Capítulo 34

La verdad

Cuando Deverly vio entrar a Monsieur Cottel en el salón de baile, solo tuvo que mirarle a la cara para saber de inmediato que su ánimo no estaba para demasiadas complacencias. Parecía excitado por algún extraño motivo que la sensual pelirroja relacionó de inmediato con Papilión, su aparente y celoso amigo, y los últimos acontecimientos de los que París entero se hacía eco.

En vez de comportarse como otras tantas veces, galán y seductor con las demás jóvenes antes de entablar relación con su amante, o cortés y refinado con el resto de los clientes, cruzó la habitación a zancadas sin pedir disculpas a quienes iba apartando de su camino de forma agresiva. Su actitud fue criticada por los caballeros que se congregaban alrededor de las jóvenes, aunque nadie se atrevió a reprochárselo públicamente y a la cara.

—Subamos… —ordenó serio. La cogió por el brazo con firmeza—. Necesito hablar contigo.

Louise, que en aquel preciso momento hablaba con Deverly sobre el presunto merodeador a pesar de la prohibición de la madre abadesa, se negó a que su amiga se sintiera intimidada por un hombre; fuese o no cliente.

—Vuestra impertinencia no es digna de un caballero —le recriminó con acritud—. Lo menos que podéis hacer es pedirnos disculpas por interrumpir la conversación.

—Perdonad… —se excusó él, al comprender que su conducta no era la apropiada—. Lamento haber sido tan brusco, pero la necesidad mengua a veces la cortesía. Os pido perdón, y os ruego del mismo modo que me disculpéis porque he de privaros de la grata compañía de vuestra amiga. Sé que os haréis cargo de la situación, por lo que os adelanto con ello mi gratitud.

Concluida su alocución, y antes de que Louise pudiera impugnarla con la autoridad que le confería su disfraz de hombre y su arrogancia femenina, Marais se llevó a Deverly tras pasarle un brazo por detrás de la cintura.

—¿Os habéis vuelto loco? —siseó la joven.

—Ha surgido un imprevisto —fue lo único que él dijo.

Deverly guardó silencio. No quiso insistir porque en el fondo sospechaba cuáles eran los motivos de su visita. Se dejó conducir dócilmente hasta el dormitorio como otros tantos días, solo que esta vez no vería cómo sus cuerpos ardientes hacían el amor abajo, en la cama, mientras se reflejaba su pasión de amantes en los espejos del techo.

Una vez que estuvieron a solas, Gustave le indicó cortésmente que tomara asiento en el sillón. Él hizo lo mismo sobre el camastro, de forma que quedaron frente a frente. Debido a las especiales circunstancias, en esta ocasión dejaron a un lado las caricias y arrumacos que servían de introito a los juegos del amor carnal —a veces una diversión hipócrita como tantas otras— para encarar la verdad sin reservas.

—¿Quién es realmente Papilión? —inquirió Gustave, que, con su interrogante, decidió romper el hielo.

—¿Y vos… quién sois vos? —preguntó a su vez la joven, adoptando una postura firme e invulnerable.

No era la respuesta que esperaba, y eso le pilló desprevenido. Le fue imposible buscar una excusa, aunque nada le impedía callar de momento.

—Eres más inteligente de lo que pensaba —admitió perplejo. Después relajó los músculos del rostro, dulcificando el gesto con una sonrisa desinteresada.

—¿Vais a contestarme? —porfió la muchacha—. Si es así, esta vez prefiero escuchar la verdad.

—Por ahora solo te puedo decir que no soy el señor Cottel. No obstante, sí que es cierto que Asmodeus existe… y que me han pagado por investigar a Papilión.

—¿Puedo saber quién?

—El dinero no tiene dueño; va y viene… Yo solo reconozco el color del oro; lo demás, no importa.

—Pero vos sabéis por qué… —afirmó ella con decisión—. Y yo sé otras muchas cosas que me reservo hasta oír de vuestros labios una razón que me obligue a ser vuestra confidente, y no hablo de dinero sino de sinceridad.

Gustave Marais no tuvo más remedio que darse por vencido. A obstinada, nada ni nadie superaba a una mujer.

—De acuerdo… —murmuró sombrío—. Y sin embargo, el pacto que propones no es ningún juego. Si te digo la verdad, estarás tan implicada como yo en este asunto; y te advierto que no hay lugar para el arrepentimiento una vez que escuches lo que voy a decirte.

—Implicada estoy desde que acepté ser cómplice de un engaño —replicó la meretriz mientras alzaba el mentón—. Y aunque bien pagasteis mi colaboración, durante este tiempo he perdido la mitad de mi fortuna, y he recibido alguna que otra bofetada. Solo espero que el dinero que aún me debéis lo pueda disfrutar con buena salud. De nada me serviría muerta.

—No sé lo que te ha ocurrido, aunque supongo que no te habrá sido fácil husmear por la casa sin llamar la atención de la madre abadesa —reconoció él, que acarició sus pómulos tras percibir la piel amoratada oculta bajo el maquillaje. Era obvio que la habían golpeado—. Pero eso es algo de lo que nos ocuparemos más tarde… —Carraspeó antes de seguir hablando—: Ahora hemos de ser francos y hablar abiertamente.

—Identificaos primero… —le arengó ella—. Por lo que veis, también yo tengo mis prioridades. Y una de ellas es saber el nombre de la persona a la que me entrego, y luego, al igual que el resto de las prostitutas, o como un sacerdote en secreto de confesión, amparar en silencio la imagen del pecador y llevarla conmigo hasta la tumba.

—De vivir en la Corte, sin duda sacarías mayor provecho de tu verborrea que en esta pocilga. —Se dio cuenta de que cada vez apreciaba más el ingenioso talento de aquella joven.

—Es muy halagador lo que decís, pero mi paciencia tiene un límite.

Viendo que no podía alargar más lo inevitable, él adoptó una postura circunspecta a la vez que ceremoniosa, tratando de buscar las palabras exactas con las que iniciar su confesión.

—Me llamo Gustave Marais… y soy teniente de Policía… —optó por decir la verdad—. Llevo la investigación de un crimen por petición expresa del procurador general del rey. Eso implica que todo lo que voy a contarte es estrictamente confidencial, y que el mero hecho de difundir cualquier detalle referente al caso podría ser considerado como delito de alta traición.

Deverly no salía de su asombro. El saber que había estado acostándose con un policía le produjo cierta impresión de ridiculez, pero al mismo tiempo se sentía como más protegida. Era un sentimiento ambiguo de placer y rechazo.

—Ahora lo entiendo todo… —dijo la joven con voz queda—. Vuestras visitas tenían como única finalidad hacerme hablar.

—Así fue en un principio, mas lo que ahora siento por ti nada tiene que ver con mi trabajo. La prueba la tienes en que me juego mucho contándote la verdad. Y si lo hago es porque no quiero que nada malo te ocurra.

—¿Cómo al conde de Biron?

Volvió a sorprenderle su perspicacia.

—¿Le conocías?

—No, personalmente… —contestó la bella furcia, desviando luego la mirada hacia el lecho—. Pero he oído decir que le encontraron muerto en el interior de Nôtre-Dame. Y da la casualidad que fue el último amante de Papilión… ¿Qué os parece? Y vuestro amigo mientras tanto en Prusia.

—Viaje del que no regresará jamás.

Deverly asintió con la cabeza, satisfecha con la respuesta.

—Lo sospechaba. Ya me advirtió Papilión de que algo así podía suceder.

—Deduzco por tus palabras que finalmente has hablado con ella.

—No fue fácil, y quizá costoso por cuanto perdí parte del dinero que me distéis. Este verdugón que podéis ver junto al ojo lo recibí de esa desgraciada de Charity… —Señaló su mejilla con un índice—. Esa hija de mala madre nos escuchó la otra noche escondida tras los cortinajes de mi habitación. He tenido que entregarle cien monedas para que guarde silencio. También me acompañó a ver a Papilión, y sabe demasiadas cosas a mi entender.

—Por ejemplo…

—Que alguien protege a la joven de arriba, asesinando a cualquier hombre que se atreva a mantener relaciones con ella.

—Eso ya me lo dijiste la última vez que estuve aquí.

—Pero lo que no sabéis es que, desde hace varios días, un individuo merodea las calles adyacentes a la casa con pretensiones de entrar a la fuerza. Según afirma Papilión, ese hombre podría ser el mismo que viene vengando su escarnio desde que era una niña.

—¿Le has visto?

—Lucette lo vio una noche intentando forzar el portón del jardín, el que comunica con la calle de atrás. Esa negra es tan supersticiosa que está convencida de que es el diablo en persona.

—¿Te dijo como iba vestido?

—En realidad es muda, pero se lo escribió todo a Justine… —puntualizó, haciendo luego una mueca—. Pero sí, la loca nos aseguró que ese bastardo lleva sotana, con un capuz cubriéndole la cabeza, y que camina de forma diferente… como encorvado.

Gustave tuvo que admitir que, como policía, aquellas rameras le superaban.

—Escucha… a partir de ahora quiero que te mantengas al margen. Corres un serio peligro si sigues investigando por tu cuenta. Mantendré lo prometido, puesto que aún me vas a servir de ayuda.

—Contad conmigo para todo.

Deverly estaba dispuesta a seguir adelante. Una fuerza mayor le empujaba a hacerlo. Y no supo si fue por el especial cariño que le tenía al hombre que le había engañado, o por simple curiosidad.

—Debes decirme cómo lograste entrar en el dormitorio de Papilión, y hacer que Charity se encargue de concertarme una cita con ella. Luego forjaremos un plan con el que poder capturar al asesino, y así vengarnos de esa vieja que te ha maltratado. Si lo conseguimos, tú y yo, más seis mil luises de oro, viajaremos a las colonias de América, e iniciaremos una nueva vida lejos de París.

—¿Seis mil monedas? —ella arqueó las cejas, sorprendida por el cinismo de su amante—. Creí que solo eran tres mil.

—Eso fue antes de que me decidiera a llevarte conmigo.

Realmente le impactaron las palabras de Gustave. Sonaban sinceras, no como las que había escuchado a lo largo de su vida en boca de mil amantes. Entonces, debido quizá al cariño que les unía, comenzó a llorar impelida por el sentimiento. Aquella inadvertida confesión de amor era lo más bonito que había escuchado en su vida.

Gustave se levantó de la cama, acercándose para cogerle las manos y obligarla a ponerse en pie. Secó sus lágrimas con las yemas de sus dedos, y antes de que su ángel particular tratase de excusar su conducta, la besó en los labios para luego abrazarla con todo el cariño que se merecía.

Deverly había dejado de ser una prostituta cualquiera para ocupar el cargo de amante indefinida. El pasado quedaba atrás para siempre; solo le importaba el futuro de ambos más allá del Atlántico.