardín. Por supuesto, dado su rango aristocrático, fue recibido por la madre abadesa en persona en el gabinete privado que esta tenía en la primera planta del edificio. Allí, tras una calurosa bienvenida, le entregó diez luises de oro por la cama que compartiría con una amante muy especial. Y como siempre, la atractiva alcahueta le predispuso al entendimiento con empalagosos besos en el cuello y caricias licenciosas. El noble, mientras tanto, cambiaba su vestimenta cortesana por los ropajes propios de un labrador, ya que todos sufrían una transformación dentro de la casa; siendo propio encontrar allí un sacerdote vestido de seglar; a un magistrado convertido en pastor, o a un aristócrata disfrazado de plebeyo rufián.
—¡Basta, Sophie! Deja al menos que me suba las calzas —se quejó el conde de Biron, pues su vieja amiga estaba tan pegada a él con su opulencia que le era imposible hacerlo.
—Hace años preferías mis atenciones a los exquisitos bocados de la Corte —le recordó con ironía, al tiempo que se alejaba de él unos pasos mirándole por encima de su hombro con ojos de enamorada.
«Hace años, eras la flor más bella de Saint-Victor y la Sor bona, y tu cuerpo el menos lastimado por la barbarie del sexo. Más, ya no eres la misma», pensó con cierta nostalgia quien fuera su primer amante y protector.
Para no ofenderla, la recompensó con un beso en la mejilla. Al fin y al cabo seguían siendo dos amigos entrañables.
Ella suspiró.
—Dime…
—¿Cuál es esa sorpresa que me tienes reservada? —preguntó finalmente, ya vestido de campesino—. Espero que no se trate de Louise, como en mi última visita. Esa hija de Lesbos tiene un gusto demasiado mórbido para mi entender. Es cierto que está de moda el látigo, pero que a uno le propinen una azotaina en el trasero como a los niños para entrar de lleno en el juego del amor, realmente me parece estúpido e insufrible. Más le valdría a tu pupila refocilarse con ese bastardo de Donatien Alphonse, al que todos llaman marqués de Sade.
Se refería a Louise La Porte, quien presumía de ser la prostituta con mayor temperamento de todo el burdel. Era de facciones duras y cuerpo atlético. Solía vestir de hombre, con casaca brocada en oro, peluca, y un espléndido pañuelo alrededor de su cuello. Y se adaptaba a todos los gustos —sobre todo si se trataba de parejas—, siempre y cuando el cliente sucumbiera al solaz rigor de su pasatiempo predilecto.
—Para esta noche te he preparado algo muy especial… —La jefa de las furcias fue hacia la licorera que había junto a un diván muy parecido a los triclinios de la antigua Grecia—. Supongo que ya habrás oído comentarios de su poder fascinador y su misterioso encanto. No se habla de otra cosa en palacio.
—¡Luego, es cierto… existe esa joven! —exclamó, indignado, el conde, aún sin dar crédito a las palabras de su antigua protegida—. ¡Y me la has negado todas estas semanas!
—Lamento mucho haberte mentido, pero tuve que rebatir el rumor que corría por París, o hubiera acabado con mis huesos en prisión. ¿Sabes? Había intereses regios de por medio… —Le ofreció de beber, sopesando sus palabras antes de continuar. Sabía por experiencia lo inestable que era su tolerancia—. El peluquero personal de la princesa María Antonieta ha sido el único que ha podido visitarla hasta ahora. Su oro y advertencias compraron mi silencio. Además, los deseos del tutor de la joven fueron explícitos: solo Asmodeus tendría acceso al cuarto donde la mantengo encerrada. Debes entenderlo, compartirla con otro cliente hubiese significado mi ingreso de por vida en las mazmorras de La Bastille.
—¿Y por qué ahora cambias de opinión? —quiso saber el noble, un tanto intrigado.
—Porque murió hace dos días —contestó ella con tono glacial—. Le encontraron detrás del Hôtel-Dieu con el cuello roto. Estrangulado, según creo. Bien merecido se lo tenía el muy estúpido.
Hizo un ademán de repulsa con una mano, chasqueando después la lengua.
—¿Y cuánto me ha de costar esa maravilla que, según los chismes palaciegos, proporciona a los hombres un placer irracional solo comparable al orgasmo femenino?
—Tú eres alguien muy especial para mí, querido… Tu precio será el de siempre —respondió ella enseguida, orgullosa de su bondad—. Espero que disfrutes cómodamente con Papilión. Según me aseguró Asmodeus la última noche que estuvo aquí, la habilidad de esa muchacha solo es digna de filósofos.
—He vivido demasiado, y han sido diversas mis perversidades a lo largo de treinta años —reconoció él muy a su pesar—. No creo que puedan impresionarme sus fantasías; las mías las superan.
—Puede ser… —La alcahueta no quiso rebatir ese punto—. Pero tienes que saber que ese engreído se marchó aquella noche con una expresión de felicidad que jamás había visto antes en un cliente en todos los años que llevo dirigiendo el burdel.
—Deja que sea yo quien juzgue… —indicó André, que luego pasó sus manos por detrás de la espalda de la Gautier, logrando que sus cuerpos se unieran en un abrazo exquisito—. Si quedo satisfecho, haré de ti la mediadora más rica de París. Hasta es posible que ponga a tu nombre la hacienda que poseo en Ivry. Dime… ¿Te gustaría?
Sophie Bertrand rememoró los incesantes encuentros que ambos mantuvieron en el pasado, en la casa de campo del conde. De aquel tiempo guardaba muy buenos recuerdos. Sí, era cierto. En verdad no había recompensa mejor que pasar sus últimos días donde antaño fuera tan feliz.
—Eres muy generoso. También yo lo seré contigo… —Entonces le tomó de la mano—. ¡Ven! Acompáñame y verás…
Y André Saint-Clair se dejó conducir como un pelele.