Capítulo 23
El conde de Saint-Germain
Al día siguiente, dos distinguidos caballeros se reunían frente al palacio de la reina Catalina de Médicis, en los jardines de las Tullerías, para hallar una solución al problema que les traía de cabeza desde hacía varias semanas. Se saludaron cortésmente pero sin mucho entusiasmo, a pesar de la relación que les unía, iniciando su marcha por la explanada. Hablaban discretamente para que ninguno de los viandantes que se solazaban al sol, en sus idas y venidas, pudieran reparar en ellos y evitar así que escucharan su conversación. La reunión era extraoficial y reservada, por lo menos en lo concerniente a Monsieur Joly de Fleur.
—Esta mañana han encontrado el cadáver del conde de Biron en el interior de Nôtre-Dame… estrangulado; toda una herejía para la comunidad del santuario… —el procurador general del rey se sentía escandalizado de solo pensarlo—. Fue precisamente el prior de la catedral quien dio la voz de alarma.
—¿Creéis que su muerte guarda relación con la de Asmodeus? —preguntó el otro individuo, de aire fino, espiritual, cuya mirada penetrante precedía a su misteriosa personalidad.
—Según los informes del agente de Policía que lleva el caso, Papilión podría haber estado viéndose con otro hombre tras el asesinato de nuestro pupilo. Creo que se tratan de la misma persona… —Arrugó la nariz, y añadió irritado—: Además, Sophie Bertrand ha incumplido su promesa ofreciéndosela a otros clientes.
—La alcahueta no es capaz de comprender el significado que tiene para nosotros la vida de esa criatura… —se lamentó su interlocutor, que lucía hermosos diamantes en los dedos, así como en el reloj y la tabaquera—. La llevo protegiendo desde hace varios meses, cuando pude comprar su libertad y arrancarla de la compañía de titiriteros donde era exhibida como un monstruo. Y no fue para satisfacción de sátiros deshonestos esconderla en un burdel, sino para mayor gloria del ser humano. Confiemos en que la joven sepa defender su virtud hasta que llegue el día de la ceremonia.
—Lo que realmente debería preocuparnos es averiguar la identidad del asesino —afirmó De Fleur en tono grave—. No podemos permitirnos el lujo de ir perdiendo los pocos candidatos con los que contamos.
—Ese es precisamente vuestro trabajo —le recordó el otro, arqueando las cejas a continuación. Tenía un tono persuasivo, meditado—. El mío es buscar, como decís, un aspirante que se ajuste a sus características, y cumpla rigurosamente cada uno de los pasos de la ceremonia… y lo he encontrado.
El procurador general de Luis XV se detuvo para escuchar la buena nueva, impresionado por la rapidez del Maestro en hallar un hombre que sustituyera a Asmodeus.
—¿Y es…?
—Al día de hoy, ya está en posesión de los seis primeros arcanos… —continuó diciendo el individuo de ojos fascinantes, a quien Luis XV había cedido por tiempo indefinido el fabuloso castillo de Chambord—. Y a mi parecer, es, de todos, el más indicado.
—¿Puedo saber su nombre? —insistió Joly de Fleur.
—Charles Geneviève de Beaumont.
—Pero creí que estaba en Londres, cumpliendo cierta misión que le encargara en persona Su Majestad.
—Ya… pero regresó hace poco más de una semana.
—¿Y está dispuesto a seguir adelante con el ritual?
—Lo estará —afirmó convencido el hermético caballero—. Yo mismo me encargaré de que cumpla con lo que está escrito desde el principio de los tiempos en el Libro de la Vida.
—¿Y qué hay de nosotros? —quiso saber el procurador general—. ¿Cuándo podré contarle a los demás que también vos habéis regresado de vuestro viaje por Europa?
—La marquesa de Blanchefort lo sospecha, pues hace unos días le escribió a la condesa D’Adhémar, confesándole su incertidumbre. En cuanto a Margot, la esposa del marqués de la Roche, ha sido mi aliada desde el principio y quien me proporcionó el libro de grabados. Le rogué que guardara silencio, ocultándole mi vuelta a su esposo por temor a las habladurías. Ya sabéis lo charlatán que es el bueno de Auguste.
—La verdad, querido conde, no entiendo a qué viene tanto recelo. La Fraternidad jamás ha tenido secretos para sus adeptos. Los demás deben de participar de nuestra alegría.
—Sí, pero el asesino de Asmodeus sigue escondido. Y lo peor de todo es que no sabemos quién es, ni cuál es el motivo que le empuja a cometer tales crímenes… —El noble apoyó ambas manos en los hombros del procurador—. No quiero exponer, por ahora, la vida de nadie que tenga que ver con la logia. Podría resultar peligroso.
Joly de Fleur tuvo que admitir que corrían cierto riesgo. La búsqueda del criminal seguía siendo infructuosa, a pesar de haber invertido una suma enorme de dinero sufragando los gastos del teniente de Policía; quien, a su vez, debía comprar la temporal fidelidad de cómplices desligados a sus intereses.
—Le exigiré a Marais que se muestre más implacable en sus investigaciones, pues para mí que desea prolongar su investigación mientras tenga cama franca dos veces por semana —afirmó serio.
—Hacedlo, pero que siga siendo tan discreto como hasta ahora… —El políglota aristócrata y brillante ajedrecista, pintor y músico, fue rotundo en su aserción—: Charles de Beaumont no debe sufrir ningún percance. Es nuestro rey en este juego iniciático, y debemos protegerlo por encima de todo.
—¿En cuanto a la reina? —se interesó el procurador.
—Creo que ese monstruo la protege. Lo que desconozco es la causa que le mueve a hacerlo.
Monsieur Joly de Fleur se abstuvo de seguir hablando. Pero entonces recordó un pequeño detalle que le traía de cabeza desde que se reencontrara con su viejo amigo, y que en aquel momento decidió ignorar por temor a una respuesta incomprensible. Y he aquí que se aventuró a hacerle partícipe de sus dudas, intuyendo de antemano lo infructuoso que iba a resultar su procacidad.
—Hay algo más que quisiera saber —se atrevió a decir. Lo hizo tras aclarar su garganta con un carraspeo demasiado personal.
—¿Y bien? —le apremió el conde.
—Os conozco desde hace catorce años, cuando fuimos presentados por el mariscal Belle Isle. Transcurrido este tiempo, todos hemos envejecido menos vos… Vuestra edad es la misma en apariencia, y ello, ya podéis suponerlo, hace que la gente comience a murmurar que mantenéis un pacto con el mismísimo diablo.
—¿Y cuál es vuestra explicación a dicho prodigio? —Los temores del procurador general le arrancaron una sonrisa al conde de Saint-Germain, que cruzó una mano sobre el pecho—. Porque supongo que tendréis una.
—Reconozco que cualquier hipótesis resultaría improbable.
—Tanto mejor —le dijo su interlocutor, complacido—. Así me ahorráis el tener que razonar con vos mi inmortalidad.
Con estas palabras el misterioso noble se despidió de él, dirigiéndose derecho hacia el Louvre. Joly de Fleur lamentó su estupidez. No era un ningún secreto que el conde de Saint-Germain, que siempre llevaba piedras preciosas en sus bolsillos en lugar de monedas de uso común, presumía en la Corte francesa de ser inmortal, asegurando incluso haber sido testigo de la muerte de Jesucristo.
Se trataba de un dogma de fe creer en la afirmación de sus rotundas palabras.